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Número 69

La curiosa historia de Europa / Eric Hobsbawm

Revista Malabia número 69

La curiosa historia de Europa / Eric Hobsbawm

¿Pueden los continentes tener historia como continentes? No confundamos política, historia y geografía, sobre todo en esos márgenes de los atlas, que no marcan unidades geográficas naturales, sino simplemente nombres que los humanos hemos dado a masas globales de tierra. Además, ha quedado claro desde el principio, esto quiere decir desde la antigüedad, cuando los continentes del Viejo Mundo fueron bautizados, que esos nombres intentaban tener más que una mera significación geográfica.

Consideremos Asia. Desde 1980, si no estoy equivocado, los censos de población en los Estados Unidos han concedido a sus habitantes originarios de ese continente la opción de denominarse «Asian-Americans», presumiblemente por analogía con el término «African-Americans», preferido actualmente por los americanos de raza negra. Presumiblemente, un «Asian-American» es un americano nacido en Asia o descendiente de asiáticos. ¿Pero qué sentido tiene clasificar de la misma forma a inmigrantes de Turquía y de Camboya, Corea o Pakistán, por no mencionar ese territorio incuestionablemente asiático de Israel, aunque a sus habitantes no les agrada que se lo recuerden? En la práctica, esos grupos humanos no tienen nada en común.

Si examinamos con mayor atención la categoría «asiático», nos dirá más sobre nosotros que sobre los mapas. Arroja un poco de luz, por ejemplo, sobre las actitudes de los norteamericanos, o de modo más general los «occidentales», adoptamos hacia esas regiones que una vez fueron conocidas como el «Este» u «Oriente». Los observadores occidentales, y más tarde los conquistadores, gobernadores, colonos y empresarios, buscaron una denominación común para poblaciones que claramente no podían enfrentarlos, pero que, de manera no menos clara, pertenecían a culturas antiguas y arraigadas y a entes políticos que merecían respeto o al menos consideración seria de acuerdo a los criterios de los siglos XVIII y XIX. Ellos no eran, en los términos actuales, «salvajes» o «bárbaros», sino que pertenecían a una categoría diferente, a saber la de «Orientales», cuyas características como tal demostraban, entre otras, su inferioridad respecto a Occidente. El influyente libro Orientalism, escrito por el palestino Edward Said, ha captado de forma excelente el típico tono de arrogancia europea respecto a «Oriente», aunque subestima bastante la complejidad de las actitudes occidentales en este campo. (1)

Por otra parte, hoy la palabra «asiático» tiene un segundo significado que es más restringido desde el punto de vista geográfico. Cuando Lee Kwan Yew de Singapore anuncia un «camino asiático» y «un modelo económico asiático», tema que han adoptado alegremente ideólogos y expertos en gestión empresarial occidentales, no nos estamos ocupando de Asia en su conjunto, sino de los efectos económicos del legado geográficamente localizado de Confucio. En resumen, continuamos el viejo debate que inició Marx y continuó Max Weber, sobre la influencia de ciertas religiones e ideologías en el desarrollo económico.Era el Protestantismo el que daba su energía al motor del capitalismo. Hoy Calvino está pasado de moda y lo que se lleva es Confucio, tanto porque las virtudes del protestantismo son difíciles de encontrar en el capitalismo occidental, como porque los triunfos de Asia del este han tenido lugar en países marcados por el legado de Confucio -China, Japón, Corea, Taiwan, Honk Kong, Singapur- o han sido obra de una diáspora empresarial china. Se da la circunstancia de que hoy en Asia están las sedes de las principales religiones del mundo, excepto el cristianismo, y lo que queda del comunismo, pero las regiones no confucianas del continente son irrelevantes dentro de la moda del debate Weberiano. No pertenecen a esta Asia.

Tampoco pertenece a ella, por supuesto, esta prolongación de Asia conocida como Europa. Desde el punto de vista geográfico, como todo el mundo sabe, no tiene fronteras orientales, y el continente existe exclusivamente como una construcción intelectual. Incluso la línea divisoria cartográfica que aparece en los atlas de la escuela tradicional -los montes Urales, el río Ural, el mar Caspio, el Cáucaso, que son más fáciles de recordar en la mnemotecnia alemana que en otras lenguas- está basada en una decisión política. Como recientemente nos ha recordado Bronislaw Geremek, cuando en el siglo XVIII V. Tatishchev escogió como línea divisoria entre Europa y Asia los montes Urales, deseaba romper con el estereotipo que asignaba el estado de Moscú y sus herederos a Asia. «Se requirió la decisión de un historiador y geógrafo y la aceptación de una convención». Por supuesto, sea cual sea el rol de los Urales, la frontera original entre Europa (los helenos) y los pueblos definidos como «bárbaros» para los helenos corría a través de las estepas al norte del Mar Negro. La Rusia del sur ha sido parte de Europa por mucho más tiempo que muchas de las regiones ahora incluidas automáticamente en Europa, pero sobre cuya clasificación geográfica discutían incluso a finales del siglo XIX los geógrafos, por ejemplo Islandia y Spitsbergen.

Que Europa sea una construcción no quiere decir, por supuesto, que no exista. Siempre ha habido una Europa desde que los griegos le pusieron el nombre. Sólo que se trata de un proyecto cambiante, divisible y flexible, aunque quizá no tan clásico como «Mitteleuropa», el ejemplo de programa político disfrazado de geografía. Exceptuando la actual República Checa y las regiones colindantes, ninguna parte de Europa aparece en todos los mapas de la Europa central, pero algunos de éstos abarcan todo el continente excepto la Península Ibérica. Sim embargo, la elasticidad del concepto «Europa» no es tanto geográfico -por razones prácticas los atlas aceptan la línea de los Urales- como ideológica y política. En los Estados Unidos, durante la guerra fría, la asignatura «Historia de Europa» cubría principalmente Europa occidental. Desde 1989 se ha extendido a Europa central y oriental «al cambiar la geografía política y económica de Europa».

El concepto original de Europa se basaba en un enfrentamiento doble: la defensa militar de los griegos contra el avance de un imperio oriental en las guerras persas y el encuentro de la «civilización» griega y los «bárbaros» escitas en las estepas del sur de Rusia. A la luz de la historia subsiguiente, vemos esto como un proceso de confrontación y diferenciación, pero sería igual de fácil leerlo como simbiosis y sincretismo. De hecho, como nos recuerda Neal Ascherson en su bella obra Black Sea, seguida de Iranians and Greeks in South Russia de Rostovtzeff, generó «civilizaciones mixtas, muy interesantes y curiosas» en esta región de intersección entre influencias griegas, asiáticas y occidentales que descienden a lo largo del Danubio. Sería igualmente lógico ver toda la civilización mediterránea de la antigüedad clásica como sincrética. Después de todo, importó su escritura, como más tarde su ideología imperial y su religión estatal del Oriente Cercano y Medio. En realidad, la presente división entre Europa, Asia y África no tiene sentido -al menos un sentido que se corresponda con el presente- en una región en la que los griegos vivieron y florecieron de igual forma en los tres continentes. (Recién en nuestro trágico siglo fueron expulsados de Egipto, Asia Menor y la región póntica). ¿Qué sentido podría tener en el apogeo del no dividido imperio romano, felizmente tricontinental y listo para asimilar cualquier cosa útil viniera de donde viniera?

Las invasiones y migraciones desde la región de los pueblos bárbaros no eran nuevas. Todos los imperios, en la franja de civilización desde Asia del este hacia el oeste y que se adentraba en el Mediterráneo, tenían que hacerles frente. Sin embargo, el colapso del imperio romano dejó al Mediterráneo occidental, y bastante más tarde al oriental, sin imperios ni gobernantes capaces de enfrentarse a ellos. A partir de ese momento podemos ver la historia de la región entre el Cáucaso y Gibraltar como un milenio de luchas contra conquistadores que llegaban del este, el norte y el sur: desde Atila a Solimán el Magnífico o incluso hasta el segundo sitio de Viena en 1683. No es extraño que la ideología que ha formado el núcleo de la «idea de Europa» desde Napoleón, pasando por el movimiento paneuropeo de los años 20 y Goebbels, hasta la Comunidad Económica Europea -es decir, un concepto de Europa que excluye deliberadamente partes de la geografía del continente- guste de apelar a Carlomagno. Aquel Carlos el Grande gobernó la parte del continente europeo al que no habían llegado los invasores, al menos hasta el auge del Islam, y por tanto podía afirmar que era «la vanguardia y el salvador de Occidente» contra el Oriente, como dijo el presidente austríaco Karl Renner en 1946, alabando la supuesta «misión histórica» de su propio país. Dado que el mismo Carlomagno era un conquistador que hizo avanzar sus fronteras contra los sarracenos y los bárbaros del este, incluso podría considerarse. usando la jerga de la guerra fría, que pasó de la «contención» a «hacer retroceder».

Es cierto que en aquellos siglos nadie pensaba en términos de Europa fuera de un pequeño círculo de clérigos que habían recibido una educación clásica. La primera genuina contraofensiva de Occidente contra los sarracenos y los bárbaros no se llevó a cabo en nombre del «regnum Europaeum» de los panegiristas carolingios, sino en nombre del cristianismo romano como cruzadas contra el Islam en el suroeste y sureste y cruzadas contra los paganos del Báltico en el noroeste. Incluso cuando los europeos comenzaron su verdadera conquista del globo en el siglo XVI, la ideología de cruzada de la reconquista española es fácil de reconocer en la de los conquistadores del Nuevo Mundo. Antes del siglo XVII los europeos no se reconocían a sí mismos como continente sino como fe. Cuando estuvieron en condiciones de desafiar el poderío de los principales imperios orientales a finales de siglo, la conversión de los no creyentes a la fe verdadera ya no podía competir ideológicamente con la contabilidad por partida doble. La superioridad económica y militar reforzó ahora la creencia de que los europeos eran superiores a todos los demás, no como portadores de una civilización de modernidad, sino colectivamente, como tipo humano.

«Europa» había estado a la defensiva durante un milenio. Ahora, durante medio milenio, conquistó el mundo. Ambas observaciones hacen que sea imposible separar la historia de Europa de la historia del mundo. Lo que desde hace tiempo ha sido obvio para los historiadores de la economía, los arqueólogos y otros investigadores del tejido del pasado de la vida diaria (Alltagsgeschichte) debería ser ahora aceptado de modo general. Incluso la misma idea de una Europa definida cartográficamente sólo fue posible con el ascenso del islamismo, que separó de manera permanente las costas del sur y el este del Mediterráneo de sus costas del norte. ¿Qué historiador de la Antigüedad clásica insistiría en escribir la historia sólo de las provincias del imperio romano situadas al norte del Mediterráneo como no fuera movido por el capricho o la ideología?

Sin embargo, separar Europa del resto del mundo es menos peligroso que la práctica de excluir partes del continente geográfico desde un concepto ideológico de «Europa». Los últimos cincuenta años nos debían haber enseñado que tales redefiniciones del continente no responden a a la historia sino a la política y la ideología. Hasta el fin de la Guerra Fría esto era obvio. Para los norteamericanos, después de la segunda guerra mundial, Europa significaba la frontera oriental de lo que fue llamado «civilización occidental». «Europa» terminaba en las fronteras de la región controlada por la URSS y era definida por el no comunismo o anticomunismo de sus gobernantes. Naturalmente, la intención era dar un contenido positivo a esta parte, por ejemplo describiéndola como como la zona de la democracia y la libertad. No obstante, esto parecía increíble incluso para la Comunidad Económica Europea antes de mediados de los 70, cuando los claramente autoritarios regímenes del sur desaparecieron -España. Portugal, los coroneles griegos- y Gran Bretaña, indudablemente democrática pero dudosamente «europea», finalmente ingresó en ella. Hoy es todavía más obvio que las definiciones programáticas de Europa no funcionarán. La URSS, cuya existencia unía a Europa, ya no existe, mientras que la variedad de regímenes entre Gibraltar y Vladivostok no queda oculta por el hecho de que todos, sin excepción declaren su lealtad a la democracia y el libre mercado.

Así pues, buscar una Europa programática única sólo sirve para llevarnos a interminables debates de los hasta ahora no resueltos (y quizá sin solución) problemas de cómo extender la Unión Europea, que consistiría en convertir un continente que ha sido, a través de la historia, económica, cultural y políticamente heterogéneo, en una entidad más o menos homogénea. Nunca ha habido una Europa única. Las diferencias no se pueden eliminar de la historia. Esto ha sido siempre así, incluso cuando la ideología prefería vestirla con ropajes religiosos antes que con geográficos. Cierto es que Europa ha sido el continente específico del cristianismo, al menos entre la ascensión del Islam y la conquista del Nuevo Mundo. Sin embargo, apenas se habían convertido los últimos paganos cuando se hizo evidente que, como mínimo, dos variedades de cristianismo que distaban mucho de ser fraternales se enfrentaban en el territorio europeo, y la Reforma del siglo XVI agregó varias más. Para algunos (hay que reconocer que casi siempre son polacos y croatas) la frontera entre la cristianidad romana y ortodoxa es «incluso hoy, una de las más permanentes divisiones culturales del planeta». Irlanda del Norte demuestra que la vieja tradición de sangrientas guerras religiosas entre europeos no ha muerto. El Cristianismo es una parte de la historia europea que no puede erradicarse, pero no ha sido una fuerza unificadora mayor que otros conceptos típicamente europeos como la «nación» y el «socialismo».

La tradición que mira Europa no como un continente, sino como un club que sólo acepta como socios a aquellos que son considerados adecuados por su directiva, es casi tan vieja como el nombre de Europa. Dónde termina «Europa» depende de la posición de cada uno. Como todo el mundo sabe, para Matternich, «Asia» empezaba en la salida oriental de Viena, opinión que seguía encontrando eco a finales del siglo XIX en una serie de artículos que el vienés Reichpost publicó contra los húngaros «bárbaros y asiáticos». Para los habitantes de Budapest, la frontera de la Europa verdadera discurría claramente entre húngaros y croatas; para el presidente Tudjman discurría clara y sencillamente entre croatas y serbios. Sin duda los orgullosos rumanos se consideran europeos esenciales y parisinos exiliados comparados con los atrasados eslavos, aun cuando Gregor von Rezzori, el escritor austríaco nacido en Bucovina los calificó en sus libros de «magrebíes», quiere decir de «africanos». La verdadera distinción no tenía que ver con la geografía, ni tampoco estaba necesariamente relacionada con la ideología. Demarca la superioridad que se siente respecto a una inferioridad que se imputa, tal como la definen quienes se consideran mejores, es decir, aquellos que suelen pertenecer a una clase intelectual, cultural, o incluso biológica, superior a la de sus vecinos. La distinción no era forzosamente étnica. En Europa, como en otras partes, la frontera entre civilización y barbarie pasaba entre ricos y pobres, entre quienes tenían acceso a educación, lujos y al mundo exterior, y los demás. Como consecuencia directa, la más obvia división era entre la ciudad y el campo. Los campesinos eran indiscutiblemente europeos: ¿quién podía ser más indígena que ellos? Pero los románticos, folkloristas y científicos del siglo XIX, aunque a menudo admiraran, incluso idealizaran, su arcaico sistema de valores, los trataban como un «vestigio» de alguna etapa anterior y, por ende, más primitiva de la cultura, una etapa que se había conservado gracias al atraso y el aislamiento. No era la gente de la ciudad sino la del campo la que tenía lugar en los nuevos museos etnográficos que la gente culta de varias ciudades de la Europa Oriental inauguró entre 1888 y 1905. (Varsovia, Praga, San Petersburgo, Sarajevo, Belgrado, Cracovia).

En todos los países de Europa había quienes desde un lado de alguna frontera miraban a vecinos bárbaros o, como mínimo, gente técnica e intelectualmente atrasada. La línea divisoria pasaba entre pueblos y estados. La habitual pendiente cultural-económica desciende en dirección al este y al sureste, desde la Ile de France y la Champagne, lo cual hace más fácil clasificar a los vecinos indeseables como «asiáticos», especialmente a los rusos. Pero no olvidemos la pendiente norte-sur, diciendo a los españoles que «en realidad» pertenecían a África más que a Europa, punto de vista compartido por los italianos del norte en relación a sus compatriotas al sur de Roma.

Los bárbaros del norte, que devastaron Europa en los siglos X y XI, sin nada detrás más que hielo ártico, eran el único pueblo que no podía asignarse ningún continente. En todo caso se han convertido en los ricos y pacíficos escandinavos y su barbarie se conserva sólo en la sanguinaria mitología de Wagner y el nacionalismo alemán.

Y además, las cumbres de la civilización europea, desde las cuales las pendientes llevaban a otros continentes, no fueron descubiertas hasta que Europa, como un todo, dejó de pertenecer al reino de la barbarie. Porque incluso al final del siglo XIV, estudiosos de la región de alta cultura como el gran Ibn Khaldun, mostraban escaso interés en la Europa cristiana. «Dios sabe qué pasa allí», observó, dos siglos después Sa´id Ibn Akhmad, cadi de Toledo, que estaba convencido de que nada se podía aprender de los bárbaros del norte, que eran más bestias que hombres. En esos siglos la pendiente cultural iba obviamente en dirección contraria.

Pero es aquí precisamente donde encontramos la paradoja de la historia europea. Estas interrupciones y cambios de sentido son su característica específica. A través de su larga historia, la franja de altas culturas que se extendían desde el este de Asia a Egipto no experimentó ninguna recaída en la barbarie, pese a todas las invasiones, conquistas y convulsiones. Ibn Khaldum veía la historia como un eterno duelo entre los pastores nómadas y la civilización asentada, pero en este conflicto eterno los nómadas, aunque a veces vencedores, siguieron siendo los rivales y no los vencedores. China bajo los mogoles y los manchúes y Persia, invadida por conquistadores de Asia central, siguieron siendo faros de alta cultura en sus regiones. Lo mismo puede decirse de Egipto y Mesopotamia, ya fuera bajo los faraones y los babilonios, los griegos, romanos, árabes o turcos. Invadidos durante un milenio por los pueblos de la estepa y el desierto, todos los grandes imperios del viejo mundo sobrevivieron con una excepción. Sólo el imperio romano fue destruido de forma permanente.

Sin este colapso de la continuidad cultural, que se hizo sentir incluso en el modesto nivel de la jardinería y el cultivo de flores, no hubiera sido necesario ni concebible un «Renacimiento», esto es, un intento de volver, después de mil años, a un legado cultural y técnico olvidado pero supuestamente superior. ¿Quién, en China, necesitaba volver a los clásicos que todo candidato tenía que aprenderse de memoria para los exámenes de estado, que se celebraron anualmente, sin interrupción, desde mucho antes de la era cristiana? La errónea convicción de los filósofos occidentales, sin excluir a Marx, de que una dinámica de la evolución histórica sólo podría descubrirse en Europa, pero no en Asia ni en África, se debe, al menos en parte, a esta diferencia entre la continuidad de otras culturas alfabetizadas y urbanas y la discontinuidad en la historia de Occidente.

Pero sólo en parte. Porque es indiscutible que desde finales del siglo XV la historia del mundo se volvió eurocéntrica y continuó siéndolo hasta el siglo XX. Todo lo que distingue el mundo de hoy del mundo de los emperadores Ming y mongoles y los mamelucos tuvo su origen en Europa, ya sea en la ciencia y tecnología, en la economía, la ideología y la política, o en las instituciones y costumbres de la vida pública y privada. Ni siquiera el concepto del «mundo» como sistema de comunicaciones humanas que abarca todo el planeta podía existir antes de que los europeos conquistasen el hemisferio occidental y surgiera una economía mundial capitalista. Esto es lo que fija la situación de Europa en la historia mundial, lo que define los problemas de la historia europea y, de hecho, lo que hace que una específica historia de Europa sea necesaria.

Pero también hace que la historia de Europa sea tan peculiar. Su tema no es un espacio geográfico o un colectivo humano, sino un proceso. Si Europa no se hubiera transformado a sí misma y de esa manera transformado el mundo, no existiría una historia única y coherente de Europa, porque «Europa» no hubiera existido más de lo que existe el «Sudeste asiático» como concepto e historia (al menos antes de la era de los imperios europeos). Y, de hecho, una Europa consciente de sí misma como tal, y más o menos coincidente con el continente geográfico, no aparece hasta la época de la historia moderna. Sólo podía aparecer cuando ya no era posible definir de modo defensivo a Europa como el «cristianismo» contra los turcos y, a la inversa, cuando los conflictos religiosos entre los cristianos retrocedieron ante la secularización de la política estatal y la cultura de la ciencia y la erudición modernas. Así pues, desde algún momento del siglo XVII, la «Europa» nueva y con conciencia de la identidad propia aparece bajo tres formas.

Primero, apareció como sistema estatal internacional, en el cual se suponía que la política exterior del estado la determinaban «intereses» permanentes, definidos como tales por una «razón de estado» que se mantenía distanciada de la fe religiosa. En el transcurso del siglo XVIII, Europa adquirió su moderna definición cartográfica, al tomar el sistema la forma de una oligarquía de facto de lo que más adelante daría en llamarse las «potencias», de la cual Rusia era parte integrante. Europa era definida por las relaciones entre los «grandes potencias» que, hasta el siglo XIX, fueron exclusivamente europeas. Pero este sistema estatal ha dejado de existir.

En segundo lugar, Europa consistía en una comunidad. que ahora era posible, de estudiosos o intelectuales que por encima de las fronteras geográficas, las barreras lingüísticas, las adhesiones al estado, las obligaciones o la fe personal estaban entregados a la tarea de construir un edificio colectivo, ese moderno Wissenschaft que abraza todo el conjunto de la actividad intelectual, la ciencia y la erudición. La «Ciencia» en este sentido surgió en la región de la cultura europea y, hasta el principio del siglo XX, se mantuvo virtualmente confinada al área geográfica entre Kazan y Dublín, aunque admitámoslo, con huecos en el sudeste y el suroeste. Lo que se ha convertido en la «aldea global» en la que vivimos hoy, o al menos pasamos parte de nuestras vidas, era entonces la «aldea europea». Pero hoy, la aldea global se ha tragado a la europea.

En tercer lugar, especialmente en el curso del siglo XIX, «Europa» emergió como un modelo de educación, ideología y cultura mayormente urbano, aunque desde el principio, dicho modelo se consideró exportable a las comunidades europeas radicadas en el exterior. Cualquier mapa de universidades, recintos de ópera y museos y librerías públicas de ese siglo lo demuestra al instante. Pero lo mismo cabe decir de un mapa que indique las ideologías de origen europeo. La socialdemocracia como movimiento político y (desde la primera guerra mundial) sustentador del estado era, y lo sigue siendo, casi totalmente europeo, así como la Segunda Internacional (marxista-socialdemócrata), pero no la Tercera (marxista-comunista) después de 1917. El nacionalismo del siglo XIX, especialmente en sus formas lingüísticas, es difícil de encontrar fuera de Europa incluso hoy, aunque, por desgracia, variedades de matiz principalmente confesional o racial parecen estar penetrando en otras partes del Viejo Mundo en los decenios recientes. Estas ideas se remontan a la Ilustración del siglo XVIII. Aquí es donde encontramos, si es que la encontramos, la más específica y duradera herencia intelectual europea.

Sin embargo, esas características son secundarias en la historia europea. No hay una Europa históricamente homogénea y aquellos que la buscan están en el camino equivocado. Sea cual sea nuestra definición de Europa, su auge y caída, la coexistencia, la interacción dialéctica de sus componentes, es fundamental para su existencia. Sin ello es imposible es imposible entender y explicar los desarrollos que llevaron a la creación y control del mundo moderno mediante procesos que no maduraron en ningún otro lugar. Preguntar cómo Occidente se soltó de Oriente, cómo y por qué el capitalismo y la sociedad moderna se desarrollaron en su totalidad solamente en Europa, es hacer las preguntas fundamentales sobre la historia europea. Sin ellas no habría necesidad de una historia del continente distinta de la del resto.

Estas preguntas, no obstante, nos llevan de nuevo a la tierra de nadie que hay entre la historia y la ideología, o más precisamente entre la historia y el sesgo cultural. Porque los historiadores deben renunciar al viejo hábito de buscar factores específicos que se encuentran sólo en Europa y hacen nuestra cultura diferente y por lo tanto superior a otras: por ejemplo la singular racionalidad del pensamiento europeo, la tradición cristiana, tal o cual tema heredado de la antigüedad clásica como el derecho romano a la propiedad. En primer lugar, ya no somos superiores como parecíamos ser cuando hasta los campeones de un juego tan oriental como el ajedrez eran todos occidentales. En segundo lugar, sabemos ahora que no hay nada especialmente «europeo» u «occidental» en el modus operandi que en Europa condujo al capitalismo, la ciencia, las revoluciones tecnológicas y el resto. En tercer lugar, ahora sabemos evitar las tentaciones post hoc, propter hoc (después de esto, eso; entonces, a consecuencia de esto, eso). Cuando el Japón era la única la única sociedad industrial no occidental, los historiadores investigaron en su historia buscando similitudes con Europa, por ejemplo en la estructura del feudalismo japonés, que pudieran explicar la singularidad del desarrollo japonés. Ahora que abundan las economías industriales no occidentales desarrolladas y prósperas, lo inadecuado de esas búsquedas salta a la vista.

Pese a todo, la historia de Europa continúa siendo única. Como observaba Marx, la historia de la humanidad es la historia del creciente control de la naturaleza, en la que, y de la que, vivimos. Si pensamos esta historia como una curva, tendrá dos subidas muy destacadas. La primera corresponde a la «revolución neolítica» de V. Gordon Childe, que nos trajo la agricultura, la metalurgia, las ciudades, las clases y la escritura. La segunda es la revolución que trajo la ciencia moderna, la tecnología y la economía. Es probable que la primera ocurriese, en grados variables, en distintas partes del mundo. La segunda tuvo lugar sólo en Europa y, por ende, convirtió a Europa, por unos pocos siglos, en el centro del mundo y a unos escasos estados europeos en sus amos.

Esta era, «la de Vasco da Gama», según el historiador y diplomático Sardar Panikkar, ha llegado a su fin. Ya no sabemos qué hacer con la historia de Europa en un mundo que no es eurocéntrico. «Europa ha perdido su temporal y espacial centralidad» (John Gillis) Algunos tratan, errónea y vagamente, de negar el rol especial jugado por Europa en la historia del mundo. Otros se atrincheran detrás de la «fortaleza europea», una mentalidad que está emergiendo y parece mucho más reconocible en el otro lado del Atlántico. ¿Cuál tiene que ser la dirección de la historia europea? Al finalizar el primer siglo poseuropeo desde Colón, los historiadores necesitamos repensar su futuro desde la historia regional y como parte de la historia del planeta.

(Publicado en 1997)