Los blues de Sonny / James Baldwin
Lo leí en el periódico, en el metro, de camino al trabajo. Lo leí y no pude creerlo, así que lo leí de nuevo. Entonces tal vez simplemente estuve mirándolo con fijeza, mientras las letras impresas deletreaban su nombre, detallaban la historia. Lo miré fijamente en las luces oscilantes del vagón del metro, y en las caras y los cuerpos de la gente, y en mi propio rostro, atrapados en la oscuridad que rugía allá afuera.
No podía creerlo y estuve diciéndomelo mientras caminaba desde la estación de metro hasta la preparatoria. Y al mismo tiempo no podía dudarlo. Tenía miedo, miedo por Sonny, quien volvió a ser real para mí. Un gran bloque de hielo se aposentó en mi vientre y allí estuvo disolviéndose con lentitud a lo largo del día, mientras yo enseñaba álgebra a mis grupos. Era un tipo especial de hielo. Seguía derritiéndose, enviando hilillos de agua helada hacia arriba y hacia abajo por mis venas, sin jamás disminuir. A veces se endurecía y parecía expandirse hasta sentir yo que las tripas iban a salirse o que estaba por ahogarme o por gritar. Esto ocurría siempre en el momento de recordar alguna cosa específica que Sonny hubiera dicho o hecho alguna vez.
Cuando tenía la misma edad que los muchachos de mis clases, su rostro era luminoso y franco, con mucho cobre en su color, y sus ojos castaños eran maravillosamente directos; tenía, además, una gran gentileza y reserva. Me pregunté qué aspecto tendría ahora. Lo habían detenido la noche anterior en una redada hecha en un departamento del centro por consumir y vender heroína.
No podía creerlo. Pero con ello quiero decir que no hallaba espacio en mi interior para aceptar aquello. Por mucho tiempo lo había mantenido en el exterior. No quise saber, tuve sospechas, pero no las expresé, y seguí alejándolas de mí. Me dije que Sonny era impetuoso, pero que no estaba loco. Y siempre había sido un buen muchacho, no cayendo jamás en la dureza, el mal o la falta de respeto, como sucede con los chicos tan, pero tan rápidamente, sobre todo en Harlem. No quise creer que alguna vez vería a mi hermano hundirse, llegar a ser nada, perdida toda aquella luz de su rostro, en esa condición en la que ya había visto a tantos. Sin embargo había ocurrido y aquí estaba yo, hablando de álgebra a un montón de muchachos que, todos y cada uno de ellos, sin que yo lo supiera, podrían estarse enterrando agujas cada vez que iban al baño. Tal vez les estaba dando algo más que el álgebra.
Estaba seguro de que la primera vez que Sonny le entró al polvo no tenía mucha más edad que estos muchachos. Ellos vivían ahora como vivimos entonces, y crecían con prisa, golpeándose abruptamente la cabeza contra el bajo cielo de sus posibilidades. Estaban llenos de rabia. En realidad sólo conocían dos oscuridades: la de sus vidas, que comenzaba a asfixiarlos, y la de los cines, que los había cegado a la otra y en la que ahora, vengativamente, soñaban, al mismo tiempo más juntos que en cualquier otro momento, y también más solitarios.
Cuando sonó el timbre y terminó la última clase, dejé escapar el aliento. Parecía que lo hubiera estado conteniendo todo aquel tiempo. Tenía la ropa húmeda, como si hubiera estado sentado vestido, toda la tarde, en un baño de vapor. Permanecí en la clase por un largo rato. Escuché a los muchachos allá afuera, en el piso de abajo, gritando y jurando y riéndose. Quizá por primera vez su risa me sorprendió. No era la risa jubilosa que —Dios sabrá por qué— asociamos con los niños. Era burlona e insular, y su intención el denigrar. Sonaba desencantada y en esto, igualmente, aparecía la autoridad de sus maldiciones. Tal vez los oía porque estaba pensando en mi hermano y en ellos lo escuchaba a él. Y me escuchaba.
Un muchacho silbaba una tonada, al mismo tiempo muy complicada y muy sencilla, que parecía brotar de él como de un pájaro. Sonaba muy fresca y conmovedora en todo aquel aire duro y brillante, apenas sosteniendo su ser en medio de todos los demás sonidos.
Me puse de pie, fui hacia la ventana y miré el patio. Era el comienzo de la primavera y la savia crecía en los muchachos. Algún maestro pasaba entre ellos cada poco tiempo, con rapidez, como si le urgiera abandonar el lugar para quitarse aquellos muchachos de la vista y de la mente. Comencé a recoger mis cosas. Pensé que lo mejor era irme a casa y hablar con Isabel.
Cuando llegué a la planta baja, el patio estaba casi desierto. Vi a un muchacho parecido a Sonny de de pie en la sombra de una puerta. Casi lo llamé, pero me di cuenta que no era Sonny, sino alguien a quien alguna vez tratamos, un chico que vivía a la vuelta de la esquina. Había sido amigo de Sonny. No mío, por ser demasiado joven y porque, de alguna forma, nunca me había caído bien. Ahora, pese a ser un hombre hecho y derecho, seguía holgazaneando por aquella manzana, dedicando horas a quedarse en las esquinas, siempre drogado y andrajoso. Solía tropezarme con él de vez en cuando y siempre se las ingeniaba para acercarse a pedirme veinticinco o cincuenta centavos. Sus excusas para pedirlos eran decentes, por lo que siempre se los daba sin saber bien el porqué.
Pero ahora, de repente, lo odié. No podía soportar el modo en que miraba, una mirada entre perro y niño astuto. Intenté preguntarle qué diablos hacía en el patio de la escuela.
Pareció deslizarse hacia mí diciendo: “Veo que tiene el periódico, así que ya lo sabe”.
—¿Te refieres a Sonny? Sí, ya lo sé. ¿Cómo es que no te pescaron?
La mueca hecha sonrisa lo convirtió en repulsivo y me trajo a la mente cuál había sido su apariencia de niño. “No estaba allí. Me alejo de esa gente.”
—Haces bien —le ofrecí un cigarrillo y lo observé a través del humo—. ¿Viniste hasta aquí sólo para contarme lo de Sonny?
—Así es —parecía sacudir la cabeza y tenía los ojos extraños, como si fuera bizco. El sol brillante le empalidecía la húmeda piel café oscuro, volviéndole amarillos los ojos y haciendo resaltar la suciedad de su cabello crespo. Apestaba. Me separé un tanto de él y dije: “Bueno, gracias. Ya me enteré y debo llegar a casa”.
—Lo acompañaré un rato —dijo.
Comenzamos a caminar. Aún había un par de chicos remoloneando en el patio, y uno de ellos me dijo buenas noches y miró con extrañeza al muchacho que me acompañaba.
—¿Qué piensa hacer? —preguntó—. Quiero decir, acerca de Sonny.
—Mira, no he visto a Sonny en más de un año, y no estoy seguro de que vaya a hacer algo. Además ¿qué diablos puedo hacer?
—Es cierto —dijo con rapidez—, nada puede hacer. Entiendo que no se puede hacer mucho por el bueno de Sonny.
Era lo que yo pensaba, y por esa razón me pareció que él no tenía derecho a decirlo.
—Pero, de cualquier modo, lo de Sonny me sorprende—continuó. Tenía una manera curiosa de hablar: mirando al frente, como si hablara consigo mismo—. Creí que Sonny era listo, incluso demasiado listo para que lo engancharan.
—Supongo que él pensó lo mismo —dije con acritud— y por eso lo pescaron. ¿Y qué pasa contigo? Apuesto a que eres de lo más inteligente.
Entonces me miró directamente, como por un minuto: “No soy listo”, dijo. “Si fuera listo hace tiempo que habría buscado una pistola.”
—Mira, no me cuentes tu triste historia. Si por mí fuera, te daría una —y entonces me sentí realmente culpable, quizá por no haber supuesto nunca que el pobre diablo tuviera una historia y, mucho menos, que fuera triste. Pregunté con prisa—. Y ahora ¿qué va a ocurrirle?
No respondió. Andaba perdido en algún otro lugar. “Lo cómico”, dijo con un tono natural, como si estuviéramos discutiendo el modo más rápido de llegar a Brooklyn, “es que al ver los periódicos esta mañana, lo primero que me pregunté es si yo tenía algo que ver en todo esto. Y me sentí un tanto responsable”.
Comencé a escuchar con mayor atención. La estación del metro estaba en la esquina, justo frente a nosotros. Ambos nos detuvimos. Estábamos frente a un bar. Él se inclinó ligeramente mirando hacia el interior. Si buscaba a alguien parecía no estar allí. La máquina de discos golpeaba con algo negro y rítmico y observé a medias a la camarera mientras iba danzando, y riendo por lo que alguien le había dicho, hacia su lugar tras la barra del bar sin perder el compás de la música. Al mirarla reír veía a la niña y percibía, debajo del maltratado rostro de la semiprostituta, a la mujer condenada que todavía lucha.
—Jamás le di a Sonny nada —dijo el muchacho finalmente—, pero hace mucho tiempo llegué a la escuela drogado y Sonny me preguntó cómo me sentía. —Hizo una pausa. Era doloroso verlo. Miré a la camarera y escuché la música, que parecía sacudir el pavimento—. Le dije que me sentía muy bien. —La música cesó, la camarera hizo una pausa y observó la máquina de discos hasta que la música se reinició—. Y así era.
La conversación me llevaba hacia un lugar al que no quería ir. Desde luego, no quería saber cómo se sentía él, porque su amenaza lo abarcaba todo. La amenaza era su realidad.
—Y ahora ¿qué va a sucederle? —volví a preguntar.
—Lo enviarán a algún sitio e intentarán curarlo —sacudió la cabeza—. Tal vez incluso llegue a pensar que venció el hábito. Entonces lo dejarán ir… —hizo un gesto, lanzando el cigarrillo al desagüe—. Eso es todo.
—¿Qué quieres decir con eso es todo?
En realidad preguntaba pero lo sabía.
—Quiero decir que eso es todo —. Apretando la comisura de los labios giró la cabeza para mirarme—. ¿No sabe lo que quiero decir? —preguntó suavemente.
—¿Cómo diablos puedo saber lo que quieres decir? —susurré casi sin saber por qué.
—Cierto —dijo al aire—, ¿cómo sabría él lo que quiero decir? —se volvió hacia mí otra vez, paciente y calmo y, sin embargo, temblaba como si fuera a deshacerse en pedazos. Sentí de nuevo el hielo en las tripas, ese miedo de toda la tarde. Otra vez miré a la camarera moviéndose por el bar, lavando vasos, cantando—. Atienda. Lo dejarán ir y todo comenzará de nuevo. Eso quiero decir.
—Es decir… lo dejarán ir. Y entonces simplemente comenzará a buscar el camino de regreso — Quieres decir que nunca abandonará el vicio. ¿Es eso lo que quieres decir?
—Justamente —dijo con alegría—. Usted entiende lo que quiero decir.
—Dime —dije por fin—, ¿por qué desea morir? Seguro desea morir, se está matando. ¿Por qué desea morir?
Me miró sorprendido. Se humedeció los labios. “No quiere morir. Quiere vivir. Nadie quiere morir. Nunca.”
Entonces quise preguntarle demasiadas cosas. No podría haberlas contestado. O, de haberlo hecho, yo no habría soportado las respuestas. -Comencé a caminar-. “Bueno, supongo que no son mi asuntos.”
—Va a ser duro para el bueno de Sonny —dijo. Llegamos al metro—. ¿Es su estación? —preguntó. Asentí. Bajé un peldaño—. ¡Maldita sea! —dijo de pronto. Lo miré. Volvió a hacer una mueca—. Que me cuelguen si no olvidé el dinero en casa. No tendrá por ahí un dólar ¿verdad? Que me dure un par de días, eso es todo.
De pronto algo en mi interior se venció, amenazando con salir a borbotones. Ya no lo odiaba. Sentí que en el siguiente momento comenzaría a llorar como un niño.
—Seguro —dije—, no sufras —miré en la cartera y no tenía un billete de dólar, sólo uno de a cinco—. Toma —le dije—. ¿Te bastará?
No lo miró; no quiso mirarlo. Su rostro mostró prudencia, como si estuviera manteniendo en secreto para él y para mí el número del billete. “Gracias”, dijo, y ahora se moría por verme ir. “No se preocupe por Sonny. Tal vez le escriba o haga algo.”
—Claro —dije—. Hazlo. Hasta la vista.
—Nos vemos —dijo. Bajé la escalera.
Y no escribí a Sonny, ni le envié nada por un largo tiempo. Cuando finalmente me decidí, fue poco después de morir mi hijita. Su respuesta me hizo sentir como un desgraciado.
Querido hermano:
No sabes cuánto necesitaba oír de ti. Quise escribirte muchas veces, pero imaginaba lo mucho que debo haberte herido y entonces no lo hice. Pero ahora me siento como un hombre que ha tratado de salir de algún agujero profundo, realmente profundo y podrido y que allá afuera veía el sol. Necesito salir.
No puedo contarte mucho sobre cómo llegué aquí, no podría contártelo. Pienso que sentía miedo de algo o intentaba escapar de algo y sabes que nunca he tenido la cabeza muy sólida (sonrisa). Me alegra que mamá y papá hayan muerto y no puedan ver lo que sucedió con su hijo y juro que de saber lo que estaba haciendo jamás te habría lastimado así, a ti y a tanta gente admirable que fue amable conmigo y creyó en mí.
No pienses que tuvo algo que ver el hecho de que fuera músico. Es más que eso. O quizás menos. Aquí, no puedo poner en orden las cosas en la cabeza, y procuro no pensar qué ocurrirá conmigo cuando salga. A veces pienso que voy a palmarla y nunca saldré de aquí y otras que de inmediato volveré. Sin embargo, algo te digo: mejor me vuelo los sesos que pasar por lo mismo otra vez. Pero eso lo dicen todos, según me informan. Si te aviso cuando llego a Nueva York y me recibes, lo apreciaría mucho. Dale mi cariño a Isabel y a los críos. Sentí mucho enterarme de lo de Gracie. Quisiera ser como mamá y decir hágase la voluntad del Señor, pero no sé, me parece que los problemas son lo único que jamás se termina y no sé qué se gana echándole la culpa al Señor. Pero tal vez haga su poquito de bien creer en eso.
Tu hermano
Sonny
Entonces me mantuve en contacto con él, le envié lo que podía y fui a recibirlo cuando regresó a Nueva York. Al verlo, muchas cosas que creía olvidadas volvieron de sopetón a mí. Esto fue porque, finalmente, comencé a interesarme en él y en su vida interior, esa, no importa cuál fuera, que lo había envejecido y adelgazado, ahondándole la pasividad distante con que siempre se movió. En poco se parecía a mi hermano menor. Pero, cuando sonrió, cuando nos estrechamos la mano, el hermanito que nunca conocí se asomó desde las profundidades de esa vida íntima, como un animal que esperara ser convencido de salir a la luz.
—¿Cómo has estado? —me preguntó.
—Bien. ¿Y tú?
—Muy bien —sonreía con todo el rostro—. Me alegra volver a verte.
—Lo mismo digo.
Los siete años de diferencia en nuestras edades yacían entre nosotros como un abismo. Me pregunté si aquellos años podrían funcionar alguna vez como un puente. Recordaba, y me dificultó el respirar, que yo había estado allí cuando él nació y había escuchado las primeras palabras que habló. Cuando comenzó a caminar, caminó de nuestra madre hacia mí, justo antes de que cayera, cuando dio los primeros pasos en este mundo.
—¿Cómo está Isabel?
—Muy bien. Se muere por verte.
—¿Y los chicos?
—También muy bien. Están ansiosos de ver a su tío.
—Ah, vamos. Ya sabes que no me recuerdan.
—¿Bromeas? Claro que te recuerdan.
Sonrió de nuevo. Tomamos un taxi. Teníamos mucho que contarnos, demasiado como para saber dónde comenzar.
Cuando el taxi comenzaba a moverse pregunté: “¿Sigues deseando ir a la India?”
Rió. “Todavía lo recuerdas. Caramba, no. Este lugar es suficientemente indio para mí.”
—Solía pertenecerles —dije.
Y rió de nuevo. “Ni duda que sabían en lo que estaban cuando se deshicieron de él.”
Años atrás, cuando tenía catorce, Sonny estuvo empeñado en la idea de ir a la India. Leyó libros sobre personas que, sentadas en rocas, desnudas en cualquier tipo de clima, aunque generalmente malo, desde luego, caminaban descalzas sobre carbones ardientes y llegaban a la sabiduría. Yo solía decir que me sonaba como si estuvieran alejándose de la sabiduría lo más rápido posible. Pienso que me miraba con lástima a causa de esto.
—¿Te importa —preguntó— si pedimos al conductor que nos lleve por un costado del parque? El lado oeste. Hace tanto que no veo la ciudad.
—Claro que no —dije. Temí sonar como si lo estuviera consintiendo, pero esperaba que no se lo tomara así.
Avanzamos, entre el verde del parque y la elegancia pétrea e inerte de los hoteles y los edificios de apartamentos, hacia las calles vividas y agresivas de nuestra infancia. Esas calles no habían cambiado, aunque proyectos de vivienda surgían en ellas como rocas en medio de un mar hirviente. La mayoría de las casas donde crecimos habían desaparecido, así como las tiendas en que robáramos, los sótanos en que por primera vez intentamos el sexo, los tejados desde los cuales lanzábamos latas vacías y ladrillos. Pero seguían dominando el paisaje casas exactamente iguales a las casas de nuestro pasado; muchachos exactamente como los muchachos que alguna vez fuimos se asfixiaban en esas casas, salían a las calles buscando luz y aire y se veían rodeados por el desastre. Algunos escapaban de la trampa; la mayoría no. Los que se iban siempre dejaban atrás algo de sí mismos, tal como algunos animales se amputan una pata y la dejan en la trampa. Tal vez podría decirse que yo había escapado; después de todo era maestro de escuela; o que Sonny lo había conseguido, pues por años no había vivido en Harlem. Sin embargo, mientras el taxi avanzaba ciudad arriba, a través de calles que parecían ennegrecer, de prisa, con gente negra, y mientras encubiertamente estudiaba el rostro de Sonny, me vino a la mente que ambos buscábamos a través de cada una de nuestras ventanillas del taxi aquella parte de nosotros que había quedado atrás. Es siempre en el momento de los problemas y las confrontaciones que duele el miembro desaparecido.
Llegamos a la calle 110 y comenzamos a movernos por la avenida Lenox. Conocía esta avenida de toda mi vida, pero volvió a parecerme, como ocurrió el día en que por primera vez supe de los problemas de Sonny, envuelta en una amenaza oculta que era el aliento mismo de su existencia.
—Casi llegamos —dijo Sonny.
—Casi.
Estábamos demasiado nerviosos para decir más.
El conjunto habitacional en el que vivimos fue construido hace poco. A pocos días de levantado parecía inhabitablemente nuevo y ahora ya estaba deteriorado. Es como una parodia de la vida buena, limpia y neutra. Dios sabe que quienes habitan el lugar hacen lo imposible por convertirlo en eso. El césped aporreado que lo rodea no basta para volverles la vida verde; los setos jamás detendrán fuera a las calles, y ellos lo saben; las grandes ventanas a nadie engañan, no son lo bastante grandes para crear la ilusión de espacio y tampoco interesan, para eso está la pantalla del televisor. El patio de juegos es muy popular con los niños que no juegan con un avión, ni con una cuerda, ni con patines, ni se mecen en los columpios; se los encuentra allí cuando ya ha oscurecido. Nos mudamos en parte porque no está muy lejos de mi trabajo y en parte por los chicos, pero no se trata de nada nuevo, es igual a las casas donde crecimos Sonny y yo: suceden las mismas cosas y los niños tendrán las mismas cosas por recordar. En el momento de entrar a la casa tuve la sensación de que simplemente lo estaba exponiendo de nuevo al peligro del que casi muere al tratar de huir.
Sonny nunca fue comunicativo, por eso no entendía por qué estaba seguro de que se moría por hablarme en cuanto terminó la cena aquella primera noche. Todo había salido bien. El chico mayor lo recordaba, al menor le cayó bien y él había recordado traer un regalo para cada uno de ellos. E Isabel, que en verdad es mucho más agradable que yo, más abierta y generosa, se había tomado muchas molestias con la cena y se mostraba genuinamente contenta de volver a verlo. Ella siempre había sido capaz de tomarse las cosas de un modo en que yo no puedo hacerlo. Fue agradable ver su rostro vivo otra vez, riendo y haciendo reír a Sonny. No estaba ni parecía estar incómoda o turbada por su presencia. Su charla, sin evitar ningún tema, hizo que Sonny superara su leve envaramiento inicial. Y gracias a Dios que estaba allí, pues a mí me llenaba de nuevo aquel miedo frío y todo lo que hacía y decía me parecía torpe y cargado de sentidos ocultos. Intentaba recordar todo lo escuchado acerca de la adicción a las droga sin poder evitar la búsqueda de los signos en él. No lo hacía por malicia, sólo estaba intentando descubrir cosas acerca de mi hermano y me moría por escucharlo decir que estaba a salvo.
—¡Seguro! —gruñía mi padre cuando mamá sugería intentar mudarse a otro vecindario que fuera más seguro para los niños—. ¡Qué idiotez! No hay lugar seguro para los chicos.
Siempre se lanzaba a decir cosas así, pero en realidad nunca fue tan malo como sonaba, ni siquiera los fines de semana, cuando se emborrachaba. A decir verdad, siempre estaba alerta por si aparecía “algo un poco mejor”, pero murió antes de encontrarlo. Sucedió de repente, durante un fin de semana de borrachera en medio de la guerra, cuando Sonny tenía quince años. Ellos nunca se llevaron del todo bien, en parte debido a que Sonny era la niña de los ojos para el padre. Fue porque lo amaba tanto y temía por él que siempre estaban peleando. Y a nada lleva el pelear con Sonny, porque él simplemente retrocede dentro de sí mismo, adonde no lo alcancen. Eran muy parecidos, esa era la razón principal de no llevarse bien. Papá era grande y tosco y vociferante, lo opuesto de Sonny, pero ambos tenían la misma reserva.
Mamá intentó explicarme esto justo después de morir papá, cuando yo estaba en casa con licencia del ejército. Fue la última vez que la vi con vida. De cualquier manera, esta imagen se confunde en mi mente con las que tenía de ella cuando era más joven. La recuerdo como solía estar un domingo por la tarde cuando los mayores hablaban tras la gran comida dominical. Siempre sentada en el sofá y vestida de azul claro. Mi padre en la poltrona, no muy lejos de ella. Y la sala llena de gente de la iglesia y parientes sentados alrededor, mientras la noche avanzaba afuera sin que se dieran cuenta. Se puede ver la oscuridad creciendo en los cristales y se escuchan de cuando en cuando los ruidos de la calle o el golpeo discordante de un instrumento de percusión en una de las iglesias cercanas, pero en la habitación todo es silencio. Por un momento nadie habla, pero cada rostro se va oscureciendo, como el cielo afuera. Y mi madre se mece un poco de la cintura hacia arriba y mi padre tiene los ojos cerrados. Todos miran algo que un niño no alcanza a ver. Por un minuto se han olvidado de los niños. Tal vez un muchachillo yace en la alfombra, medio dormido. Tal vez alguien tiene a un chico en el regazo y sin darse cuenta le acaricia la cabeza. Tal vez hay un chico, tranquilo y de ojos grandes acurrucado en una silla grande en la esquina. El silencio, la negrura en aumento y la negrura en los rostros asustan al niño. Confía en que nunca se detendrá, nunca morirá, la mano que le acaricia la cabeza. Espera que nunca llegue el tiempo cuando los viejos no estén sentados por la sala, hablando de dónde han venido, qué han visto y qué sucedió con ellos y con sus familiares.
No obstante, algo profundo y vigilante que hay en el niño sabe que esto habrá de terminar, está ya terminando. En un momento alguien se pondrá de pie y encenderá la luz. Entonces los mayores recordarán a los niños y ya no hablarán ese día. Y cuando la luz llene el cuarto, el niño estará lleno de oscuridad. Sabe que cada momento en que esto sucede, él se ha acercado un poco más a esa oscuridad del exterior. Esa oscuridad del exterior es de lo que han estado hablando los mayores. De allí es de donde han venido. Es lo que soportan. El niño sabe que ya no hablarán porque si él sabe demasiado sobre lo que ocurrió con ellos, sabrá demasiado y demasiado pronto lo que sucederá con él.
La última vez que hablé con mi madre recuerdo haber estado inquieto. Deseaba salir y ver a Isabel. No estábamos casados entonces y teníamos mucho que resolver entre nosotros. Mamá estaba vestida de negro, sentada junto a la ventana tarareando Lord, you brought me from a long way off, una vieja canción religiosa. Sonny estaba fuera. Mamá observaba las calles.
—No sé —dijo— si volveré a verte, una vez que te vayas. Pero espero que recuerdes las cosas que traté de enseñarte.
—No hables así —dije, y sonreí—. Estarás aquí por un largo rato todavía.
Sonrió sin decir nada y estuvo callada por un largo rato. Yo dije: “Mamá, no te preocupes de nada. Escribiré todo el tiempo, y tú recibirás los cheques…”
—Quiero hablarte de tu hermano —dijo de pronto—. Si algo me sucede, no tendrá nadie que lo cuide.
—Mamá —dije—, nada te pasará a ti o a Sonny. Él está bien, es un buen muchacho y tiene sentido común.
—No se trata de que sea un buen muchacho —dijo mamá—, o de que tenga sentido común. No sólo los malos y ni siquiera los tontos son los que se hunden. —Dejó de mirarme—. Tu papá tuvo un hermano —dijo, y sonrió de modo que me hizo pensar que algo le dolía—. Nunca lo supiste ¿verdad?
—No —dije—, nunca lo supe —y le observé el rostro.
—Ah sí —dijo—, tu papá tuvo un hermano —volvió a mirar ventana afuera—. Sé que nunca viste llorar a tu papá. Pero yo sí. Muchas veces en todos estos años.
“¿Qué pasó con su hermano? ¿Por qué nadie habló de él nunca?”
Fue la primera vez que noté avejentada a mi madre.
—A su hermano lo mataron —dijo—, cuando era un poco más joven que tú ahora. Lo conocí. Era un buen muchacho. Tal vez un poquito endiablado, pero sin que quisiera hacerle daño a nadie.
Entonces calló y el cuarto quedó en silencio, exactamente como ocurría en aquellas tardes de domingo. Mamá seguía mirando hacia las calles.
—Solía trabajar en una fábrica —dijo—. Los sábados por la noche salías con tu padre. Iban a diferentes lugares, a bailar y cosas parecidas, o simplemente a reunirse con gente que conocían. Al hermano de tu padre le gustaba actuar. Cantaba -tenía una bella voz- y se acompañaba con la guitarra. Pues bien, ese sábado por la noche venía con tu padre de algún sitio, estaban los dos un poco bebidos y había una luna llena brillante, como si fuera de día. Él iba silbando con la guitarra colgada del hombro mientras descendían una colina hacia un camino que se desprendía de la autopista. De pronto decidió correr colina abajo, cruzar el camino y detenerse a orinar detrás de un árbol. A tu padre lo divertía aquello, por eso seguía bajando lentamente. Se oyó un motor de coche en el mismo instante en que tu tío salía de detrás del árbol, y cruzaba el camino a la luz de la luna. Tu padre, si saber por qué comenzó a correr colina abajo. El auto iba lleno de blancos, todos borrachos. Cuando vieron al hermano de tu padre lanzaron gritos y aullidos y fueron directo contra él. Se estaban divirtiendo y sólo querían asustarlo, como a veces hacen, ya lo sabes. La borrachera de tu tío, sumada a la de ellos y al susto que lo atacó de pronto, impidieron que saltara a tiempo. Cuando lo hizo era tarde. Tu padre dice que escuchó el grito de su hermano cuando el auto le pasó por encima, cómo se vencía la madera de la guitarra, el estallido de las cuerdas y los gritos de los blancos. El coche siguió adelante y hasta el día de hoy no se ha detenido. Cuando tu padre llegó al pie de la colina, su hermano sólo era una masa informe llena de sangre.
En la cara de mi madre brillaban lágrimas. Nada había que pudiera decir yo.
—Nunca lo mencionó —dijo— porque nunca lo dejé mencionarlo frente a ustedes. Tu papá pareció un loco aquella noche y muchas noches después. Dice que nunca vio algo tan oscuro como ese camino tras desaparecer las luces del auto. Nada había, nadie había en aquel camino, sólo tu papá y su hermano y la guitarra deshecha. Ya nunca quedó realmente bien. Hasta el día de su muerte sólo estuvo seguro de que todo blanco al que veía era el hombre que había matado a su hermano.
Se detuvo, sacó el pañuelo, se secó los ojos y me miró.
—No te cuento esto —dijo— para asustarte o amargarte o hacerte odiar a alguien. Te lo digo porque tienes un hermano. Y el mundo no ha cambiado.
Supongo que no quise creerlo. Supongo que lo leyó en mi rostro. Me dio la espalda, volviéndose hacia la ventana, para explorar aquellas calles.
—Doy gracias a mi Redentor —dijo por último— que haya llamado a tu papá antes que a mí. No lo digo para echarme flores, pero me impide sentirme demasiado abatida el saber que ayudé a tu padre a pasar sin peligros por este mundo. Él siempre actuó como si fuera el hombre más rudo y fuerte de esta tierra. Y todos lo creían así. ¡Pero me tenía a mí que lo había visto llorar!
Lloraba de nuevo. Sin embargo, no pude moverme. Dije: “Por Dios, mamá, no sabía que las cosas fueran así”.
—Oh, querido —dijo—, hay mucho que no sabes. Pero lo descubrirás —se alejó de la ventana acercándose—. Tienes que agarrar a tu hermano —dijo— y no dejarlo caer, no importa lo que parezca estarle sucediendo y no importa cuánto te molestes con él. Vas a ser malo con él muchas veces. Pero nunca olvides lo que te dije ¿entiendes?
—No lo olvidaré —dije—. No te preocupes, no lo olvidaré. No dejaré que nada le ocurra a Sonny.
Mi madre sonrió como si la divirtiera algo visto en mi cara. “Quizás no puedas impedir que algo suceda. Pero debes hacerle saber que estás allí “.
Dos días más tarde me casé y me fui. Tenía muchas cosas metidas en la cabeza, por lo que casi olvidé la promesa hecha, hasta que regresé a casa con permiso especial para su funeral.
Tras el funeral, Sonny y yo quedamos solos en la cocina vacía. Entonces intenté descubrir algo acerca de él.
—¿Qué quieres hacer? —le pregunté.
—Voy a ser músico —dijo.
En el periodo en que estuve fuera se había graduado en bailar al son de la máquina de discos, en saber quién tocaba qué y se había comprado un juego de tambores.
—¿Me estás diciendo que quieres ser baterista? —Por alguna razón pensaba que ser baterista pudiera estar bien para otras personas, pero no para mi hermano.
—No creo —dijo, mirándome con gravedad— que llegue a ser un buen baterista. Pero sí que pueda llegar a tocar el piano.
Fruncí el ceño. Nunca antes había interpretado tan seriamente el papel de hermano mayor, en realidad casi nunca le había preguntado cosa alguna. Sentía estar en presencia de algo que no sabía en realidad cómo manejar, que no comprendía. Así que fruncí el ceño mientras le preguntaba: “¿Qué tipo de músico quieres ser?”
Sonrió burlón: “¿Cuántas clases crees que hay?”
—Habla seriamente —dije.
Rió, echando hacia atrás la cabeza y me miró: “Estoy hablando en serio”.
—Pues entonces, por el amor de Dios, deja de bromear y responde a una pregunta seria. ¿Piensas ser concertista, tocar música clásica y todo eso o… qué? —Mucho antes de que terminara estaba riendo otra vez—. ¡Por el amor de Dios, Sonny! -Se contuvo, pero con dificultades-. “Lo siento. Pero sonabas tan asustado”.
—Bueno, puedo parecerte gracioso ahora, pequeño, pero no lo será tanto cuando tengas que ganarte la vida. Déjame decírtelo. —Estaba furioso porque sabía que se reía de mí y no sabía por qué.
—No —dijo muy sereno y tal vez temeroso de haberme herido—, no quiero ser pianista de música clásica. Eso no me interesa. Quiero decir. —Hizo una pausa, mirándome con dureza, como si sus ojos pudieran ayudarme a entender y entonces hizo un gesto de impotencia—. Quiero decir que tendré que estudiar mucho, estudiarlo todo, pero lo que quiero decir realmente es que deseo tocar con músicos de jazz —se detuvo—. Quiero tocar jazz —dijo.
Pues bien, esa palabra nunca antes había sonado tan pesada, tan real como sonó aquella tarde en boca de Sonny. Me quedé mirándolo y es probable que en ese momento estuviera frunciendo el ceño de verdad. Simplemente no entendía por qué demonios Sonny deseaba perder el tiempo en clubes nocturnos, payaseando en podios de bandas, mientras la gente se empujaba entre sí en la pista de baile. Por alguna razón eso no parecía estar a su altura. Nunca antes lo había pensado, me habían forzado a pensarlo, pero supongo que siempre coloqué a los músicos de jazz en esa clase que mi padre llamaba “los que la pasan bien”.
—¿Hablas en serio”?
—Diablos, sí, hablo en serio.
Parecía más vulnerable que nunca y a la vez molesto y profundamente herido.
Sugerí, por ayudar: “¿Quieres decir cómo Louis Armstrong?”
Su rostro se apretó como si lo hubiera abofeteado: “No. No estoy hablando de ninguna de esa basura anticuada y pedestre”.
—Bueno, Sonny, lo siento, no te enojes. Es que no lo entiendo del todo. Nómbrame alguno. Ya sabes, un músico de jazz que admires.
—Bird.
—¿Quién?
—¡Bird! ¡Charlie Parker! ¿No te enseñaron nada en el maldito ejército?
Encendí un cigarrillo. Primero me sorprendió y luego me divirtió un poco descubrir que estaba temblando: “No me he mantenido en contacto con eso. Debes tenerme paciencia. ¿Y quién es este fulano, Parker?”
—Simplemente uno de los músicos de jazz vivos más grandes —dijo Sonny, adustamente, con las manos en los bolsillos y dándome la espalda—. Tal vez el más grande —agregó con amargura—. Es probable que por eso tú nunca hayas oído hablar de él.
—Está bien —dije—, soy un ignorante. Lo siento. Voy a salir y me compro de inmediato todos sus discos. ¿Te parece bien?
—Para mí —dijo Sonny con dignidad— no tiene ninguna importancia. No me interesa qué escuches. No me hagas favores.
Comencé a darme cuenta de que nunca antes lo había visto tan descompuesto. Con otra parte del cerebro pensaba que, probablemente, esto resultara ser una de esas cosas por las que pasan los chicos y que no debería darle importancia insistiendo demasiado en ella. No obstante, no creí hacer daño preguntando: “Pero eso se lleva mucho tiempo ¿no? ¿Puedes vivir de ello?”
Se volvió hacia mí, apoyado a medias y sentado a medias sobre la mesa de la cocina. “Todo toma su tiempo. Pues sí, seguro, puedo vivir de ello. Pero lo que no logro hacerte comprender es que no deseo hacer ninguna otra cosa.”
—Bueno, —dije con suavidad— tú sabes que la gente no puede hacer siempre lo que desea
—No, no lo sé —dijo Sonny, sorprendiéndome—. Pienso que la gente debe hacer lo que desea hacer, de otra forma, ¿para qué vivir?
—Estás por volverte un muchacho grande ya —dije con desesperación—, es hora de que comiences a pensar en tu futuro.
—Estoy pensando en mi futuro —dijo Sonny oscuramente—. Pienso en él todo el tiempo.
Me rendí. Si no cambiaba de idea siempre podríamos discutirlo más tarde. “Mientras”, dije, “tienes que terminar la escuela”. Ya habíamos decidido que se mudara con la gente de Isabel. Yo sabía que no era el arreglo ideal, pues a ellos les van los sermones y no les gustó mucho que ella se casara conmigo. Pero no encontraba qué otra cosa hacer. “Y tenemos que acomodarte allí.”
Hubo un silencio largo. Se movió de la mesa de la cocina a la ventana. “Es una idea terrible. Tú mismo lo sabes.”
—¿Tienes una idea mejor?
Por un minuto anduvo de aquí para allá por la cocina. Era tan alto como yo y había comenzado a rasurarse. De pronto tuve la sensación de que no lo conocía en absoluto. Se detuvo ante la mesa de la cocina y tomó mis cigarrillos. Mirándome con una especie de burla, de reto divertido, se puso uno entre los labios.
— ¿Te importa?
—¿Ya fumas?
Encendió el cigarrillo y asintió, observándome luego a través del humo. “Quise ver si tenía el valor de fumar delante tuyo.” Sonriendo envió una gran nube de humo hacia el cielo raso. “Fue fácil.” Me miró a la cara. “Vamos, di la verdad, apuesto que a mi edad ya fumabas.”
No hice comentario alguno, pero la verdad se traslucía en mi cara. Él rió con una risa forzada. “Seguro. Y apuesto que no era lo único que hacías.”
Me estaba atemorizando un poco. “Déjate de idioteces”, dije. “Ya decidimos que vas a vivir con Isabel. ¿Qué te ha dado así de pronto?”
—Tú lo decidiste —subrayó—. Yo no. —Se detuvo frente a mí, apoyándose en la estufa, los brazos entrelazados sin fuerza—. Mira, hermano, no quiero quedarme más en Harlem, en serio. —Se mostraba muy grave. Me miró a mí y luego a la ventana de la cocina. Había en sus ojos algo que yo no había visto antes, algo meditabundo, alguna preocupación propia. Se masajeó el músculo de un brazo—. Es hora de que me vaya de aquí.
—¿Adonde quieres ir, Sonny?
—Quiero enrolarme. En el ejército o en la marina, no me importa. Si digo que ya tengo la edad, me creerán.
Entonces me enojé porque estaba muy asustado. “Estás loco. Maldito idiota. ¿Para qué demonios quieres meterte al ejército?”
—Ya te lo dije, para irme de Harlem.
—Sonny, ni siquiera has terminado la escuela. Y si en serio quieres ser músico, ¿cómo vas a estudiar estando en el ejército!
Me miró, atrapado y lleno de angustia. “Hay modos. Tal vez pueda hacer algún tipo de trato. De cualquier manera, tendré mi paga de soldado cuando salga.”
—Si sales —nos miramos fijamente—. Sonny, por favor, sé razonable. Entiendo que las condiciones están lejos de ser perfectas, pero tenemos que arreglárnoslas del mejor modo posible.
—No estoy aprendiendo nada en la escuela —dijo—. Incluso cuando voy —me dio la espalda, abrió la ventana y lanzó por ella el cigarrillo hacia el callejón estrecho—. Es decir, nada estoy aprendiendo de lo que tú quisieras que aprendiera —cerró con tal fuerza la ventana que pensé que el vidrio saltaría y se volvió hacia mí—. ¡Y estoy cansado de la peste de esas latas de basura!
—Sé cómo te sientes. Pero si no terminas la escuela ahora, más tarde sentirás no haberlo hecho —lo tomé de los hombros—. Y sólo te queda otro año. No está tan mal. Regresaré y juro que te ayudaré en cualquier cosa que desees hacer. Simplemente aguanta hasta que regrese. Por favor. ¿Harás eso por mí?
No respondió y no quiso mirarme.
—Sonny, ¿me oíste?
Se alejó. “Te oí. Pero tú nunca escuchas lo que yo digo.”
No supe qué contestar a eso. Miró hacia afuera y luego a mí. “Muy bien”, dijo suspirando, “lo intentaré”.
Entonces traté de alegrarlo un poco: “Donde vive Isabel tienen un piano. Puedes practicar en él”.
Eso lo alegró por un minuto. “Cierto”, se dijo, “lo había olvidado”. Su rostro se relajó un poco, pero la preocupación y los pensamientos seguían presentes en él, de la misma forma que las sombras juegan en el rostro de quien mira al fuego.
Terminé creyendo que jamás dejaría de escuchar comentarios sobre aquel piano. Al principio, Isabel me escribía diciéndome lo agradable que era la seriedad mostrada por Sonny respecto de la música: nada más llegar de la escuela, o de donde estuviera cuando se suponía que estaba en la escuela, se iba derecho al piano y allí se quedaba hasta la cena. Y acabada ésta regresaba al piano para quedarse hasta que todos se habían ido a la cama. Incluso tocaba el piano los sábados y domingos. Luego compró un tocadiscos y comenzó a escuchar discos una y otra vez, a veces durante todo el día, mientras improvisaba al piano siguiéndolos. Incluso seleccionaba un acorde, un cambio, una progresión y los interpretaba. Era una ida y vuelta del disco al piano.
En verdad que no sé cómo lo aguantaron. Isabel confesó finalmente que eso no era vivir con una persona, sino con un sonido que no tenía sentido para ella ni para los demás. De cierta manera, comenzaron a sentirse afligidos por aquella presencia en su hogar, una especie de demiurgo o de monstruo que se movía en una atmósfera diferente a la de ellos. Lo alimentaban y comía, se aseaba, entraba y salía por la puerta. No era ofensivo o desagradable o rudo, Sonny nunca fue así. Pero parecía estar envuelto envuelto en una nube, en algún fuego, en alguna visión propia. No había modo de llegar a él.
Al mismo tiempo, todavía era un chico al que había que cuidar. No podían correrlo y tampoco se atrevían a hacerle una escena porque incluso ellos sentían de un modo opaco, igual que yo, a tantos miles de kilómetros de distancia, que Sonny tocaba el piano para salvar la vida.
Un día llegó carta de la junta escolar y la recibió la madre de Isabel. Al parecer habían sido varias, todas ellas recibidas y eliminadas por Sonny, que no estaba yendo a la escuela. ¿En qué estaba malgastando su tiempo? Sonny confesó finalmente que acudía a encuentros con músicos y otros personajes en el apartamento de una chica blanca en el Greenwich Village. La madre de Isabel se asustó y comenzó a echarle en cara — aunque lo negara luego— los sacrificios que hacían para darle un hogar decente y lo poco que él lo apreciaba.
Sonny no tocó el piano aquel día. Al anochecer la madre de Isabel se había calmado, pero entonces quedaba lidiar con los demás. Isabel cuenta que hizo lo imposible por mantenerse calmada, pero perdió el control y comenzó a llorar. No dijo nada, simplemente estuvo mirando la cara de Sonny. Con sólo mirarlo expresó lo que le sucedía: habían penetrado en su nube, lo habían alcanzado. Incluso si sus dedos hubieran sido mil veces más gentiles de lo que son los dedos humanos, él no habría podido sino sentir que lo habían desnudado y estaban escupiendo en su desnudez. Porque comprendió que su presencia, con la música que para él significaba la vida o la muerte, había sido una tortura para esa gente, que no la había soportado por él, sino por mí. Sonny no pudo aceptarlo. Hoy trata de hacerlo, pero sigue sin dominarlo bien y, francamente, no sé quién podría conseguirlo.
El silencio de los siguientes días debe haber sido más sonoro que el sonido de toda la música tocada desde los principios de los tiempos. Una mañana, antes de irse a trabajar, Isabel entró al cuarto de Sonny buscando algo y de pronto se dio cuenta de que todos los discos habían desaparecido. Supo entonces con certeza que se había ido. Y así era. Se fue tan lejos como lo llevó la marina. Finalmente me envió una postal desde algún lugar en Grecia. Por primera vez desde su desaparición, tuve la seguridad de que seguía vivo. No volví a verlo hasta que ambos estuvimos en Nueva York y la guerra había terminado hacía tiempo.
Para entonces ya era un hombre, pero yo no estaba dispuesto a aceptarlo. Pasaba por casa de vez en cuando, aunque nos peleábamos casi siempre que nos veíamos. No me gustaba el modo en que vivía, perdido y como en sueños todo el tiempo, no me gustaban sus amigos y su música me parecía una mera excusa para justificar la vida que llevaba. Así de raro y desordenado parecía.
Entonces tuvimos una pelea, una pelea bastante desagradable, después de la cual no lo vi por meses. Pasado un tiempo lo fui a ver donde vivía, una habitación amueblada del Village, para intentar la reconciliación. Había montones de gente en la vivienda. Sonny estaba en la cama y no quería bajar a verme. Cuando lo hizo me di cuenta que trataba a los demás como si fueran su familia y a mí no, así que me enojé y le dije que viendo su manera de vivir igual podría estar muerto. Él también se enojó. Me dijo que no me preocupara por él el resto de mi vida, pues en lo que a mí concernía estaba muerto. Después me empujó hasta la puerta mientras los demás miraban como si nada pasara y la cerró de un golpe cuando estuve fuera. Al oír risas los ojos se me llenaron de lágrimas. Comencé a bajar la escalera, silbando para mí, para no llorar, Vas a necesitarme, nena, uno de estos días fríos y lluviosos.
La pequeña Gracie murió de polio en el verano. Era una chiquilla preciosa, pero sólo vivió, y sufrió, un poco más de dos años. Al principio tuvo una fiebre ligera durante un par de días que no parecía gran cosa, por lo que simplemente la acostamos. Tendríamos que haber llamado al doctor, pero la fiebre bajó y ella pareció estar bien, por lo que supusimos que se trataba de un mero resfriado. Pero un día, mientras preparaba el almuerzo, Isabel oyó que Grace se caía en la sala. Cuando tenemos un montón de niños no siempre corremos cuando uno de ellos se cae, a menos que comience a llorar o algo parecido. Sin embargo, al escuchar aquel golpe seguido del silencio de Grace, algo le produjo miedo. Corrió hacia la sala y allí estaba la pequeña Grace en el piso, toda retorcida y sin poder respirar. Cuando emitió un sonido fue el peor que Isabel escuchara en su vida. Todavía lo escucha en sueños. A veces me despierta con un sonido bajo, lamentoso, estrangulado y debo apresurarme a despertarla y estrecharla en mis brazos. Cuando Isabel llora apoyándose en mí parece tener una herida mortal.
Pienso que escribí a Sonny el mismo día que enterramos a Grace. Estaba sentado en la sala, solo en la oscuridad, cuando de pronto pensé en Sonny. Mi problema hizo real el suyo.
Un sábado por la tarde, con Sonny en casa por dos semanas, me causó sorpresa el estar moviéndome sin propósito por la sala. Bebía una lata de cerveza y trataba de reunir el valor suficiente para buscar algo oculto en la habitación de Sonny. Él había salido —por lo común salía cuando yo— y los chicos habían ido con Isabel a casa de los abuelos. Quedé mirando la Séptima Avenida a través de la ventana porque la idea de hurgar en la habitación de Sonny me tenía inmóvil. Apenas me atrevía a admitir qué estaría buscando y qué haría si lo encontraba o no.
En la acera de enfrente, a la entrada de un restaurant de barbacoa, algunas personas sostenían una reunión religiosa a la antigua. El cocinero del restaurant, con un sucio mandil blanco, el pelo flácido rojizo y metálico al sol pálido y un cigarrillo entre los labios, los observaba. Tanto muchachos como mayores dejaban de lado sus quehaceres para sumarse a unos ancianos y a una pareja de mujeres con aspecto rudo que vigilaban todo lo que ocurría en la avenida, como si la poseyeran o ella las poseyera. El mitin estaba a cargo de tres hermanas de negro y un hermano. Sólo tenían sus voces, sus biblias y un instrumento de percusión. El hermano predicaba, mientras dos hermanas parecían decir amén y la tercera se movía con el instrumento de percusión extendido para que los presentes dejaran caer las monedas en él. Cuando terminó la prédica, la hermana que había estado pidiendo dinero puso las monedas en la mano del predicador. Luego levantó ambas manos, sacudiendo el instrumento, y comenzó a cantar. Enseguida se le unieron los demás.
De repente me pareció extraño estar observando aquello, pese a que lo había hecho muchas veces. Y lo mismo pensé de los demás. Sin embargo, ellos se detenían, observaban y escuchaban como yo lo hacía desde la ventana. «Este viejo navío de Zion, cantaban mientras la hermana del instrumento mantenía un ritmo firme y sonoro, ha rescatado a miles» Ninguna de aquellas almas, sujetas al sonido de las voces, escuchaba esta canción por primera vez y ninguna había sido rescatada. Tampoco habían visto mucho trabajo de rescate exitoso a su alrededor, ni creían en la santidad de las tres hermanas y el hermano, porque sabían demasiado sobre ellos, dónde vivían y cómo. La mujer del instrumento, cuya voz dominaba el aire y cuyo rostro brillaba de gozo, estaba apartada por muy poco de la mujer que la observaba atentamente con un cigarrillo entre los labios gruesos y agrietados, el pelo como un nido de ave, el rostro marcado e hinchado de tanta paliza y los ojos negros brillando como carbones. Amabas lo sabían, por eso cuando, raramente, se dirigían la una a la otra la palabra, lo hacían llamándose Hermana. Mientras el canto iba llenando el aire, los ojos enfocados en algo interior generaban un cambio en los rostros: la música parecía aliviarlos de algún veneno y el tiempo parecía casi desprenderse de ellos, haciéndolos pasar de su condición anterior, agria y beligerante, a su antigua pureza. El cocinero sacudió un tanto la cabeza, sonrió, dejó caer el cigarrillo y desapareció en el local. Un hombre buscó cambio en su bolsillo y estuvo sujetándolo impaciente en su mano, como si de pronto hubiera recordado una cita urgente avenida arriba. Parecía furioso. Y entonces vi a Sonny a orillas de la multitud. Llevaba un cuaderno ancho y delgado, de pasta verde, que lo hacía parecer, desde donde yo estaba, como un escolar. El sol cobrizo hacía resaltar el cobre de su rostro mientras sonreía inmóvil. Entonces cesó el canto y volvió el pedido de limosnas. El hombre furioso dejó caer sus monedas y desapareció, al igual que dos de las mujeres. Sonny también dejó caer algo de cambio en el plato y luego cruzó la avenida rumbo a casa. Tenía un paso lento y amplio, un tanto como el andar de los elegantes de Harlem, aunque él le había impuesto un ritmo propio. Nunca antes, en realidad, lo había notado.
Quedé en la ventana, a la vez aliviado y aprensivo. Al desaparecer Sonny de mi vista, los otros comenzaron a cantar de nuevo. Seguían cantando cuando la llave giró en la cerradura.
—Hola —dijo.
—Hola. ¿Quieres una cerveza?
—No. Bueno, sí —pero vino hasta la ventana y se detuvo a mi lado, mirando—. Qué voz tan cálida —dijo.
Cantaban If I could only hear my mother pray again!
—Sí —dije—, y vaya que saben tocar.
—Pero la canción es horrible —dijo, y rió. Dejó caer el cuaderno en el sofá y desapareció en la cocina—. ¿Dónde están Isabel y los chicos?
—Creo que fueron a ver a los abuelos. ¿Tienes hambre?
—No —volvió a la sala con su lata de cerveza—. ¿Quieres acompañarme a un sitio esta noche?
Sentí, ignoro por qué, que no podía negarme. “Seguro. ¿Dónde?”
Sentado en el sofá, recogió el cuaderno y comenzó a pasar las hojas. “Voy a estar con un grupo en un local del Village.”
—¿Me estás diciendo que vas a tocar esta noche?
—Justamente —echó un trago a la cerveza y regresó a la ventana. Me miró de soslayo—. Si puedes aguantarlo.
—Lo intentaré —dije.
Sonrió para sí mismo. La reunión se dispersaba allá abajo. Las tres hermanas y el hermano, las cabezas inclinadas, cantaban God be with you till we meet again. A su alrededor, los rostros estaban ahora muy tranquilos. Cuando la canción terminó las tres mujeres y el hombre caminaron avenida arriba.
—Cuando cantó antes —dijo Sonny abruptamente—, su voz me recordó, por un minuto, lo que a veces te hace sentir la heroína cuando la tienes en las venas. Es una sensación de calor y frío al mismo tiempo. Y de distancia. Y te hace sentir… —bebió sin mirarme— dueño del control. A veces es necesario tener esa sensación.
—¿En serio? —. Me senté lentamente en la poltrona.
—A veces. —Fue al sofá y recogió su cuaderno—. Algunas personas lo necesitan.
—¿Para poder tocar? —pregunté con una voz muy desagradable, llena de desprecio y enojo.
—Bueno —me miró con enormes ojos preocupados, como si esperara decirme con ellos cosas que de otra manera jamás podría decirme—. Así lo piensan. Y si lo piensan…
—¿Y qué piensas tú? —pregunté.
Tras sentarse en el sofá, puso la lata de cerveza en el piso.
“No lo sé”, dijo, sin estar seguro de responder a mi pregunta o seguir la línea de sus pensamientos. “No se trata tanto de tocar. Es para soportarlo, para conseguir hacerlo. A cualquier nivel.” Frunció el ceño y sonrió: “Para evitar deshacernos en pedazos”.
—Pero estos amigos tuyos —dije— parecen deshacerse en pedacitos con demasiada rapidez.
—Tal vez —. Movía el cuaderno. Algo me dijo que debería controlar mi lengua, porque él hacía todo lo posible por hablar y yo debería escuchar—. Pero claro, tú sólo conoces a los que se deshicieron. A algunos no les pasa, o al menos todavía no, y es más de lo que cualquiera de nosotros puede decir. —Hizo una pausa—. Y luego hay algunos que viven realmente en el infierno. Lo saben y ven lo que está sucediendo y siguen adelante. No lo sé —suspiró, dejó caer el cuaderno, cruzó los brazos—. Algunos tipos, los que toman algo todo el tiempo, pueden sentirlo en la forma de tocar. Puede verse que les da algo real. Pero claro —tomó la cerveza del piso, echó un trago y asentó la lata—, lo quieren así y tienes que entenderlo. Incluso algunos lo niegan. Algunos, no todos.
—¿Y qué pasa contigo? —pregunté sin poder evitarlo—. ¿Lo quieres?
Poniéndose de pie se encaminó a la ventana, y permaneció en silencio por un largo tiempo. “Yo”, dijo. Luego agregó: “Hace rato, estando abajo, de camino aquí, escuchando a esa mujer cantar, me golpeó de pronto la idea del sufrimiento que debe haber pasado para lograrlo, para cantar así. Es repulsivo pensar que debes sufrir tanto.”
Dije: “Pero no hay modo de no sufrir. ¿O lo hay?”
—Creo que no —dijo y sonrió—. Pero eso nunca detuvo a nadie de intentarlo —me miró—. ¿O sí? —Comprendí, por su mirada burlona, que allí quedaba entre nosotros, para siempre, más allá del poder del tiempo y del perdón, el hecho de que hubiera permanecido en silencio, ¡por tanto tiempo!, cuando él necesitó de una voz humana que lo ayudara. Se volvió hacia la ventana—. No, no hay modo de no sufrir. Pero intentas de muchas maneras no ahogarte en eso, mantenerte a flote y que parezca… bueno, como tú. Como si hubieras hecho algo, lo aceptaras y ahora sufrieras por ello. ¿Entiendes? —Nada dije—. Y entonces —dijo, impaciente— ¿por qué sufre la gente? Quizá lo mejor sea hacer algo que le dé una razón, cualquier razón.
—Pero acabamos de coincidir —dije— en que no hay manera de no sufrir. ¿No es mejor, entonces, aceptarlo simplemente?
—Pero nadie lo acepta simplemente —gritó Sonny—. ¡Es eso lo que te estoy diciendo! Todos procuran no sufrir. Tú simplemente te afianzas al modo en que algunas personas lo intentan… ¡pero no es tu modo!
La barba en el rostro, que parecía húmedo, comenzó a picarme. «No es cierto”, dije, “eso no es cierto. Me importa un demonio lo que hagan los otros. Ni siquiera me importa cómo sufren. Me preocupa cómo sufres tú”. Él me miró. “Por favor, hazme caso, no quiero verte morir tratando de no sufrir”.
—No moriré —dijo, sin entonación— tratando de no morir. Al menos no con mayor prisa que cualquiera de los otros.
—Pero no hay necesidad —dije, intentando reír—, ¿o sí la hay?, de matarse.
Quise decir más, pero no pude. Deseaba hablar del poder de la voluntad y de cómo la vida podía ser hermosa. Quise decir que todo estaba dentro. ¿Pero lo estaba? O más bien, ¿no consistía en eso el problema? Quise prometerle que nunca más le fallaría, pero todo habría sonado a palabras vacías y a mentiras.
De modo que me hice la promesa y rogué por conseguir mantenerla.
—A veces es terrible, allá dentro —dijo—. Ése es el problema. Caminar por estas calles negro, descuidado y frío, sin un maldito idiota a quien hablarle, sin que nada se sacuda, sin poder sacar esa tormenta interior. No puedes hablar de ella, no puedes hacer el amor con ella, y cuando finalmente tratas de llevarla e interpretarla, te das cuenta de que nadie escucha, así que tú mismo debes escuchar. Debes hallar un modo de escuchar.
Entonces se alejó de la ventana y volvió a sentarse en el sofá, como si de pronto le hubieran sacado todo el aire. “A veces haces cualquier cosa por tocar, incluso cortarle el cuello a tu madre.” Se echó a reír, lanzándome una mirada. “O a tu hermano.” Entonces se puso serio. “No te preocupes, ya estoy bien y creo que estaré bien. Pero no puedo olvidar donde estuve. No quiero decir tan sólo el lugar físico. Y lo que fui”.
—¿Qué fuiste, Sonny? —pregunté.
Sonrió y se acomodó al sesgo en el sofá, el codo descansando en el respaldo, los dedos jugueteando con la boca y la barbilla, sin mirarme. “Fui algo que no reconocí, que no sabía que podía ser. No sabía que nadie pudiera serlo.” Calló mirando en su interior, con apariencia desvalidamente joven, pero viejo. “No hablo de ello ahora porque me sienta culpable o algo parecido. Tal vez fuera mejor sentirse así, no lo sé. En realidad no puedo hablar de eso, ni contigo ni con nadie”. Giró la cabeza para para enfrentarme. “A veces, sabes, y sucedió cuando más fuera del mundo me encontraba, sentía que estaba metido en ello, que estaba con ello, realmente, y podía tocarlo o no tenía por qué tocarlo, simplemente salía de mí, allí estaba. Y no sé cómo toqué, ahora que lo pienso, pero sé que hice cosas terribles, en esas ocasiones, a la gente. O no fue que les hiciera algo, es que no eran reales.” Tomó la lata de cerveza vacía haciéndola girar entre las palmas: “Y otras veces, pues necesitaba una dosis, necesitaba encontrar un lugar donde apoyarme, necesitaba limpiar un lugar donde escuchar… y no podía encontrarlo y… enloquecí. Me hice cosas terribles, fui terrible conmigo mismo”. Comenzó a presionar sobre la lata que tenía entre las manos. Observé que el metal comenzaba a ceder y brillaba como un cuchillo. Temí que se cortara, pero no hablé. “Oh, qué caray, nunca podré contártelo. Estaba solo conmigo en el fondo de algo, apestando y sudando y gritando y temblando. Y la olía ¿sabes? Mi peste. Y pensé que moriría de no poder escapar de ella y sin embargo, a la vez, sabía que todo lo que estaba haciendo era simplemente encerrarme con aquello. Y no supe —calló, todavía aplastando la lata de cerveza—, no supe y todavía no sé, pero algo seguía diciéndome que tal vez era bueno oler mi peste, pero no creí que aquello fuera lo que había intentado hacer y además… ¿quién puede soportarlo?” Dejó caer la arruinada lata de cerveza mirándome con una sonrisa pequeña e inmóvil y luego se levantó para encaminarse hasta la ventana que parecía un magneto. Le observaba el rostro y él observaba la avenida. “No pude decírtelo cuando murió mamá, pero la razón por la cual deseaba tanto dejar Harlem era para alejarme de las drogas. Y luego, cuando huí, en realidad estaba huyendo de eso. A mi regreso nada había cambiado, yo no había cambiado, simplemente… había envejecido.” Calló mientras tamborileaba con los dedos en el marco de la ventana. El sol se había desvanecido y pronto caería la oscuridad. Observé su rostro. “Puede volver”, dijo, casi como hablando consigo mismo. Luego giró hacia mí. “Puede volver”, repitió. “Quiero que lo sepas.”
—Muy bien —dije, por fin—. De modo que puede volver. Está bien.
Sonrió, pero la sonrisa era triste. “Tenía que intentar decírtelo”, dijo.
—Sí—dije—, lo entiendo.
—Eres mi hermano —dijo mirándome fijamente, sin sonreír en absoluto.
—Sí—repetí—, sí, lo entiendo.
Se volvió hacia la ventana y miró fuera. “Todo ese odio allá abajo”, dijo, “todo ese odio y esa miseria y ese amor. Es un milagro que no haga explotar en pedazos la avenida”.
Fuimos al único club en una calle pequeña y oscura del centro. Nos abrimos paso por el bar estrecho, atiborrado de gente charlando, hasta la entrada al gran salón donde estaba el podio.
Nos quedamos allí un momento, porque las luces eran tenues y no podíamos ver bien. “Hola, chico”, dijo una voz. Un negro enorme, mucho más viejo que nosotros, brotó de toda aquella luz atmosférica y rodeó los hombros de Sonny con un brazo. “Aquí estuve sentado —dijo— esperándote.”
Tenía, además, una voz sonora. Varias cabezas se volvieron en la oscuridad hacia nosotros.
Sonny sonrió y se apartó un poco. Dijo: “Creole, éste es mi hermano. Ya te hablé de él”.
Creole me estrechó la mano. “Me alegra conocerte, hijo”. Quedaba claro que le alegraba encontrarme allí por el bien de Sonny. Sonrió. “Tienes en la familia un verdadero músico”. Retiró el brazo del hombro de Sonny y lo palmeó ligeramente, con afecto, con el dorso de la mano.
—Caray, ahora ya lo escuché todo —dijo una voz a nuestras espaldas. Era otro músico, un amigo de Sonny, un hombre negro como el carbón y de apariencia risueña, de baja estatura. De inmediato comenzó a confesarme, a pleno pulmón, las cosas más terribles sobre Sonny, los dientes brillándole como un faro y la risa brotando como si fuera el inicio de un terremoto. Resultó que en el bar todos, o casi todos, conocían a Sonny. Algunos eran músicos que trabajaban allí o cerca de allí o no trabajaban, otros eran simplemente clientes habituales y algunos estaban allí para escucharlo. Fui presentado a todos ellos y todos fueron muy corteses conmigo. Sin embargo, quedaba claro que, para ellos, era simplemente el hermano. Aquí estaba su mundo. O, más bien, su reino. Aquí nadie dudaba que llevaba sangre real en las venas.
Iban a tocar pronto y Creole me acomodó, solo, en una mesa en un rincón oscuro. Desde allí observé a Creole, al hombrecito negro, a Sonny y a los otros mientras charlaban, de pie justo bajo el podio, cuya luz terminaba un poco antes de ellos. Tuve la sensación, al verlos reír, gesticular y moverse, de que eran cuidadosos de no introducirse demasiado deprisa en el círculo de luz, porque de hacerlo de súbito parecerían en llamas. Uno de ellos, el hombrecito negro, pasó a la luz, cruzó el podio y comenzó a juguetear con sus tambores. Entonces —muy cómico y también sumamente ceremonioso—, Creole tomó a Sonny del brazo y lo condujo al piano. Una voz de mujer gritó su nombre y algunas manos comenzaron a aplaudir. Él, también cómico, ceremonioso y conmovido, creo que habría podido llorar, pero sin ocultarlo ni mostrarlo, conduciéndose como debía, sonrió, se llevó ambas manos al corazón e hizo una reverencia doblando la cintura.
Entonces Creole se acercó al contrabajo y un hombre delgado, de piel morena muy clara saltó al podio y tomó su trompeta. Allí estaban, en el podio. En el salón la atmósfera comenzó a cambiar y a ponerse tensa. Alguien fue hasta el micrófono y los anunció entre murmullos. En el bar, algunas personas hicieron callar a otras. La camarera tomaba con frenesí las últimas las últimas órdenes. Las chicas y los chicos se acercaron entre sí y las luces del podio, centradas en el cuarteto, se volvieron azuladas. Todos parecían distintos. Creole miró a su alrededor por última vez, como asegurándose de que todos sus pollos estuvieran en el corral y entonces, con un movimiento, tocó el contrabajo. En ese momento comenzaron.
Todo lo que sé acerca de la música es que muy poca gente la escucha realmente. Incluso entonces, en las raras ocasiones en que algo se abre en nuestro interior y la música penetra, lo que mayormente escuchamos u oímos son evocaciones personales, íntimas y evanescentes. El hombre que crea la música escucha algo más: se enfrenta al rugido que surge del vacío y le impone un orden cuando brota al aire. Lo que evoca en él, entonces, es de otro orden, más terrible porque no tiene palabras, y triunfante, además, por esa misma razón. Y su triunfo, cuando triunfa, es nuestro. Presté atención al rostro de Sonny. Era un rostro preocupado, pues él se esforzaba pero no conseguía entrar en contacto. Tuve la sensación de que, en cierto sentido, cada uno allí en el podio lo estaba esperándolo y a la vez impulsándolo. Pero cuando empecé a prestar atención a Creole, comprendí que era él quien los mantenía a raya como sujetos por riendas. Llevando el ritmo con todo el cuerpo, un lamento en el contrabajo, los ojos semicerrados, lo escuchaba todo, pero escuchaba en especial a Sonny manteniendo un diálogo con él. Quería que abandonara la playa y se dirigiera a las aguas profundas. Era para él un testigo de que las aguas profundas y el ahogarse no son la misma cosa, pues había estado allí y lo sabía. Y deseaba que Sonny lo supiera también. Esperaba que hiciera con las teclas cosas que le permitieran saber que estaba en esas aguas.
Y mientras Creole escuchaba, Sonny se movía, muy dentro de sí, exactamente como alguien atormentado. Nunca antes imaginé lo terrible que debe ser la relación entre el músico y su instrumento, porque tiene que llenarlo con su aliento vital, su aliento propio y tiene que forzarlo a hacer lo que él quiere que haga. Y un piano es simplemente un piano. Está hecho de madera, alambres, macillos pequeños y grandes y marfil. Aunque hay un límite a lo que puede hacerse con él, el único modo de averiguarlo es intentándolo al máximo.
Sonny no se había acercado a un piano en más de un año y no estaba en mejores términos con su vida, no con la vida que se tendía frente a él ahora. Él y el piano tartamudeaban, comenzaban de un modo, se asustaban, se detenían para comenzar de otra manera, caían en el pánico, marcaban el ritmo, comenzaban de nuevo. Cuando parecían haber encontrado una dirección, volvían al pánico, se atoraban. Nunca había visto su rostro así antes. Todo lo había borrado un incendio y, al mismo tiempo, cosas por lo común ocultas aparecían con ese incendio, mediante el fuego y la furia de la batalla interior en él allá arriba.
Sin embargo, al ver el rostro de Creole cuando se acercaban al final de la primera serie, tuve la sensación de que algo había sucedido, algo que yo no había escuchado. Entonces terminaron, hubo aplausos dispersos y entonces, sin la menor advertencia, Creole comenzó con algo más, casi sardónico: se trataba de Am I Blue. Y, como si fuera una orden, Sonny comenzó a tocar. Algo empezó a suceder. Creole dejó ir las riendas. El hombrecito seco, pequeño y negro dijo algo terrible con los tambores, Creole respondió y los tambores replicaron. Entonces la trompeta insistió, dulce y aguda, tal vez un tanto distanciada. Creole escuchó, haciendo comentarios de vez en cuando, seco, rector, hermoso, calmado y viejo. Todos se unieron de nuevo y Sonny era parte de la familia otra vez. Lo deduje por su cara. Parecía haber encontrado, justo allí bajo sus dedos, un piano nuevo. Parecía que no podía asimilarlo. Por un rato feliz con él, parecieron coincidir en que un piano recién hecho era ciertamente único.
Creole adelantó un paso para recordarles que estaban tocando blues. Golpeó en algo que yo y todos teníamos y la música se puso tensa y se profundizó. El aire se llenó de aprensiones. Creole comenzó a decirnos de qué se trataba el blues. No era nada demasiado original. Él y sus muchachos, allá arriba, lo mantenían nuevo, arriesgando la ruina, la destrucción, la locura y la muerte, para encontrar nuevas maneras de hacernos oír. Pues aunque el cuento de cómo sufrimos, cómo nos deleitamos y cómo tal vez triunfamos, nunca es nuevo, siempre hemos de escucharlo. No hay ningún otro cuento por contar, es la única luz que tenemos en toda esta oscuridad.
Ese cuento, de acuerdo con aquel rostro, aquel cuerpo, aquellas manos fuertes sobre las cuerdas, tiene otro aspecto en cada país y una nueva profundidad en cada generación. Escuchen, parecía decir Creole, escuchen. Estos son los blues de Sonny. Hizo que el hombrecito de los tambores lo supiera, así como el hombre brillante y moreno de la trompeta. Creole ya no intentaba hacer que Sonny llegara al agua, le deseaba seguir adelante con Dios. Entonces retrocedió, muy lentamente, llenando el aire con la sugestión inmensa de que él hablara por sí mismo.
Entonces todos se reunieron alrededor de Sonny y él tocó. De cuando en cuando uno de ellos parecía decir amén. Los dedos sobre el piano llenaban el aire con vida, su vida, pero que contenía muchas otras. Sonny retrocedió todo el camino hasta comenzar con el enunciado breve y neutro de la frase inicial de la canción. Luego la empezó a hacer suya. Fue muy hermoso porque no había prisa y ya no era un lamento. Creí escuchar con cualquier quemadura que él hubiera hecho suya, con cualquier quemadura que tuviéramos aún por hacer nuestra, cómo dejar de lamentarnos. La libertad acechaba a nuestro alrededor y comprendí, por fin, que él podía ayudarnos a ser libres si escuchábamos, que nunca sería libre mientras no lo hiciéramos. Y sin embargo, ahora no había en su rostro ninguna batalla. Escuché todo por lo que él había pasado y continuaría pasando hasta ir a descansar en la tierra. Había hecho suya esa larga línea de la cual sólo conocíamos a mamá y a papá. Y nos la devolvía, como ha de regresarse todo, de modo que, pasando por la muerte, pueda vivir para siempre. Volvía a ver el rostro de mi madre y sentí, por primera vez, cómo las piedras del camino por el que ella anduvo le habían herido los pies. Vi el camino iluminado de luna donde murió el hermano de mi padre. Y me traje de regreso algo más y me hizo dejarlo atrás. Volví a ver a mi pequeña y sentí las lágrimas de Isabel otra vez. Y sentí que las mías propias comenzaban a brotar. Pese a ello estaba consciente de que esto era sólo un momento, de que el mundo aguardaba afuera, tan hambriento como un tigre, y que por sobre nosotros se extendían los problemas, más anchos que el cielo.
De repente terminó. Creole y Sonny dejaron ir un suspiro, ambos mojados de sudor y sonrientes. Hubo muchos aplausos, una parte de los cuales era real. En la oscuridad la chica vino y le pedí que llevara tragos al podio. Hubo una pausa larga mientras ellos hablaban allí, en la luz índigo y al cabo de un rato vi a la chica poner un escocés con leche sobre el piano para Sonny. No pareció darse cuenta. Pero justo antes de empezar a tocar otra vez, tomó un trago, miró en mi dirección e hizo un gesto con la cabeza. Luego lo puso de nuevo sobre el piano. Para mí, entonces, cuando reiniciaron el concierto, brillaba y se sacudía sobre la cabeza de mi hermano como la copa misma del estremecimiento.