Este es el penúltimo número de Malabia dentro de una primera etapa larga y muy estimulante.
Para quienes todavía creemos en las letras y el pensamiento, en la creatividad, en el soporte absolutamente esencial de la educación y la cultura, el esfuerzo de trazar puentes con los lectores ha sido y será una tarea colectiva, donde el mayor reto es enriquecer nuestra condición de personas y, por extensión, de ciudadanos.
Malabia, entonces, como lugar de convivencia y reencuentro, de debate y reflexión, una pequeña plaza periférica desde la que sale más de un camino hacia las raíces y el mañana.
Nosotros seguiremos andando y, felizmente, en buena compañía.
Después del próximo número habrá más materiales en nuestros blogs. Mientras la revista entra en una pausa, en una especie de muelle para la visita de nuevos lectores y la vuelta de los que ya saben dónde está su casa. Una pausa sin embargo dinámica, bien guardada en la memoria.
Visitante
La señora, la bella señora
de la ventana
está como encendida.
La señora aletea
esta mañana
contra el vidrio de la oscuridad:
una mariposa en celo.
Los ojos que la ven se extrañan
de sus cabellos al viento
porque todo está calmo
como su cuerpo desnudo,
sólo se mueven los ojos
que la ven
y lloran
porque la señora
está tan transparente
en la mañana
y hace daño.
Carne viva
Estaban aquí.
Reían hacían sombra
eran reconocidos
por sus pisadas
su voz despertaba
ecos
más o menos profundos
ahora
sus pasos
nunca más
desde el fondo
la incertidumbre
devora
lo que nos queda
de ellos
nombres ahora
sonoros
como una música
impensable
como una sal
lo que nos queda
de ellos
penetra en heridas
que no sangran ni cierran
ni hacen dolor
están ahí
donde ellos
sin sospechar
hacían sombra
reían
eran
reconocidos
encontrados
puestos a
desaparecer.
Silencio
La que horada
la piedra
esa pertinaz
muere en mí
golpea en mi
frente
o perfil
y calla
no consigue arrancarme
una sola palabra
deseosa
aullido tal vez esperaría
no consigue
arrancar
de mí
lucidez o destello
palabra alguna
voz
alguna gratuita leve
mención con el índice
en camino
el agua no sed ni hambre
el agua no corriente ni suciedad
pudriéndose en la amarilla
luz
de amanecer
doradas naranjas en la memoria
la que horada
la piedra
no consigue de mí.
Renacimiento
¿Es el horror al vacío?
¿Tanta necesidad es la pregunta?
Entre sus ojos danza.
Sólo posee.
Solo.
No se llevará más que el borde
de las figuras que recorta.
Hay un camino frente a su dedo
Único
¿Es el horror?
Vistas
I
La decrepitud:
una pierna
moviéndose
en el recuerdo de un ojo
II
Pasitos cortos
cabeza alta
ni una palabra
los dos
rebrillaban como un pan
que se deshace
como un pan
así blandos, crujientes.
Los viejos
iban venían
círculos idénticos
pasos reducidos
recorriendo el aire
del balcón
sobre una ventana de hospital
nubes de vidrio
se cuelan
La poesía de Héctor Rosales: ese asedio desvelado en el lenguaje / Gerardo Ciancio
«… y no hay quien conviva con esas letras despalabradas y estériles.» H. R.
La producción poética de Héctor Rosales, fecundada a lo largo de más de treinta y cinco años, ocupa un sitial en el centro del canon del campo literario uruguayo, regional e hispanoamericano. Esta aserción no supone una mera declaración que intente referenciar al autor y a su obra: es una clara constatación que se infiere de la calidad de sus creaciones, de la técnica depurada, de la sensibilidad como apuesta de la palabra en función estética, de la coherencia de un corpus discursivo, de la construcción sostenida de una firma. Además de ser su obra un vector clave para la comprensión de la llamada “generación de la resistencia” en Uruguay, la poesía del autor de Desvuelo configura un orbe creacional de valor sustantivo en la literatura en lengua española:
«Canto con voz de tez dañada
en esta soga de papel…»
Hay un pathos tematizado en el decurso de la poesía rosalesiana señalado en esa “soga de papel”. Un andar por la vida y por la escritura con el asombro primigenio pero con el dolor existencial y el sufrir por los prójimos – próximos (como tanto le gustaba decir a su querido Mario Benedetti). Leer la poesía de Rosales humaniza, nos devuelve una y otra vez a nuestra condición humana. Su logos, su discurso, nos convierte, si se quiere, en mejores seres estéticos y éticos, en hurgadores de la palabra y de una serie de valores compartidos.
Existe un poema titulado “Receta del trébol encendido”, que, entiendo, constituye una de sus artes poéticas más logradas, a pesar de su brevedad (siete versos distribuidos en dos estrofas), y que pertenece a El manantial invertido. Allí, el hablante poético enuncia, precisamente, en la segunda estrofa del texto:
“Poner la figura en el ojal y salir
por cualquier página hacia las palabras
que te afirmen tres veces, o te nieguen,
iluminando sin ayudalguna de la suerte.”
La poesía deviene en recorrido furtivo, iluminador, azaroso, desasido: una entrega del yo poético que ofrece su voz “en el ojal”, un espacio visible, compartido, un lugar comunicante. El poeta no ceja en su esfuerzo por arribar a un escenario de armonía, de esperanza, un lugar habitable para el nosotros:
“¿Cuál es
el camino
más corto
para llegar
a la esperanza?”
Ahora bien, en Alrededor el Asedio, estructurado en tres extensos poemas, “Armarios”, “Espectros” y “Rieles” (este tríptico puede ser leído con múltiples entradas, ya que, si bien son treintaiuno los textos que conforman el poemario, cada uno de ellos pareciera cobrar autonomía estética), el discurso lírico se nos aparece como un complejo entramado verbal anudado en torno a la cita de Píndaro que opera como uno de los epígrafes del segundo poema:
“El hombre no es sino la sombra de un sueño.”
Prácticamente todo el libro da cuenta de un emplazamiento a nuestra condición humana asediada por su evanescencia, por su onírica dimensión: ser y no ser confluyen en estas páginas, o mejor aún, una visión fantasmática y sufriente de la existencia, que incluye, evidentemente, a la doble condición de hombre/poeta, ese ser que tiene una refinada y sensible metaconciencia de su tránsito por el mundo en tanto sujeto del tiempo, es decir, “sombra” efímera que fluye en ese interregno de tiempo que solemos llamar “vida”:
“Ha pasado el futuro frente a mí
y dio vuelta su cabeza
fingiendo no verme.”
El poeta, artífice de la palabra, sujeto de escritura, homo aestheticus, se enfrenta (o padece), además, la ineludible presencia del vacío. Y no sólo en un nivel de pensamiento mítico-simbólico: la nada, el gran hueco que abarca todo aquello que existe (incluyendo todo aquello que se escribe), asume desde el propio acto de arte verbal, y a vistas del lector que
“La nada se escribe,
se pronuncia,
se siente en patios desguarnecidos.”
(…)
“La nada se escribe
con palabras de nada
en usada libreta sin hojas
donde guardamos las mentiras”.
Si algo caracteriza la obra poética de Héctor Rosales, es su refinamiento metafórico. Un complejo sistema de metaforización acampa en su práctica escritural. No obstante, ello no impide la comunicabilidad, la posibilidad fluida de la lectura que requiere ese pacto previo, ese aceptar que al abrir uno de sus libros de poemas, el lector debe desautomatizar sus hábitos de recepción. Ese afiligranado troquelar las posibilidades del lenguaje, ese viaje proliferante por los sentidos (sostenido en una estructuración sintáctica muy personal, que domina la norma lingüística, pero, al mismo tiempo, la refuta, rearma o replantea según sus necesidades estéticas) generan, libro a libro, poema a poema, un efecto de sorpresa (muchas veces de “desacomodo”) en la instancia receptiva. Y en ello habita la poesía en su verdadera sustancia. A modo de ejemplo, en la parte 7 del inquietante “Espectros”, leemos:
“Se hundieron palabras de fuego
en la piel blanca del papel,
sin quemarlo,
sin desterrar las figuras
que hincadas en mis piernas
no me dejan caminar.”
Obsérvese la texturación en la superficie de los versos: la estrofa se abre con un construcción impersonal, se continúa con una estructura anafórica que enfatiza la “escena” poética (una escena, que como en todo la buena poesía, ocurre cada vez que asistimos a la lectura de los versos), para cerrar con una construcción subordinada adjetiva que revela el núcleo existencial que experimenta el locutor poético. Eso en el nivel sintáctico. Pero si atendemos a los sentidos que desfilan ante nuestra conciencia imaginante (hija predilecta de la conciencia lectora), hallamos un sistema significacional que, si bien no deviene en un absoluto inasible, configura una red de sentido “espesa”, altamente densa: el campo semántico “palabras de fuego”, “piel blanca de papel” no es compatible, concebible, a priori, con esa idea de congelamiento, de detención aprisionada de ese yo que se debate, sin solución de continuidad, en un estatismo (“no me dejan caminar”) no ajeno al dolor, al sufrir. Un neo Prometeo es acuciado por las figuras “hincadas” en sus piernas, entes “extraños” que lo desestabilizan al punto de fijarlo, de impedirle la marcha, de detener el tiempo espacio (precisamente, tiempo y espacio, existencia y nada, la ilusión del “aquí y ahora, son permanentemente cuestionados desde el verso: “Por si me vieras llegar / te confieso que nunca vendré”).
Esa “espectral” construcción del discurso poético, y del mundo (la percepción del mundo desde el trance creativo que la tradición ha llamado “inspiración”) rodea la práctica escritural, la acucia, adviene en versos que, paradojalmente, podrían haberse recluido en el silencio, en una suerte de mutismo activo. Empero, y gracias a la voluntad persistente de Rosales, su universo propio (y compartible) cuaja en artefactos de arte verbal, en poemas en los que la palabra se presenta como una “adherencia”, como un silencio a voces, en una insinuación puesta a andar a la vista del lector:
“En el aire, macilento vidrio disgregado,
se revuelven trozos de respiraciones
adheridas a palabras no pronunciadas.
Chocan entre sí, combinando sensaciones.
Mis oídos recogen aciculados rumores,
reservadas expresiones de dolor
que sin querer finalmente se insinuaron.”
Nunca más adecuadas las siguientes palabras de María Zambrano, que parecen escritas para arrojarnos una clave hermenéutica, una luz interpretante sobre el discurso poético de Héctor Rosales, discurso que, lejos de sujetarse a una improductiva contemplación, se vuelca, desde su contemplativa mirada, al mundo, a los otros y a sí mismo (a su “reino interior”, diría Darío):
“El hombre tiene que empeñarse en una decisión que le haga acercarse a ese ser, que le haga realizarlo. Porque no ha existido jamás una mera contemplación; cuanto más pura la contemplación, más ejecutiva, más decisiva. Se contempla para ser y no por otra cosa, por empapada de amor que la contemplación esté. Mas, esto, que la contemplación esté empapada de amor, pertenece a la poesía.”
Héctor Rosales ha hecho de su poesía una contemplación enamorada de su prójimo, de su mundo (al que permanentemente cuestiona), del lenguaje (su herramienta embrazada, de la cual no reniega, como sí se hace, por ejemplo, en la conocida rima becqueriana). Cada uno de sus poemas, cada uno de sus libros (por cierto, en cada una de sus ediciones y reediciones), informan de ello, y no de un autocontemplativo (¿autocomplaciente?) estéril, o por lo menos, “mudo”, ni de un sujeto silenciado por la imposible lucha con la cotidiana vida. Siempre emerge el uno que contempla al otro, una mismidad volcada en una alteridad que se vuelve poesía, una poesía de excelencia como pocas en las letras de nuestro continente hispanoamericano, territorio de cultura y lenguaje que nos unen, amén del extenso océano:
“Hay un hombre al sol de la mañana
cubierto de nocturno desperdicio amarillo,
hay una pena de pie
que deplora no poder moverse
y un gran intervalo con personas
que pasan a su lado sin lavarle
la hepática contorsión del rostro.”
Gerardo Ciancio Montevideo, mayo 2013
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(1) Héctor Rosales, Visiones y Agonías, New Jersey, Ediciones Nuevo Espacio, 2000, p. 25. (2) Héctor Rosales, El manantial invertido, Barcelona, Montebarna Ediciones, 5ta. edición aumentada, 2003, p. 11. (3) Juego aquí con la propuesta del libro del poeta titulado Habitantes del grito incompleto, Montevideo, Trilce, 1992. (4) María Zambrano, Filosofía y Poesía, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 2001, p. 40.
En esa casa hay siempre una luz encendida / Federico Nogara
Desde la terraza tenía a la ciudad rendida a sus pies. Una ciudad esquiva, que nunca le había pertenecido, pero que ahora era, vista desde la magnanimidad de la altura, suya. ¿Qué sentía por aquel conglomerado de edificios sin mucho orden ni sentido? Le daba vergüenza reconocer una cierta sensación de superioridad, casi de paternalismo. Él vivía en otro lugar del mundo y aunque no tenía ningún apego por ese sitio al que sólo había considerado desde su llegada una residencia temporal, se había acostumbrado a sus rutinas hasta convertirse en uno más; nadie especial, sólo una persona que está ahí y observa, pero que con el paso del tiempo va adquiriendo, aun sin quererlo, la mentalidad del ganador, del que tiene mejor nivel de vida y puede darse el lujo de mirar por encima del hombro a quienes supone por debajo suyo. A la rabia de reconocerlo se unía la constatación, casi la certeza, de haberse convertido en un forastero eterno.
Las sensaciones negativas se fueron difuminando poco a poco en el paisaje repleto de árboles, en el cielo azul y en el mar, hasta quedar convertidas en un fondo cálido, no de satisfacción, pero sí de agrado. Quizás a eso había aspirado siempre, consiguiéndolo muy de vez en cuando.
Tentó la taza de café sobre la mesa cercana. Los objetos, cuando se adaptan a la mano, dan sensación de seguridad, y sus defensas estaban bajas. Moverse en una ciudad desconocida que ha sido el decorado de las andanzas de la niñez y la adolescencia no es fácil, se sabe todo a medias. Los lugares ignotos tienen la ventaja del descubrimiento; los que nos pertenecen, que por alguna razón son o hicimos nuestros en una época de nuestra vida, guardan el sabor dulce de los buenos tiempos y el amargo de las derrotas. Ahí, en esa ciudad que no quería nombrar, donde había nacido y crecido, podía rescatar de vez en cuando, bajo los retoques del “progreso”, el ayer, lo antiguo, lo visto, lo tocado, lo disfrutado y odiado. Nada, sin embargo, le parecía igual, o todo era igual y el que había cambiado era él. Cuando uno no descubre, juzga, pensó. El pensamiento no le alegró la mañana.
Abajo, a muchos pisos de distancia, la vida seguía. Pasaban muchos coches, demasiados. En el barrio de su niñez muy poca gente los tenía. Cuando iba a la playa con sus amigos se apretujaban todos en el camión de un hombre del que se le escapaban los datos personales y el rostro, al que confundía con otros superponiéndolos. También las anécdotas de aquellos viajes se habían ido difuminando en el universo de su memoria hasta quedar convertidas en hilachas. Pronto se reuniría con sus amigos y entonces esas hilachas, y otras, cobrarían forma hasta convertirse en un tejido. No, no llevaría la conversación hasta aquel hombre. Nunca es positivo explicar la nostalgia o destruir el mito.
No tengo claro el mes y tampoco el año. Lo único que podría asegurar es que estábamos a finales de los sesenta, hacía bastante calor, los planes familiares sobre regalos, comidas y vacaciones sugerían la cercanía de las fiestas y había cierto jolgorio en las calles del barrio, que se acentuaba al mediodía y al anochecer en los bares abarrotados de clientes ruidosos. Éramos inocentes, desconocíamos el futuro; o lo presentíamos y por eso ya no nos importaba. El mundo cambiaba y se llevaba nuestra bonanza. Vivíamos el alegre principio del fin.
Aunque ahora ya no importen las fechas –las fechas sólo importan cuando podemos recordarlas con alegría o sirven para cambiar las cosas-, me gustaría citar aquella con exactitud, me voy haciendo mayor y los datos concretos van adquiriendo relevancia, son una certeza, una cierta forma de atarse a una realidad de la que se empieza a ser ajeno. Por entonces era muy joven y el tiempo era una materia maleable, medida por los cumpleaños, las vacaciones y las fechas señaladas en rojo en el almanaque. Todavía no me afectaba el paso de los años, tenía muchos por delante y eso me hacía sentir inmortal. Pese a la intimidación de alguna mala noticia –o su golpe directo- lejos estaba de conocer la esencia trágica de la vida, su fragilidad y brevedad. Esa otra inocencia me llevaba –y me llevó en adelante- a estar más atento a los detalles que a las concreciones, por eso durante muchos años me acerqué a los hechos no desde su esencia sino desde sus circunstancias laterales, en ese caso la lluvia de la noche anterior -estancada formando charcos donde las baldosas habían cedido, en los pozos del pavimento, alrededor de los árboles- y el olor leve a tierra mojada que había dejado a su paso. Todo parecía después tan nuevo, tan alejado de cualquier tipo de suciedad, que nos daba esa sensación a ropa recién estrenada propia de los ganadores. Pero a medida que uno va envejeciendo deja de observar los sucesos trascendentales que conforman su historia desde la inocencia de lo impoluto -un escudo protector alrededor de las zonas oscuras-, porque hacerlo pasa de ser una ingenuidad a convertirse en una indecencia.
Durante casi toda mi vida recordé así aquella mañana: había llovido, el aire olía bien y era sábado, un día especial, de gloria. Mis sábados estaban exentos de obligaciones. Me levantaba tarde, almorzaba con mis parientes y mi tío Ernesto -un hombre que hacía mágico cualquier momento-, jugaba al fútbol por la tarde y de noche salía con mis amigos hasta las tantas.
¿Fue siempre así, funcionó de esa forma durante un corto tiempo o me impongo una visión? ¿Por qué veo tan poco a mi hermana, por qué tiendo a olvidar la temprana muerte de mi madre y a minimizar el dolor de mi padre cuando pienso en él?
Con los años he llegado a dudar de las visiones edulcoradas y simplistas, propias de quienes no quieren enterarse del rostro terrible de la realidad.
Caminan calle abajo desde el boulevard mirando el empedrado, las casas, las veredas, que un día cambiarán sin que ellos se enteren. Hay un zanjón antes de la vía, o quizá me esté confundiendo con otras ciudades, con otras realidades que después fueron. Llega lejano un traqueteo que pronto se hace ruido, barahúnda sobre el barrio tranquilo que hace poco se ha desperezado. Todos miramos con atención el ómnibus -un gran acontecimiento en la mañana clara-, como seguramente miraran los habitantes de algún pueblo perdido la carreta del aguatero que les calmaría la sed o el carro del buhonero cargado de fantasías y buenas nuevas. Lo simple es el preámbulo de la maravilla o de la desgracia. La puerta delantera se abre con un chasquido. No, no había vía de tren ni barreras, eso fue en otro sitio, hacia donde la situación política de mi propio país me envió, muy lejos, con otra gente. Baja un hombre alto de mirada triste, baja una mujer vestida de negro y una muchacha gris. El guarda asoma la cabeza y grita una frase que no entiendo pero supongo. El motor tose varias veces antes de arrancar arrastrando el pesado chasis y su carga humana. Pronto desaparece en la curva. El hombre triste trata de caer simpático pateando una pelota abandonada justo en su camino. No sabe que su interior ha sido rellenado con piedras para engañar a los incautos que posan de futbolistas. El golpe le daña el pie y le arruina el zapato, pero trata de disimular caminando muy erguido. Pichón y Osorio –que conocen bien ese tipo de bromas porque las han hecho a menudo- ríen y el barrio ríe con ellos. Son felices sin pretensiones, con una felicidad primitiva, propia de quienes no tienen nada y sin embargo disfrutan de la aventura de vivir. Y a menudo son crueles sin darse cuenta.
Parados en la esquina los veo charlar, señalando algo indefinido en la lejanía y al hombre, que al final se ha agachado a interesarse por su pie y su zapato para luego encogerse de hombros y seguir su camino. Si en ese momento hubiera podido adivinar el futuro los hubiera llamado para estrecharlos en un largo y apretado abrazo. Al no haberme sido otorgado ese don, los miré irse con indiferencia, a cierta temprana edad uno no piensa en lo que va a pasar, las cosas simplemente pasan.
Delante de la escuela se detienen a hablar con Manuel. Seguramente mientras lo hacen recuerdan cuando los padres lo dejaron solo y se fueron a vivir al interior. La mudanza había dejado un colchón de papeles en el apartamento que Manuel no quería limpiar, por eso les arrimó un fósforo encendido y se fue. Horas después la policía lo encontró sentado en el escalón de una casa vecina tomando un refresco y comiendo galletas con total tranquilidad. Se lo llevaron a la comisaría en andas. Allí quisieron determinar su nacionalidad, pero como Manuel había nacido en Marruecos, de padre español y madre francesa, abuelos italianos y portugueses, y tenía la nacionalidad uruguaya, no conseguía acertar con ninguna. El escribiente de la comisaría -pomposo título para un hombre que escribía a máquina con dos dedos y apenas dominaba su propio idioma- terminó poniéndose tan nervioso como él y la tarea se convirtió en imposible. La solución fue la aparición de mi padre y su voluntad de hacerse responsable de Manuel. Eso fue antes de romper el cristal de un ómnibus porque el conductor se había pasado de parada. Quienes pudieron presenciar la escena todavía ríen del espectáculo inusual de los pasajeros amontonados en la vereda mientras el conductor trataba de entrar, hierro en mano y totalmente fuera de sí, al vehículo dentro del que se había atrincherado el inconsciente. También mi padre lo rescató del embrollo. Se podía estar mucho rato amontonando anécdotas protagonizadas por Manuel. Un día se esfumó de nuestro diminuto universo. Meses después recibí una postal suya desde Europa. Se había embarcado para ver mundo. Unos pocos años más tarde se suicidaría en Francia.
Alguien los vio, poco después, charlando con el Chano en el descampado donde el barrio jugaba al fútbol los fines de semana, mucho antes de la construcción del liceo. Apostaría a que les contaba la mala jugada del Porteño, que de manera alevosa, según su propio y reiterado relato, lo había tirado al suelo durante un partido provocándole una fractura en el antebrazo que lo mantenía de baja en el trabajo, donde era, según aseguraba, un elemento fundamental. Mientras daba detalles por enésima vez, incluso a quienes fueran testigos directos del hecho, rumiaba y anunciaba su venganza. De tanto insistir en el tema se había vuelto obsesivo y pesado, tanto que comenzamos a esquivarlo, a pasar lejos de su casa cuando podíamos. Ese vacío de los demás aumentó su rabia. Una noche cumplió sus amenazas. Esperó al Porteño agazapado en un portal con un hierro en la mano y cuando lo vio venir se lanzó hacía él decidido. Pero como era una buena persona, incapaz de hacer daño a nadie, alertó a su víctima con una amenaza. El Porteño, mucho más grande y pesado, tuvo tiempo entonces para esquivar al diminuto cuerpo que se le venía encima lanzándose hacia un costado. El brazo armado del Chano, al no encontrar destinatario, viajó directamente a tierra, con tal mala suerte que el encuentro rompió el hueso. Largo tiempo se comentó en el barrio la desgracia del pobre hombre y sus dos brazos en cabestrillo. Nunca más se presentó en el descampado a jugar al fútbol, nunca más nos buscó para contarnos sus desgracias o sus planes. Años después nos juntaríamos en su velorio y nos reiríamos mucho de aquella anécdota. No era una falta de respeto, era una manera de colocarlo para siempre en nuestra historia, de forjar la leyenda. Tampoco vimos más al Porteño, que a escasos días del desgraciado incidente partiría, en silencio, sin despedirse, hacia otras tierras en busca de un futuro mejor.
Hicieron luego parada en el almacén frente al descampado, un local con algunas latas de comestibles y unas cuantas botellas, colocados en la habitación delantera de una de aquellas casitas de lata por fuera y por dentro madera que mencionara el poeta local, de nombre Falco, donde se enzarzaron en larga charla con Don Sosa, el dueño, que luego contaría una y mil veces aquel breve encuentro. Hablaron de muchos temas: el clásico del domingo –al que Pichón y Osorio no prestaban demasiada importancia porque descreían del fútbol profesional y su futuro-, de la situación del país, del tiempo y de la anunciada novela de un tal Márquez, del que Pichón había leído algo y tenía buenas referencias. “Es como Cortázar pero en exótico”, habría opinado. Al único Cortázar que conocía el almacenero era a un tal Elbio, obrero de la construcción vecino suyo que se había desnucado al caerse de un andamio, y del tal Márquez no tenía noticias. Era, además, hombre reservado, de pocas palabras y reacio a indagar en temas que no dominaba bien. Sin embargo, con los años se volvió locuaz y enterado, tanto que con lo contado sobre la conversación con los muchachos podría haberse escrito un libro de quinientas páginas, quizá por uno de los escritores antes nombrados, de quienes Don Sosa se hizo, al final, experto. Nosotros lo perdonábamos porque en su historia personal no había nada de relevancia. Casado allá por los años veinte, su mujer había muerto en el cincuenta de una neumonía. Su único hijo, al que nunca veía y del que nunca hablaba, vivía a muchos kilómetros de distancia. Por la tristeza en su voz cuando lo nombraba suponíamos que no se llevaban bien o que el hijo estaba en la cárcel. La culpa, si había alguna, no podía ser de Don Sosa, que pese a tener una clara tendencia a dar la lata era un pan de Dios. Al menos eso decía la gente conocida. Su hijo moriría de una enfermedad indefinida a finales de los setenta y él lo seguiría al poco tiempo. Dicen que murió de tristeza. A los muchachos del barrio se nos dio por pensar que la había ido acumulando.
Durante la juventud confiamos en la enormidad de tiempo que tenemos por delante y en que la suerte nunca nos abandonará. Con esto nos alcanza para ir tirando. Eso tenía Osorio, confianza. Pichón no, él no la necesitaba, era diferente, tenía mucho para ofrecer y lo sabía, por eso no le bastaba con esa mirada optimista al futuro. Nacido en el seno de una familia de clase media venida a menos interesada en la cultura, había tenido acceso desde muy joven a los libros, a la buena música, al buen cine, todo aquello que quedaba lejos de nuestra realidad social de barrio pobre. Cuanto más se profundiza más se comprende, y él era, además, ágil mentalmente, capaz. Por eso llegó, antes de los veinte años, a conclusiones a las que otros no llegamos nunca o nos llevan mucho tiempo. Entonces resolvió tomar partido. Nunca supimos hasta dónde llegó su compromiso, pero conociéndolo es bastante fácil la respuesta.
Unas nubes negras comienzan a amenazar desde el mar. El viento repentino las hace avanzar con rapidez. Pronto lloverá. Los coches parecen haberse dado cuenta y aumentan su velocidad. La ciudad se agita. Las bocinas arrecian, la gente corre. ¿Estaría enterado Osorio de la implicación de su compañero? Pienso que no. Pichón era muy reservado, muy suyo, como dicen en ese lugar donde resido ahora. Había en él algo de suicida y de poeta, una combinación explosiva. Estoy especulando. En realidad lo hago continuamente, por eso me convertí en escritor. Cuando pienso en él me viene a la memoria su estampa acodada contra el mostrador de un bar. Sería más lógico situarlo en otro lado, en otra situación, después de todo lo estuve viendo a diario durante cerca de diez años y sé que no le gustaban demasiado los bares, sólo se acercaba a ellos cuando estaban reunidos los muchachos en la puerta, del lado de afuera. Había en su filosofía vital una actitud moral que lo alejaba del alcohol consumido en exceso. Debe ser que lo recuerdo así porque aquel día lo vi especial, diferente: debajo de una sonrisa sardónica una camisa blanca de manga corta con los dos botones superiores abiertos, un pantalón de lino color crema y unos mocasines marrones. No era bello, era apenas bien parecido, pero transmitía algo especial: tenía carisma, personalidad, brillo de inteligencia en los ojos, elegancia natural. Era un ejemplar único, un ser humano privilegiado, una fuerza de la naturaleza. Si nos hubiera pedido seguirlo al fin del mundo lo habríamos hecho. Por eso no sería extraño que Osorio desconociera en qué andaba metido. Simplemente había sentido su llamado y no pudo resistirse.
Planteado el amor aparecen las preguntas y las dudas. Luisa estaba ahí en la primavera del 75. Entre tanta basura, entre tanta brutalidad, entre tanta soledad, había que atarse a lo poco rescatable. Su belleza serena resplandecía a pesar del pelo empapado y la gabardina hasta los tobillos, pero el pequeño paraguas que sostenía con ambas manos perdía la partida contra la furia del viento y la cortina de agua que caía del cielo. Necesitaba ayuda urgente. Acerqué el coche, abrí la puerta y la invité a subir. Su primera reacción fue dar dos pasos hacia atrás. Concentrado en ella había olvidado la época dudosa en la que estábamos y las historias que circulaban sobre vehículos llevándose gente todas las noches con rumbo desconocido. Le grité mi nombre y el de la facultad para sacarla de dudas. La sonrisa asomó en su cara, el paraguas fue lanzado a una papelera al cabo de una corta lucha con sus restos y su cuerpo se depositó en el asiento a mi lado. Lo que es la vida, pensé; había estado imaginando miles de formas de acercarme a ella sin decidirme por ninguna y el encuentro se daba de manera fortuita.
De ahí en adelante todo fue sucediendo de la misma forma aleatoria, sin que yo decidiera nada. Se podría decir que no viví la vida, al revés, la vida me vivió a mí. Aquel trayecto en coche –yo tratando de imaginar frases ingeniosas, ella buscando ser agradable- fue el único momento realmente romántico de nuestra larga relación. Luego todo se convirtió en rutina. No teníamos nada en común, sólo nos unían aspectos superfluos –ser “buenos partidos”, inteligentes, estudiantes ejemplares-, un bagaje escaso para sostener una vida en común. Pero, al fin de cuentas, la mayoría de la gente se casa con mucho menos, quizá porque hay cierta necedad en los ritos humanos, una manía de creer que algunas uniones son importantes, hasta fundamentales. Más adelante, cuando nos podemos ver con perspectiva, comprendemos tarde que no deberíamos habernos dejado llevar por las circunstancias, que podríamos haber tenido un poco de coraje. Miro la foto ajada, amarillenta. La mayoría de esos rostros sonrientes, muchos de ellos con gorros de lana y camisetas de abrigo debajo de la del equipo, se han perdido en esos rincones de la memoria a los que acudimos poco. No sé qué ha sido de ellos, si aún siguen ahí, hundidos en el aire frío de una tarde de invierno o han emigrado a regiones más cálidas. El fracaso de mi matrimonio no me extrañó. Vivirás lejos, me había dicho en cierta ocasión mi tío Ernesto. Como casi nunca salí de mi ciudad, un rincón alejado del mundo, le eché en cara en cierta ocasión, en un cumpleaños, el desacierto de su comentario. Él se limitó a sonreír. Al irse, mientras le daba el abrigo, me miró a los ojos y musitó:
– Vives lejos aunque no te des cuenta.
Hace unos meses, Ernesto murió a raíz de una dura enfermedad. Me dejó una carta en la que reiteraba el enorme cariño que me tenía –y yo ya conocía-, me legaba unas cuantas cosas personales y al final se sinceraba: “¿Recuerdas lo que te dije sobre vivir lejos? Yo también he vivido lejos. Nos tocó un país raro. Muchos dicen que no existe, que nunca ha existido. Un país que tiene a la mitad de su población viviendo en el territorio de la marginación, al veinte por ciento vagando por el mundo y a la mayoría de los que restan perdidos en ese otro país de los negocios y el lujo. Muy pocos se aferran a la tierra para darnos esperanza. Yo no pude porque nunca la tuve. También viví lejos. Ustedes, mi familia, fueron mi única cercanía, el tronco al que aferrarse cuando se va a la deriva”
Tenía razón, yo me moví siempre en el limbo; me recibí y me limité en adelante a trabajar, a pagar mi casa, cuidar el coche y compartir mis horas libres con Luisa. Ahora es demasiado tarde, ni siquiera tuvimos el valor de tener hijos y ella se ha convertido en una simple compañía, a veces buena, a veces molesta. Sigo condenado a vivir lejos.
Aquellos días me llegan siempre de la mano de Munilla, el lechero, que despertaba al vecindario con su ruidoso carro y sus más ruidosas imitaciones del cantante mexicano Miguel Aceves Mejía. Mi padre se ponía hecho una fiera y amenazaba con tomar medidas. Nunca lo hizo, al contrario, con el paso de los años –ya desaparecido el reparto a domicilio- recordaba con nostalgia al lechero y sus desafinados cantos. Después viene el fútbol, el deporte de los niños de barrio. Me veo pateando la pelota hacia el cielo, alto muy alto, con toda la fuerza posible de mis piernas infantiles. Me gustaría que todavía no hubiera tocado el suelo, que siguiera volando junto a nuestros sueños. Sería lindo. Mientras tanto hay un tiro libre al borde del área rival a menos de cinco minutos para el final. Se necesita a alguien que sepa ejecutarlo porque perdemos uno a cero y se nos escapa el campeonato local. Alberto es muy bueno pero no se tiene confianza, se esconde. De repente, Pichón pide la pelota. Nos quedamos todos mudos. Lo pusimos en el equipo los últimos quince minutos por lástima, para que no se quedara fuera todo el partido. Él mismo dijo que no sabía jugar, que no le gustaba el deporte, que era para gente escasa de cerebro. A mí me dio mucha rabia el comentario, que se agregaba a otros del mismo estilo. Ese día lo detesté. En realidad desde nuestro primer encuentro me desagradaron sus modales de tipo superior y esa sonrisa sobradora con la que escuchaba las opiniones de los demás. Con toda mi rabia voy a gritar para que no lo dejen patear, pero al abrir la boca me arrepiento. Que se joda, que la tire a las nubes y se convierta en el hazmerreír del barrio, es lo que se merece. El imbécil observa con tranquilidad al juez armando la barrera sin darse cuenta que la tiene demasiado cerca, que no hay espacio. Deja hacer sin decir nada, sin protestar. Bueno, qué importa, ya perdimos el partido. Lo veo alejarse apenas de la pelota y me desespero. Entonces, mientras yo apretaba los dientes y sacudía la cabeza, ocurrió lo inesperado, el milagro, la secuencia que quedará grabada para siempre en el recuerdo de todos los presentes: Pichón mira el arco con una sonrisa burlona, insolente (así vivirá por siempre dentro de mí en una eterna juventud), suena el silbato, la vista se clava unos instantes en el suelo, luego la cabeza se levanta, los pies dan unos pasos hacia delante y el derecho golpea la pelota con el interior enviándola, en una comba perfecta, al fondo de la red. Nos quedamos petrificados. Era el golpeo de un profesional, algo extraordinario. Casualidad, me digo cuando consigo moverme para festejar. No podía imaginar que aquello era sólo el principio. Un par de minutos después la pelota cae de nuevo a sus pies. A medida que su figura espigada esquivaba rivales como si fueran postes iba entrando en nuestra pequeña leyenda de niños aldeanos. Y cuando convirtió el gol, mi anterior inquina había quedado en el pasado, sustituida por una admiración sin límites.
Hasta la victoria siempre, habrá patria para todos o no habrá patria para nadie, obreros y estudiantes unidos y adelante, no nos moverán, no pasarán. Esas consignas, que me ayudaron a vivir y que oí repetir y leí mil veces, llegaron por primera vez a mis oídos y mis ojos de la mano de Pichón y Alberto. Ellos lo sabían todo, se movían en un micromundo ciudadano vedado a nosotros. Eso era mentira, lo aprendería luego; vivíamos lejos, ahí radicaba el secreto. Mi padre tenía una pequeña tienda y mi madre era ama de casa. No me quejo, me criaron bien, me dieron cuanto pudieron y siempre estuvieron a mi lado. No tenían la culpa de ignorar la existencia de otra vida, la posibilidad de ser distintos, de poder aspirar a un cielo lejano.
– Dios no existe, boludo. Dios sos vos -me dice golpeándome el pecho y camina hacia el fondo del bar. Han pasado muchos años desde el gol y todos vamos dejando atrás la adolescencia. Al cabo de tres o cuatro pasos se arrepiente y vuelve-. No, en realidad vos no sos Dios. Dios es tu abuela, que se vino de España siendo una adolescente. Dios es tu viejo, que se aguanta todo para que ustedes vivan bien. Dios es tu madre, que ha tenido el coraje de criarte a vos y a tu hermana y de preocuparse por toda tu familia. Por eso no hay que ir a ninguna iglesia para amar a ese señor. Porque en caso de existir, cosa bastante improbable, seguro que no es ningún castigador, sólo un buen tipo, alguien comprensivo con demasiado trabajo. –Quedo pasmado ante su inusual actitud didáctica, concentrada, trascendental, hasta que me pregunta si me tomé en serio lo que había dicho. Entonces sonríe y agrega: -Te estaba cargando, boludo. -Su risa clara, transparente, sale por la ventana, inunda el barrio, alegra a los tristes y a los solos, cambia la cara de las señoras avinagradas, hace soñar a las ninfas con posibles amantes-. Y a fin de cuentas vamos a dejarnos de filosofar, mejor nos vamos comer unas pizzas y a dejarnos de historias –sentencia, se da vuelta y echa a andar.
La mujer, que tomaba whisky en la mesa junto a la ventana acompañada de un hombre maduro, lo miró a los ojos. Él sostuvo su mirada.
– ¿Qué pasa rubio? ¿Los pobres no podemos tomar whisky tranquilos?
Me sentí súbitamente mal. Son esos momentos en los que se teme lo peor, que el mundo se venga abajo. Miré a Pichón como rogándole que no metiera la pata, que no me decepcionara, pero él no hacía caso, miraba al hombre como si en el bar sólo estuvieran ellos dos.
-Disculpe señor, no quise molestarlo. En realidad no miraba nada. Le ruego que me perdone.
El hombre hizo un gesto afirmativo, levantó el vaso como saludo y volvió a lo suyo. El mundo, lejos de venirse abajo, me pareció de súbito un lugar habitable, diferente, poblado por gente que conocía el oficio de la convivencia. Sentí ganas de abrazarlo, de confesarle mi cariño y admiración, de decirle que además de buena persona era un caballero y que para mí era un privilegio ser su amigo. No lo hice por prejuicios, por miedo al malentendido.
Ahora pienso que eso fue otro día, quizá otro año. Son muchos momentos, demasiados. Pichón tampoco era un santo. Había cometido algunos actos de los que siempre se arrepentía.
– En cierta ocasión discutí con mi madre por una bobada y le dije que se tenía que morir de una vez y dejarme tranquilo. Sé que la herí profundamente y esa culpa me persigue. Siempre quise decirle que si en ese momento se hubiera muerto de verdad yo habría muerto con ella. Pero no lo hice, y esa es una culpa que se agrega a la anterior. Ahora ya es tarde para tocar el tema y ambos jugamos a que eso nunca pasó. Cuando llegué al barrio tuve lío con el Pelado, un pobre pibe lleno de problemas. Como yo no quería jugar al fútbol ni me metía con las chiquilinas como hacían todos empezó a llamarme maricón. A mí me daba risa. Pero un día lo escucharon los demás y tuve la mala idea de hacerme el hombrecito. Le di una paliza tremenda de manera gratuita. Después no sabía cómo disculparme. También me cogí a la hermana del Luis, vos lo sabés. Pese a las habladurías de la gente no era más que una desgraciada. Fue un abuso. Así pensaba y actuaba en aquella época. Por suerte cambié con el tiempo. O me cambió la realidad, vaya uno a saber.
Me lo contó una noche que estaba triste, una noche en la que andaba buscando hacer justicia con el barrio, con el país, con todo el atraso, con toda la basura. Era una justicia personal, sin importancia social, pero necesaria para él mismo y para nosotros, porque después de cada acto de contrición queríamos ser distintos, menos egoístas, mejores personas.
La madre de Pichón nunca llegó a entender muy bien a su hijo porque lo amaba demasiado. Para entender hay que tomar cierta distancia, y ella no podía. Cuando él desapareció dejó una luz encendida para que encontrara la casa cuando volviera. Así de sencillos son los grandes amores. Aquella luz se convirtió en el símbolo de muchas cosas para los habitantes de un pequeño rincón perdido del planeta.
Una noche cualquiera la fuimos a ver. Fue difícil la decisión, tomada entre todos de pronto, pero más difícil todavía fue encontrar un punto equidistante entre la obligación de decir algo y el dolor. Estábamos sentados en la sala inmensa de una casa pensada para mucha gente, respirando con dificultad el aire pesado de la tarde de verano, pasándonos el pañuelo por la frente, sonriendo con nerviosismo, rechazando la reiterada invitación a comer y beber. Pasábamos por acá, sólo queríamos saludarla, es un momento… Todas las frases esperadas, los pequeños pretextos de quien no sabe muy bien qué decir.
– Cualquier día entrará por esa puerta. He dejado una luz encendida por si vuelve tarde.
Nos limitamos a asentir, sabiendo que aquella mujer inteligente no podía creer necesario colocar ninguna guía; en realidad esa luz estaba señalando otra cosa, apuntando hacia otro lado. Me había hecho el firme propósito de decirle que a la semana siguiente me iba del país, que ya no podía, que no había futuro. ¿Y si esa luz era el futuro? No pude, no tuve el coraje, se lo dejé todo a ella, que andaba sobrada de eso que a mí me faltaba.
Al año siguiente volvimos. Éramos menos. Algunos habían olvidado o trataban de olvidar, otros estaban demasiado asustados por el rumbo de los acontecimientos. Yo venía de lejos pero no dije nada, me pareció importante hacerle creer que seguía ahí, al pie del cañón. La luz seguía encendida y ahora era a mí al que estaba guiando.
Mi vieja murió de manera injusta, de una enfermedad que hoy se puede curar. Recuerdo cuando el viejo me sentó en el sillón y me mostró el diagnóstico. Leyendo los garabatos ininteligibles del médico sentí de repente que había dejado de ser un adolescente y entraba en el mundo cruel de los adultos. Allí la vida no es una continua fuente de hallazgos sino una sucesión interminable de despedidas. Volviendo la vista atrás me doy cuenta que yo las empecé temprano, diciéndole adiós a Luisa apenas paré el coche aquel día de lluvia. Mirándola apurar el paso hacia su casa en medio de la llovizna pensé que de ahí en adelante nada tendría sentido, ni nuestro noviazgo -tres largos años inútiles-, ni nuestro casamiento, al que llegamos por el agotamiento de un ciclo. Ella no se despedía, guardaba una cierta inocencia pasada de moda, fuera de estación, impropia de su edad. La detestaba por eso y al mismo tiempo la admiraba por poder resistir de esa forma tan simple el paso del tiempo. También la amaba, pero sin pasión, con un amor desteñido, bastante parecido a una amistad rutinaria, de esas que se dan en los bares y de las que se espera poco. Ella parecía quererme, por lo menos pasaba el tiempo pendiente de mí. No sé. Su idea del amor estaba atada al descubrimiento de la felicidad, una estructura enorme que nos encontraríamos cualquier día a la vuelta de una esquina. Por eso recogió el tomate que era yo y lo consideró una flor, porque tenía la fe del guerrero que se lanza con el pecho descubierto al encuentro del enemigo numeroso. Se había convertido en una creyente, no de un dios con mayúscula o de un demiurgo menor, sino de un tipo insignificante. Quería terminar siendo feliz y para lograrlo aceptaba vivir lejos. Nunca pudo resolver esa ecuación. Quizá si su madre hubiera muerto cuando todavía era demasiado joven hubiera entendido, hubiera buscado. O no, porque al final yo no entendí ni busqué nada, me limité a estar y a perder el tiempo.
Ha pasado el dolor. Hoy sólo queda un regusto amargo cuando recordamos, un hueco allí por donde andaban los que se fueron, una ausencia a veces notoria, un lejano sabor a cosa perdida, a sueño interrumpido, sin realizar. Todos seguimos con nuestras vidas, unos un poco más crecidos, otros más viejos, todos un poco más sabios pero menos seguros, porque los años te van quitando brillo, como a los objetos. Han aparecido nuevas vidas y a ellas nos hemos atado y hoy nuestros días son pequeños pasos en una habitación y llantos de recién nacidos. Sin embargo, a veces nos alejamos de los demás porque la fina aguja de la melancolía nos ataca, nos trae lo perdido, lo que pudo ser y no fue. Entonces comprendemos de qué forma estamos atados a las personas, a las cosas, a los lugares, al pasado.
La caminata sigue por lugares inciertos porque todos le vamos agregando decorados de acuerdo a nuestras necesidades vitales. Yo a veces los imagino entre la nieve o rodeados de palmeras. Ellos viven caminando por siempre y de pronto pasan al lado de una estación de servicio. ¿Había alguna en el barrio? Por lo menos la había en una película sobre jóvenes con final triste, de principio de guerra y aparición de la muerte. Para muchos de ellos también se terminó todo cuando tenían mucho por dar y atrás quedaron unas imitaciones de escaso valor. Siempre se van los mejores, como si de esa forma nos fuera señalada -por la vida o qué sé yo- otra manera de ser, un posible camino diferente. Si los buenos quedasen por siempre correrían el riesgo de terminar siendo tan vulgares como nosotros. Ahora pienso que tenemos el derecho a fracasar, pero no el derecho de hacerlos fracasar a ellos.
Al llegar al club de basketball se detienen a tomar una cerveza. Hace calor, mucho calor. En la barra del bar está Jorge, quien moriría años después en la prisión después de haber sido salvajemente torturado porque su padre era militar; Sebastián, que desapareció misteriosamente, y varios más cuyas caras están grabadas en mi mente pero cuyos nombres se me escapan. Imagino por encima de todo las bromas de Sócrates (apodado así no por su pensamiento, sino por su parecido a una figura del filósofo publicada en un diario), su risa estridente y su peculiar voz de falsete resonando en el local casi vacío. A su lado debían estar Roque y Omar, sus compañeros inseparables. No, Sócrates no estaba, se había embarcado poco antes en un petrolero que se había hundido cerca de las costas de Brasil. Tampoco podían estar sus amigos, que salieron tras su rastro y nunca volvieron. Prefiero poner en el grupo a Pirulo, a Paredes, al Chingolo, al Querusa. Ellos están, ellos siguen; a veces aparecen sus versiones envejecidas por ahí y recordamos los viejos tiempos. Es entonces cuando una cierta piedad hacia nosotros mismos nos impide charlar sobre aquel día.
Nos deslizamos por encima de una realidad huidiza como una exhalación, resistiendo, aguantando, siguiendo con una terquedad digna de mejor causa. Continuamos siendo buenos y dignos, con una bondad y una dignidad un tanto simples. En conjunto, hemos dejado de ser pueblo para convertirnos en rebaño. Es una sospecha creciente, que nos ataca a muchos cada mañana. Aquellos que debieron portar la antorcha –incluso lo prometieron- se han cansado o han tomado un rumbo diferente. Hoy defienden ideas confusas y firman en los diarios artículos que hubieran criticado en el pasado. Muchos dirigen empresas o se atrincheran en bien pagados puestos públicos. Se han hecho a un lado para poder seguir adelante. Yo sigo mirándome en el espejo cada día. El problema es que no veo nada, soy yo y soy otro. Vivo lejos, físicamente lejos, y eso ya no me concede ninguna ventaja. Un día de estos, antes de irme, pasaré por la casa a ver la luz. Para sentirme vivo, para recordar que hay gente esperando.
Cierro los ojos y los veo irse, alegres y despreocupados. Eran jóvenes y todo lo que hacían les parecía carente de importancia. No podían imaginarse que estaban escribiendo la historia, la de ellos y la nuestra. Cuando uno se da cuenta de eso es casi siempre demasiado tarde. Por eso me he parado a reflexionar, porque creo que he sido derrotado, vencido sin remedio. Los ganadores nunca piensan, se limitan a disfrutar de su victoria.
La vida tiene mucho de extraño, de impronunciable. Quisiéramos decirlo todo y sólo nos permitimos una parte, dejando enterradas muchas palabras, muchos razonamientos, muchos gestos, que a lo mejor en el futuro nos duele no haber expresado. Hay un pudor, un miedo a herir o ser herido, una vergüenza atándonos al silencio; es una especie de inocencia, porque, pese a no ser enunciados, los sentimientos y las ideas están ahí, existiendo aunque no se hagan públicos.
La carta pesa en mi mano. Siempre hay un papel en la vida que nos marca para siempre: el diagnóstico de un médico, el despido, las líneas de cualquier adiós, un nacimiento, una boda, los elogios de alguien que nos importa, el certificado de defunción. Buenas y malas noticias. Lo peor de todo es la derrota, por eso la carta pesa tanto.
“Querido Amigo
Respecto a tu carta, no hay necesidad de ponerse a discutir sobre quién pasó más penurias. Fuimos dos pibes de barrio proletario y salimos casi de lo mismo. Ahora vos sos escritor y yo estoy jubilado de preso y tengo televisión por cable. Son las vueltas de la vida o que sé yo. El asunto es que la paso bien y me doy algunos lujos como jugar al truco con mis amigos tomando vino. Quizá no lo consideres gran cosa, pero para mí es mucho.
Te refieres a la complejidad del pensamiento, cosa que yo no sé muy bien qué es, pero supongo que se trata de todo lo que no entiendo por burro o perezoso. O por la vida que llevo o la gente con la que me doy. De cualquier forma, no me calienta.
También escribes sobre la educación con muchos argumentos. Me gustaría simplificar un poco, bajar la pelota al piso como decimos acá. Yo pienso que la educación depende más de las personas cercanas a los niños que de la escuela o de los liceos. También puede parecerte una simplificación y te pido que me perdones.
La pobreza es un tema complejo. En este país hay pobres a montones. Algunos tipos quieren salir de la pobreza y otros no. Es jodido, pero revertir esa situación, si es se que se puede, va a llevar por lo menos una generación y la voluntad de todos, empezando por los políticos. Todos sabemos que hay gente con la cabeza quemada. Pero esto no pasa sólo entre los pobres. Hay gente de clase media y ricos con la cabeza quemada. Ni a palos se puede cambiarlos. La batalla cultural o lo que sea la ganó el consumo y el mercado. La izquierda es lo mejor de la derecha y la derecha lo peor de la izquierda, pero todos estamos en el mismo barco, a babor o estribor.
Yo no quiero cambiar las cosas. Soy un viejo y no tengo derecho de pedirle a la gente que me siga porque los voy a hacer inteligentes y felices. Puede ser que sea un imbécil, pero trato de no pensar en cosas que no puedo solucionar.
Te mando un abrazo”.
No me duelen las palabras, me duele la sensación que queda al leerlas y, sobre todo, me lastiman por aquellos que caminan por siempre, por la luz encendida y lo que no pudo ser. Rompo el papel en pedazos y los arrojo a la calle, allá abajo, donde quienes pasen pensarán que ha sido el gesto de un maleducado, de uno más de esos que ensucian una ciudad ya muy sucia. Nunca sabrán que detrás de esos papeles hay una historia lejana que seguimos y seguiremos escribiendo.
He vuelto al lugar donde están mis raíces cercanas y donde se desarrolló mi vida consciente. Como no me fui por elección, fui expulsado, acabo volviendo siempre, incluso sin quererlo, a hacer justicia, a reivindicarme. Porque en los casos como el mío se sigue pensando en cambiar la realidad o en colaborar de cualquier forma a hacerlo. Hasta que uno choca contra la pared. Entonces hay quien decide borrar al país de su vida, no volver más, y quien continúa tratando de una forma u otra. En mi caso he llegado a sentir mucho respeto por las paredes porque no me agrada el voluntarismo. Cuando un camino se termina es fundamental aceptar el hecho. Pero sin sensación de pérdida. No se trata de seguir siendo del lugar ni de dejar de serlo, no se debe caer en el dramatismo. Es cuestión de posicionarse de otra manera y de aceptar lo que hay. La vida es eso, ir abandonando cosas y aceptando situaciones. Uno, por desgracia, lo comprende demasiado tarde, cuando la muerte, la máxima derrota, está acercándose y acechando. Ya debo asumirme como un hombre viejo, perteneciente a una realidad distinta, fenecida. Ahora debo adaptarme, aprender a vivir con lo que hay. Son los jóvenes, quienes heredaron el mundo, sus dueños, quienes tienen que sufrirlo o cambiarlo.
He salido a caminar sin rumbo y sin querer he entrado en el viejo barrio. Muy poco ha cambiado y sin embargo veo todo diferente, más chico, decadente triste. Donde solíamos jugar al fútbol hay un gran edificio. Ya nada queda de la tienda de mi padre, del taller mecánico de la esquina, de la mercería donde mi madre compraba las agujas y el hilo para remendar mi ropa de jugar. Me asomo al local vacío y distingo sus manos delicadas resbalando por la tela que pronto envolvería a su querido hijo. ¿Fue feliz? Su sonrisa me responde sobre las velas que enseguida soplaré. Mi padre la mira con los ojos brillantes.
– ¿La amas? –le pregunto.
Sonríe mientras me pasa los ojos por encima antes de dejarlos fijos en un lugar indefinido de la pared blanca.
– Con un amor que nunca podrías entender –dice luego como si no significara nada, como si sólo estuviera haciendo una simple constatación.
Simpleza, murmuro, y no es justo. Todo ha sido siempre complejo, complicado. Debajo de una vida que parece simple hay un cúmulo de circunstancias que luego desaparecen al mirar a la distancia. Unas pisadas se pierden en la noche después de que unas manos cuidadosas me hayan arropado con esmero y yo cierro los ojos tranquilo, sabiéndome protegido, y me pierdo en una playa con toda mi familia entre risas, carreras, partidos de fútbol sobre la arena dura y baños interminables; luego hay una tabla larga sobre caballetes cubierta con papel blanco a modo de mantel, con toda la comida que me gusta, la carne asada, el pan crujiente, el queso, la fruta, los pasteles y alrededor la familia, los amigos, algunos vecinos. ¿Es eso el amor? Por lo menos es lo que me viene a la cabeza cuando trato de darle forma.
A veces no entiendo a mi padre. Eso me produce un sentimiento de culpa porque lo quiero. Sin embargo, muchas veces me separa de él su incapacidad para el disfrute, para el cariño. Es imposible vivir sin una filosofía, sin una moral, sin una ideología. Pero vivir razonando es negar la vida, porque existe la flor y el mar, el niño sonriendo y el amigo, el tiempo detenido con una copa de vino en la mano y la insultante belleza del mundo a nuestro alcance. Y a veces el sonido lejano de una melodía conocida nos provoca ese calor interno agradable que nos permite pensar que la felicidad puede ser posible, incluso probable. Ese hombre, que ahora tengo delante, soy yo y no soy yo. Sin mi madre se convirtió en un ser desvalido que envejeció rápidamente y se fue yendo. Nos empezamos a dar cuenta demasiado tarde, cuando sus razonamientos se encasquillaron y comenzó a discutir por cualquier cosa tratando de hacer prevalecer sus puntos de vista. Sus caprichos vinieron acompañados de la desgana total, que lo hundió en un sillón del que raramente se despegaba. Desde allí veía televisión, escuchaba la radio y si tenía audiencia se lanzaba a largos ejercicios de nostalgia que confluían sin excepción en la crítica a los tiempos actuales, carentes de cualquier lógica. La vida había perdido todo tipo de sentido para él. Yo me preguntaba si alguna vez lo había tenido para alguien.
Apenas apagado el pensamiento en mi mente, mis ojos viajan hacia la copa del frondoso árbol que tengo delante, al que se encaramaba Don Julio por la noche a espiar a su amada a través de la ventana de su habitación. Le daba igual si estaba el marido o si el barrio entero era testigo de sus andanzas, sólo le importaba aquel amor de dos veces a la semana en un hotel que él continuaba desde su atalaya. Nosotros lo sabíamos todo, incluso que el fogoso amante hacía resaltar y brillar sus canas con unas pastillas azules que por entonces se usaban para blanquear la ropa y que ella no quería dejar la seguridad del matrimonio. Nunca dijimos nada, jamás de la boca de unos muchachos acostumbrados a burlarse de todo el mundo se escapó la frase condenatoria o la denuncia. En el fondo, admirábamos al hombre, a su amor sin límites y su constancia. Un día ella se mudó y el amante desapareció enseguida, seguramente en busca de otro árbol. Nadie hizo comentario alguno porque no había necesidad; le deseábamos suerte, por unanimidad, a una pasión a la que no detenían distancias ni alturas.
Enfrente de mi casa quedaba el bar, ahora iluminado apenas por un par de miserables bombitas de luz que convierten en fantasmas a los tres parroquianos que tratan de superar su hastío mirando la nada. ¿Vivirá todavía don Peña? Podría entrar a preguntar, pero no vale la pena, ya son demasiadas las desgracias para agregar otras. Lo tengo delante de mí. Él es un hombre espigado, curtido por la vida, acostumbrado al sacrificio; yo un niño recién llegado al barrio que desconoce los códigos, los ritos, que sólo sabe que tiene la boca seca y pocas ganas de abandonar el juego para ir a su casa.
– ¿Me daría un vaso de agua, señor?
– Vete a la mierda, niño.
La seca respuesta no llega a sorprenderme porque antes estallan las risas de mis compañeros de juego, quienes conocían de antemano lo que pasaría y por eso me habían aconsejado hacerlo. Yo también río y hasta me parece ver moverse las comisuras de los labios hacia arriba en la impasible cara del dueño del bar.
Camino hasta la siguiente esquina, hacia el lugar donde conocí a Pichón y a Osorio. Allí hay otro árbol, tan frondoso como el anterior, entre cuyas ramas nos escondíamos cuando anochecía a chistar a la gente. En nuestra época se chistaba y se silbaba para llamar la atención a alguien, sobre todo entre la gente muy joven. Los viandantes no se ponían muy contentos cuando, tras unos largos segundos de búsqueda de la fuente del sonido y de confusión al no encontrarlo, comprendían que estaban siendo objeto de una tomadura de pelo. La mayoría amenazaba con contárselo a nuestros padres, pero algunos -para nuestro regocijo, pues esa era el objetivo- llegaban a la cólera y al insulto. Poder hacer perder la paciencia a la gente mayor –no a los muy mayores porque eso no estaba bien- era un motivo de gran satisfacción; al fin y al cabo eran ellos los que nos obligaban a ir a la escuela y a hacer los deberes y los mandados.
Llegué a pelearme a golpes dos veces con Pichón y una con Osorio. No eran grandes peleas, más bien un ejercicio para demostrar que no éramos cobardes. Enseguida nos separaban; después estábamos dos o tres días sin hablarnos hasta la reconciliación. Cuando recuerdo aquellas peleas me viene a la memoria Sandro, llamado así por su parecido con el cantante, un muchacho que apareció en mi vida jugando al fútbol en el equipo del barrio. Apenas nos conocimos se despertó entre nosotros una fuerte antipatía sin mucha base. Pese a nuestro escaso trato –él frecuentaba otros sitios-, el sentimiento negativo siguió creciendo hasta desencadenar una pelea por un asunto banal. Nos golpeamos un rato hasta que nos separaron; enseguida dejamos de hablarnos. A los quince días de aquel hecho falleció mi madre. Trajeron su cadáver en un ataúd a las seis de la mañana. Junto a él esperaba Sandro para ser el primero en abrazarme.
Lloro amargamente hasta que pasa una pareja y se detiene junto a mí:
– ¿Le pasa algo? ¿Podemos ayudarlo?
Son jóvenes y recién comienzan su amor en un país muy distinto al que yo conocí cuando tenía su edad. Me pregunto si llegarán a conocer a tipos como Pichón, Osorio o Sandro.
– Nada. Lo que pasa es que cuando uno se vuelve viejo lo arrinconan los recuerdos.
Me miran sin entender. No es necesario, a esa edad yo tampoco hubiera entendido. Musito un agradecimiento y apuro el paso hacia el coche para abandonar el lugar rápido, antes de que la noche me trague.
Yo me voy, mi avión sale en unas pocas horas. Si no fuera por quienes me esperan del otro lado del océano quizá me quedaría. ¿Lo haría? No sé, a lo mejor mi tiempo aquí ya se ha pasado, ahora hay otra gente que no comprendo, que busca y quiere otras cosas y no me necesita. Llega un momento en el que uno siente que empieza a sobrar, ya no son graciosas sus salidas ni sus opiniones, las ironías son tomadas de forma lineal, como agresiones directas, y la coherencia política, que había considerado un logro fundamental que lo diferenciaba, pasa a ser sospechosa, una forma de atarse a los viejos tiempos, a lo pasado de moda. Es desagradable estar en un lugar y que a nadie le importe. A lo mejor debo adaptarme, situarme en el territorio que me ha tocado, el del relato; contar lo que fuimos, lo que soñamos, guardarlo para que la gente de hoy comprenda de donde vino y pueda tener alguna referencia para saber adónde va.
Nunca llegaron a destino. La calle estaba llena de gente pero nadie vio nada. Era una época en la que convenía ser ciego. Don Pepe, el vagabundo, un hombre que había conocido los buenos tiempos y terminó en la calle por amor, contaba en voz baja la historia de un coche grande que se detuvo cerca de ellos y los engulló. Tanto la repitió que al final un coche similar al de su historia tuvo que atropellarlo para que se callara. Así se vivía y se moría entonces.
El avión despega. Miro la ciudad desde arriba y la saludo con una leve inclinación de cabeza. Le estoy agradeciendo muchas cosas y la estoy maldiciendo por otras. En realidad la estoy amando. Por eso musito un agradecimiento y una promesa de retorno. Y, sin poder evitarlo, un par de lágrimas se deslizan por mis mejillas.
Hoy ha caído un hombre.
Desde la cima
de un andamio,
con su overol
de azul descolorido,
la herramienta aún tibia
en el costado
y un casco tan inútil
como el grito.
Un perito sin ley
registra en acta.
El porvenir
tumbado en la vereda,
anticipando el hambre
de sus hijos,
la mirada morbosa
de las fieras
y al capataz
como único testigo.
Allí quedaron
los sueños resignados,
la vida sin color,
la espera sin sentido,
el último jornal
que no pagaron,
los ojos que no ven
mirando al cielo,
su historia
en un legajo del archivo.
Muy pocos notarán
su traspié hacia el silencio
(donde ya no replican los martillos)
la falta de su olor,
la ausencia de sus rastros,
de su queja ancestral
ahogada en grapa
o su risa inusual
blindada en vino.
El hueco en la ronda de barajas.
La pelota que no devuelve al niño.
La silla frente al plato del domingo.
Mientras repintan
el cartel de “hay vacantes”
sobre el portón de chapas
del destino.
Pacheco
/
Envuelto en un revuelo
de mancha venenosa,
golondrina y relámpago
en el patio sin cielo,
sándwich de contrabando,
herido por desdén.
Tenaz al sonreír
con ojos deslumbrados,
prodigio y quasimodo
va Pacheco.
Respirando burbujas
de jabón La Espuma,
la mirada infantil
velada por el miedo
y ese vaivén
de tonta marioneta,
cuchillo de las risas
ogro pobre
malogrado arlequín
agonizante
enfermo
abandonado,
va Pacheco.
//
Una mañana
de silencio
y desgano
jugó su última siesta
a la mancha asesina,
todos nos opusimos
al decreto fatal
que se nos haya muerto,
por la fullera parca
que le rozó las ropas,
justito antes
que pudiéramos soplarle,
la contraseña tierna
que enjuaga los destinos.
Mancha tuberculosis
-diagnóstico alarmante
enfundado en barbijos-
y nadie quiso sepultar
su cuerpo contagioso
de piedra calcinada,
que nunca más
navegará baldosas
con puntos cardinales,
ni ya será cangrejo,
o cíclope,
ni torpe barrilete
de sábana y terraza.
///
Apenas un despojo
una incomodidad
un muerto,
para nosotros
una módica causa
de azucarar la vida
sin dobleces ni dádivas,v
un hermano mayor
un desconsuelo.
Va Pacheco.
Los que sobrellevamos
miseria y desvarío,
nos vestimos de lutos prematuros
o de amnesia,
de ruinas acordadas
o prisiones,
de fondo de botella
o memoria martirio,
mientras a las puertas del túnel
la araña hilaba como epílogo
su malla de colar
ternuras imprevistas.
Pacheco, luminoso,
descolgó la camisa
del perchero,
calzó su bombín
de escupidera
y se marchó invisible,
en medio de la bulla
de rezos y bomberos,
a guaridas y escombros,
contra todo pronóstico.
////
Vuelo y extravío
de lázaro sin pompas,
primicia de la muerte,
telegrama feroz
cesanteando a la infancia,
desgajada inocencia,
almácigo de duelos.
Mancha ceniza.
Pacheco va.
Para ser claro…
Para ser claro,
renuncio a las frases alusivas,
a la caligrafía pálida
sobre el cuaderno mudo de las tumbas,
rechazo el podio hipócrita
de la bondad post mortem,
y a esa memoria tan desmemoriada.
Yo no quiero que apunten
en mi lápida la palabra yace,
me niego espeluznado.
No anhelo ese cheque grosero
con el que expían de mármol de hospital
lo que siempre te negaron avaros.
Ni acepto que se luzca
bajo una lluvia
de mierda de palomas
ese verbo impiadoso
en tercera persona.
No le abro los postigos,
ni a sus endebles secuaces
el adjetivo inerte
el absurdo abatido
menos aún al implacable muerto
-auxiliares morbosos de crónicas de sangre-
prefiero que sentencien
se pudre
se funde
se disuelve
pero jamás
yace.
Porque la muerte
puede sea otra cosa,
menos sucia y severa,
mejor que la tapa biselada y sorda,
quizás algo tan simple
como tumbarse al sol,
sobre el pasto o la arena
en una tarde franca y sin ruinas,
con vino y con regazo,
y sonrisas con huella
y dialecto de besos
y un murmullo entrañable
que recite poemas.
Quizás yacer
no sea esa quietud
de corazones secos,
ni el sueño, ni el olvido,
sino un íntimo zafarrancho,
un arrebato de vida sin permiso,
un insomnio de goce,
con marea de lluvia
y peces sin abismo.
Una muchacha fresca,
pechos de hierbabuena,
que te besa la ausencia
sin placebo y sin pena.
Ojalá no sea
el hartado celeste
de los castos y pulcros,
tampoco el infierno ceniza,
el hoyo de un ambiente
con renta anticipada,
sino jugar rayuela
hasta llegar al cielo,
y que don dios gorrión
disponga tiernamente:
“levántate y vuela”.
Puede que signifique
cerrar la vida apenas,
como quien deja un libro,
hasta que en una noche
de miedo a la tormenta,
o duda desvelada,
lo hojeen conmovidos,
esos ojos más nuevos
que guardan mi mirada.
Un hombre que se ha vuelto un ser abstraído, ligero, casi frívolo porque ha perdido a su hijo. La segunda parte del enunciado, que en rigor es la causa del enunciado que inaugura la frase, certifica que una causa y su consecuencia estabilizan el mundo. Si el inciso anterior hubiese sido redactado de la siguiente manera: un hombre se ha transformado en un ser leve, abstraído, casi frívolo porque ha perdido a su hijo o incluso la redacción más exacta: un hombre que ha perdido a su hijo de nueve años se ha transformado en un ser inocuo, casi frívolo, abstraído, se reafirmaría un discurso necesario y de una manera paradójica, tranquilizador. El dolor más agudo, más perverso, hace de un hombre un ente vacío, sin discurso ni recursos ni esperanzas.
2
La verosimilitud cervantina radica en la congruencia del relato. Pero no en la congruencia externa, la que el lector advierte es en todo caso, una necesidad, una versión vicaria, un seudópodo narrativo que permite capturar terreno, atrapando al lector, en rigor el viceversa resulta lo más exacto. Esa dichosa verosimilitud permite más que nunca en los tiempos que corren discriminar entre la suma de discursos de origen distinto la fatídica suma de relojes con mandriles que sumen a la literatura en una de sus mayores crisis: la falsa derogación de los discursos necesarios.
3
No a la planificación; no a la revolución; no a la infraestructura explicativa. La primera negación atañe al narrador: la espontaneidad como falacia sustitutiva de la honestidad, como opción por la frescura, contra el raciocinio más o menos subyacente pero inevitable del relato o del poema. La segunda negación obtura el cambio, o peor aún, su barrunto, su arrebato romántico y chopiniano, su necesidad ante la demoledora llanura de la desgracia humana. Este relato devenido en innecesario liquida el primer movimiento de solidaridad ante un destino excesivo, cruel, para los hombres. La tercera negación atañe a la superficialidad de la suma antes enunciada: mandriles adosados a relojes. El discurso del éxito sumado a la letra escrita permite dirimir la calidad literaria desde un recurso falaz y bajo: la expresión escribe bien seguida de la expresión vende mucho. La síntesis de esta suma atroz consistiría en juzgar una partida de damas tomando en cuenta las reglas del ajedrez.
4
En su novela de 1986, “El periodista deportivo”, el escritor estadounidense Richard Ford (1944) desarrolla el argumento que se esboza en el primer inciso del presente texto. Frank Bascombe, el periodista aludido en el título de la obra, se encuentra con su ex esposa ante la tumba del hijo de ambos, muerto a los nueve años. Es Pascua, además, y el rito anual incluye la lectura de un poema, generalmente equívoco y torpe. La novela escrita en estricta primera persona incluye una reflexión sobre la literatura en general que se expande a la vida y vuelve sobre la literatura, como esas epidemias medievales que cuando parecían extinguidas arreciaban con más enjundia y sevicia sobre los pocos, aterrorizados sobrevivientes. Escribe Ford: “La muerte y la supervivencia se han vuelto, como los pianos en las mudanzas, grandes asuntos que se olvidan al acabar el día.”
5
La literatura, sitiada por la producción y distribución masiva de las grandes editoriales, engarzadas a su vez en enormes sistemas globalizados, ha devenido en un asunto olvidado al acabar el día. Un piano del que emana Chopin en manos del pianista que quiera revivir ese espíritu revolucionario, fermental e intransigente del “íntimo polaco” de T.S.Eliot ahora mismo escucho a Daniel Baremboim en su Recital de Varsovia transformado en asunto de mudanza, mudanza que sin embargo, oculta y minimiza la otra, la verdadera, la que cantó Manrique, la que ordena las cosas de los hombres en necesidad de cambio aquí y ahora, antes del regreso, la disolución, la buena memoria.
6
El lector de Ford hasta puede imaginar la reunión de los sirgadores, de los braceros al final del día, discutiendo los pormenores del trasiego del piano la ventana demasiado pequeña, las cuerdas tirantes, las manos crispadas, la gente con el cuello rígido jugando apuestas sobre la desdicha o la gloria, la caída o la salvación final y absoluta y luego puede proseguir imaginando que ese enorme asunto, se disgregará como el piano ya asentado en la sala que le dará cobijo, en los vastos campos de la frivolidad del trabajo realizado, de la rutina del olvido. Así es la vida, dirá el lector.
7
No obstante está el hijo y la muerte, y la Pascua en el pequeño pueblo de Haddam en New Jersey y el hombre y su misterio: la mutación dialéctica que nos lleva de aquí para allá, de un sistema obtuso a otro, casi sin solución de continuidad. Grandes asuntos vueltos pianos sin voz ni vuelo ni destino ni horizonte. La literatura o refleja esa mudanza o no es nada. La literatura o insiste en revivir el sonido del piano forte chopiniano o comulgará en las estepas idiotas del uso descartable, cínico, de la literatura por metro, cortada aquí o allá según el dueño de turno de la recua.
Álvaro Ojeda Parque de los Aliados, Pascua de 2014.
W.G. Sebald: Memoria literaria como última esperanza contra la destrucción y la muerte / Anna Rossell
En su artículo «‘Umgekehrt wird man leicht selbst zum Verfolgten’: the structure of the double-bind in W.G. Sebald» Ben Hutchinson analiza la relación ambivalente de W.G.Sebald con sus predecesores literarios a partir del relato Dr. K.s Badereise nach Riva [Viaje del Doctor K. a un sanatorio de Riva], incluido en su primera obra de ficción Schwindel. Gefühle [Vértigo]. Hutchinson llega a la conclusión de que la intertextualidad sebaldiana –en este caso en su interacción con un texto de Kafka- pone de manifiesto el círculo vicioso en el que está encerrado el narrador de Sebald, pues es al mismo tiempo perseguido por la historia y perseguidor de la historia. Hutchinson percibe esta misma circularidad en ciertas reiteraciones de la sintaxis de Sebald del estilo de “je mehr … desto weniger” [“cuanto más … tanto más”] y en las anotaciones y los subrayados del autor en su biblioteca privada. De ello colige la imposibilidad de avanzar en el recuerdo y en el conocimiento y por ende -aplicándolo a la historia de Alemania- una crítica contra cualquier posibilidad de Vergangenheitsbewältigung .
Ciertamente son muchos los momentos en la literatura de Sebald en que el narrador o uno de sus personajes se hace reflexiones que parecen poner en serio entredicho la relación de similitud entre memoria (recuerdo) y realidad objetiva. Recordemos, por ejemplo al narrador de Schwindel. Gefühle [Vértigo], que dice tener la impresión: “[…], dass sich mir im Kopf mit der Zeit vieles zusammengereimt habe, dass die Dinge aber dadurch nicht klarer, sondern rätselhafter geworden seien. Je mehr Bilder aus der Vergangenheit ich versammle, […], desto unwahrscheinlicher wird es mir, dass die Vergangenheit auf diese Weise sich abgespielt haben soll” [de que con el tiempo en mi cabeza han acabado por encajar muchas cosas, que sin embargo no por ello veo con mayor claridad sino que se me han vuelto aún más enigmáticas. Cuantas más imágenes reúno del pasado […] tanto más improbable me parece que el pasado haya sucedido de esta manera] o bien la referencia que hace Sebald a la novela autobiográfica de Hans Dieter Schäfer en una de sus conferencias de Zurich, publicadas después bajo el título “Luftkrieg und Literatur” [Sobre la historia natural de la destrucción]: «Je entschlossener ich mich auf die Suche begebe, desto stärker muss ich begreifen, wie schwer die Erinnerung vorankommt» [Cuanta más energía pongo en lo que busco, tanto más me convenzo de lo difícil que es recuperar el recuerdo]. Sin embargo, contrariamente a lo que sugiere Hutchinson, no creo que, a la luz de la obra literaria de Sebald en su conjunto, debamos concluir la negación de cualquier Vergangenheitsbewältigung sino al revés. En mi opinión estas reflexiones forman parte del programa literario sebaldiano, que gira obsesivamente en torno a un único eje temático: el estudio de los mecanismos de la memoria del ser humano precisamente en función de la propia historia y con el objetivo de digerir la propia historia. Ello desemboca, a mi entender, en una novedosa propuesta de esa relación entre memoria (subjetiva) y realidad (objetiva) que considera la recuperación de la memoria histórica subjetiva como la única vía posible y legítima de Vergangenheitsbewältigung. En lo que sigue trataré de exponer esta tesis a partir de otros síntomas también recurrentes en la obra de Sebald: el ya mencionado constante estudio de los mecanismos de funcionamiento de la memoria, el carácter altamente concentrado de sus textos –tanto por la densidad de su erudición, como por lo que de concentración supone la técnica de la intertextualidad y el interbiografismo que desarrolla-, la dilución de los límites entre documento y ficción y su peculiar estilo lingüístico.
La primera obra de ficción de Sebald, Schwindel. Gefühle. [Vértigo], se abre con el relato titulado Beyle oder das merkwürdige Faktum der Liebe [Beyle o el extraño hecho del amor]. En él el autor presenta un cuadro sintomático de lo que será la reflexión más esencial en toda su obra: los mecanismos de la memoria. También otros ingredientes de esta historia son sintomáticos y se repetirán con frecuencia en toda la literatura de ficción de Sebald: un personaje principal que existió realmente, aquí el escritor Henri Beyle más conocido por el seudónimo de Stendhal, el juego entre la biografía real de este autor y la ficción y un narrador que se esfuerza en dejar constancia lo más literal posible de las anotaciones de otro narrador, las que Beyle escribió sobre acontecimientos vividos por él, en un esfuerzo por rememorarlos: „die Strapazen jener Tage aus dem Gedächtnis heraufzuholen[…]“ [Recuperar para la memoria las penalidades de aquellos días]. En la primera parte del texto conoceremos -al hilo de la narración y casi como si de un listado se tratase- las dificultades que se le presentan para el recuerdo al protagonista y primer narrador, Beyle. Las podríamos resumir del modo siguiente: a) recuerdos de visiones en las que se mezclan realidad y fantasía , b) recuerdos de vivencias emocionalmente negativas cuya intensidad le bloquea la memoria y c) recuerdos de algo que cree haber visto directamente y que en realidad lo son de una fotografía. Así, reproduciendo los apuntes de Beyle que rememoran la campaña de Napoleón en St. Bernhard en 1800, en la que éste participó, el narrador dice: “Die Notizen […] –las de Beyle- demonstrieren eindringlich verschiedene Schwierigkeiten der Erinnerung. Einmal besteht seine Vorstellung von der Vergangenheit aus nichts als grauen Feldern, dann wieder stösst er auf Bilder von solch ungewöhnlicher Deutlichkeit, dass er ihnen nicht glaubt trauen zu dürfen, beispielsweise auf dasjenige des Generals Marmont, den er in Martigny […] in dem himmel- und königsblauen Kleid eines Staatsrats gesehen zu haben meint, […] obschon Marmont ja damals […] seine Generalsuniform und nicht das blaue Staatskleid getragen haben muss.” [Las notas –las de Beyle- ponen de manifiesto una y otra vez dificultades de índole diversa para el recuerdo. Por un lado, su percepción del pasado está llena de campos grises, sin embargo, por otro, le surgen imágenes de una claridad tan extraordinaria que le parecen difíciles de creer, por ejemplo aquella del General Marmont, a quien dice haber visto en Martigny […] con el traje de consejero de Estado azul celeste, […] cuando Marmont en aquél entonces debió haber llevado su uniforme de general, y no el traje azul]. Y más adelante da cuenta de la segunda variante de las trampas que nos depara la memoria cuando escribe: “[…] dass er von der grossen Anzahl der toten Pferde am Wegrand und von dem sonstigen Kriegsgerümpel […] derart betroffen gewesen sei, dass er von dem, was ihn seinerzeit mit Entsetzen erfüllte, inzwischen keinerlei genaueren Begriff mehr habe. Die Gewalt des Eindruckes hätte diesen selber […] zunichte gemacht” [ […] que quedó tan impresionado por la gran cantidad de caballos muertos y otros pertrechos de guerra en los bordes del camino […] que ahora no recordaba con exactitud lo que otrora le dejara horrorizado. La dureza de la impresión, decía, había aniquilado el recuerdo […]].La tercera variante se refiere a la viva memoria de la imagen que Beyle guardó por largo tiempo de la ciudad de Ivrea, que tan bellamente le había impresionado: “Es sei […] für ihn eine schwere Enttäuschung gewesen, als er vor einigen Jahren bei der Durchsicht alter Papiere auf eine Prospetto d’Ivrea untertitelte Gravure gestossen sei und sich habe eingestehen müssen, dass sein Erinnerungsbild von der im Abendschein liegende Stadt nichts anderes vorstellte als eine Kopie von ebendieser Gravure.” [que experimentó […] una gran decepción cuando años atrás, revisando papeles antiguos, dio con un gravado que llevaba por título Prospetto d’Ivrea, y tuvo que reconocer que la imagen que tenía en el recuerdo de la ciudad bañada por la luz crepuscular no era sino una copia exacta de ese gravado].
Sebald, traumatizado por la impuesta ignorancia de su propia historia y por las consecuencias de esa ignorancia, pone todo su empeño literario en la recuperación de la memoria, que ya no sólo será la del pasado nacionalsocialista. Toda la obra de ficción de Sebald se cifra en la obsesiva persecución de la memoria en general. Su narrador, tan idéntico a sí mismo, emprende viajes una y otra vez para recuperar el recuerdo, va en busca de personas concretas o las encuentra casualmente en sus recorridos y frecuenta su compañía y busca su conversación en tanto que le ayudan a reflexionar sobre su propio proceso de reconstrucción del pasado. Y, sin embargo, sus textos están plagados de personajes que nos previenen hasta la machaconería de las falacias de la memoria, del fracaso a que está abocado cualquier intento de objetividad en la reconstrucción de la realidad. La contradicción parece evidente: el sujeto sería incapaz de escapar del círculo dialéctico que dibuja a primera vista aquella afirmación arriba mencionada: “Je mehr Bilder aus der Vergangenheit ich versammle, […], desto unwahrscheinlicher wird es mir, dass die Vergangenheit auf diese Weise sich abgespielt haben soll” [Cuantas más imágenes reúno del pasado […] tanto más improbable me parece que el pasado haya sucedido de esta manera].
Sin embargo, en mi opinión la lectura es otra, y creo que hay que buscarla en un nuevo concepto de realismo que Sebald nos propone, un concepto de realismo que considera la vía subjetiva de conocimiento como la única posible para la (re)construcción del pasado y por tanto también de la identidad . Un concepto que creo tiene mucho que ver con el que defiende Alexander Kluge cuando habla de Antirealismus der Gefühle [antirealismo de los sentimientos] y que, como se desprende de su formulación, subraya la influencia de los sentimientos sobre la percepción de la realidad. Según esto, que la memoria nos tienda trampas no negaría la posibilidad de llegar a ningún conocimiento, sino, al contrario, afirmaría que, sea cual sea la materia de que esté hecha la memoria, ésta es la única vía para llegar a él, que el recuerdo y la propia identidad se construyen con la participación precisamente de los filtros personales que condicionan la fijación del recuerdo de cada individuo. Así, cuando Beyle contempla al general Marmont, le vienen a la cabeza unas palabras italianas que había aprendido pocos días antes. Este mecanismo asociativo automático, también absolutamente personal, corrobora de nuevo el sello subjetivo que marca el recuerdo, influido directamente por los sentimientos –Gefühle- y el estado de ánimo. Conviene subrayar que el mecanismo asociativo del sujeto es un factor esencial en la recuperación de la memoria y en la construcción de la historia y de las historias literarias en la literatura sebaldiana y está presente de las maneras más diversas. El narrador o los personajes experimenta asociaciones, provocadas por indicios de recuerdos, en tal grado de abundancia (hipermnesia), que les provocan vértigo , un vértigo que en Sebald está relacionado dialécticamente con la intuición de la destrucción y el olvido: las líneas de conexión asociativa se evidencian en el denso tejido intertextual de su literatura y en las constantes alusiones a referencias culturales de todo tipo que les provoca al narrador o a los personajes una situación determinada –a menudo pictóricas y literarias-, como cuando en Die Ringe des Saturn [Los anillos de Saturno] el narrador, que yace en un hospital de Norwich tras una operación, en un juego de asociaciones cruzadas, observando el marco de la ventana y el trozo de cielo que tiene delante, deriva sus pensamientos hacia el cuadro de Rembrandt que representa una clase de anatomía a la que probablemente asistió Thomas Browne, médico y escritor inglés, cuyo cráneo se conserva en el mismo hospital . El narrador deja vagar su pensamiento en este tejido de asociaciones cruzadas y acaba describiendo el estilo literario del autor inglés, curiosamente muy similar al del propio Sebald. A acentuar la importancia de estas conexiones transversales contribuyen también las frecuentes conjeturas del narrador o los personajes, como cuando el narrador de Austerlitz reflexiona sobre las misteriosas conexiones de la historia mientras observa una intrincada raíz de árbol, que deviene así una alegoría, o la sensación que nos transmite de que los muertos vuelven a revivir en nosotros y entre nosotros -una variante se manifiesta en la frecuente identificación del autor con sus predecesores literarios-, o en aquella imagen que el narrador de Schwindel. Gefühle. [Vértigo] recuerda de sí mismo rodeado de anotaciones y trazando líneas de conexión entre unas y otras con desenfreno . Entramado que, como ya se ha dicho con frecuencia, parece estar directamente relacionado con las “Correspondances” de Baudelaire y las consideraciones de Walter Benjamin al respecto .
Otro momento de la narración “Beyle oder das merkwürdige Faktum der Liebe” [Beyle o el extraño hecho del amor] evidencia aún más claramente y con buen sentido del humor la absoluta subjetividad de la percepción: el narrador describe el entusiasmo que invade a Beyle al asistir a la representación de la ópera de Cimarosa Il Matrimonio Segreto del siguiente modo: “Beyles Phantasie, […] wurde nun durch die Musik Cimarosas noch weiter aufgewühlt”, hasta el punto de que creyó “nicht nur selber auf den Brettern der primitiven Bühne, sondern tatsächlich im Hause des […] Handelsherrn zu stehen und dessen jüngste Tochter in den Armen zu halten. […] dass die Actrice, wie er mit Sicherheit bemerkt zu haben glaubte, ihren Blick mehr als einmal eigens auf ihn gerichtet hatte, ihm die von der Musik versprochene Glückseligkeit würde bieten können. Es störte ihn keineswegs, dass das linke Auge der Sopranistin bei der Bewältigung der schwierigeren Koloraturen sich ein wenig nach aussen hin verdrehte, noch dass ihr der rechte obere Eckzahn fehlte; vielmehr machten sich seine exaltierten Gefühle gerade an diesen Defekten fest. Er wusste jetzt, wo das Glück zu suchen sei […]” [La música de Cimarosa animó más aún la fantasía de Beyle, hasta tal punto que creyó encontrarse él mismo en persona no ya sobre las tablas del primitivo escenario, sino en la propia casa del comerciante y tener a su joven hija en los brazos […], que la actriz -como creyó haber observado- le había dedicado a él más de una mirada y le ofrecía la felicidad que prometía aquella música. No le molestaba en absoluto que, al ejecutar la difícil coloratura, el ojo izquierdo de la soprano se desviara un poco hacia fuera ni que le faltara el colmillo superior derecho; al contrario, sus apasionados sentimientos se aferraban a estos defectos. Ahora sabía dónde debía buscar la felicidad […].
Así el sujeto (re)construye la historia y también su identidad –lo vemos claramente en la última novela de Sebald, Austerlitz,- a partir de los recuerdos y las asociaciones subyacentes moldeados por los filtros emocionales personales de cada cual. Pero para ello el sujeto necesita las huellas del recuerdo, los indicios que evoquen la memoria, las piezas que el sujeto pueda encajar estableciendo sus propias conexiones y en cuyo montaje se manifestará su propio sentido. De ahí que la destrucción -o la ocultación de hechos históricos, que viene a ser lo mismo- sea un leitmotiv esencialmente constitutivo de los textos sebaldianos, contra la cual el autor arremete, de ahí la diatriba que Sebald dedicó a los historiadores y escritores alemanes de la posguerra a quienes acusó de irresponsables por no haber dejado constancia de los bombardeos aliados de las ciudades alemanas, de ahí que su literatura tenga a menudo el aire de un catálogo en el que parece querer recoger todos los vestigios posibles de la cultura europea de los últimos siglos con extrema minuciosidad de detalle con el fin de salvaguardarlos de lo que intuye como última posibilidad de rescatarlos para la posteridad ante la amenaza segura de un Apocalipsis inminente –son frecuentes los personajes que se dedican a las ciencias naturales, al coleccionismo o a la historia del arte-. Sebald colecciona las reliquias del pasado y todo remite a él, desde las historias que construye, hasta las fotografías que intercala y el estilo lingüístico. En su última novela, Austerlitz, el personaje del mismo nombre alude alegóricamente a ello al referirse constantemente a edificios y objetos y a las modificaciones que han experimentado con el tiempo como si se tratara de palimpsestos: el palimpsesto, como manuscrito que es en el que se aprecian huellas de una escritura anterior que fue borrada para escribir la que aparece más perceptible en el estrato superior, encierra, de manera dialéctica, la destrucción y la posibilidad de recuperación de la memoria y de la historia. En este sentido, los textos de Sebald constituyen un cúmulo de datos de la historia de la cultura europea en general y de la literatura europea en particular de los últimos siglos, tanto más cuanto que el entramado que supone el montaje y la intertextualidad les confiere una densidad inusitada. De Sebald puede decirse que er dichtet, indem er verdichtet [escribe condensando].
Este interés que mueve al autor a subrayar el carácter absolutamente subjetivo de la memoria se manifiesta asimismo a mi entender en su estilo lingüístico, cuyo narrador siempre lo es de la narración de otro y a menudo de la narración que ese otro hace de la de un tercero. Este juego de personajes transmisores sucesivos de la historia de otro, encuentra su paralelismo en la peculiar y característica sintaxis sebaldiana de oraciones encajadas una en otra, que remiten a palabras de un segundo o de un tercer personaje en un efecto cascada , en el uso recurrente del estilo indirecto (Konjunktiv) y en otros recursos estilísticos que tienen por objeto recordar constantemente al lector que el narrador último es un mero reproductor de la opinión de otro (así leemos constantemente “Beyle schreibt” [según escribe Beyle], “wie er uns versichert” [como nos asegura], “wie er bemerkt zu haben glaubte” [como dice que le parece haber observado] etc.).
También el peculiar uso de las fotografías y los dibujos que Sebald incorpora a sus textos persigue a mi entender el objetivo de provocar la reflexión sobre la función evocadora subjetiva que remueve el recuerdo personal, en detrimento de la función ilustrativa . La elección de fotos nebulosas, poco claras, refuerza esta función evocadora hacia el sujeto . Sus fotos y sus dibujos no ilustran el texto, sino que lo suplantan, abandonan su contexto original real para pasar a otro en el que se convierten en ficción. La frontera entre ficción y realidad se diluye, porque, de hecho, no es nítida, y nace así, en la ficción, otra realidad que el sujeto –aquí el autor- construye. De ahí que Sebald adapte y manipule las fotos a placer, retoque a los personajes fotografiados, aísle un solo detalle ignorando el resto o se sirva de material gráfico supuestamente ilustrativo cuando la ilustración proviene de otro contexto y a menudo no aporta nada esencialmente nuevo a lo que se lee. En una entrevista en la que se le preguntaba por las razones que le impulsaban a elegir sus fotografías, Sebald se refiere a la evocación (Apell) de las imágenes sobre el observador:
“Man hat einen sehr realen Nukleus und um diesen Nukleus herum einen riesigen Hof von Nichts. Man selbst weiß nicht, in welchem Kontext eine dargestellte Person stand, um was für eine Landschaft es sich handelt. Ist es Südfrankreich, ist es Italien? Man weiß es nicht. Und man muss anfangen, hypothetisch zu denken. Auf dieser Schiene kommt man dann unweigerlich in die Fiktion und ins Geschichtenerzählen. Beim Schreiben erkennt man Möglichkeiten, von den Bildern erzählend auszugehen, in diese Bilder erzählend hineinzugehen, diese Bilder statt einer Textpassage zu subplantieren und so fort. […]. Dieses Gefühl habe ich immer bei Photographien, dass sie einen Sog auf den Beschauer ausüben und ihn sozusagen auf diese ganz ungeheure Art herauslocken aus der realen Welt in eine irreale Welt, also in eine Welt, von der man nicht genau weiß, wie sie konstituiert ist, von der man aber ahnt, dass sie da ist. […]. Man kann sich diese Konjekturen von Lebensbahnen vorstellen, die aus den Photographien herauskommen, auf eine viel, viel deutlichere Weise als aus einem Gemälde.” [Tenemos un núcleo muy real y alrededor de este núcleo un espacio inmenso de nada. No sabemos en qué contexto se encontraba la persona representada, de qué paisaje se trata. ¿El sur de Francia?, ¿Italia? No lo sabemos y nos vemos obligados a hacer hipótesis. Y entonces es cuando irremediablemente entramos en el terreno de la ficción y el de contar historias. Cuando escribimos experimentamos la posibilidad de narrar partiendo de las imágenes, de narrar adentrándonos en las imágenes, de utilizar estas imágenes para suplantar una parte del texto, etc. […]. Siempre tengo esta sensación con las fotos, parece como si ejercieran un poder de atracción sobre el observador y de esta peculiar manera lo arrancaran del mundo real para transportarlo a otro irreal, es decir, a un mundo del que no sabemos cómo está hecho, pero cuya existencia intuimos. […]. Podemos conjeturar biografías que provienen de fotografías de un modo mucho más claro del que nos provocaría una pintura].
La afirmación de este componente subjetivo de la memoria, condicionada en el ser humano por los sentimientos, no conduce en Sebald a la conclusión de que la digestión del pasado es imposible, sino al contrario, viene a confirmar que es la única manera posible de digerirlo y superarlo. El verdadero proceso doloso sólo puede ser individual y subjetivo. La propuesta de Sebald –y la de Kluge- para un nuevo modo de entender el realismo tiene que ver en mi opinión con la distinción romántica entre Wirklichkeit [realidad], concepto que remite a la objetividad y Wahrheit [verdad], concepto que incorpora la mirada subjetiva hacia el mundo. En este juego literario, mezcla de realidad y de ficción, Sebald construye sus historias y su historia. Ficcionalizar equivale a recuperar, a rememorar, a construirse como sujeto y a digerir y superar el pasado. Renate Lachmann lo resume con estas palabras: “Am Beginn der memoria als Kunst steht die Technisierung der Trauerarbeit. Die Bildfindung ‘heilt’ die Zerstörung” [En el inicio de la memoria como arte está la vía técnica del duelo. Encontrar las imágenes ‘cura’ la destrucción].
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[1] Revista de Filología Alemana, 2006 (Vol. 14), pp. 101-111.
[2] Término alemán alusivo a la posibilidad de hacer frente al pasado para digerirlo y asumirlo.
[3] Sebald, W. G., Schwindel. Gefühle., Eichborn Verlag, Frankfurt am Main, 1990. p. 241.
En este mismo sentido, Hilary, el profesor de historia de Austerlitz reflexiona: “Unsere Beschäftigung mit der Geschichte, […], sei eine Beschäftigung mit immer schon vorgefertigten, in das Innere unserer Köpfe gravierten Bildern, auf die wir andauernd starren, während die Wahrheit irgendwoanders, in einem von keinem Menschen noch entdechkten Abseits liegt”[Cuando trabajamos con la historia […] trabajamos siempre con imágenes preconcebidas grabadas en nuestra mente, imágenes que miramos fijamente, constantemente, mientras que la verdad se encuentra en otra parte, en algún lugar marginal que aún nadie ha descubierto] (Sebald, W.G., Austerlitz, Carl Hanser Verlag, München, Wien, 2001, p. 105).
[4] Sebald, W.G., Luftkrieg und Literatur [Historia natural de la destrucción]. Se refiere a la novela autobiográfica de Hans Dieter Schäfer, Mein Roman über Berlin (Passau, 1990), p. 27.
[5] Op. cit. p. 8.
[6] En Die Ausgewanderten [Los emigrados] el narrador hace referencia a este mismo fenómeno, al que denomina síndrome de Korsakov. Refiriéndose a Ambros Adelwarth, tía Fini le dice al narrador: “[…] ich glaubte, er leide an dem Korsakowschen Syndrom, bei dem […] der Erinnerungsverlust durch phantastische Erfindungen ausgeglichen wird.”[[…]pensé que padecía el síndrome de Korsakov, que […]consiste en compensar la pérdida de memoria con invenciones de la fantasía: Sebald, W.G., Die Ausgewanderten [Los emigrados], Fischer, 1994, p. 149.
[7] Op. Cit., pp. 8-9.
[8] Op. Cit., pp. 9.
[9] Op. Cit., pp. 11-12.
[10] A esta hermenéutica sebaldiana del sujeto me he referido también en otro artículo: Rossell Ibern, A.: “ La percepción del tiempo y de la historia en Austerlitz, de W. G. Sebald”, en Mª José Domínguez, Bárbara Lübke, Almudena Mallo (eds.), El alemán en su contexto español / Deutsch im spanischen Kontext, Universidad de Santiago de Compostela, 2004, pp. 577-589.
[11] Véase la teoría del antirealismo de Kluge, en Kluge, A., In Gefahr und grösster Not bringt der Mittelweg den Tod. Texte zu Kino, Film und Politik, Christian Schulte (ed.), Berlin 1989. También Kluge, A., “Das Politische als Intensität alltäglicher Gefühle”, en Kluge, A., Theodor Fontane, Heinrich von Kleist und Anna Wilde. Zur Grammatik der Zeit, Berlin 1987, pp. 7-18.
[12] El síndrome de Sthendal se describe con síntomas parecidos.
[13] Sebald, W. G., Die Ringe des Saturn [Los anillos de Saturno], Frankfurt am Main, p. 10.
[14] Austerlitz, rememorando sus paseos nocturnos por Londres, describe sus sensaciones en el metro: “Dabei ist es mir in den Bahnhöfen wiederholt passiert, daß ich unter denen, die mir entgegenkamen in den gekachelten Gängen, auf den steil in die Tiefe hinabgehenden Rolltreppen oder die ich erblickte hinter den grauen Scheiben eines eben auslaufenden Zuges, ein mir von viel früher her vertrautes Gesicht zu erkennen vermeinte. Immer hatten diese bekannten Gesichter etwas von allen anderen Verschiedenes, etwas Verwischtes, möchte ich sagen, und sie verfolgten und beunruhigten mich manchmal tagelang. Tatsächlich begann ich damals, meistens bei der Heimkehr von meinen nächtlichen Exkursionen, durch eine Art von treibendem Rauch oder Schleier hindurch Farben und Formen von einer sozusagen verminderten Körperlichkeit zu sehen, Bilder aus einer verblichenen Welt, […]” [Y en las estaciones me sucedía muchas veces que, entre la gente que caminaba en dirección contraria por los pasillos, la que bajaba por las empinadas escaleras mecánicas o la que yo alcanzaba a ver tras los sombríos cristales de un tren que aminoraba la velocidad, me parecía reconocer la cara de alguien conocido de mucho tiempo atrás. Estas caras conocidas siempre tenían algo que las hacía distintas de las demás, algo borroso, diría yo, y estas caras me perseguían y me inquietaban, a veces muchos días. En aquella época, casi siempre en el camino de regreso de mis excursiones nocturnas, a través de una especie de ligera neblina o de velo, comencé a percibir colores y formas de lo que podría llamarse una mermada corporeidad, imágenes de un mundo desvaído] (op. cit., p. 183). Sumido en estas sensaciones cree ver gente surgida de otras épocas y habla de Sinnestäuschungen [engaño de los sentidos], incluso oye hablar una lengua extranjera (p. 183). Se diluyen los límites entre el mundo de los vivos y el de los muertos. La descripción de las sensaciones remite al mundo de los espíritus: ”[…] als gäbe es überhaupt keine Zeit, sondern nur verschiedene, nach einer höheren Stereometrie ineinander verschachtelte Räume, zwischen denen die Lebendigen und die Toten, […], hin und her gehen können, […]” [[…] como si el tiempo no existiera, como si, según una suprema estereometría, sólo hubiera diversos espacios encajados uno dentro del otro entre los que […] pueden circular los vivos y los muertos, […]] (op. cit., p. 265). Una percepción en la que presente y pasado, vivos y muertos coexisten. El tiempo no puede definirse como sucesión, sino como coexistencia, como cúmulo de vidas.
[15] “Ich sass an einem Tisch nahe der offenen Terrassentür, hatte meine Papiere und Aufzeichnungen um mich her ausgebreitet und zog Verbindungslinien zwischen weit auseinanderliegenden Ereignissen, die mir derseben Ordnung anzugehören schienen. [Estaba sentado a una mesa cerca de la puerta de la terraza, que estaba abierta. Tenía mis papeles y dibujos extendidos alrededor e iba trazando líneas de conexión entre acontecimientos cronológicamente muy lejanos entre sí, acontecimientos que me parecían estar relacionados] Op. cit., p. 112.
Estas conexiones parecen estar relacionadas con recuerdos del subconsciente, que no por su condición de subconscientes dejan de ejercer su influencia sobre la actuación del individuo. Son constantes este tipo de conexiones en la obra de Sebald. Austerlitz obedece a menudo a impulsos que él mismo afirma no saber explicarse, actúa llevado por ellos. En una ocasión le cuenta al narrador que en su época de estudiante en París frecuentaba por la mañana y al atardecer las grandes estaciones porque le gustaba observar las entradas y salidas de los trenes (op. cit. p. 49). Sintomáticamente, ellas lo mueven emocionalmente, sin que él sepa explicarse por qué: “Nicht selten sei er auf den Pariser Bahnhöfen, die er, wie er sagte, als Glücks- und Unglücksorte zugleich empfand, in die gefährlichsten, ihm ganz und gar unbegreiflichen Gefühlsströmungen geraten.” [Decía que con frecuencia en las estaciones de París, que se le antojaban a un tiempo lugares de felicidad y de desgracia, se había visto inmerso en peligrosísimos e inexplicables flujos de sentimientos] (op. cit., p. 49). Curiosamente esto lo cuenta relacionándolo con el interés que despiertan en él los rasgos que tienen en común los edificios monumentales “der kapitalistischen Ära” [de la era capitalista], que provocan en él “Faszination mit der Idee eines Netzwerks” [fascinación por la idea de una red]: “Richtig sei jedoch auch, daß er bis heute einem ihm selber nicht recht verständlichen Antrieb gehorche, der irgendwie mit einer früh schon in ihm sich bemerkbar machenden Faszination mit der Idee eines Netzwerks, beispielsweise mit dem gesamten System der Eisenbahnen verbunden sei” [aunque también era verdad que obedecía a un instinto para él no del todo comprensible, que en cierto modo estaba relacionado con una fascinación por la idea de una red, que ya desde antiguo había sentido, por ejemplo, por todo el sistema de redes ferroviarias] [(op. cit., pp. 48-49). Mucho más avanzada la novela sabremos que lo que él ahora sólo intuye, pero no entiende, tiene sus motivos en los recuerdos inconscientes de la primera infancia, que remueven su pasado y pugnan por salir a la conciencia: la estación de la que partió rumbo a Gran Bretaña donde le esperaban unos padres adoptivos para rescatarlo del exterminio judío. Este funcionamiento de la memoria, a modo de un entramado, en la que la lógica de interconexión entre los distintos puntos obedece más a motivos inconscientes que a conscientes y racionales, es en realidad un trabajo de síntesis, síntesis que se concreta en la alegoría de las estaciones de ferrocarril. Así, la memoria subconsciente aflora en interacción con objetos, personas y lugares.
En este trabajo transversal (schräg) del recuerdo parece cifrar Sebald el verdadero conocimiento. Austerlitz relata al narrador la anécdota de una paloma mensajera que le contara su amigo Gerald: “Ich habe später oft über diese Geschichte von dem allein über eine lange Wegstrecke heimkehrenden Vogel nachdenken müssen, darüber, wie er quer durch das steile Gelände und um die vielen Hindernisse herum richtig an seinem Ziel anlangen konnte” [Durante mucho tiempo me obsesionó la historia del largo camino que el pájaro solitario recorrió de regreso a casa, la pregunta de cómo podía cruzar aquellos empinados terrenos y sortear con éxito tantos obstáculos para llegar a su meta] (op. cit., p. 114) –la negrita es mía-. También él tiene que volver a sus orígenes. Y apunta en esta intuición que el camino a las raíces más puede parecerse al mecanismo de orientación de las palomas mensajeras que a la lógica habitual.
[16] Benjamin, W., “Über einige Motive bei Baudelaire”, en Walter Benjamín Gesammelte Schriften, Bd. I·2, Suhrkamp, Frankfurt am Main, 1974, p. 639: “Die correspondences sind die Data des Eingedenkens. Sie sind keine historischen, sondern Data der Vorgeschichte. Was die festlichen Tage gross und bedeutsam macht, ist die Begegnung mit dem früheren Leben. Das legte Baudelaire in dem Sonett nieder, das “La vie antérieure» überschrieben ist.» [Las correspondencias son los datos de la conciencia, no son históricos sino datos de la pre-historia. Lo que hace los días alegres grandes y significativos es el encuentro con la vida anterior. Esto escribió Baudelaire en el soneto titulado “La vie antérieure”].
[17] Op. cit., pp. 13-14.
[18] En Luftkrieg und Literatur [Historia natural de la destrucción] Sebald alaba del texto de Nossack Der Untergang precisamente el realismo y lo concreto de la descripción. Por otra parte, Sebald se distancibaa del estilo de Kafka, al que recriminó no dejar constancia de los detalles.
En este mismo sentido se expresa el narrador en Schwindel. Gefühle. [Vértigo], que recrimina a Kafka su estilo vago, alejado de la concreción descriptiva: “Über Einzelheiten aber schweigt Dr. K. sich aus. Wir wissen also, wie gesagt, nicht, was er in Wirklichkeit alles gesehen hat.” [Pero el Dr. K. se abstiene absolutamente de mencionar los pormenores. Así que, como dije, no sabemos qué es lo que ha visto en realidad] (op. cit. p., 170).
[19] El pesimismo histórico es una constante en la obra de Sebald. Sobre todo en Austerlitz se ve reflejada la idea de Walter Benjamín sobre el concepto de la historia y de progreso, que se manifiesta en el Ángelus Novus de Klee. Entre otras muchas referencias leemos: “[…] wie im Verlauf des 19. Jahrhunderts die in den Köpfen philanthropischer Unternehmer entstandene Vision einer idealen Arbeiterstadt unversehens übergegangen war in die Praxis der Kasernierung, wie ja immer, so erinnere ich mich, sagte Austerlitz, unsere besten Pläne im Zuge ihrer Verwirklichung sich verkehrten in ihr genaues Gegenteil” [[…] que en el siglo XIX la visión mental que tenían aquellos empresarios filantrópicos de una ciudad ideal para los obreros se convirtió en la práctica, sin querer, en acuartelamiento; que siempre sucedía, según yo recuerdo –dijo Austerlitz-, que nuestros mejores proyectos se torcían en el transcurso de su realización y acababan por convertirse en todo lo contrario] (op. cit., p. 42).
[20] Este estilo sintáctico alcanza su máximo exponente en su última novela, Austerlitz. Su sintaxis dibuja una estructura que se corresponde con la impresión que Austerlitz, el personaje, dice tener del tiempo cuando visita Terezin: “wie ineinander verschachtelte Räume” [como espacios encajados uno dentro de otro]. Su sintaxis lleva a la práctica esta concepción del tiempo que desde el momento presente va abriendo espacios (estancias) sucesivamente hacia el pasado, siguiendo el modelo: “dijo Austerlitz que dijo Gerald que había dicho su tio Alphonso”: Sebald, W. G. (2001): Austerlitz. München, Wien: Carl Hanser Verlag.
[21] Las fotografías constituyen indicios que hacen posible la reconstrucción de la historia. Remueven los recuerdos del subconsciente. En relación con la función de las ilustraciones en Sebald véase: Weber, Markus R., “Die fantastische befragt die pedantische Genauigkeit. Zu den Abbildungen in W.G. Sebalds Werken”, en Heinz Ludwig Arnold (ed.), Text + Kritik , W.G. Sebald, nº 158, edition Text + Kritik, München, 2003, pp. 63-74.
También Boehncke, H., “Clair obscur. W.G. Sebalds Bilder, en Heinz Ludwig Arnold (ed.), Text + Kritik, op. cit. pp. 43-62.
[22] Austerlitz se refiere del siguiente modo a su interés de niño por la fotografía: “In der Hauptsache hat mich von Anfang an die Form und Verschlossenheit der Dinge beschäftigt, der Schwung eines Stiegengeländers, die Kehlung an einem steinernen Torbogen, die unbegreiflich genaue Verwirrung der Halme in einem verdorrten Büschel Gras” [Desde el principio lo que más me interesó fue la forma y el carácter enigmático de las cosas, la fuerza de un terraplén, el estrechamiento de la abertura de una aspillera, el burullo sorprendentemente ordenado de los tallos de un penacho de hierba seca] (op. cit., p. 112). El objeto de su fotografía tiene que ver con la fuerza evocadora que ejerce sobre él lo que ve.
Y más adelante, al rememorar al tío de su amigo Gerald, Alphonso, en su actividad de pintor: “Dabei trug er stets eine Brille, in welcher an Stelle der Gläser ein graues Seidengewebe eingespannt war, so daß man die Landschaft hinter einem feinen Schleier sah, wodurch die Farben verblaßten und das Gewicht der Welt einem vor den Augen zerging. Die Bilder, die Alphonso zu Papier brachte, […], waren eigentlich nur Andeutungen von Bildern, […], nahezu farblose Fragmente, […].” [Llevaba siempre unas gafas cuyos cristales había sustituido por una tela de seda grisácea de modo que el paisaje se veía como tras un velo fino, de colores desvaídos, y que sustraía a sus ojos el peso del mundo. Las imágenes que Alphonso pintaba […] eran como insinuaciones de imágenes, […], fragmentos casi apagados] (op.cit., pp.28-130).
[23] “Ein Gespräch mit dem Schriftsteller W.G. Sebald über Literatur und Photographie”, en Neue Zürcher Zeitung, 26/27-2-2000, p. 77 y ss. (Entrevista realizada por Christian Scholz).
[24] El personaje Austerlitz habla de esta relación entre escritura e identidad: Al retirarse para escribir el libro, un proyecto que persigue desde hace años, le sobreviene una impotencia absoluta en relación con lo cual recuerda con evidentes referencias a Kafka: “Schon spürte ich hinter meiner Stirn die infame Dumpfheit, die dem Persönlichkeitsverfall voraufgeht, ahnte, daß ich in Wahrheit weder Gedächtnis noch Denkvermögen, noch eigentlich eine Existenz besaß, daß ich mein ganzes Leben hindurch mich immer nur ausgelöscht und von der Welt und mir selber abgekehrt hatte. Wäre damals einer gekommen, mich wegzuführen auf eine Hinrichtungsstätte, ich hätte alles ruhig mit mir geschehen lassen, ohne ein Wort zu sagen, […]” [Ya sentía en mi frente la ranciedad que precede al desmoronamiento de la personalidad, intuía que en realidad yo no tenía ni memoria, ni capacidad para pensar, ni siquiera una existencia, que a lo largo de toda mi vida me había esfumado y desvinculado del mundo. Si entonces hubiera venido alguien para conducirme a un lugar de ejecución, me hubiera dejado llevar sin oponer resistencia ni rechistar […]] (op. cit. p. 178).
[25] Lachmann, R., Gedächtnis und Literatur, Frankfurt am Main, 1990, p. 22.
[26] Del poder curativo de la escritura da cuenta el narrador de Austerlitz, alter ego del propio Sebald, cuando, al referirse a su intento de abandonar su autoimpuesto exilio en Gran Bretaña y regresar a Alemania dice: “[…] daß bald nach meiner Rückkehr eine böse Zeit über mich hereingebrochen ist, die mir den Sinn für das Leben anderer trübte und aus der ich nur ganz allmählich, durch das Wiederaufnehmen meiner lange vernachlässigten Schreibarbeiten, herausgekommen bin.” [[…] que al poco tiempo de mi regreso me sobrevino una mala época que me enturbió la capacidad de entender la vida de los demás y del que no salí sino paulatinamente gracias a que retomé la escritura, que tanto tiempo había tenido abandonada] (op. cit.,p. 50).
Cómo parar setenta pájaros / Tomás Sánchez Santiago
AMENAZA PRIMERA
Por donde no debiera
he abierto el laberinto de los años.
Con las manos vendadas
en el fuego del tiempo
y los labios como dos viejos muebles
malvendidos al aire
igual que dos banderas necesarias que vuelan,
bajé la cremallera de la vida
y así me vi, difícil como un fruto
olvidado sin piedad a hostiles seres,
desconsolado de hombros, triste por las caderas,
sin recurso ninguno y en el medio de todo.
No es el tiempo negocio conveniente
y sí trampa mortal, encrucijada
sin ningún remedio como no sea la muerte
ni otra esperanza
que la de embalsamar la luz en la memoria;
y sólo una verdad
pasa constante:
se nos huye la vida de las manos
como un anillo demasiado grande.
POÉTICA DE INVIERNO
Nunca han abierto
su pecho a mi medida
esos meses brillantes
como el pelaje de terneras lentas
donde nada se eriza que llame a sosegarlos.
Antes bien: he querido
despacio (con un amor
de copos que se ordenan temblando en antepechos,
igual que colegiales condenados
al arte de exponerse a manotazos)
esas otras maneras
de vivir tiritando en la ciudad
entre meses desnudos tan desnudos que ciegan.
Entre meses desnudos o sin otro plumaje
que una lluvia que abolla los peinados,
que cuaja en charcos mudos
y aprieta aún más la carne
contra húmedos respaldos en las cafeterías.
No debo a nadie tanto
como le debo al frío. Esta destreza
limpia, derecha que en los días
color a queso puro nos retrasa
la sed y nos descambia
la costumbre inocente de sudar,
me basta para todo.
Me basta
ocupar la fama mala de estos meses
con palabras
robadas entre todos,
y a sabiendas
de que nada es seguro
en este reino; y menos todavía
flotar en su ceniza.
ABRIL, EJERCICIOS DE ESTILO
Quizás sea por la tarde, que es suave,
o la moderación templada que levanta
despacio en las mamparas
una temperatura formidable
que no eriza a la astilla ni a la piedra
en los bancos de los parques irrita.
No sé…por la solvencia
magnífica con que el aire se mueve
entre las calles (igual que una muchacha
de alabadas caderas) y nadie lo venera ciegamente;
lo certero, lo fijo, lo únicamente
a salvo en este poema nada tiene
que ver con calidades
excelsas de pureza que en la tarde
precipitan a todos
en común expulsión a cenadores
campestres o a bailes de luz pública
donde ciega la música
tanto como se mellan los cuerpos entre sí
con las primeras sombras.
No es la casta estimable de este mes,
definitivamente quien responde
de la necesidad de este poema; ni su reconocida
competencia para enardecimiento de espíritus
propicios puede alarmar a quien quiso en su casa
pasar la tarde en encontrar palabras
que aquello proclamaran.
Basta aceptar que es todo allegadizo y que tan sólo
sucesiones de palabras
han empujado al poema hasta esta pausa.
Tomás Sánchez Santiago (Zamora 1957) Poeta y ensayista.