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Número 69

Sobre las campañas de lectura / Federico Nogara

Revista Malabia número 69

Sobre las campañas de lectura / Federico Nogara

De tanto en tanto y de diferentes formas, los medios de comunicación echan mano a la campaña en pro de la lectura. Con la pandemia actual, que mantiene a gran parte de la población en casa, el campo es propicio. Día tras día aparecen en los periódicos listas de libros que se debería leer, consejos de lectura de todo tipo y publicidad de editoriales. Estas campañas vienen siempre acompañadas de la discusión sobre el soporte en que se debería leer, aunque en el momento actual parecen llevar la delantera las nuevas tecnologías.

Intelectuales de distintas sensibilidades apuestan decididamente por el papel y la lectura masiva. Más aún, muchos hacen de esa lectura indiscriminada y la escritura a mano, o en máquina de escribir, un asunto de barricada: la cultura se va a pique si no se lee y si desaparece el papel. Sus argumentos, a menudo sólidos, pierden consistencia al mezclarse temas de diversa índole e importancia tras los que se deja de lado el asunto central, de fondo: usar un soporte u otro para escribir y leer es totalmente relativo. Hay gente muy culta, que lee mucho, decantada hacia las nuevas tecnologías, y gente muy poco preparada y escasa de lecturas que prefiere el papel. Aunque sería de justicia reconocer a estas alturas que la mayoría de los autores consagrados y con muchos años de trabajo a cuestas prefieren la pulpa de los árboles. Puede tratarse de sabiduría o de snobismo, como opina un amigo escritor.

Tengamos una posición definida sobre un soporte u otro, hay un hecho incontestable: la decadencia de la costumbre de leer, que comenzó con la aparición de la televisión y se profundizó con internet.

“La sociedad ha sustituido la literatura por la televisión. Ha desplazado los lugares de enunciación de la tradición intelectual hacia la cultura de masas», sostiene Ricardo Piglia, y nos aclara que dicha cultura de masas es la combinación de la televisión, las grandes radios y periódicos, las revistas y editoriales importantes, cuyos dueños son los mismos, casi siempre grupos mediáticos. Y Piglia escribía esto hace muchos años, ahora la situación ha empeorado con el crecimiento imparable de internet, el verdadero centro de la «cultura popular».

La cultura se va a pique si la gente no lee, se argumenta, pero cabría preguntarse si la cultura no se ha ido ya a pique. Porque leer libros se ha convertido, no nos engañemos, en una actividad elitista. Sin embargo, nos dirán que en la actualidad hay más estudiantes que nunca en una enseñanza que tiene la lectura como principal actividad. Es cierto, pero a esa clase de lectura tiene un objetivo, graduarse, y recordemos, además, que ya no se estudia para ser una persona culta, se estudia para conseguir trabajo y/o hacer dinero. Leer por placer ha quedado reducido a una minoría, esa élite a la que nos referíamos.

Los poderes públicos tienen muy clara la situación, aunque las soluciones no aparecen o son de escaso calado. Los verdaderos planes de incentivación de la lectura han sido dejados en manos del sector privado y es aquí donde topamos con esa cultura de masas de la que hablábamos. Resultaría ocioso enfrascarnos en el gran negocio del libro a escala planetaria -que dominan curiosamente unos pocos grupos editoriales con sus filiales- porque no es el objetivo del artículo. Nos gustaría remarcar, eso sí, que estas grandes editoriales no tienen como objetivo el crecimiento cultural ni la defensa de la calidad literaria, son empresas pensadas para ganar dinero.

¿Es justo que la literatura sea un negocio y esté abierto al mercadeo más descarado? Ahí, en el mundo del dinero, es donde deberíamos situar los temas que nos convocan y con los que iniciamos estas líneas. Con esto no queremos decir que los empresarios y creadores del sector no tengan el legítimo derecho a ganarse la vida, ni tampoco negar que existen pequeñas y medianas editoriales tratando de hacer un buen trabajo. Sólo cuestionamos la explotación de un bien público, de todos, como si se tratara de cualquier producto de consumo.

En este punto es cuando debería aparecer el Estado al rescate, pero poco podemos esperar si cuando escuchamos a la mayoría de ministros o directores de cultura occidentales nos topamos en su discurso con el repetido concepto de industria cultural. Esa denominación ya está definiendo una posición concreta sobre el tema: el producto de una industria cultural (libro, pintura, película, etc.) será una mercancía y su éxito, como el de cualquier mercancía, dependerá de las ventas.

La televisión, por su parte, faro de la cultura de masas, se ha convertido en el mundo entero (con las variantes de cada caso) en una fábrica de vulgaridad, mal gusto, falta de sutileza. Sin mucho temor a equivocarnos, sospechamos que en sociedades culturalmente cada vez más pobres, la única posibilidad de lograr el rating adecuado a la ambición de los directivos es ofrecer un producto entendible por todos. Y algo similar ocurre con los demás «productos» culturales de cada grupo mediático: revistas, diarios, radios.

Ya metidos en este terreno surge la pregunta lógica: ¿si recomendamos la lectura indiscriminada no estamos favoreciendo a esas editoriales que dominan el mercado mediante una cultura de masas bien orquestada?

La cultura de masas nos mete en otra faceta de la discriminación cultural. Los países periféricos, alejados de los grandes centros de distribución y venta, de la mano de Dios, se ven perjudicados por una globalización que se vendió como un mercado planetario. Nada más alejado de la realidad. Cuando una editorial española «importante» publica a un autor del país, lo difunde en toda España y en América Latina. Si la sucursal uruguaya (por poner un ejemplo) de esa misma editorial publica a un autor de ese país, la difusión queda limitada a Uruguay. La globalización termina creando aldeas. Y si se trata de libros de autores de países anglosajones la cuestión es aún más grave, porque estos autores son difundidos (como las películas de Hollywood) en todo el planeta de forma indiscriminada y con un gran soporte mediático y publicitario.

En algunos países (los escandinavos por ejemplo) el Estado compra parte de la producción a las editoriales medianas y pequeñas y las bibliotecas cobran el préstamo del libro para volcarlo en los autores. Podríamos discutir el acierto de tales medidas o su alcance real, pero al menos son un intento de solución del grave problema de la escritura y la cultura en general. En el resto, muchos editores se ven impelidos, para seguir subsistiendo, a cobrar al autor la edición de su libro. No hay que ser un genio para concluir que en la autoedición la calidad se deteriora. Y aquí surge otro problema: ¿puede la sociedad permitirse una tala de árboles indiscriminada para llenar las necesidades de los negociantes del libro y satisfacer el ego de los que quieren ver su nombre impreso en la tapa de un libro? Pero dicho esto, debemos tener claro que las nuevas tecnologías no son la panacea. La proliferación de restos de tabletas lectoras de libros va a constituirse en el futuro en el mismo problema para el medio ambiente que hoy son los restos de teléfonos móviles o computadoras. Y, además, por si fuera poco, los grandes grupos mediáticos ya se posicionan para dominar el sector, lo que quiere decir que los contenidos serán los mismos con otro soporte. Se agregarán, al ser un territorio más libre y más barato, todos los seudo escritores. Porque a nadie escapa que hoy día forman gran parte del catálogo de las editoriales «importantes» los presentadores de televisión, los periodistas conocidos, los futbolistas, los músicos, los «héroes» de Youtube y demás fauna mediática. Todos tienen su libro en esta feria de las vanidades cuyo fin es el negocio que hunde la verdadera cultura.

En la esencia de todo este asunto, en su fondo, subyace la pregunta imprescindible: ¿Qué es la literatura, para qué sirve?

“Escribir no es vivir, ni alejarse de la vida para contemplar en reposo las esencias platónicas y el arquetipo de la belleza, ni dejarse atravesar, como por espadas, por palabras desconocidas e incomprendidas que se nos acercan a traición. Es ejercer un oficio. Un oficio que exige un aprendizaje, un trabajo continuo, conciencia profesional y sentido de las responsabilidades”, dice Sartre.
Si la escritura es un oficio, ¿por qué no se trata como tal? Un escritor debería prepararse, trabajar y pasar exámenes como un profesor, por poner un ejemplo. Y tener luego una jubilación.

Un periodista español escribía a los pocos meses de iniciada la pandemia: «La industria cultural, por su parte, ya sea por su labor como surtidor de evasión en tiempos confinados, o por su eficiencia a la hora de construir universos simbólicos, no tiene pinta de venirse abajo. Al contrario, la pandemia ha puesto de relieve el potencial de la industria cultural. De hecho, no resulta descabellado asegurar que nunca como en el confinamiento se ha visto, escuchado y leído tanta creación. Pero el modelo cultural privilegia a unos pocos, que serán los que finalmente produzcan la cultura que consumimos. La AISGE desvelaba en 2016 que sólo el 8% de los actores y actrices de este país ganaba más de 12.000 euros al año, mientras que el resto no llegaba ni a mileurista. El sector del arte, por su parte, no es más halagüeño. Según un estudio de la Fundación Antonio de Nebrija, en 2017 solo el 15% de los artistas españoles podían permitirse el lujo de vivir de sus obras. ¿Quién sobrevive a algo así? Muy fácil: aquellos artistas cuyas rentas familiares o patrimoniales les permiten desempeñar sus labores creativas».

El uso de un soporte determinado y las campañas a favor de la lectura son iniciativas loables de gente bien intencionada, pero que trata el tema como si estuviéramos en los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, cuando todavía existía un mercado literario que permitía a la población el conocimiento de escritores de una calidad innegable. En la actualidad, los críticos verdaderos, los que no se limitan a hacer reseñas elogiosas, plantean que si se presentaran en cualquier editorial Cortázar con su “Rayuela”, Borges con sus “Ficciones” (con el que comenzó su fama en Europa) o Joyce con su “Ulises”, los echarían a patadas.

Todo esto deberíamos tenerlo muy claro para no perder el tiempo en discusiones con sentido, aunque totalmente laterales. El gran partido, en el que le va la vida a la verdadera cultura, se está jugando desde hace muchos años en el terreno del dinero.