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Número 53

La casa asesinada / Federico Nogara

La casa asesinada

La casa asesinada / Federico Nogara

El timbre del teléfono sonaba repetido a su derecha, pero él no lo escuchaba, seguía sentado mirando caer la lluvia sobre el pavimento de la calle cercana y regodeándose con el olor triste a humedad mientras oía, lejana, una voz cálida que estaba ahí y le pertenecería de nuevo con sólo extender el brazo. Lo hizo. Recién al aferrar el auricular comprendió su error: aquella tarde había muerto hacía mucho y ya sólo era un hombre maduro solitario atrapado entre las cuatro paredes de una vivienda impersonal. Muerto el sueño debía acomodarse a la realidad habitual, la de quienes estaban al otro lado de la línea. ¿Para qué podían necesitarlo un domingo? El tono de las primeras palabras –el de los informativos y las condolencias-, que no invitaba precisamente al optimismo, lo llevó a su hija envuelto en un escalofrío. Toboganes, un pony junto a un lago en un parque, la primera salida, los consejos, el primer baile, el doloroso adiós, el no haber podido, el sentimiento de culpa por haber sido un mal padre. Una persona va urdiendo su fracaso durante muchos años y de repente lo asume en un segundo, para terminar después viviendo de las hilachas, recuerdos de pequeñas batallas ganadas, insuficientes como justificativo o acto de contrición.

Sin embargo se equivocaba, la llamada no estaba relacionada con su paternidad, era el trabajo integrándolo a las viejas rutinas olvidadas, a un tiempo sin días libres, la génesis de su desgracia. Desde la sorpresa atinó a decir que llegaría en media hora y cortó la comunicación. El tiempo había pasado demasiado deprisa amontonándose en una cantidad de años excesiva, superior a los cincuenta. A esa edad un hombre no sirve para nada si no es un ser excepcional, había escrito alguien. Se levantó del sillón aturdido. Al menos lo necesitaban, podía engañarse en la mentira de seguir siendo útil, necesario.

Se cambió de ropa, salió y subió al coche. A los pocos minutos deambulaba como un autómata por la ciudad, su ciudad, si podía llamar así a ese lugar de nacimiento casi irreconocible, convertido, por esa extraña cosa llamada progreso, en un conglomerado de viviendas anónimas. Las antiguas casas que fueran el decorado de sus juegos infantiles –jardines, fondos con árboles, huertos- habían sufrido el mismo destino de sus moradores: habían envejecido, se habían deteriorado y la mayor parte de ellas había sido sustituida por altos y esbeltos edificios sin categoría ni personalidad. Los cambios sucesivos van haciendo desaparecer las seguridades. Detuvo el coche junto a la acera, sacó el mapa de la guantera, lo extendió y trazó el recorrido con el dedo índice. Sus ojos pasaron, mientras resbalaban hacia fuera del mapa, por el sitio de la costa donde estaba la casa asesinada -como la bautizara el niño que le indicó el camino- y luego se detuvieron en el retrato de su hija sonriendo en la foto junto al volante para terminar en la calle, en los hombres con pinta de extranjeros merodeando en busca de un motivo para seguir adelante. Aclarado el camino y terminada la observación, volvió a ponerse en marcha. El atardecer tenía un sabor triste a cosa terminada, a decadencia. No lo alegraban el par de adolescentes que se empujaban riendo junto a la puerta de una tienda de ropa de segunda mano ni la chica con el ombligo al aire y un peinado de peladuras y mechones de diferentes colores que los acompañaba. Unos años atrás los hubiera mirado con simpatía y optimismo, en la seguridad de que superada la época de las tonterías, la edad del pavo, se convertirían en el germen de una nueva era de realizaciones; a esa altura de su vida, habiendo aprendido a desconfiar del futuro, no le importaban, eran seres extraños poblando un territorio cada vez más hostil, por el que andaba poco y cada vez le importaba menos. En el fondo le venía bien mantenerse apartado, no mezclarse, así soportaba mejor los tragos duros, como una visita a la morgue el domingo a la tarde. En épocas pretéritas, cuando era un verdadero policía, podía soportar mejor la visión de los cuerpos inertes, a menudo mutilados, dándose ánimo con el manido cuento del servicio prestado a la comunidad; en su situación actual eso carecía de sentido, observar la desgracia ajena imaginándose a sí mismo como solución tenía mucho de broma macabra, quien no puede arreglar sus propios problemas difícilmente consiga incidir en los de los demás. Y su soledad no se mitigaba en la constatación de que todos estamos condenados, tarde o temprano, al dolor y a la muerte.

Anduvo corredores grises, desolados, sin cuadros, sillas o revisteros -el final requiere austeridad-, hasta una sala enorme donde había gente reunida alrededor de una mesa metálica: un par de batas blancas, algunos trajes raros, como tristes, corbatas pasadas de moda, zapatos de goma, y esas miradas impersonales de quienes se obligan a la insensibilidad para poder continuar con sus trabajos. Se metió entre ellos, cerró los ojos, llenó sus pulmones de doloroso aire frío y cuando creyó estar preparado, miró. Justo en ese momento el doctor levantaba el paño blanco con un rápido movimiento de la muñeca. A la vista de los presentes quedó una desnuda estatua joven llena de moretones y cruzada de cicatrices. Lo sorprendió la sonrisa leve en el rostro, tanto que quedó sumergido en ella hasta ser rescatado por una voz carente de matices:

– Antes de matarla la golpearon, le hicieron cortes y la quemaron con cigarrillos. Para ella el final fue un alivio.

Enseguida de leerle parte de los pensamientos y hacerlos públicos, el médico bajó la cabeza y la sacudió apretando los labios, gesto que profundizó el silencio general. A él le dio vergüenza, porque había imaginado, antes de ver el cuerpo, que en realidad no lo necesitaban para nada, lo habían llevado hasta allí engañado para mostrarle el cadáver de su hija, y ahora que descubría su error sentía un gran alivio; se estaba convirtiendo en un ser anónimo despreciable al que ya no le importaban los demás y cuya única manera de seguir adelante era aferrándose a una muchacha a la que había abandonado siendo una niña después de haber cometido la barbaridad de traerla a un mundo horrible. Y en plena huída hacia ninguna parte ella se aparecía a recordárselo en los sitios más insólitos.

El ruido metálico de la puerta del nicho al cerrarse dio por concluido el corto encuentro con la muerte. Fue como un anuncio; las voces volvieron a oírse enseguida y a superponerse; rescató una entre todas y no le costó demasiado trabajo colocarle el rostro de su jefe. Entonces vinieron a su mente las últimas palabras que le dedicara antes del largo silencio: “Los niños no hablaron en todo este tiempo debido al choque emocional. Al fin lo hicieron. Corroboraron, palabra por palabra, la versión del muchacho. Usted persiguió con saña a un inocente hasta matarlo. Y todavía hay más. El educador del reformatorio opina que estaba en condiciones de normalizar su vida”.

Ahora esa misma voz se acercaba y parecía dispuesta a levantarle el veto.

– Hansen, vamos a necesitarlo para esta investigación. Andamos bastante cortos de efectivos. El discurso actual era menos contundente pero igualmente doloroso. Lamentó no haber devuelto la placa después del primer viaje a la lona; quedarse en un esfuerzo supremo de rehabilitación había sido una terquedad en la que acabó deteriorando sus relaciones y perdiéndolo todo. ¿Por qué no se había pegado un tiro? Ese dilema del pasado había perdido toda relevancia: era tarde para hacerlo, ya tenía más de cincuenta años y una mala reputación.

El edificio gris agujereado de ventanas era el principio de un fin que podía ser, en cierta manera, honorable, o el desastre total. En el camino, tratando de distraerse, había terminado recordando a sus ancestros. Nunca pensaba en aquella gente de las fotos amarillentas de su infancia, hombres de largos bigotes, generalmente de pie junto a mujeres de talante grave y sombreros raros, siempre sentadas. Inmigrantes dedicados a tareas menores, trabajadores en la ciudad o en el campo, carne de cañón que había parido, como colofón final, como último miembro, a un policía fracasado. Alguien le había dicho, en cierta ocasión, que Hansen quería decir el hijo de Hans. Lo sintió por ese habitante del frío norte que un día tuvo la ilusión de comenzar a construir un grupo humano; nunca pasaría a la historia, jamás tendría estatua, nadie lo recordaría, donde quiera que estuviese debería conformarse con la pobre ilusión de haber puesto el hombro para llegar a construir el mundo actual. El principio y el fin se tocaban después de haber recorrido un círculo. Pero más lo sintió por quienes habían tenido menos suerte, como por ejemplo aquel muchacho sin plan alguno, que de repente vio una ventana abierta en una casa y decidió meterse con su amigo a robar. Lo que parecía un simple episodio más de su vagabundear diario por la ciudad en busca de dinero, comida o diversión, pura rutina, acabó en tragedia: media hora después huía despavorido con las manos vacías, dejando atrás a su amigo muerto de un navajazo, a dos niños traumatizados por lo que habían presenciado y a su cuidadora desnucada tras rodar por las escaleras. La policía lo encontró, horas después, acurrucado en la playa, temblando de frío y miedo. Su versión, el único relato con que se contaba para reconstruir los hechos, era, por supuesto, exculpatoria: música, una chica con poca ropa, un intento de violación, una navaja como arma de defensa, pánico, carreras y al final la escalera. El pobre diablo había insistido en repetirla creyendo que encontraría a alguien tan estúpido como para creerle. Y tuvo suerte, el juez decidió dejarlo libre bajo vigilancia. Pero para su desgracia, no contaba con el hijo de Hans, quien, desconforme, decidió dedicar su vida a cerrar el círculo familiar haciendo justicia.

La cara pálida con los ojos hinchados de una mujer –copia envejecida de la joven de la morgue-, se asomó a la puerta apenas golpeó, como si hubiera estado detrás esperando. Seguramente la llamaron de comisaría para ponerla en antecedentes de la clase de tipo que iría a visitarla, pensó mientras balbuceaba un pésame tardío –recién la conocía y ya había pasado casi un mes desde el asesinato-, un par de disculpas y hacía el esfuerzo mental de armar las primeras frases, tarea difícil para quien ha perdido la práctica. Ella le ganó de mano musitando un “gracias por preocuparse, pero ya hemos sufrido bastante” que lo desarmó por completo haciéndole bajar el mentón casi hasta el pecho; entonces la situación le pareció conmovedora: un hombre con la cabeza gacha y una mujer destrozada por el dolor parados en medio de un pasillo lleno de puertas de un edificio colmena de un barrio suburbano de una ciudad de un mundo poblado por miles de millones de personas parecidas a ellos tratando de un hecho que había perdido importancia porque detener a un degenerado o a un paranoico no le devolvería a ella la hija ni a él su perdida confianza. No tenía sentido, pero sin embargo seguirían adelante, como sigue adelante la gente pensando que mañana se presentará la felicidad anhelada. Vivir es, simplemente, una cuestión de esperanza.

– Mire, quiero ser justo con usted. Me asignaron este caso porque no hay pruebas ni móvil y en la comisaría soy el único con tiempo para perder. La verdad es que deberían haberme jubilado, pero mi jefe piensa que la jubilación anticipada sería como un premio para un tipo como yo, por eso me tiene ahí, reservado por si aparece este tipo de cosas. Tengo que llevarle algo, si no me hará volver cada día. Es mejor terminar de una vez.

El resumen lo hizo sentirse bien, no apelaba a la lástima que despierta un hombre maduro golpeando puertas, estaba acercándose a la verdad, y esa nueva faceta de su personalidad –había sido siempre un mentiroso- lo impulsó a seguir sincerándose:

– No es sólo eso. Hace algún tiempo un joven murió por mi culpa y tengo una hija. Ella sigue viva. Unas frases rápidas, pronunciadas a través de unos labios apenas abiertos, que se apretaron al terminarlas como si hubieran dicho una indecencia.

El cuerpo de ella, flojo hasta entonces, sostenido apenas por el quicio de la puerta, pareció cobrar súbita energía y luego de enderezarse se echó hacia atrás invitando a entrar. Hansen conocía esa repentina vehemencia, tenía que ver con la incomodidad de dejar hurgar a un desconocido en las pertenencias de un ser amado desaparecido, era una manera de terminar rápido. La mano señaló una habitación a la derecha y luego siguió al cuerpo camino a la cocina entrevista a lo lejos.

Se sintió incómodo al abrir los cajones del escritorio de la joven asesinada. Todavía peor fue revolver en sus papeles y su ropa. Convencido de haber perdido toda aptitud para realizar ese tipo de trabajo, decidió darlo por finalizado. Sentado en la cama enjugó la frente sudorosa con un pañuelo de papel y se quedó quieto mirando el vacío. El muchacho no tenía miedo, eso lo sorprendió y le hizo temblar el pulso. Debía controlarse, estaba eliminando una alimaña, un mal ejemplo a quien nadie extrañaría. Su respiración se serenó, el arma dejó de moverse, era sólo cuestión de apretar el gatillo y acabar con la sonrisa irónica y con los labios moviéndose en el dibujo de palabras de seguro recriminatorias.

– La encontraron en un callejón lejos de aquí.

Lo sorprendió la inesperada frase y sobre todo la voz, no pertenecía a un joven de cuyo nombre no quería acordarse, venía de una madre desesperada y encontraba eco en una habitación vacía, triste, que había perdido al ser humano que le daba una razón de ser.

– Es extraño.

Apenas lanzar las dos palabras comprendió su desacierto, no hay nada raro en la aparición de un cadáver en cualquier sitio de una ciudad, es sólo una cuestión de transporte.

– Mi hija no andaba por ahí, si es eso lo que piensa.

Hansen estaba cansado de estudiar documentos, de interrogar gente, de haber perdido el tiempo deteniendo e interrogando a todos los pederastas de la región, a los camellos, a cualquiera que tuviera conexiones con el mundo de la prostitución y la pornografía sin sacar nada en limpio. Sus entradas en comisaría, acompañado de alguien que pronto se probaría inocente, generaban sacudidas de cabeza y bromas. Su impopularidad, poco necesitada de alicientes, crecía sin descanso. El día anterior su jefe había cortado por lo sano ordenándole dar carpetazo y dedicarse a algo útil, por eso estaba allí, jugando la carta desesperada de visitar a la madre de la víctima por si descubría un cabo suelto. Estaba cansado, pero por encima de todo estaba harto de pensar, llevaba mucho tiempo haciéndolo sin resultados concretos.

– Le pido disculpas, ya me voy.

Giraba hacia la salida cuando se topó con la sonrisa de su hija, la misma del coche, pero esta vez rodeada de cuatro jóvenes de su edad delante de un pastel de cumpleaños con las velas encendidas. Cuando reaccionó de la sorpresa apretaba el marco de madera con fuerza ante la atónita mirada de la mujer; su hija ya no estaba, había sido suplantada por la chica de la morgue. De nuevo sintió alivio y vergüenza. Tratando de salir del paso pidió permiso para llevársela. Los pequeños redondeles sin vida, hundidos en dos cuencos negros, apenas pestañearon: ¿para qué podía servirles, a esa altura, la imagen de una fiesta irrepetible? Hizo un movimiento con la cabeza en forma de agradecimiento y se encaminó hacia la puerta de salida. La mujer retiró el cuerpo de la pared que lo aguantaba y lo detuvo poniéndole la mano sobre el antebrazo. Enseguida, como la cosa más natural del mundo, reclinó la frente en su pecho. El llanto empezó a derramarse desde una fuente inextinguible de dolor. Por un largo rato, quietos, abrazados, ambos volvieron a sentirse humanos.

Los tres días siguientes fueron de descanso, necesitaba una tregua para definir los pasos a siguientes y en la comisaría podían pasar sin él. La mañana del cuarto, muy temprano, comenzó a preparar el borrador del informe final para presentarlo junto con la carta de renuncia. Hubiera querido traspasar la puerta por la que entrara y saliera durante tantos años con la frente alta, dejando claro que fracasado no es sinónimo de inútil; no sería posible, el tiempo de rectificar se había agotado y sus decisiones equivocadas acababan en derrota y exilio. Disimulando su abatimiento comenzó a vaciar los cajones ante la indiferencia general. Iba por el primero cuando recordó la foto del cumpleaños. Algún detalle le llamaba la atención y no conseguía determinarlo.

La sacó del bolsillo de la chaqueta y la puso delante suyo para observarla detenidamente. Una escena pura, inocente, alejada del mundo atormentado en que se había hundido abrazado a un joven ladronzuelo. ¿Por qué no le había permitido normalizar su vida, por qué lo había empujado a delinquir? ¿Se podía caer tan bajo? Las niñas no contestaban, pertenecían a una parte de la sociedad alejada de tanta miseria. Hansen dudó; aun aceptando este hecho le quedaban preguntas sin respuesta: ¿Por qué no se habían ofrecido a colaborar en la investigación? Siendo tan amigas de la chica asesinada debían tener alguna sospecha aunque fuera remota. ¿Y por qué no las habían interrogado? Cerró los ojos y apretó el gatillo; cuando volvió a abrirlos el joven con mala suerte que un día encontrara, para su desgracia, una ventana abierta y se arruinara la vida, estaba tirado en el suelo, mientras un niño señalaba una casa y una joven regresaba a la suya a recoger las llaves olvidadas y encontraba a su padre con otra mujer. En el preciso instante de volver a colocarse, por enésima vez, en el dormitorio de su casa pidiendo disculpas a su vociferante hija, comprendió claramente el problema de su vida: había actuado siempre como aquel borracho que buscaba las llaves no en el lugar donde las había perdido sino debajo de un farol porque había luz. Su drama no radicaba en la barbaridad que había cometido sino en las equivocadas valoraciones de la realidad que le llevaran a cometerla. Sus compañeros de trabajo no eran santos, aceptaban sobornos y propinas por hacer la vista gorda y si se les iba la mano buscaban taparlo como fuera; tenían claro que eso no era lo correcto, pero también sabían que su papel no consistía en corregir, actuar por encima de sus atribuciones o convertirse en sociólogos. Tenían una tarea dura, riesgosa, mal pagada y, por encima de todo, se sabían la parte más débil del engranaje. Si un inocente iba a parar a la cárcel o un culpable quedaba libre se encogían de hombros, no era su problema, habían cumplido su parte del trato y de complicarse las cosas se llevarían la peor parte. Él no había asumido esas simples reglas no escritas, prefería creerse todos los cuentos y jugar a redentor, en el fondo le servía para tapar sus errores personales. Pero esta vez estaba decidido, no buscaría debajo del farol.

El colegio hacía juego con el barrio, de bellas casas con jardín. El recuerdo del suyo, el lugar donde realizara el simulacro de estudiar, helado en invierno y un horno en verano, lo hizo dudar, las diferencias seguían siendo muchas y, como siempre, no estaban de su parte, de meter de nuevo la pata podía acabar muy mal, y aunque estuviera en lo cierto y pudiera probarlo no conseguiría torcer el rumbo de la historia, era mejor abandonar y retirarse a descansar en algún paraje lejano donde pudiera pasar desapercibido. El cerebro se lo pedía con insistencia, pero una fuerza irresistible lo arrastraba hacia la parte trasera del edificio, donde destacaban las copas de una cantidad considerable de árboles. Caminó hacia ella. Cuando llegó y vio el alambrado el corazón comenzó a latirle con fuerza. Buscó hasta encontrar, detrás de unos arbustos, el boquete que permitía pasar un cuerpo. Desde ese punto arrancaba un holladero –cicatriz dibujada en el pastizal por miles de pasos- hacia el bosque cercano, un lugar a salvo de las miradas indiscretas, ideal para lo prohibido.

En medio de la maleza encontró un claro. No necesitaba ser un genio para adivinar la razón por la que los estudiantes se reunían allí. Entre un montón de restos –bolsas de plástico, botellas, colillas- descubrió la piedra manchada de lo que supo enseguida –tenía vasta experiencia- era sangre. La levantó y la sopesó en la palma de la mano. Siempre se perseguía a los más débiles y desgraciados, por eso los demás habían llegado a considerarse impunes hasta el extremo de no preocuparse por ocultar las posibles pruebas.

Era viernes. Hansen se duchó, se afeitó, desayunó y al salir dejó la llave en el buzón. En una florería cercana compró dos ramos de flores y en un taxi se dirigió al cementerio. Se había propuesto depositarlos en las tumbas de los dos jóvenes inocentes que marcaran su errático paso por el mundo. Necesitaba hablarles, explicarles sus tardíos esfuerzos por entender. El interrogatorio a las dos chicas y sus posteriores derivaciones habían sido patéticos. Las dos habían confesado enseguida sin manifestar el menor arrepentimiento, no las alarmaba lo que habían hecho sino la posibilidad –que consideraban descabellada- de poder recibir un castigo por torturar a una compañera y luego machacarle la cabeza. Ellas habían actuado con la mejor de las intenciones, como un experimento, buscando conocer qué se siente en una situación extrema. Con la pistola aún humeante en la mano miró el cuerpo del muchacho, el hilo de sangre que comenzaba a formar un charco en la calle, al niño señalando la casa, a su hija gritando no entiendes nada y sintió que tenían razón, él era un intruso en un mundo prestado. Había intentado sin éxito razonar con los padres de las chicas buscando explicaciones que sirvieran como atenuantes antes de detenerlas y éstos habían llegado a la ridiculez de amenazarlo con abogados caros que arruinarían su carrera. En la comisaría no le fue mucho mejor. La pérdida de la relación con quienes fueran sus seres queridos, principalemente su hija, aunque a veces echara a faltar a sus parejas y a sus padres, muertos hacía bastante tiempo, le habían obligado a desarrollar otros hábitos atados a nuevas circunstancias. El hombre anterior había muerto en más de un sentido, apareciendo resucitado en un nuevo ser, más decidido y vehemente pero menos seguro de sí mismo, sin esa certeza que otorga el poder intercambiar, sopesar y compartir opiniones y juicios día a día, y decididamente más solitario. En su vida anterior sus superiores eran los dueños de verdades indiscutibles, sobre todo en lo referente a la lucha sin cuartel contra quienes contravenían las leyes, y además poseían una personalidad intachable, alejada de cualquier trato de favor o excepción. Ver a su jefe haciendo inclinaciones de cabeza y casi pidiendo disculpas a los padres de dos asesinas despiadadas culminaba un proceso de decepción que fuera creciendo a medida que comprobara, lenta y dolorosamente, la debilidad de aquellas verdades indiscutibles. Ya no le dolían las frases hirientes ni las miradas duras, no era mejor que todos ellos –padres, autoridades, su jefe, sus compañeros de trabajo- pero tampoco peor. Tiró la placa sobre la mesa y se fue sin hacer el mínimo comentario ni saludar, sintiéndose por primera vez en muchos años, una persona libre.

Caía la tarde cuando dejó el cementerio y dirigió sus pasos hacia la casa asesinada, el lugar donde el muchacho había comenzado su huída hacia la nada arrastrándolo con él, principio de muchas heridas y fin de muchos sueños. Llegó cuando sobre ella caían los postreros rayos de sol, insuficientes para insuflar vida al cuerpo agónico, chorreado de humedad y rodeado de hierbas y malezas crecidas a su antojo. A un costado de la puerta un cartel certificaba el derribo y anunciaba la construcción de apartamentos de lujo. Hansen escuchó el mar, rugiendo cerca de la espera de bañistas. Pronto llegarían cargando sus sillas de playa, sus sombrillas, su alegría a plazo fijo, y de la casa y su historia quedaría un recuerdo borroso durante unas temporadas, tiempo suficiente para que cada uno fabricara su propia desgracia atada al mismo lugar y a otros problemas. La suya seguía estando ahí, unida por sutiles lazos al día en que dos adolescentes casi niños entraran a robar. Toda su existencia había quedado marcada por ese hecho, incluso la resolución del asesinato de la joven.

Huyendo de esa pesadilla entró en la vivienda abandonada. Después de acostumbrarse a la penumbra del interior subió la escalera deteniéndose en el lugar donde encontraran el cuerpo inerte de la cuidadora. Después de unos segundos de meditación continuó hacia la habitación principio del drama. Todavía podían verse las manchas negruzcas en la alfombra deteriorada. Se sentó en el suelo con la espalda contra la pared. De la maleta sacó una botella, un vaso y su arma, la misma que acabara con una vida inocente. Las sombras, en su avance, parecían apagar los sonidos del exterior. Pronto el silencio y la oscuridad lo cubrirían todo.