Aquellos días / Javier Seguer
– Por fin se acabó.
– No, Juan, no te equivoques, hace tiempo que se acabó.
Atardece en la playa de Argelès-sur-mer mientras las sombras comienzan a estirarse sobre la arena. Al sur, casi al alcance de la mano, los Pirineos imponen su presencia de cimas nevadas como si fueran gendarmes que velan por la paz del pequeño pueblo. Juan recorre con la mirada el horizonte marino, es un día frío y despejado, sin pájaros ni barcos, parece que el tiempo se ha detenido en algún punto de esa lejanía en la que esta orilla no tiene importancia, donde esta realidad no existe más allá del eco incansable que cada ola esculpe desdibujando las huellas de la anterior, una lejanía cercana, tras un abismo de ceguera de ojos que no quieren ver…
– ¿Te acuerdas de Barcelona? Esos sí fueron buenos tiempos.
– Sólo hubo una insurrección militar, no se me ocurre un momento mejor…
– Cuando te conocí en el Bar Kunin… Perdí el tranvía después de trabajar como un imbécil más horas que un reloj por dos perras, y entré a emborracharme a ver si con un poco de suerte había alguien a quien dar en el hocico para quitarme de encima la mala leche que se me iba agarrando cada día más a los huevos. Estabas al fondo, había tanto humo que casi no te veía, parecía que nadie más podía hablar allí y pensé que ya había encontrado a quien partirle la cara con tanto discursito. Parecías un cuervo dando el sermón…
– Debatiendo.
– ¡Qué coño debatiendo! Nadie decía ni pío, hasta a mí me liaste con tus palabrejas. Al principio no me enteraba de nada, que si el estado opresor, que si la revolución de las clases oprimidas, que si la acción directa…, pensé que le partiríamos todos la jeta a alguien y me pareció más desahogo que partírtela yo. Confiaban en ti, en eso que decías. Nunca había visto algo igual, ni en la parroquia cuando chico y mi madre me arrastraba los domingos y fiestas de guardar. Me abriste los ojos, joder, empecé a entender y se notaba que algo iba a pasar, en las calles, en las fábricas… hasta los bebés mamando de las tetas secas de sus madres sindicalistas lo sabían. Nos enseñaste a ser libres, a leer y escribir, ¡a pensar, cago en dios! Lo peor para un burgués capitalista cabrón. Íbamos a hacer un mundo mejor, pero no nos iban a dejar, nos perseguían, pero los mandamases no podrían con nosotros. Por cada compañero asesinado o preso salían diez más, qué digo diez, cien, ¡mil! Lo de los militares era algo que todos esperábamos, si todo el jodido país sabía el día y la hora, coño. Pensaban que saldríamos corriendo como gallinas descabezadas y les teníamos una buena zurra preparada. ¿Te acuerdas de los barcos y las fábricas sonando cuando los fascistas salieron de las cochineras? Qué poco esperaban que nos defendiéramos. Apenas teníamos armas, pero nos sobraban cojones.
– Eso no suele ser demasiado útil.
– Lo que tú quieras, pero les paramos los pies a esos hijos de mala madre –la oscuridad se va entrometiendo en la conversación, el cielo se tiñe de los colores que usurpa al día, dejando la propina de los grises a los que aguardan la madrugada para confesar un último secreto. El frío empezaba a dejarse sentir por dentro de la piel y Juan, agarrándose las piernas para obillarse con la esperanza de conseguir algo de calor, regresaba de su silencio–. Menuda carnicería, sólo de pensar en la Plaza Cataluña me coge un no se qué…, murieron muchos, críos que apenas tenían pelo en el pecho con los sesos desparramados agarrando los adoquines con sus manos, muertos y todo. ¿Y eso lo hacían en nombre de dios? No podíamos hacer otra cosa que luchar. Yo no tuve una pistola hasta que tumbaron cinco delante mío que la llevaban, y sólo tenía dos balas, ya me dirás, ¡contra un ejército! La Historia, esa que tú siempre dices que va con mayúscula, echó a galopar y hubo que subirse a su lomo, algo así ponía una pintada de la calle Tallers y se me quedó a fuego, parece tuya la frase, ¿eh? ¿Y de la artillería en Pau Claris con Gran Vía, te acuerdas? Cómo no te vas a acordar, allí te vi cuando os lanzasteis a toda leche contra las jodidas ametralladoras que protegían los cañones. Saltasteis en el último momento tirando las bombas de mano, qué huevos, amigo. No sabía si los chupatintas de café os mojaríais, pero cuando os vi en primera fila estaba claro, aplastaríamos a esos malnacidos. ¿De dónde venías tú?
– De Pueblo Nuevo, quedamos en agruparnos en el campo del Júpiter, por allí vivían muchos líderes del sindicato.
– Yo vivía en Pueblo Seco. Tiré para la Brecha de San Pablo, pero como iba con las manos peladas me mandaron para arriba. En todas partes caían esos fascistas, nada se puede contra el pueblo en armas. Nada más acabar con el último puerco, mandé a María al pueblo con los chicos, me subí al primer camión que salía y ¡hala!, a liberar Aragón con lo puesto, a apoyar a nuestros hermanos. Ni en la comida pensamos, tuvimos que buscarnos la vida por los pueblos porque los camiones de abastos todavía no se habían organizado, ja, ja, menuda locura. Morir sólo parecía un paso más hacia nuestro sueño. Ésta sí es tuya, pero de tanto decirla ya es un poco mía también. Caspe, El Frago, Bujaraloz… no nos andábamos por las ramas, donde llegaba la columna, llegaba la revolución. Dimos tierras a quien las trabajaba y si faltaban manos ahí estábamos los milicianos, con el espinazo retorcido, total, no había pistolas para todos. Y dicen de la guerra, hostias si era duro aquello del campo, camarada. Menudos éramos, con Buenaventura a la cabeza, no se escurría nunca el bulto, se estaba para la guerra y para la paz. Si no nos hubieran hecho parar a 20 kilómetros de Zaragoza… eso nos costó caro.
– No acabar con la Generalitat fue lo que nos salió caro. –La memoria reclama su silencio, tanto uno como otro están avergonzados de no haber sido suficiente, de tener que seguir con los lamentos del pasado. Siempre hay algo que podría haberse hecho de otra manera, o que no se hizo. Siempre del lado de la derrota, de las miradas bajas, de los hombros caídos porque todo lo que se hace nunca basta. Ofrece un cigarrillo a Juan, cuyos temblores empiezan a dejarse ver, pero al menos a la luz del fósforo podrá recordar lo que ha quedado atrás, al otro lado de esas montañas que queremos pensar que siguen ahí durante la oscuridad.
– Solos no podíamos defender todo el país, teníamos que acabar con los fachas o esas cucarachas se meterían por todas partes.
– Al cuerno con el mundo, la anarquía no puede encamarse con el Estado, es contranatura, su fin. Tras ese pacto empezó la agonía de la revolución. La guerra no era nuestro objetivo, únicamente la circunstancia necesaria para nuestros fines. Pero si los republicanos encarcelaron a más sindicalistas que Primo de Rivera, ¿qué nos podía interesar de esos burgueses? El problema es que todos son unos burócratas, peor aún, unos aprendices de burócratas.
– No me jodas, apenas teníamos armas ni comida, teníamos que encargarnos de todo, ¿qué querías hacer? Había que parar a los nacionales. No hubiéramos durado ni un mes. ¡Ni un mes!
– Pero hubiera sido un mes de victoria. Companys suplicando, Madrid más lejos que nunca… no tendremos otra oportunidad así. La sociedad, nuestra sociedad, estaba preparada, sabíamos qué hacer. Teníamos el control de las calles, pero les dio vértigo y en ese mismo momento se inició la cuenta atrás. También Buenaventura calló en el Pleno Regional, sólo Xena mantuvo seguir adelante hasta el final y no la pantomima del Comité Central de Milicias Antifascistas. Las decisiones se tomaban entre cuatro, y decidieron que la CNT dejara de ser anarquista para ser antifascista, se acabó el funcionamiento horizontal y federativo de la lucha, pero claro, los de a pie no sabíais nada.
– Teníamos las milicias, los comités locales, las fábricas, la Telefónica… se colectivizó para un futuro justo, todo eso lo vi con mis propios ojos –mirada que poco a poco se va acristalando al calor de las décimas, en una lucha biológica por devolver el cuerpo a su estado normal, como si ese estado no fuera el más anormal de todos.
– Nuestra labor fue tan grande que no podían eliminarla de un plumazo, además, tenían que conseguir buenos sillones a cambio. Entraron en el gobierno de la Generalitat y a nuestro querido García Oliver le faltó tiempo para decretar la militarización de las milicias, eliminar los comités locales, nacionalizar las industrias colectivizadas… Si hasta a Durruti no le quedó más remedio que protestar, entendió tarde lo que significó su silencio en el Pleno Regional, pero su dignidad no le permitió pasar por esa humillación callado de nuevo. ¿Recuerdas su discurso por la radio? Ese mismo día se anunció en prensa la entrada de cuatro anarquistas en el gobierno de Madrid, ya no bastaba con Cataluña, ¿se te ocurre algo más disparatado? Federica Montseny, Juan López, Joan Peiró y el insaciable García Oliver, al que Buenaventura recordó que venían juntos de Nosotros. Cito de memoria sus palabras, perdona si no son exactas: “El enemigo es también aquel que se opone a las conquistas revolucionarias y que se encuentra entre nosotros…”, o “la política es el arte de zancadilla”, entre otras muchas. Seguro que tú también lo escuchaste. Curiosamente lo sacaron del frente de Aragón, donde estaba con su gente, para llevarlo a Madrid, bajo manejo de los comunistas. A los quince días del discurso ya estaba muerto. No quiero decir que hayan sido los republicanos, puede que fuera una bala perdida, o quizás un fascista campeón de tiro, o a lo mejor fue él mismo quien se reventó con su fusil, o incluso una vieja beata que escupió un hueso de aceituna. Si es que además nos toman por idiotas. ¿Y quién tuvo el valor de hablar en su entierro?
– Si no te conociera diría que eres un perro quintacolumnista. ¿Es que no luchábamos todos en el frente? ¿Acaso no nos salvávamos el culo unos a otros?
– Sigues sin entender nada. La guerra la perdíamos en el frente y la revolución en la retaguardia. ¿No viste qué pasó cuando empezaron a salir voces disidentes?
– Había que mantenerse unidos por encima de todo, joder, que los fachas nos ganaban terreno. A ti te pilló lo de mayo en Barcelona, ¿no? ¿Qué pasó? Joder qué frío, estoy tiritando… ¿No tendrás una manta? Qué vas a tener, si vienes con lo puesto. Me arde la frente… pero dime, ¿qué pasó? Nunca supe qué creer.
– Cuando la Guardia de Asalto nos intentó tomar la Telefónica por la fuerza yo estaba en el Sindicato de la Madera, y allí mismo nos atrincheramos contra los del Casal Carlos Marx, del PSUC. Había comunistas por todas partes, cuando en el 36 no había ninguno, así que tuvimos que volver a tomar las calles, una agresión así era inaceptable. Aún estaba viva la revolución y parecía no estar todo perdido. Companys estaba aterrado de nuevo, pero esta vez no se vistió de cordero. Pidió a la aviación republicana que nos bombardeara, ¡en plena ciudad de Barcelona!, no le importaban los civiles ni su propia gente, sólo quería acabar con nosotros. No aceptaron su petición, aunque sí mandaron al ejército desde Valencia, y lo único que consiguió fue que el control de Cataluña pasara a manos del Gobierno español y lo perdiera la Generalitat. Renunció al control del territorio para aplastarnos. Ésa era su obsesión desde el comienzo de la revolución, pero no tenía poder suficiente para eliminarnos, quien acabó con el nuevo brote fueron, una vez más, nuestros propios dirigentes del sindicato. Comenzaron a distribuir bandos impresos y a emitir comunicados por radio para la rendición de las barricadas anarquistas. Los afiliados les volvieron a creer, pobre gente. Fue el canto del cisne, tras las jornadas de mayo desapareció el último rastro de dignidad y comenzó la persecución de los verdaderos anarquistas.
– ¿Qué hiciste?
– Ya no hice nada, la guerra había terminado para mí. Me salí de la línea y ya sabes qué pasa entonces.
–Pues a mí me quedaban unos cuantos tiros por pegar todavía. Pasamos a ser la 26 División del Ejército Popular Republicano, y cada vez íbamos a peor, la cosa estaba muy jodida. Madrid aguantaba, pero perdíamos terreno en todas partes, ya nadie creía que ganaríamos esta asquerosa guerra. Nos mandaron al Ebro y aquélla fue la peor matanza de todas, nos mandaron a morir. Conseguí salvar el pellejo por poco, y cuando empezó la retirada fui a casa, a buscar a María y los niños que estaban en El Vendrell. Al llegar no había nadie, todo estaba quemado o saqueado. El Mochuelo me dijo que creía que habían ido a Francia hacía unos días, así que tiré para arriba como pude, a ver si llegaba a Cerbère antes que los fachas, y buscarles allí.
La madrugada gélida invade ya sin resistencia todos los rincones de Juan, lo que era castañeteo empieza a ser un temblor incontrolable, pero la fiebre mantiene su mente más allá de todo lo que ha perdido, de lo que han perdido todos, siguiendo el rastro de los últimos días de la guerra. Algunas luces centellean aquí y allá sobre la playa apenas por unos instantes, quizás un cigarrillo, quizás el intento vano por quemar el rastrojo de lo que fue un zapato. La arena se esconde bajo una capa de hielo que iguala con su manto todo lo que hay en la playa. Ya no hay manera de encontrar calor ni en la nostalgia.
– Ni arrastrarnos en paz nos dejaron… Los hijos de su putísima madre de la Legión Cóndor nos bombardeaban a cada rato sabiendo que eran niños, mujeres y viejos los que llenaban los caminos. Más mal que bien, llegué a donde los gabachos como un civil más y pude cruzar la frontera. He preguntado por todas partes por los chicos y mi María, pero ni rastro… ¿Sabes lo que es mirar la cara de todos los muertos de la carretera por si eran ellos? Seguramente es mejor que estuvieran muertos, o estarlo yo…
– Lo siento, Juan. Ya no hay lucha, ni esperanza, y esto no es nada con lo que está por venir. Nunca volverán aquellos días. No hay resistencia posible. Vente conmigo, ya no tenemos camino…
– No puedo más –las lágrimas se mezclan con el sudor frío que baña todo su cuerpo, y baja los brazos, derrotado finalmente. Su vida, como tantas muertes, al final no ha bastado. Las convulsiones van remitiendo entre los espasmos del llanto, hasta que cesan del todo y, ya ligero, entra en el último silencio.
Sobre la playa de Argelès-sur-mer amanece un nuevo día, el frío oscuro empieza a deshacerse y el trasiego de las personas va tomando el protagonismo. Todos van de un lado a otro del campo de refugiados como si hubiera algo que hacer en medio de ese silencio resignado. Un viejo tropieza con Juan y se disculpa según las buenas maneras, se aleja unos pasos, mirándole dubitativo, hasta que tiene la certeza y vuelve para robarle su alianza y el reloj, puede que hoy coma caliente. Después alerta a los guardias senegaleses que custodian el campo. Dos de ellos llegan con una carretilla en la que lanzan sin miramientos el cadáver, llevándolo, sobre el leve contoneo de la arena, a la fosa del otro lado de la alambrada, donde montones de refugiados ya no tendrán que huir de nada. Sigue llegando gente al campo, rebosando el hueco que otros van dejando entre el rumor del oleaje.
– Deben ser ya los últimos –comenta el jefe del campo a un subordinado–, Franco está a punto de llegar a la frontera y ya no entrarán más pordioseros. –Pero eso a Juan ya no le importa. Por fin se acabó.
Escultura: Miguel Sánchez