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Número 59

En esa casa hay siempre una luz encendida / Federico Nogara

En esa casa hay siempre una luz encendida

En esa casa hay siempre una luz encendida / Federico Nogara

Desde la terraza tenía a la ciudad rendida a sus pies. Una ciudad esquiva, que nunca le había pertenecido, pero que ahora era, vista desde la magnanimidad de la altura, suya. ¿Qué sentía por aquel conglomerado de edificios sin mucho orden ni sentido? Le daba vergüenza reconocer una cierta sensación de superioridad, casi de paternalismo. Él vivía en otro lugar del mundo y aunque no tenía ningún apego por ese sitio al que sólo había considerado desde su llegada una residencia temporal, se había acostumbrado a sus rutinas hasta convertirse en uno más; nadie especial, sólo una persona que está ahí y observa, pero que con el paso del tiempo va adquiriendo, aun sin quererlo, la mentalidad del ganador, del que tiene mejor nivel de vida y puede darse el lujo de mirar por encima del hombro a quienes supone por debajo suyo. A la rabia de reconocerlo se unía la constatación, casi la certeza, de haberse convertido en un forastero eterno.

Las sensaciones negativas se fueron difuminando poco a poco en el paisaje repleto de árboles, en el cielo azul y en el mar, hasta quedar convertidas en un fondo cálido, no de satisfacción, pero sí de agrado. Quizás a eso había aspirado siempre, consiguiéndolo muy de vez en cuando.

Tentó la taza de café sobre la mesa cercana. Los objetos, cuando se adaptan a la mano, dan sensación de seguridad, y sus defensas estaban bajas. Moverse en una ciudad desconocida que ha sido el decorado de las andanzas de la niñez y la adolescencia no es fácil, se sabe todo a medias. Los lugares ignotos tienen la ventaja del descubrimiento; los que nos pertenecen, que por alguna razón son o hicimos nuestros en una época de nuestra vida, guardan el sabor dulce de los buenos tiempos y el amargo de las derrotas. Ahí, en esa ciudad que no quería nombrar, donde había nacido y crecido, podía rescatar de vez en cuando, bajo los retoques del “progreso”, el ayer, lo antiguo, lo visto, lo tocado, lo disfrutado y odiado. Nada, sin embargo, le parecía igual, o todo era igual y el que había cambiado era él. Cuando uno no descubre, juzga, pensó. El pensamiento no le alegró la mañana.

Abajo, a muchos pisos de distancia, la vida seguía. Pasaban muchos coches, demasiados. En el barrio de su niñez muy poca gente los tenía. Cuando iba a la playa con sus amigos se apretujaban todos en el camión de un hombre del que se le escapaban los datos personales y el rostro, al que confundía con otros superponiéndolos. También las anécdotas de aquellos viajes se habían ido difuminando en el universo de su memoria hasta quedar convertidas en hilachas. Pronto se reuniría con sus amigos y entonces esas hilachas, y otras, cobrarían forma hasta convertirse en un tejido. No, no llevaría la conversación hasta aquel hombre. Nunca es positivo explicar la nostalgia o destruir el mito.

No tengo claro el mes y tampoco el año. Lo único que podría asegurar es que estábamos a finales de los sesenta, hacía bastante calor, los planes familiares sobre regalos, comidas y vacaciones sugerían la cercanía de las fiestas y había cierto jolgorio en las calles del barrio, que se acentuaba al mediodía y al anochecer en los bares abarrotados de clientes ruidosos. Éramos inocentes, desconocíamos el futuro; o lo presentíamos y por eso ya no nos importaba. El mundo cambiaba y se llevaba nuestra bonanza. Vivíamos el alegre principio del fin.

Aunque ahora ya no importen las fechas –las fechas sólo importan cuando podemos recordarlas con alegría o sirven para cambiar las cosas-, me gustaría citar aquella con exactitud, me voy haciendo mayor y los datos concretos van adquiriendo relevancia, son una certeza, una cierta forma de atarse a una realidad de la que se empieza a ser ajeno. Por entonces era muy joven y el tiempo era una materia maleable, medida por los cumpleaños, las vacaciones y las fechas señaladas en rojo en el almanaque. Todavía no me afectaba el paso de los años, tenía muchos por delante y eso me hacía sentir inmortal. Pese a la intimidación de alguna mala noticia –o su golpe directo- lejos estaba de conocer la esencia trágica de la vida, su fragilidad y brevedad. Esa otra inocencia me llevaba –y me llevó en adelante- a estar más atento a los detalles que a las concreciones, por eso durante muchos años me acerqué a los hechos no desde su esencia sino desde sus circunstancias laterales, en ese caso la lluvia de la noche anterior -estancada formando charcos donde las baldosas habían cedido, en los pozos del pavimento, alrededor de los árboles- y el olor leve a tierra mojada que había dejado a su paso. Todo parecía después tan nuevo, tan alejado de cualquier tipo de suciedad, que nos daba esa sensación a ropa recién estrenada propia de los ganadores. Pero a medida que uno va envejeciendo deja de observar los sucesos trascendentales que conforman su historia desde la inocencia de lo impoluto -un escudo protector alrededor de las zonas oscuras-, porque hacerlo pasa de ser una ingenuidad a convertirse en una indecencia.

Durante casi toda mi vida recordé así aquella mañana: había llovido, el aire olía bien y era sábado, un día especial, de gloria. Mis sábados estaban exentos de obligaciones. Me levantaba tarde, almorzaba con mis parientes y mi tío Ernesto -un hombre que hacía mágico cualquier momento-, jugaba al fútbol por la tarde y de noche salía con mis amigos hasta las tantas.

¿Fue siempre así, funcionó de esa forma durante un corto tiempo o me impongo una visión? ¿Por qué veo tan poco a mi hermana, por qué tiendo a olvidar la temprana muerte de mi madre y a minimizar el dolor de mi padre cuando pienso en él?

Con los años he llegado a dudar de las visiones edulcoradas y simplistas, propias de quienes no quieren enterarse del rostro terrible de la realidad.

Caminan calle abajo desde el boulevard mirando el empedrado, las casas, las veredas, que un día cambiarán sin que ellos se enteren. Hay un zanjón antes de la vía, o quizá me esté confundiendo con otras ciudades, con otras realidades que después fueron. Llega lejano un traqueteo que pronto se hace ruido, barahúnda sobre el barrio tranquilo que hace poco se ha desperezado. Todos miramos con atención el ómnibus -un gran acontecimiento en la mañana clara-, como seguramente miraran los habitantes de algún pueblo perdido la carreta del aguatero que les calmaría la sed o el carro del buhonero cargado de fantasías y buenas nuevas. Lo simple es el preámbulo de la maravilla o de la desgracia. La puerta delantera se abre con un chasquido. No, no había vía de tren ni barreras, eso fue en otro sitio, hacia donde la situación política de mi propio país me envió, muy lejos, con otra gente. Baja un hombre alto de mirada triste, baja una mujer vestida de negro y una muchacha gris. El guarda asoma la cabeza y grita una frase que no entiendo pero supongo. El motor tose varias veces antes de arrancar arrastrando el pesado chasis y su carga humana. Pronto desaparece en la curva. El hombre triste trata de caer simpático pateando una pelota abandonada justo en su camino. No sabe que su interior ha sido rellenado con piedras para engañar a los incautos que posan de futbolistas. El golpe le daña el pie y le arruina el zapato, pero trata de disimular caminando muy erguido. Pichón y Osorio –que conocen bien ese tipo de bromas porque las han hecho a menudo- ríen y el barrio ríe con ellos. Son felices sin pretensiones, con una felicidad primitiva, propia de quienes no tienen nada y sin embargo disfrutan de la aventura de vivir. Y a menudo son crueles sin darse cuenta.

Parados en la esquina los veo charlar, señalando algo indefinido en la lejanía y al hombre, que al final se ha agachado a interesarse por su pie y su zapato para luego encogerse de hombros y seguir su camino. Si en ese momento hubiera podido adivinar el futuro los hubiera llamado para estrecharlos en un largo y apretado abrazo. Al no haberme sido otorgado ese don, los miré irse con indiferencia, a cierta temprana edad uno no piensa en lo que va a pasar, las cosas simplemente pasan.

Delante de la escuela se detienen a hablar con Manuel. Seguramente mientras lo hacen recuerdan cuando los padres lo dejaron solo y se fueron a vivir al interior. La mudanza había dejado un colchón de papeles en el apartamento que Manuel no quería limpiar, por eso les arrimó un fósforo encendido y se fue. Horas después la policía lo encontró sentado en el escalón de una casa vecina tomando un refresco y comiendo galletas con total tranquilidad. Se lo llevaron a la comisaría en andas. Allí quisieron determinar su nacionalidad, pero como Manuel había nacido en Marruecos, de padre español y madre francesa, abuelos italianos y portugueses, y tenía la nacionalidad uruguaya, no conseguía acertar con ninguna. El escribiente de la comisaría -pomposo título para un hombre que escribía a máquina con dos dedos y apenas dominaba su propio idioma- terminó poniéndose tan nervioso como él y la tarea se convirtió en imposible. La solución fue la aparición de mi padre y su voluntad de hacerse responsable de Manuel. Eso fue antes de romper el cristal de un ómnibus porque el conductor se había pasado de parada. Quienes pudieron presenciar la escena todavía ríen del espectáculo inusual de los pasajeros amontonados en la vereda mientras el conductor trataba de entrar, hierro en mano y totalmente fuera de sí, al vehículo dentro del que se había atrincherado el inconsciente. También mi padre lo rescató del embrollo. Se podía estar mucho rato amontonando anécdotas protagonizadas por Manuel. Un día se esfumó de nuestro diminuto universo. Meses después recibí una postal suya desde Europa. Se había embarcado para ver mundo. Unos pocos años más tarde se suicidaría en Francia.

Alguien los vio, poco después, charlando con el Chano en el descampado donde el barrio jugaba al fútbol los fines de semana, mucho antes de la construcción del liceo. Apostaría a que les contaba la mala jugada del Porteño, que de manera alevosa, según su propio y reiterado relato, lo había tirado al suelo durante un partido provocándole una fractura en el antebrazo que lo mantenía de baja en el trabajo, donde era, según aseguraba, un elemento fundamental. Mientras daba detalles por enésima vez, incluso a quienes fueran testigos directos del hecho, rumiaba y anunciaba su venganza. De tanto insistir en el tema se había vuelto obsesivo y pesado, tanto que comenzamos a esquivarlo, a pasar lejos de su casa cuando podíamos. Ese vacío de los demás aumentó su rabia. Una noche cumplió sus amenazas. Esperó al Porteño agazapado en un portal con un hierro en la mano y cuando lo vio venir se lanzó hacía él decidido. Pero como era una buena persona, incapaz de hacer daño a nadie, alertó a su víctima con una amenaza. El Porteño, mucho más grande y pesado, tuvo tiempo entonces para esquivar al diminuto cuerpo que se le venía encima lanzándose hacia un costado. El brazo armado del Chano, al no encontrar destinatario, viajó directamente a tierra, con tal mala suerte que el encuentro rompió el hueso. Largo tiempo se comentó en el barrio la desgracia del pobre hombre y sus dos brazos en cabestrillo. Nunca más se presentó en el descampado a jugar al fútbol, nunca más nos buscó para contarnos sus desgracias o sus planes. Años después nos juntaríamos en su velorio y nos reiríamos mucho de aquella anécdota. No era una falta de respeto, era una manera de colocarlo para siempre en nuestra historia, de forjar la leyenda. Tampoco vimos más al Porteño, que a escasos días del desgraciado incidente partiría, en silencio, sin despedirse, hacia otras tierras en busca de un futuro mejor.

Hicieron luego parada en el almacén frente al descampado, un local con algunas latas de comestibles y unas cuantas botellas, colocados en la habitación delantera de una de aquellas casitas de lata por fuera y por dentro madera que mencionara el poeta local, de nombre Falco, donde se enzarzaron en larga charla con Don Sosa, el dueño, que luego contaría una y mil veces aquel breve encuentro. Hablaron de muchos temas: el clásico del domingo –al que Pichón y Osorio no prestaban demasiada importancia porque descreían del fútbol profesional y su futuro-, de la situación del país, del tiempo y de la anunciada novela de un tal Márquez, del que Pichón había leído algo y tenía buenas referencias. “Es como Cortázar pero en exótico”, habría opinado. Al único Cortázar que conocía el almacenero era a un tal Elbio, obrero de la construcción vecino suyo que se había desnucado al caerse de un andamio, y del tal Márquez no tenía noticias. Era, además, hombre reservado, de pocas palabras y reacio a indagar en temas que no dominaba bien. Sin embargo, con los años se volvió locuaz y enterado, tanto que con lo contado sobre la conversación con los muchachos podría haberse escrito un libro de quinientas páginas, quizá por uno de los escritores antes nombrados, de quienes Don Sosa se hizo, al final, experto. Nosotros lo perdonábamos porque en su historia personal no había nada de relevancia. Casado allá por los años veinte, su mujer había muerto en el cincuenta de una neumonía. Su único hijo, al que nunca veía y del que nunca hablaba, vivía a muchos kilómetros de distancia. Por la tristeza en su voz cuando lo nombraba suponíamos que no se llevaban bien o que el hijo estaba en la cárcel. La culpa, si había alguna, no podía ser de Don Sosa, que pese a tener una clara tendencia a dar la lata era un pan de Dios. Al menos eso decía la gente conocida. Su hijo moriría de una enfermedad indefinida a finales de los setenta y él lo seguiría al poco tiempo. Dicen que murió de tristeza. A los muchachos del barrio se nos dio por pensar que la había ido acumulando.

Durante la juventud confiamos en la enormidad de tiempo que tenemos por delante y en que la suerte nunca nos abandonará. Con esto nos alcanza para ir tirando. Eso tenía Osorio, confianza. Pichón no, él no la necesitaba, era diferente, tenía mucho para ofrecer y lo sabía, por eso no le bastaba con esa mirada optimista al futuro. Nacido en el seno de una familia de clase media venida a menos interesada en la cultura, había tenido acceso desde muy joven a los libros, a la buena música, al buen cine, todo aquello que quedaba lejos de nuestra realidad social de barrio pobre. Cuanto más se profundiza más se comprende, y él era, además, ágil mentalmente, capaz. Por eso llegó, antes de los veinte años, a conclusiones a las que otros no llegamos nunca o nos llevan mucho tiempo. Entonces resolvió tomar partido. Nunca supimos hasta dónde llegó su compromiso, pero conociéndolo es bastante fácil la respuesta.

Unas nubes negras comienzan a amenazar desde el mar. El viento repentino las hace avanzar con rapidez. Pronto lloverá. Los coches parecen haberse dado cuenta y aumentan su velocidad. La ciudad se agita. Las bocinas arrecian, la gente corre. ¿Estaría enterado Osorio de la implicación de su compañero? Pienso que no. Pichón era muy reservado, muy suyo, como dicen en ese lugar donde resido ahora. Había en él algo de suicida y de poeta, una combinación explosiva. Estoy especulando. En realidad lo hago continuamente, por eso me convertí en escritor. Cuando pienso en él me viene a la memoria su estampa acodada contra el mostrador de un bar. Sería más lógico situarlo en otro lado, en otra situación, después de todo lo estuve viendo a diario durante cerca de diez años y sé que no le gustaban demasiado los bares, sólo se acercaba a ellos cuando estaban reunidos los muchachos en la puerta, del lado de afuera. Había en su filosofía vital una actitud moral que lo alejaba del alcohol consumido en exceso. Debe ser que lo recuerdo así porque aquel día lo vi especial, diferente: debajo de una sonrisa sardónica una camisa blanca de manga corta con los dos botones superiores abiertos, un pantalón de lino color crema y unos mocasines marrones. No era bello, era apenas bien parecido, pero transmitía algo especial: tenía carisma, personalidad, brillo de inteligencia en los ojos, elegancia natural. Era un ejemplar único, un ser humano privilegiado, una fuerza de la naturaleza. Si nos hubiera pedido seguirlo al fin del mundo lo habríamos hecho. Por eso no sería extraño que Osorio desconociera en qué andaba metido. Simplemente había sentido su llamado y no pudo resistirse.

Planteado el amor aparecen las preguntas y las dudas. Luisa estaba ahí en la primavera del 75. Entre tanta basura, entre tanta brutalidad, entre tanta soledad, había que atarse a lo poco rescatable. Su belleza serena resplandecía a pesar del pelo empapado y la gabardina hasta los tobillos, pero el pequeño paraguas que sostenía con ambas manos perdía la partida contra la furia del viento y la cortina de agua que caía del cielo. Necesitaba ayuda urgente. Acerqué el coche, abrí la puerta y la invité a subir. Su primera reacción fue dar dos pasos hacia atrás. Concentrado en ella había olvidado la época dudosa en la que estábamos y las historias que circulaban sobre vehículos llevándose gente todas las noches con rumbo desconocido. Le grité mi nombre y el de la facultad para sacarla de dudas. La sonrisa asomó en su cara, el paraguas fue lanzado a una papelera al cabo de una corta lucha con sus restos y su cuerpo se depositó en el asiento a mi lado. Lo que es la vida, pensé; había estado imaginando miles de formas de acercarme a ella sin decidirme por ninguna y el encuentro se daba de manera fortuita.

De ahí en adelante todo fue sucediendo de la misma forma aleatoria, sin que yo decidiera nada. Se podría decir que no viví la vida, al revés, la vida me vivió a mí. Aquel trayecto en coche –yo tratando de imaginar frases ingeniosas, ella buscando ser agradable- fue el único momento realmente romántico de nuestra larga relación. Luego todo se convirtió en rutina. No teníamos nada en común, sólo nos unían aspectos superfluos –ser “buenos partidos”, inteligentes, estudiantes ejemplares-, un bagaje escaso para sostener una vida en común. Pero, al fin de cuentas, la mayoría de la gente se casa con mucho menos, quizá porque hay cierta necedad en los ritos humanos, una manía de creer que algunas uniones son importantes, hasta fundamentales. Más adelante, cuando nos podemos ver con perspectiva, comprendemos tarde que no deberíamos habernos dejado llevar por las circunstancias, que podríamos haber tenido un poco de coraje. Miro la foto ajada, amarillenta. La mayoría de esos rostros sonrientes, muchos de ellos con gorros de lana y camisetas de abrigo debajo de la del equipo, se han perdido en esos rincones de la memoria a los que acudimos poco. No sé qué ha sido de ellos, si aún siguen ahí, hundidos en el aire frío de una tarde de invierno o han emigrado a regiones más cálidas. El fracaso de mi matrimonio no me extrañó. Vivirás lejos, me había dicho en cierta ocasión mi tío Ernesto. Como casi nunca salí de mi ciudad, un rincón alejado del mundo, le eché en cara en cierta ocasión, en un cumpleaños, el desacierto de su comentario. Él se limitó a sonreír. Al irse, mientras le daba el abrigo, me miró a los ojos y musitó:

– Vives lejos aunque no te des cuenta.

Hace unos meses, Ernesto murió a raíz de una dura enfermedad. Me dejó una carta en la que reiteraba el enorme cariño que me tenía –y yo ya conocía-, me legaba unas cuantas cosas personales y al final se sinceraba: “¿Recuerdas lo que te dije sobre vivir lejos? Yo también he vivido lejos. Nos tocó un país raro. Muchos dicen que no existe, que nunca ha existido. Un país que tiene a la mitad de su población viviendo en el territorio de la marginación, al veinte por ciento vagando por el mundo y a la mayoría de los que restan perdidos en ese otro país de los negocios y el lujo. Muy pocos se aferran a la tierra para darnos esperanza. Yo no pude porque nunca la tuve. También viví lejos. Ustedes, mi familia, fueron mi única cercanía, el tronco al que aferrarse cuando se va a la deriva”

Tenía razón, yo me moví siempre en el limbo; me recibí y me limité en adelante a trabajar, a pagar mi casa, cuidar el coche y compartir mis horas libres con Luisa. Ahora es demasiado tarde, ni siquiera tuvimos el valor de tener hijos y ella se ha convertido en una simple compañía, a veces buena, a veces molesta. Sigo condenado a vivir lejos.

Aquellos días me llegan siempre de la mano de Munilla, el lechero, que despertaba al vecindario con su ruidoso carro y sus más ruidosas imitaciones del cantante mexicano Miguel Aceves Mejía. Mi padre se ponía hecho una fiera y amenazaba con tomar medidas. Nunca lo hizo, al contrario, con el paso de los años –ya desaparecido el reparto a domicilio- recordaba con nostalgia al lechero y sus desafinados cantos. Después viene el fútbol, el deporte de los niños de barrio. Me veo pateando la pelota hacia el cielo, alto muy alto, con toda la fuerza posible de mis piernas infantiles. Me gustaría que todavía no hubiera tocado el suelo, que siguiera volando junto a nuestros sueños. Sería lindo. Mientras tanto hay un tiro libre al borde del área rival a menos de cinco minutos para el final. Se necesita a alguien que sepa ejecutarlo porque perdemos uno a cero y se nos escapa el campeonato local. Alberto es muy bueno pero no se tiene confianza, se esconde. De repente, Pichón pide la pelota. Nos quedamos todos mudos. Lo pusimos en el equipo los últimos quince minutos por lástima, para que no se quedara fuera todo el partido. Él mismo dijo que no sabía jugar, que no le gustaba el deporte, que era para gente escasa de cerebro. A mí me dio mucha rabia el comentario, que se agregaba a otros del mismo estilo. Ese día lo detesté. En realidad desde nuestro primer encuentro me desagradaron sus modales de tipo superior y esa sonrisa sobradora con la que escuchaba las opiniones de los demás. Con toda mi rabia voy a gritar para que no lo dejen patear, pero al abrir la boca me arrepiento. Que se joda, que la tire a las nubes y se convierta en el hazmerreír del barrio, es lo que se merece. El imbécil observa con tranquilidad al juez armando la barrera sin darse cuenta que la tiene demasiado cerca, que no hay espacio. Deja hacer sin decir nada, sin protestar. Bueno, qué importa, ya perdimos el partido. Lo veo alejarse apenas de la pelota y me desespero. Entonces, mientras yo apretaba los dientes y sacudía la cabeza, ocurrió lo inesperado, el milagro, la secuencia que quedará grabada para siempre en el recuerdo de todos los presentes: Pichón mira el arco con una sonrisa burlona, insolente (así vivirá por siempre dentro de mí en una eterna juventud), suena el silbato, la vista se clava unos instantes en el suelo, luego la cabeza se levanta, los pies dan unos pasos hacia delante y el derecho golpea la pelota con el interior enviándola, en una comba perfecta, al fondo de la red. Nos quedamos petrificados. Era el golpeo de un profesional, algo extraordinario. Casualidad, me digo cuando consigo moverme para festejar. No podía imaginar que aquello era sólo el principio. Un par de minutos después la pelota cae de nuevo a sus pies. A medida que su figura espigada esquivaba rivales como si fueran postes iba entrando en nuestra pequeña leyenda de niños aldeanos. Y cuando convirtió el gol, mi anterior inquina había quedado en el pasado, sustituida por una admiración sin límites.

Hasta la victoria siempre, habrá patria para todos o no habrá patria para nadie, obreros y estudiantes unidos y adelante, no nos moverán, no pasarán. Esas consignas, que me ayudaron a vivir y que oí repetir y leí mil veces, llegaron por primera vez a mis oídos y mis ojos de la mano de Pichón y Alberto. Ellos lo sabían todo, se movían en un micromundo ciudadano vedado a nosotros. Eso era mentira, lo aprendería luego; vivíamos lejos, ahí radicaba el secreto. Mi padre tenía una pequeña tienda y mi madre era ama de casa. No me quejo, me criaron bien, me dieron cuanto pudieron y siempre estuvieron a mi lado. No tenían la culpa de ignorar la existencia de otra vida, la posibilidad de ser distintos, de poder aspirar a un cielo lejano.

– Dios no existe, boludo. Dios sos vos -me dice golpeándome el pecho y camina hacia el fondo del bar. Han pasado muchos años desde el gol y todos vamos dejando atrás la adolescencia. Al cabo de tres o cuatro pasos se arrepiente y vuelve-. No, en realidad vos no sos Dios. Dios es tu abuela, que se vino de España siendo una adolescente. Dios es tu viejo, que se aguanta todo para que ustedes vivan bien. Dios es tu madre, que ha tenido el coraje de criarte a vos y a tu hermana y de preocuparse por toda tu familia. Por eso no hay que ir a ninguna iglesia para amar a ese señor. Porque en caso de existir, cosa bastante improbable, seguro que no es ningún castigador, sólo un buen tipo, alguien comprensivo con demasiado trabajo. –Quedo pasmado ante su inusual actitud didáctica, concentrada, trascendental, hasta que me pregunta si me tomé en serio lo que había dicho. Entonces sonríe y agrega: -Te estaba cargando, boludo. -Su risa clara, transparente, sale por la ventana, inunda el barrio, alegra a los tristes y a los solos, cambia la cara de las señoras avinagradas, hace soñar a las ninfas con posibles amantes-. Y a fin de cuentas vamos a dejarnos de filosofar, mejor nos vamos comer unas pizzas y a dejarnos de historias –sentencia, se da vuelta y echa a andar.

La mujer, que tomaba whisky en la mesa junto a la ventana acompañada de un hombre maduro, lo miró a los ojos. Él sostuvo su mirada.

– ¿Qué pasa rubio? ¿Los pobres no podemos tomar whisky tranquilos?

Me sentí súbitamente mal. Son esos momentos en los que se teme lo peor, que el mundo se venga abajo. Miré a Pichón como rogándole que no metiera la pata, que no me decepcionara, pero él no hacía caso, miraba al hombre como si en el bar sólo estuvieran ellos dos.
-Disculpe señor, no quise molestarlo. En realidad no miraba nada. Le ruego que me perdone.

El hombre hizo un gesto afirmativo, levantó el vaso como saludo y volvió a lo suyo. El mundo, lejos de venirse abajo, me pareció de súbito un lugar habitable, diferente, poblado por gente que conocía el oficio de la convivencia. Sentí ganas de abrazarlo, de confesarle mi cariño y admiración, de decirle que además de buena persona era un caballero y que para mí era un privilegio ser su amigo. No lo hice por prejuicios, por miedo al malentendido.

Ahora pienso que eso fue otro día, quizá otro año. Son muchos momentos, demasiados. Pichón tampoco era un santo. Había cometido algunos actos de los que siempre se arrepentía.

– En cierta ocasión discutí con mi madre por una bobada y le dije que se tenía que morir de una vez y dejarme tranquilo. Sé que la herí profundamente y esa culpa me persigue. Siempre quise decirle que si en ese momento se hubiera muerto de verdad yo habría muerto con ella. Pero no lo hice, y esa es una culpa que se agrega a la anterior. Ahora ya es tarde para tocar el tema y ambos jugamos a que eso nunca pasó. Cuando llegué al barrio tuve lío con el Pelado, un pobre pibe lleno de problemas. Como yo no quería jugar al fútbol ni me metía con las chiquilinas como hacían todos empezó a llamarme maricón. A mí me daba risa. Pero un día lo escucharon los demás y tuve la mala idea de hacerme el hombrecito. Le di una paliza tremenda de manera gratuita. Después no sabía cómo disculparme. También me cogí a la hermana del Luis, vos lo sabés. Pese a las habladurías de la gente no era más que una desgraciada. Fue un abuso. Así pensaba y actuaba en aquella época. Por suerte cambié con el tiempo. O me cambió la realidad, vaya uno a saber.

Me lo contó una noche que estaba triste, una noche en la que andaba buscando hacer justicia con el barrio, con el país, con todo el atraso, con toda la basura. Era una justicia personal, sin importancia social, pero necesaria para él mismo y para nosotros, porque después de cada acto de contrición queríamos ser distintos, menos egoístas, mejores personas.

La madre de Pichón nunca llegó a entender muy bien a su hijo porque lo amaba demasiado. Para entender hay que tomar cierta distancia, y ella no podía. Cuando él desapareció dejó una luz encendida para que encontrara la casa cuando volviera. Así de sencillos son los grandes amores. Aquella luz se convirtió en el símbolo de muchas cosas para los habitantes de un pequeño rincón perdido del planeta.

Una noche cualquiera la fuimos a ver. Fue difícil la decisión, tomada entre todos de pronto, pero más difícil todavía fue encontrar un punto equidistante entre la obligación de decir algo y el dolor. Estábamos sentados en la sala inmensa de una casa pensada para mucha gente, respirando con dificultad el aire pesado de la tarde de verano, pasándonos el pañuelo por la frente, sonriendo con nerviosismo, rechazando la reiterada invitación a comer y beber. Pasábamos por acá, sólo queríamos saludarla, es un momento… Todas las frases esperadas, los pequeños pretextos de quien no sabe muy bien qué decir.

– Cualquier día entrará por esa puerta. He dejado una luz encendida por si vuelve tarde.

Nos limitamos a asentir, sabiendo que aquella mujer inteligente no podía creer necesario colocar ninguna guía; en realidad esa luz estaba señalando otra cosa, apuntando hacia otro lado. Me había hecho el firme propósito de decirle que a la semana siguiente me iba del país, que ya no podía, que no había futuro. ¿Y si esa luz era el futuro? No pude, no tuve el coraje, se lo dejé todo a ella, que andaba sobrada de eso que a mí me faltaba.

Al año siguiente volvimos. Éramos menos. Algunos habían olvidado o trataban de olvidar, otros estaban demasiado asustados por el rumbo de los acontecimientos. Yo venía de lejos pero no dije nada, me pareció importante hacerle creer que seguía ahí, al pie del cañón. La luz seguía encendida y ahora era a mí al que estaba guiando.

Mi vieja murió de manera injusta, de una enfermedad que hoy se puede curar. Recuerdo cuando el viejo me sentó en el sillón y me mostró el diagnóstico. Leyendo los garabatos ininteligibles del médico sentí de repente que había dejado de ser un adolescente y entraba en el mundo cruel de los adultos. Allí la vida no es una continua fuente de hallazgos sino una sucesión interminable de despedidas. Volviendo la vista atrás me doy cuenta que yo las empecé temprano, diciéndole adiós a Luisa apenas paré el coche aquel día de lluvia. Mirándola apurar el paso hacia su casa en medio de la llovizna pensé que de ahí en adelante nada tendría sentido, ni nuestro noviazgo -tres largos años inútiles-, ni nuestro casamiento, al que llegamos por el agotamiento de un ciclo. Ella no se despedía, guardaba una cierta inocencia pasada de moda, fuera de estación, impropia de su edad. La detestaba por eso y al mismo tiempo la admiraba por poder resistir de esa forma tan simple el paso del tiempo. También la amaba, pero sin pasión, con un amor desteñido, bastante parecido a una amistad rutinaria, de esas que se dan en los bares y de las que se espera poco. Ella parecía quererme, por lo menos pasaba el tiempo pendiente de mí. No sé. Su idea del amor estaba atada al descubrimiento de la felicidad, una estructura enorme que nos encontraríamos cualquier día a la vuelta de una esquina. Por eso recogió el tomate que era yo y lo consideró una flor, porque tenía la fe del guerrero que se lanza con el pecho descubierto al encuentro del enemigo numeroso. Se había convertido en una creyente, no de un dios con mayúscula o de un demiurgo menor, sino de un tipo insignificante. Quería terminar siendo feliz y para lograrlo aceptaba vivir lejos. Nunca pudo resolver esa ecuación. Quizá si su madre hubiera muerto cuando todavía era demasiado joven hubiera entendido, hubiera buscado. O no, porque al final yo no entendí ni busqué nada, me limité a estar y a perder el tiempo.

Ha pasado el dolor. Hoy sólo queda un regusto amargo cuando recordamos, un hueco allí por donde andaban los que se fueron, una ausencia a veces notoria, un lejano sabor a cosa perdida, a sueño interrumpido, sin realizar. Todos seguimos con nuestras vidas, unos un poco más crecidos, otros más viejos, todos un poco más sabios pero menos seguros, porque los años te van quitando brillo, como a los objetos. Han aparecido nuevas vidas y a ellas nos hemos atado y hoy nuestros días son pequeños pasos en una habitación y llantos de recién nacidos. Sin embargo, a veces nos alejamos de los demás porque la fina aguja de la melancolía nos ataca, nos trae lo perdido, lo que pudo ser y no fue. Entonces comprendemos de qué forma estamos atados a las personas, a las cosas, a los lugares, al pasado.

La caminata sigue por lugares inciertos porque todos le vamos agregando decorados de acuerdo a nuestras necesidades vitales. Yo a veces los imagino entre la nieve o rodeados de palmeras. Ellos viven caminando por siempre y de pronto pasan al lado de una estación de servicio. ¿Había alguna en el barrio? Por lo menos la había en una película sobre jóvenes con final triste, de principio de guerra y aparición de la muerte. Para muchos de ellos también se terminó todo cuando tenían mucho por dar y atrás quedaron unas imitaciones de escaso valor. Siempre se van los mejores, como si de esa forma nos fuera señalada -por la vida o qué sé yo- otra manera de ser, un posible camino diferente. Si los buenos quedasen por siempre correrían el riesgo de terminar siendo tan vulgares como nosotros. Ahora pienso que tenemos el derecho a fracasar, pero no el derecho de hacerlos fracasar a ellos.

Al llegar al club de basketball se detienen a tomar una cerveza. Hace calor, mucho calor. En la barra del bar está Jorge, quien moriría años después en la prisión después de haber sido salvajemente torturado porque su padre era militar; Sebastián, que desapareció misteriosamente, y varios más cuyas caras están grabadas en mi mente pero cuyos nombres se me escapan. Imagino por encima de todo las bromas de Sócrates (apodado así no por su pensamiento, sino por su parecido a una figura del filósofo publicada en un diario), su risa estridente y su peculiar voz de falsete resonando en el local casi vacío. A su lado debían estar Roque y Omar, sus compañeros inseparables. No, Sócrates no estaba, se había embarcado poco antes en un petrolero que se había hundido cerca de las costas de Brasil. Tampoco podían estar sus amigos, que salieron tras su rastro y nunca volvieron. Prefiero poner en el grupo a Pirulo, a Paredes, al Chingolo, al Querusa. Ellos están, ellos siguen; a veces aparecen sus versiones envejecidas por ahí y recordamos los viejos tiempos. Es entonces cuando una cierta piedad hacia nosotros mismos nos impide charlar sobre aquel día.

Nos deslizamos por encima de una realidad huidiza como una exhalación, resistiendo, aguantando, siguiendo con una terquedad digna de mejor causa. Continuamos siendo buenos y dignos, con una bondad y una dignidad un tanto simples. En conjunto, hemos dejado de ser pueblo para convertirnos en rebaño. Es una sospecha creciente, que nos ataca a muchos cada mañana. Aquellos que debieron portar la antorcha –incluso lo prometieron- se han cansado o han tomado un rumbo diferente. Hoy defienden ideas confusas y firman en los diarios artículos que hubieran criticado en el pasado. Muchos dirigen empresas o se atrincheran en bien pagados puestos públicos. Se han hecho a un lado para poder seguir adelante. Yo sigo mirándome en el espejo cada día. El problema es que no veo nada, soy yo y soy otro. Vivo lejos, físicamente lejos, y eso ya no me concede ninguna ventaja. Un día de estos, antes de irme, pasaré por la casa a ver la luz. Para sentirme vivo, para recordar que hay gente esperando.

Cierro los ojos y los veo irse, alegres y despreocupados. Eran jóvenes y todo lo que hacían les parecía carente de importancia. No podían imaginarse que estaban escribiendo la historia, la de ellos y la nuestra. Cuando uno se da cuenta de eso es casi siempre demasiado tarde. Por eso me he parado a reflexionar, porque creo que he sido derrotado, vencido sin remedio. Los ganadores nunca piensan, se limitan a disfrutar de su victoria.

La vida tiene mucho de extraño, de impronunciable. Quisiéramos decirlo todo y sólo nos permitimos una parte, dejando enterradas muchas palabras, muchos razonamientos, muchos gestos, que a lo mejor en el futuro nos duele no haber expresado. Hay un pudor, un miedo a herir o ser herido, una vergüenza atándonos al silencio; es una especie de inocencia, porque, pese a no ser enunciados, los sentimientos y las ideas están ahí, existiendo aunque no se hagan públicos. La carta pesa en mi mano. Siempre hay un papel en la vida que nos marca para siempre: el diagnóstico de un médico, el despido, las líneas de cualquier adiós, un nacimiento, una boda, los elogios de alguien que nos importa, el certificado de defunción. Buenas y malas noticias. Lo peor de todo es la derrota, por eso la carta pesa tanto.

“Querido Amigo

Respecto a tu carta, no hay necesidad de ponerse a discutir sobre quién pasó más penurias. Fuimos dos pibes de barrio proletario y salimos casi de lo mismo. Ahora vos sos escritor y yo estoy jubilado de preso y tengo televisión por cable. Son las vueltas de la vida o que sé yo. El asunto es que la paso bien y me doy algunos lujos como jugar al truco con mis amigos tomando vino. Quizá no lo consideres gran cosa, pero para mí es mucho.
Te refieres a la complejidad del pensamiento, cosa que yo no sé muy bien qué es, pero supongo que se trata de todo lo que no entiendo por burro o perezoso. O por la vida que llevo o la gente con la que me doy. De cualquier forma, no me calienta. También escribes sobre la educación con muchos argumentos. Me gustaría simplificar un poco, bajar la pelota al piso como decimos acá. Yo pienso que la educación depende más de las personas cercanas a los niños que de la escuela o de los liceos. También puede parecerte una simplificación y te pido que me perdones.
La pobreza es un tema complejo. En este país hay pobres a montones. Algunos tipos quieren salir de la pobreza y otros no. Es jodido, pero revertir esa situación, si es se que se puede, va a llevar por lo menos una generación y la voluntad de todos, empezando por los políticos. Todos sabemos que hay gente con la cabeza quemada. Pero esto no pasa sólo entre los pobres. Hay gente de clase media y ricos con la cabeza quemada. Ni a palos se puede cambiarlos. La batalla cultural o lo que sea la ganó el consumo y el mercado. La izquierda es lo mejor de la derecha y la derecha lo peor de la izquierda, pero todos estamos en el mismo barco, a babor o estribor.
Yo no quiero cambiar las cosas. Soy un viejo y no tengo derecho de pedirle a la gente que me siga porque los voy a hacer inteligentes y felices. Puede ser que sea un imbécil, pero trato de no pensar en cosas que no puedo solucionar.

Te mando un abrazo”.

No me duelen las palabras, me duele la sensación que queda al leerlas y, sobre todo, me lastiman por aquellos que caminan por siempre, por la luz encendida y lo que no pudo ser. Rompo el papel en pedazos y los arrojo a la calle, allá abajo, donde quienes pasen pensarán que ha sido el gesto de un maleducado, de uno más de esos que ensucian una ciudad ya muy sucia. Nunca sabrán que detrás de esos papeles hay una historia lejana que seguimos y seguiremos escribiendo.

He vuelto al lugar donde están mis raíces cercanas y donde se desarrolló mi vida consciente. Como no me fui por elección, fui expulsado, acabo volviendo siempre, incluso sin quererlo, a hacer justicia, a reivindicarme. Porque en los casos como el mío se sigue pensando en cambiar la realidad o en colaborar de cualquier forma a hacerlo. Hasta que uno choca contra la pared. Entonces hay quien decide borrar al país de su vida, no volver más, y quien continúa tratando de una forma u otra. En mi caso he llegado a sentir mucho respeto por las paredes porque no me agrada el voluntarismo. Cuando un camino se termina es fundamental aceptar el hecho. Pero sin sensación de pérdida. No se trata de seguir siendo del lugar ni de dejar de serlo, no se debe caer en el dramatismo. Es cuestión de posicionarse de otra manera y de aceptar lo que hay. La vida es eso, ir abandonando cosas y aceptando situaciones. Uno, por desgracia, lo comprende demasiado tarde, cuando la muerte, la máxima derrota, está acercándose y acechando. Ya debo asumirme como un hombre viejo, perteneciente a una realidad distinta, fenecida. Ahora debo adaptarme, aprender a vivir con lo que hay. Son los jóvenes, quienes heredaron el mundo, sus dueños, quienes tienen que sufrirlo o cambiarlo. He salido a caminar sin rumbo y sin querer he entrado en el viejo barrio. Muy poco ha cambiado y sin embargo veo todo diferente, más chico, decadente triste. Donde solíamos jugar al fútbol hay un gran edificio. Ya nada queda de la tienda de mi padre, del taller mecánico de la esquina, de la mercería donde mi madre compraba las agujas y el hilo para remendar mi ropa de jugar. Me asomo al local vacío y distingo sus manos delicadas resbalando por la tela que pronto envolvería a su querido hijo. ¿Fue feliz? Su sonrisa me responde sobre las velas que enseguida soplaré. Mi padre la mira con los ojos brillantes.

– ¿La amas? –le pregunto.

Sonríe mientras me pasa los ojos por encima antes de dejarlos fijos en un lugar indefinido de la pared blanca.

– Con un amor que nunca podrías entender –dice luego como si no significara nada, como si sólo estuviera haciendo una simple constatación.

Simpleza, murmuro, y no es justo. Todo ha sido siempre complejo, complicado. Debajo de una vida que parece simple hay un cúmulo de circunstancias que luego desaparecen al mirar a la distancia. Unas pisadas se pierden en la noche después de que unas manos cuidadosas me hayan arropado con esmero y yo cierro los ojos tranquilo, sabiéndome protegido, y me pierdo en una playa con toda mi familia entre risas, carreras, partidos de fútbol sobre la arena dura y baños interminables; luego hay una tabla larga sobre caballetes cubierta con papel blanco a modo de mantel, con toda la comida que me gusta, la carne asada, el pan crujiente, el queso, la fruta, los pasteles y alrededor la familia, los amigos, algunos vecinos. ¿Es eso el amor? Por lo menos es lo que me viene a la cabeza cuando trato de darle forma.

A veces no entiendo a mi padre. Eso me produce un sentimiento de culpa porque lo quiero. Sin embargo, muchas veces me separa de él su incapacidad para el disfrute, para el cariño. Es imposible vivir sin una filosofía, sin una moral, sin una ideología. Pero vivir razonando es negar la vida, porque existe la flor y el mar, el niño sonriendo y el amigo, el tiempo detenido con una copa de vino en la mano y la insultante belleza del mundo a nuestro alcance. Y a veces el sonido lejano de una melodía conocida nos provoca ese calor interno agradable que nos permite pensar que la felicidad puede ser posible, incluso probable. Ese hombre, que ahora tengo delante, soy yo y no soy yo. Sin mi madre se convirtió en un ser desvalido que envejeció rápidamente y se fue yendo. Nos empezamos a dar cuenta demasiado tarde, cuando sus razonamientos se encasquillaron y comenzó a discutir por cualquier cosa tratando de hacer prevalecer sus puntos de vista. Sus caprichos vinieron acompañados de la desgana total, que lo hundió en un sillón del que raramente se despegaba. Desde allí veía televisión, escuchaba la radio y si tenía audiencia se lanzaba a largos ejercicios de nostalgia que confluían sin excepción en la crítica a los tiempos actuales, carentes de cualquier lógica. La vida había perdido todo tipo de sentido para él. Yo me preguntaba si alguna vez lo había tenido para alguien.

Apenas apagado el pensamiento en mi mente, mis ojos viajan hacia la copa del frondoso árbol que tengo delante, al que se encaramaba Don Julio por la noche a espiar a su amada a través de la ventana de su habitación. Le daba igual si estaba el marido o si el barrio entero era testigo de sus andanzas, sólo le importaba aquel amor de dos veces a la semana en un hotel que él continuaba desde su atalaya. Nosotros lo sabíamos todo, incluso que el fogoso amante hacía resaltar y brillar sus canas con unas pastillas azules que por entonces se usaban para blanquear la ropa y que ella no quería dejar la seguridad del matrimonio. Nunca dijimos nada, jamás de la boca de unos muchachos acostumbrados a burlarse de todo el mundo se escapó la frase condenatoria o la denuncia. En el fondo, admirábamos al hombre, a su amor sin límites y su constancia. Un día ella se mudó y el amante desapareció enseguida, seguramente en busca de otro árbol. Nadie hizo comentario alguno porque no había necesidad; le deseábamos suerte, por unanimidad, a una pasión a la que no detenían distancias ni alturas.

Enfrente de mi casa quedaba el bar, ahora iluminado apenas por un par de miserables bombitas de luz que convierten en fantasmas a los tres parroquianos que tratan de superar su hastío mirando la nada. ¿Vivirá todavía don Peña? Podría entrar a preguntar, pero no vale la pena, ya son demasiadas las desgracias para agregar otras. Lo tengo delante de mí. Él es un hombre espigado, curtido por la vida, acostumbrado al sacrificio; yo un niño recién llegado al barrio que desconoce los códigos, los ritos, que sólo sabe que tiene la boca seca y pocas ganas de abandonar el juego para ir a su casa.

– ¿Me daría un vaso de agua, señor?

– Vete a la mierda, niño.

La seca respuesta no llega a sorprenderme porque antes estallan las risas de mis compañeros de juego, quienes conocían de antemano lo que pasaría y por eso me habían aconsejado hacerlo. Yo también río y hasta me parece ver moverse las comisuras de los labios hacia arriba en la impasible cara del dueño del bar.

Camino hasta la siguiente esquina, hacia el lugar donde conocí a Pichón y a Osorio. Allí hay otro árbol, tan frondoso como el anterior, entre cuyas ramas nos escondíamos cuando anochecía a chistar a la gente. En nuestra época se chistaba y se silbaba para llamar la atención a alguien, sobre todo entre la gente muy joven. Los viandantes no se ponían muy contentos cuando, tras unos largos segundos de búsqueda de la fuente del sonido y de confusión al no encontrarlo, comprendían que estaban siendo objeto de una tomadura de pelo. La mayoría amenazaba con contárselo a nuestros padres, pero algunos -para nuestro regocijo, pues esa era el objetivo- llegaban a la cólera y al insulto. Poder hacer perder la paciencia a la gente mayor –no a los muy mayores porque eso no estaba bien- era un motivo de gran satisfacción; al fin y al cabo eran ellos los que nos obligaban a ir a la escuela y a hacer los deberes y los mandados.

Llegué a pelearme a golpes dos veces con Pichón y una con Osorio. No eran grandes peleas, más bien un ejercicio para demostrar que no éramos cobardes. Enseguida nos separaban; después estábamos dos o tres días sin hablarnos hasta la reconciliación. Cuando recuerdo aquellas peleas me viene a la memoria Sandro, llamado así por su parecido con el cantante, un muchacho que apareció en mi vida jugando al fútbol en el equipo del barrio. Apenas nos conocimos se despertó entre nosotros una fuerte antipatía sin mucha base. Pese a nuestro escaso trato –él frecuentaba otros sitios-, el sentimiento negativo siguió creciendo hasta desencadenar una pelea por un asunto banal. Nos golpeamos un rato hasta que nos separaron; enseguida dejamos de hablarnos. A los quince días de aquel hecho falleció mi madre. Trajeron su cadáver en un ataúd a las seis de la mañana. Junto a él esperaba Sandro para ser el primero en abrazarme.

Lloro amargamente hasta que pasa una pareja y se detiene junto a mí:

– ¿Le pasa algo? ¿Podemos ayudarlo?

Son jóvenes y recién comienzan su amor en un país muy distinto al que yo conocí cuando tenía su edad. Me pregunto si llegarán a conocer a tipos como Pichón, Osorio o Sandro.

– Nada. Lo que pasa es que cuando uno se vuelve viejo lo arrinconan los recuerdos.

Me miran sin entender. No es necesario, a esa edad yo tampoco hubiera entendido. Musito un agradecimiento y apuro el paso hacia el coche para abandonar el lugar rápido, antes de que la noche me trague.

Yo me voy, mi avión sale en unas pocas horas. Si no fuera por quienes me esperan del otro lado del océano quizá me quedaría. ¿Lo haría? No sé, a lo mejor mi tiempo aquí ya se ha pasado, ahora hay otra gente que no comprendo, que busca y quiere otras cosas y no me necesita. Llega un momento en el que uno siente que empieza a sobrar, ya no son graciosas sus salidas ni sus opiniones, las ironías son tomadas de forma lineal, como agresiones directas, y la coherencia política, que había considerado un logro fundamental que lo diferenciaba, pasa a ser sospechosa, una forma de atarse a los viejos tiempos, a lo pasado de moda. Es desagradable estar en un lugar y que a nadie le importe. A lo mejor debo adaptarme, situarme en el territorio que me ha tocado, el del relato; contar lo que fuimos, lo que soñamos, guardarlo para que la gente de hoy comprenda de donde vino y pueda tener alguna referencia para saber adónde va.

Nunca llegaron a destino. La calle estaba llena de gente pero nadie vio nada. Era una época en la que convenía ser ciego. Don Pepe, el vagabundo, un hombre que había conocido los buenos tiempos y terminó en la calle por amor, contaba en voz baja la historia de un coche grande que se detuvo cerca de ellos y los engulló. Tanto la repitió que al final un coche similar al de su historia tuvo que atropellarlo para que se callara. Así se vivía y se moría entonces.

El avión despega. Miro la ciudad desde arriba y la saludo con una leve inclinación de cabeza. Le estoy agradeciendo muchas cosas y la estoy maldiciendo por otras. En realidad la estoy amando. Por eso musito un agradecimiento y una promesa de retorno. Y, sin poder evitarlo, un par de lágrimas se deslizan por mis mejillas.

Federico Nogara
Del Libro «Vivirás lejos»