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Número 53

Gemas / Alicia Silva Rey

Dos lecturas foráneas del Quijote

Gemas / Alicia Silva Rey

La araucaria no daría sus frutos felices este año. Enero

había iniciado bodas con el verano y crudamente

comenzaba

a deshacerse de lo austero y discreto y ocre de la estación

pasada. Los ropajes

deshechos se acumulaban

dentro de la caja de gemas que una

mano había posado

sobre los cajoncitos del espejo del dormitorio.

Madera clara bajo cristal; reflejos del jardín interior

sobre la superficie limpia y dual: cuarzo verde, aguamarina, coral,

cristal de roca, heliotropo, lapislázuli, ónix,

malaquita, perla, turmalinas, piel de leopardo, selenita,

turquesa, ágata, calcedonia, cuarzo azul, esmeralda, ojo de gato,

kunsita, jaspe, azabache, olivina, dolomita, obsidiana, larimar,

de la cruz, hematite, piedra shaman, alice.

Cada piedra elaborada y dura –en sus distintos

grados de rusticidad, de frialdad-,

constituía en sí misma un don. De ese don susurrado

de uno a otro y de éste a aquél, apenas advertible en las horas

arrimadas –como piedritas o gemas-a ese

enero preliminar a cualquier otro enero por venir,

provendrían los sueños que las habitaciones de estío

cobijarían tras sus persianas: piedra del equilibrio;

piedra de mantener quieta la espalda en el escalón más elevado

de la quietud; piedra de aquietamiento del corazón –las palabras guardan un

orden, ningún defecto-; piedra de la constante perseverancia

–aquietamiento de los

dedos

de los pies-;

piedra que aplaca la inquietud de los nervios espinales – posición abisal,

sin

falta-;

piedra de no dejar caer el cucharón sacrificial ni el cáliz;

piedra del trueno controlado, del pesar controlado, del temor y temblor

controlado;

piedra de lo no mancillado –gran ventura, el caldero lleva argollas de jade-;

piedra de las cien

mil

maneras de no envilecer los tesoros, de aprender a distribuir los tesoros;

piedras

de no sentir el cuerpo, de no dejar ir el cuerpo sin haber contemplado la imagen

de

un patio;

piedra de aquietamiento de las pantorrillas –porque no se

puede intentar dar aliento a nadie de corazón descontento-;

piedra del alimento –la grasa del faisán no se come-;

piedra de hacerse como una pantera, un tigre;

piedra

de la revuelta, de la noble cronología, de la clarificación de las aguas de la

época;

piedra de limpiar el pozo pero de no acercarse a beber en él;

piedra de la fuente

clara que vive en ese pozo y de la que es preciso beber.

La veladura en los ojos, los colores

que las gemas suscitarían

en el interior de la cajita laqueada,

apartadas de la bondad de la luz.

Bajo el velo de la tapa de la cajita,

el padre proyectaría su visión de las gemas,

reconocería sus dones,

anticiparía los veranos por venir.

Puesto de pie a causa del enero triunfante,

vacilaría un momento ante la blancura de la ventana impregnada,

caminaría por el pasillo transido

de esa puesta de luz.

Pronto tendré su edad

y él

no volverá para reconocerme

porque

no estaré reflejándome como hija en sus ojos.

¿Vas a tenderme

en algún instante de la larguísima despedida,

la palma de tus

manos, papá?



4

Portal de ramas y hojas de bambú secasque había levantado, no sola, en la costa del río.

Pónganla ahí debajo, con su túnica de trama de red

contra el cielo púrpura

como si el texto de la túnica

de su cuerpo y

del nombre del padre,

fuera sólo uno e indivisible.

Lo uno del amor

que recogerá dividido

y dará dividido.

Pero antes hubo eso en su vida:

un padre.



5

Y cuando de mí no queden sino

hilachas

de ser des-advenido,

todavía tu palabra,

que supiste hundir en el silencio

como si hubieras conmigo hablado,

palabra

insistentemente

no dicha

anhelada

en vida

por mí,

vendrá

y

vendrá

una y otra vez

impronunciada

en lo incierto

de una materia

oscura

declinada

como el sereno

desnudo

de Modigliani

o la cabeza de mujer

atribuida

a un discípulo de Giotto

vistas

como detalle

de un fresco

en el Museo de Bellas Artes

de Budapest,

que me recuerda

a la monja portuguesa

y asocio a la mirada

del ángel

en la Melancolía de Durero.

Alicia Silva Rey, enero de 2012.

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Alicia Silva Rey nació en Quilmes, provincia de Buenos Aires, en 1950.
Es docente de enseñanza primaria (maestra y bibliotecaria escolar).
Escribió: La mujercita del espejo (1985); Fragmento de correspondencias (1996-2003); Partes del campo (1998); (circa) (2004-2007); Orillos (2006).
Publicó La solitudine (Bs. As., CILC, 2009). Colaboró con Gustavo Fontán en el guión de su película La madre (2010). Escribe en del Sur, agenda cultural de Quilmes, que dirige Sonia Otamendi.