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Número 72

La cultura en la encrucijada / Federico Nogara

Revista Malabia número 72

La cultura en la encrucijada / Federico Nogara

Sin magia no hay arte. Sin arte, no hay idealismo.
Sin idealismo, no hay integridad. Sin integridad,
no hay nada más que producción industrial.

Raymond Chandler

Desde hace un tiempo estoy prestando atención a las entrevistas a escritoras y escritores actuales de España. Sus formas de enfrentar la escritura, según afirman, son diversas, aunque hay una coincidencia casi general: lo social no es un tema sobre el que escriben. Incluso hay quien va más allá en sus consideraciones. Una escritora comenta que Borges es aburrido y un escritor hace un razonamiento curioso: la gente tiene derecho a ser infeliz. No me equivoco al escribirlo, sean infelices y disfruten. Hasta hubo uno que consideró antiguos a quienes no les agrada la música comercial actual por una simple razón: antes también se escuchaban muchas porquerías.

¿Se trata de recién llegados? En absoluto, la mayoría tiene título universitario y gran parte ejerce la enseñanza de la literatura.

Durante 2021 tuvo lugar en la Moncloa el acto Pueblo con futuro, organizado por el Ministerio de Transición Ecológica. La escritora manchega Ana Iris Simón hizo uso de la palabra durante cuatro minutos, tiempo escaso aunque suficiente para generar una auténtica polvareda. ¿A qué se refirió para espantar a tantos? A sus padres, que hace tres décadas tenían una vida más estable de lo que hoy la tienen los de su mismo estrato social, a la recesión de 2008, dejando claro que España ya era desde antes de esa fecha un país de la periferia europea, desindustrializado, que pasada la década del crédito fácil había quedado reducido a los servicios y el turismo. «La aldea global arruinó a la aldea real», sentenció, para finalizar diciendo que mientras los inmigrantes pagan nuestras pensiones, no les estamos permitiendo que paguen las de sus abuelos en sus países de origen.

Las críticas negativas a esos intensos cuatro minutos no se hicieron esperar. Vinieron de la derecha, lógicamente, porque ahora vivimos mejor que nunca, mire usted, pero también de una izquierda liberal a la que se adscriben hoy muchos jóvenes (y no tan jóvenes). Acusaron a Ana Iris de ser una nostálgica de tiempos pasados, de creer todavía en la familia tradicional y en la vida en pequeños pueblos y de mostrar su vena facha al no querer que entren inmigrantes en el país. Razonamientos un tanto rebuscados, que poco tienen que ver con el planteamiento de la escritora, pero que manifiestan una manera de encarar la crítica que tiene en nuestros días una enorme cantidad de seguidores en todo Occidente.

Por las mismas fechas, en Uruguay, que hoy es considerado por los grandes poderes económicos que lo desvalijan como un paraíso terrenal, un artículo del escritor y periodista Carlos María Domínguez también causó indignación entre cierta progresía nacional. En el mismo escribía, entre otras cosas:

«Solo por dar unos pocos ejemplos: la educación más potente de la ciudadanía está en manos de los medios de comunicación y la publicidad; el modestísimo cine nacional debe mendigar espacios ridículos a las pantallas de los cines locales, incorporadas al circuito de las compañías estadounidenses; los libros dejaron de ser garantía de formación desde que las grandes editoriales sustituyeron a los editores por gerentes y a los libros por envases; los músicos se han quedado sin discos, sin espacio en las radios y sin escenarios, y el teatro independiente agoniza en el desamparo al que lo condenó este gobierno luego de reducir a la mitad, en plena pandemia, su magro subsidio. Todo esto es apenas una parte de la discusión que Uruguay se adeuda desde hace demasiados años, ajena por completo a la mayoría de los políticos en actividad. Dijo una vez Atahualpa del Cioppo que la ventaja del cuerpo sobre el espíritu es que el espíritu ignora sus necesidades: el cuerpo avisa si tiene hambre, pero si nunca escuchó a Bach, el alma no da aviso de que se está perdiendo a Bach. ¿Se lo dará Netflix o el libro que enseña cómo peinar a un gato? El papel del Estado en la cultura pide ser revisado en profundidad, no en el funcionamiento, sino en sus propósitos frente al masivo empobrecimiento cultural de la población».

Tan lógicas palabras deberían haber conducido a la reflexión y la autocrítica, sin embargo a algunos los han llevado a la ira, y lo peor es que se trata de gente de buen nivel (profesionales de las letras). Un sesudo periodista acusó a Domínguez de plegarse a esa nostalgia culturosa que sostiene que antes el Uruguay era un país culto (el asunto de la nostalgia y de lo moderno no tiene fronteras), con discusiones elevadas, y ahora no lo es, para concluir que ese pensamiento es la causa de su análisis sesgado. Según el periodista crítico, las tertulias del bar Sorocabana (un mítico lugar de encuentros donde compareció toda la generación literaria del 45), en las que alternaban políticos y escritores, deberían envidiar a las discusiones en redes sociales, donde participa todo el mundo. Porque, sigue, Domínguez es elitista y clasista al decir que antes había otra formación y hoy todo es decadente y superficial. Esa formación mejor, continúa, que permitió la creación del teatro independiente, para poner un ejemplo, era homofóbica, porque se hacían chistes de homosexuales y porque esos homosexuales no podían participar en algunos teatros ni en algún gremio teatral o estudiantil o partido de izquierda. Y aquellos movimientos culturales eran eurocéntricos, afrancesados, racistas. Enseguida remata con un gol fantástico: No intento sustituir una jerarquía por otra, sólo relativizo, porque si alguien quiere decir que es imposible sustituir a Mozart por una cuerda de tambores que lo diga, si lo hace feliz. Al final el golpe bajo: aquellos discutidores cultos que sabían de política no vieron venir la dictadura.

En este mismo número de Malabia, el historiador británico Hobsbawm afirma que la decadencia de Occidente llega y se desarrolla desde el fin de la Primera Guerra Mundial, cuando la sociedad comienza a alejarse de los valores de la Ilustración para entrar en la barbarie que todos aceptamos: torturas, armas químicas, guerras en las que se asesina a civiles, colonialismo, explotación.

A principios de los setenta, ya derrotados los movimientos de liberación, sobre todo latinoamericanos y africanos, con Occidente en plena confusión ideológica y con una clara norteamericanización de la vida y la cultura, aparecen dos personajes fundamentales desde el centro del imperio para justificar lo que está pasando y trazar caminos. Son Margaret Thatcher y Ronald Reagan. Sus famosas frases: «Hagan a los ricos más ricos», «No somos una sociedad, sino un conjunto de individualidades», «Ser pobre es una elección», allanan el camino a la filosofía posmoderna que se implanta. La posmodernidad es un movimiento cultural occidental que surgió en aquella época y se caracteriza por la crítica al racionalismo, la atención a lo formal, el eclecticismo y la búsqueda de nuevas formas de expresión, junto con una carencia de ideología y compromiso social. Su crítica del racionalismo se resume en la no aceptación de los metarrelatos que vienen de la Ilustración y son opuestos pero de la misma familia: Capitalismo, Comunismo, Socialismo, incluso el anterior Cristianismo. Para el posmodernismo todos ellos han fracasado, por eso en lugar de la utopía se impone la distopía en todas las manifestaciones culturales.

Es importante señalar un factor fundamental que no deberíamos dejar de lado y que sin embargo se soslaya: vivimos en la sociedad del dinero, tanto tienes, tanto vales. ¿Agrego un pensamiento sesgado si menciono las clases sociales? ¿Qué sucede si observo la realidad desde esta óptica? Que la democracia, ejemplo del buen hacer y medida para juzgar a otros pueblos, se distorsiona. Tener una Justicia, unas leyes y una ciudadanía que nos hace iguales es una herramienta útil y una excelente idea, pero que deja de funcionar correctamente cuando la democracia se asienta en, o está dominada por, el sistema económico (ya no somos todos iguales). Y todavía funciona menos cuando las clases sociales que genera la economía están totalmente separadas unas de otras (los ricos son cada vez más ricos y la pobreza, incluso la miseria, creciendo de forma exponencial). Hoy tenemos el ejemplo de grandes estafadores que por ser ricos y famosos escapan de la justicia sin problema, mientras quienes tienen tan pocos recursos que no pueden pagar un mínimo alquiler son desalojados de sus casas a patadas, y leyes que no pueden aprobar los gobiernos porque enfrente tienen la oposición de las multinacionales y sus funcionarios. Esta situación era propia del capitalismo, pero ahora se ha agravado en este poscapitalismo que es el neoliberalismo, campo fértil para la ambición y la codicia.

De vuelta en España descubro en uno de los pocos periódicos que publican crítica literaria, tan pasada de moda en nuestros días, un artículo de un destacado profesor de Literatura. En primer lugar, nos llama la atención sobre la cantidad de «autoficción barata» que se publica actualmente, para enfrascarse de inmediato en una solución, la imaginación literaria. Empieza definiéndola como la capacidad de crear mundos completos de nuevo cuño, tengan o no un pie en puntos reales de partida, para dejar claro que la imaginación literaria crece en todo su esplendor cuanto más se aleja de los referentes, porque el autor debe esforzarse en crear y crearse un mundo para sí mismo. Al ser poco imaginativa, la fuente de los escritores demasiado apegados a la realidad se seca pronto, nos dice a continuación.

Leyendo con atención el artículo, la realidad de la que nos habla el profesor es la individual, la interior del escritor, y cuando ésta se agota, debe aparecer la imaginación para crear un mundo artificial.

Esta manera de encarar la escritura (no uso el término Literatura porque sería abusivo) es bien curiosa pero no nueva. Algunos movimientos literarios intentaron (y aún intentan como se puede ver) hacer, con la escritura, experiencias de lenguaje, estudiar los poderes de las palabras y escribir por escribir, mientras otros suprimían vocales de los textos porque era in y hasta existieron talleres literarios (creo que aún existen) que aconsejaban no leer a nadie, concentrarse en uno mismo y escribir desde ahí.

¿Dónde queda el mundo real, el colectivo, nuestra vida con los otros? En una película que he visto en estos días, un escritor que se había ido a vivir al campo con su mujer, tres hijos y el perro, terminaba en el sicólogo porque ya no tenía tema para sus novelas, el campo no lo motivaba. ¡Qué curioso! La mayoría de las grandes obras literarias han sido escritas en la cárcel, en aislamiento total o en el exilio. Bukowski decía: «Quien no puede escribir en un bar que se dedique a otra cosa». ¿No se viene diciendo desde hace décadas que el deseo de todo escritor es irse a vivir a una isla para encontrarse en la soledad con las musas? Pero claro, en los tiempos modernos, en los que todo es muy rápido y personal, las cosas son diferentes, en el aislamiento los temas escasean, por eso quien tiene imaginación debe buscar mundos artificiales, o convertir el mundo en algo artificial, que es lo que se está haciendo. Jean Paul Sartre, que tuvo la enorme valentía de rechazar el Premio Nobel de Literatura, nos dice en el artículo publicado en este número de Malabia: «Me parece imposible escribir si quien lo hace no rinde cuenta de su mundo interior y de la manera en que el mundo exterior se le aparece». ¿Cómo se le aparecería hoy el mundo exterior a un escritor español? 50% de paro juvenil y la mayoría de los que trabajan ganando menos de mil euros mensuales; la economía de Madrid y Barcelona dominada en un 80% por el sector terciario ligado al turismo, lo que obliga a los estudiantes a marchar al exterior para realizarse o trabajar de camareros o taxistas; prostitución, drogas y alcohol desmadrados en su consumo, consecuencia lógica de un país que depende de los viajeros que vienen del exterior a «pasárselo bien»; un poco más del 3% del producto interior bruto dedicado a la enseñanza, cifra tercermundista; 85% del país desértico y sin miras de ser poblado; empleo en su mayoría precario y a tiempo parcial; explotación total de la inmigración para luego criminalizarla haciéndola culpable de los males del país; cada vez más gente viviendo en las calles, pidiendo limosna, y también crecimiento de barrios marginales y de la inseguridad; el consumo de ansiolíticos y antidepresivos disparado hasta cifras alarmantes al igual que los suicidios.

¡Ah, me olvidaba! La gente tiene derecho a ser infeliz, a pasarla mal, por eso los escritores no dan la cara por resolver esos problemas como hicieron siempre, se conforman con criticar la idea que tiene el sistema económico sobre la «felicidad», hacen héroes a los marginados y explotados y luego pasan a cobrar sus jugosos derechos de autor.

El panorama se completa con la geopolítica. En una conferencia en enero de este año en Barcelona, señalaba el periodista Rafael Poch los tres desafíos que tiene la humanidad por delante: el calentamiento global, la desigual distribución de la riqueza y la posibilidad de la guerra, alentada principalmente por Occidente.

Podría seguir, pero es tan deprimente que lo dejo aquí. Como se puede ver, los temas de la vida real son enormes, y como decía Orwell, a quien siempre se cita mucho, quien no hace nada por resolverlos deja de ser víctima para convertirse en cómplice.

¿Qué nos han traído el dinero y la posmodernidad? La cultura de masas, que consiste en un conjunto de objetos, bienes y servicios culturales producidos en masa por las industrias culturales. Esa producción en masa hace aceptar, en términos generales, un modelo que tiende al consumismo, la tecnología y la rápida satisfacción y que se difunde a través de los medios masivos de comunicación que son enormes corporaciones mediáticas que dominan desde la televisión hasta las editoriales, las revistas, las grandes radios e internet. Las clases dominantes tienen entonces el poder de introducir en la sociedad productos e ideologías. El resultado es una cultura comercial, una sociedad de consumo y una enorme institución publicitaria.

El mundo de la tecnología y del dinero nos ponen en una situación curiosa. Quienes hacen uso de internet son profundamente individualistas y se creen que son totalmente libres, mientras las corporaciones que dominan esta tecnología son colectivas, crean productos culturales consumidos en masa que generan ingentes ganancias y sus dirigencias son piramidales.

En este contexto, comparar las tertulias de ciudadanos cultos (aunque sean burgueses) con las de internet, es casi un despropósito Pero tratándose de Uruguay no resulta curioso, porque el progresista Frente Amplio perdió la enorme mayoría de aceptación que tenía en la sociedad por varios temas, pero el principal fue el cultural. La repetición de las clásicas burocracias generadas por los gobiernos progresistas y bonapartistas llevó a colocar en la dirección de las instituciones educativas y culturales claves a militantes y simpatizantes del partido, dejando de lado a los expertos en la materia. Esto fue muy denunciado, incluso desde sectores afines al Frente. La razón de esta forma de actuar es política, lleva decenas de años practicándose y todavía colea: el temor a los «intelectuales burgueses», porque para el progresismo, la cultura debe ser popular, para todos. Cortázar, comentando este asunto decía: «No hay que bajar el nivel de las obras para que las clases populares las entiendan; hay que subir el nivel de las clases populares para que puedan entender lo que la cultura genera». El progresismo eligió lo contrario. La murga – una forma cultural que lleva casi cien años en el país y, hay que reconocerlo, jugó un papel importante en la denuncia de la dictadura- y el tambor en todas sus vertientes, fueron la elección para escapar de la cultura «burguesa». El resultado, con el tiempo, fue el mismo de siempre. «Puede decirse, más allá de ser vista como una expresión artística y cultural, que actualmente la murga es concebida también como un negocio». Esta frase no es mía, puede encontrarse en un extenso estudio reciente del Departamento de Sociología de la Universidad de la República. La burguesía siguió disfrutando de su cultura y terminó convirtiendo en un negocio rentable la cultura popular carnavalera (se quedó con todo).

Actualmente muchos jóvenes en Occidente, la mayoría de clase media, van a los barrios deprimidos a descubrirlos y a tratar de encontrar material para sus búsquedas artísticas. Así huyen también de la burguesía y de paso colaboran con los necesitados. Cuando la épica justiciera pasa o consiguen un buen trabajo o algún dinero de su paternalista labor cultural, vuelven al lugar que les corresponde en la escala social. Repiten, de forma muy similar, lo que sucedió en Estados Unidos durante los años cincuenta y sesenta: «Hubo allí un tipo de modificación de las formas de vida y los modelos sociales que arrancó de la Beat Generation y llegó hasta el hippismo y la cultura del rock. Supuso grupos alternativos que exhibían una cualidad anticapitalista en la vida cotidiana y mostraban su impugnación a la sociedad a través de la fuga, el corte y el rechazo. La idea básica era despojarse de cualquier atributo que pudiera ser identificado con las formas convencionales de sociabilidad. Esa idea era antagónica con el concepto de clase e implicaba otra forma de pertenencia a la sociedad. El meollo de la cuestión era actuar por reacción buscando crear un sujeto diferente. La nueva identidad social se manifestaba en el modo de vestir, en la relación con el dinero y el trabajo, en la defensa de la marginalidad y el desplazamiento continuo» (Ricardo Piglia).

Un ejemplo de lo anteriormente manifestado es el encumbramiento actual de un género musical, el reguetón. En pleno siglo XXI, cuando se tratan de forma tan puntillosa las opiniones escritas y se descalifica a escritores y letristas de canciones del pasado por machistas u homófobos, asistimos atónitos al éxito contundente de una música de ínfimo nivel, acompañada de unas letras super machistas, cosificadoras del cuerpo femenino y que dan al amor de pareja una característica de posesión trágica muy peligrosa, porque puede terminar, si se toma nota y se aplica en la realidad, en agresión (la maté porque era mía). El reguetón viene de Puerto Rico, una colonia a la que se denomina estado libre asociado a los Estados Unidos. Según datos del Comité puertorriqueño para la abolición de las deudas ilegítimas, «más del 45% de la población y más del 55% de los niños viven por debajo del umbral oficial de pobreza. Esto hace que una gran parte de los habitantes de Puerto Rico deban acogerse a los programas de asistencia social financiados por el gobierno federal, que compensan (inadecuadamente) los fallos de la disfuncional economía colonial».

Choca esta situación, que no denuncian en sus canciones, con la ostentación de riqueza de los cantantes.

El reguetón se hizo popular, no hay duda, porque viene de Estados Unidos, es parte de la imposición cultural que arranca en los años cincuenta, del Plan Marshall (la ayuda económica a Europa para superar los desastres de la guerra), y ha sido ampliamente documentada y denunciada. La mayoría de los jóvenes europeos, sobre todo de los países periféricos, han cedido a la norteamericanización cultural (llamada popularmente Mcdonalización). Regis Debray lo desarrolla en su libro Civilización. Cómo nos hemos convertido en [norte] americanos, donde destaca algunos puntos que demuestran esa americanización de su país: la desaparición de la diferencia entre la esfera pública y la privada, la ruptura entre el mundo de las ideas y el de la acción, el negocio como fin absoluto, o la desaparición del modelo republicano y el empobrecimiento de la lengua francesa ante el empuje del globish, el inglés que se impone y que incluso se convierte en lingua franca en el Elíseo de Emmanuel Macron y en sus ministerios. Reivindicar la historia, la lengua y la cultura francesas frente a las GAFAM y Netflix puede ser considerado antiprogresismo, cuando no conducta reaccionaria.

El presidente De Gaulle dio algunos pasos para sacudirse esa tutela cultural, pero la potencia de Hollywood, el Reader´s Digest y la comida rápida (o basura) fue imparable, lo que llevó a la demolición de la escuela republicana, a partir de los 80, contribuyó a la pérdida de identidad y a la propagación de la ignorancia de los valores que venían de la revolución. Por poner un ejemplo: una de las primeras remesas de dinero recibidas por el estado francés tenía la condición implícita de exhibir cine estadounidense en las salas del país tres semanas al mes.

Y si todo esto ocurrió, y ocurre, en Francia, qué no podrá suceder en los países periféricos, de segunda y subdesarrollados.

Dentro de este panorama de imposición, de negocio sin fin y ganancias desmedidas, también llama la atención la importancia que ha adquirido en los medios de comunicación el tema sexual, sobre todo el homosexualismo, que llega a usarse como arma arrojadiza. Manuel Puig, un escritor homosexual muy popular en los años ochenta y noventa, sostenía: «Para mí, la homosexualidad no existe, es una proyección de la mente reaccionaria. Quiero decir: hay personas que realizan actos homosexuales, pero sería necesario entender que el sexo no tiene importancia, no tiene peso moral. El sexo es como comer, dormir, beber, forma parte de la vida vegetativa y por esto es que no me parece que la identidad deba pasar a través de la sexualidad. La idea de dar un peso moral al sexo es un crimen cometido hace siglos, se dice que fue un patriarca el que concibió tal monstruosidad para controlar a las mujeres (…) Yo admiro mucho a los movimientos de liberación gay, pero creo en la integración y pienso que se debe hacer una propuesta más radical: negar el sexo como signo de identidad».

Quitarle valor moral al sexo y garantizar la igualdad a través de la educación y las leyes sería un buen camino. Pero no vamos por ahí. El sexo está en las garras de la cultura de masas, que lo convierte en un circo, en un show, en materia prima de la televisión basura y las redes. Se trata de una verdadera falta de respeto a los homosexuales y las mujeres.

Deberíamos plantearnos, como muchos filósofos y estudiosos hacen, si en realidad la sexualidad es liberadora de por sí o, por el contrario, es un espacio desde el que se exacerban y con las que se protegen, tendencias represivas, machistas, sexistas y discriminatorias.

La cultura, por encima de todo, es atemporal. Como señalaba Borges, todos estamos escribiendo el mismo libro a través del tiempo. Ulises es el gran viajero que nos hace pensar en llegar a Ítaca; el talón de Aquiles sigue vigente cuando nos referimos a una debilidad; continuamos luchando contra los molinos de viento; cambiar para que nada cambie es el gatopardismo, siempre presente en el discurso político; el ser o no ser nos cuestiona a lo largo del tiempo; los hechos y los personajes que se repiten a través de la historia, la primera vez como tragedia, la segunda como farsa. La cultura nos ha ido formando, nos ha convertido en lo que somos. Sin embargo, cuando alguien mayor cuestiona el presente en cualquier aspecto, se le descalifica por antiguo. Un periodista deportivo uruguayo decía en los setenta: «El fútbol no es antiguo ni moderno, es bueno o malo«. Deberíamos aplicarlo a los productos culturales. ¿Y quién determina lo que es bueno o malo?, preguntaría alguien, ya lo están preguntando. Para eso están las escuelas de música, los centros de pintura, las universidades y demás. Queda claro que para las multinacionales, lo bueno es lo que genera ganancias.

En la película Skyfall, un James Bond envejecido y en decadencia se sienta en el banco de un museo junto a un joven ingeniero informático que, sin saberlo él, es su jefe, Cuando la relación jerárquica queda al descubierto, las frases con doble sentido se suceden entre ambos. Al final su joven jefe trata de sentenciarlo: «La vejez no es garantía de excelencia». Y Bond le contesta: «Y la juventud no es garantía de innovación«. Deberían tomar nota los defensores de los viejos tiempos y los de los nuevos.

La revolución cultural iniciada en los 70, con el posmodernismo como filosofía de fondo y la cultura de masas como elemento disuasorio, está dando signos de agotamiento. Hemos quedado detenidos en una encrucijada. Los sistemas económicos han pretendido siempre dominar la naturaleza, pero el actual, de crecimiento continuo y rédito económico sin límite, la comenzó a destruir. De seguir en este camino habrá un calentamiento global cada vez más intenso y las enfermedades y pandemias crecerán. La solución de Occidente parece ser la de siempre, la guerra. A las puertas de la fortalezas, las multitudes de necesitados y hambrientos esperan. Los escritores, mientras tanto, crean mundos paralelos, se maquillan para salir en televisión o llaman al editor para que les diga qué deben escribir para ser publicados y vendidos.

Hace un par de años, una escritora joven recibió un importante premio oficial. Por esos días, los contenedores ardían en Barcelona a raíz del conflicto nacionalista. Ella declaró, en varias entrevistas, que detestaba la sociedad, que había que quemarlo todo. También fue clara en un aspecto: la editorial corregía sus escritos, y en caso de no ser aceptada esa corrección era sustituida por otra escritora o escritor. Una situación curiosa: al mismo tiempo que se acusaba al gobierno de ceder ante el «terrorismo» y pactar con él, se otorgaba un premio oficial a alguien que jaleaba a quienes (de forma abusiva, todo hay que decirlo) se acusaba de «terroristas». Un político exigió a la escritora devolver el dinero que recibía de la sociedad que detestaba. No hubo devolución, ella tenía la libertad como aspecto central de su vida y hacía y decía lo que le daba la gana.

La libertad y la dignidad, queda claro, mueren cuando llega el momento de las ventas, de la economía, del dinero.

El sociólogo brasileño Darcy Ribeiro escribía, en un libro publicado como resumen de una reunión internacional llevada a cabo en Chiapas, refiriéndose a la cultura latinoamericana: «Tenemos una intelectualidad fútil, más propensa a buscar las remuneraciones de las multinacionales o las prebendas del estado que a pensar y a luchar por definir el proyecto latinoamericano». Mucho me temo que la intelectualidad europea, con algunas excepciones remarcables y que deberíamos apoyar sin reservas, simplemente se ha rendido, o se ha vendido.

He omitido varios nombres en mi artículo. Se debe a que no me interesa criticar a las personas, sino a una manera de pensar que tiene infinidad de adeptos. Nombro sólo a quienes me sirven de referente.