Sobre «Ensayo sobre el poder» y «El Libro Del Buen Amor», de Liliana Lukin / Luis Osvaldo Tedesco y Horacio González
Dos nuevos libros para la poesía, dos escenarios para el despliegue del animal lingüístico que Liliana Lukin nos propone. No es una propuesta amable, consoladora, retóricamente esperanzada. Tampoco es una propuesta que se apoye en el comodín progresista que tantas veces anida en los vaivenes estratégicos de lo políticamente correcto. Es simple: su voz es una voz desesperada y pretende, como toda poesía, que nuestra voz traduzca la suya, sea que la leamos en murmullo alto o leve, o simplemente mudo, templando en la lectura el temblor gráfico de su despliegue conceptual, siempre anímico, siempre sacudido por la conjetura emocional.
De todos modos, algo intemperante, invasivo, una transfusión del idioma alerta al lector precavido: la molicie, la costumbre de los buenos pensamientos acordados, estalla, y no dejará de estallar, ante la lectura de cada verso, de cada estrofa, de cada página de estos dos libros que no fueron escritos desde la inmanencia afectiva ni para el decoro de la inteligencia.
Una buena lectura, se me ocurre, es propiciadora de una extensión personal de lo leído. Y no puedo dejar de mencionar, en este sentido, el maravilloso posfacio de Claudio Martyniuk a Ensayo Sobre El Poder, modelo de improvisación recreadora, que culmina con un fragmento de la nota modestamente puesta al pie de página: “De la lectura de… Liliana Lukin, del desgarro de su poética, quedaron estas líneas atropelladas, que en su tránsito van perdiendo la sustancia de lobos y corderos en manos y bocas marchitas, frustradas en su búsqueda del zarpazo definitivo. En ellas, bajo cierto aire de tormento, se advertirá el uso de hachas desafiladas, herramientas kantianas absurdas en un deforestado bosquecillo hegeliano…”
Vale la pena destacar, en estos dos libros, la selecta y abundante cantidad de citas que preceden, alternan y de algún modo complementan el trayecto de los poemas. No se trata de un alarde erudito de la autora: son un homenaje a sus lecturas y la prueba de un sincero reconocimiento al pensamiento de quienes acompañaron su martillar sobre el idioma. Por ejemplo, al comienzo de Ensayo Sobre El Poder, se lee, de George Bataille: “Ya no podemos amar nada, estimar nada, que tenga la marca de la sumisión”. Y a continuación, de Primo Levi: “Nos ha quedado una facultad y debemos defenderla con todo nuestro vigor porque es la última: la facultad de negar nuestro consentimiento”. Sin embargo, en la lectura del libro, tanto la marca de la sumisión como el consentimiento (en muchos sentidos, tan nuestro el consentimiento, nuestra aceptación de lo viable como excusa ante el sacrificio de lo deseable) compondrán ese friso de la fatalidad -que no dudo en llamar criminal- con que Liliana Lukin escenifica el amor del lobo por el cordero: “El amor del lobo por el cordero, / es una herramienta que sangra (…) en lo que queda desgarrado del cordero”. Hay una palabra, “herramienta”, que me parece fundamental. El lobo posee una herramienta, una genética de ataque, en tanto el cordero solo es “pura carne, puro sentimiento / blanco, blando, frágil…” El lobo, además, tiene alternativas: puede dudar “antes de dar la dentellada” y, curiosamente, como patrón condolido ante el espectáculo de las vidas de mierda que su poder de acumulación provoca, se permite amar “la piedad que no conoce,/adivinada en el momento del zarpazo definitivo”.
Nada detiene ni el poder DE poder, ni el poder DEL poder, eso mismo que está ausente en el cordero, eso mismo que lo convierte en rebaño: “ser el objeto de un deseo,/ que solo se sacia en el sacrificio”. El poema no subjetiviza ni reduce a una confrontación individual la relación desigual entre el lobo y el cordero. Es el lobo por un lado, con su herramienta (es decir, su amor criminal e insaciable, su voracidad) frente al rebaño. Son dos naturalezas, pero una de ellas tiene el poder, todo el poder, incluso el poder de amar o sentir piedad antes de embriagarse con los sabores de la víctima, que no es una, ni alguien, es los Nadie devorados para que la musculatura del poder se vuelva más y más gigantesca con sus cuatro ingestas diarias de pasión colectiva: “el lobo es / la metáfora de otra cosa: comienza / con palabras como amor, y termina / con la muerte de alguna pasión colectiva”.
El lobo, dije antes, tiene opciones. Una de ellas es no ser totalmente feliz : “El pelaje del lobo está hecho para la caricia que no conocerá”. Aquí me permito agregar que el lobo, como cualquier ser vivo, procrea, y siendo lobo, procrea con la loba, donde no necesita matar, donde le es dado penetrar en el lugar hospitalario que la especie reserva para su propagación. Y es aquí donde el cinismo que Liliana Lukin adjudica al lobo revela el inexistir de lo político cuando el poder encarna todas las variedades del deseo y también las de la acción: “Inevitablemente, el lobo ama / el amor en el cordero, pero más los brazos que cargan / al cordero, las manos que se deslizan por su lomo, / la paz de ser el perseguido y no el perseguidor”. Envidiar la debilidad del perseguido puede señalar, momentáneamente, cierto cansancio en la voluntad de matar, y el deseo, supongo que para el discurrir justiciero del lobo, más que merecido, de unas vacaciones para templar el ánimo y luego proseguir con la masacre.
Hay otra palabra clave en esta construcción lírico-conceptual -que no se niega la posibilidad lúdica de presentar una escena con secuencias que recuerdan el juego terrorífico entre lo verosímil y lo inverosímil del dibujo animado-, una palabra, sí, más que frecuente en la retórica comercial y también institucional, puesta como ariete imprescindible de eso que algunos llaman progreso y otros, más exigentes, resumen civilizatorio. Me refiero a la palabra “pacto”, que Liliana utiliza en el poema final de Ensayo Sobre El Poder, y que tiene como protagonista antagónico la ferocidad del saber que, aún en la constatación de la desesperanza, no renuncia a mantener su resistencia de conciencia desgraciada: “Toda marca al final del pacto, una firma / hecha con los dientes, aleja al mordedor / de la letra. Ni el símil entre piel y papel / permitirá engañarse: de lo humano imaginado / en el amor de esa marca, no hay más que terror”. Somos rehenes de un pacto de terror: saberlo no nos alivia porque también sabemos que en ese pacto somos mordidos, día a día, instante tras instante, por la astucia del poder, el lobo civilizado que acecha en la letra chica de ese pacto de desactivación de nuestras hilachas subversivas, que el orden nos ofrece como única alternativa, antes, por supuesto, de ser desgarrados como el débil, el bello cordero de la fábula infantil.
“Allí donde no podemos hacer nada, podemos al menos sentir inagotablemente”. Así preludia Vladimir Yankélévich El Libro Del Buen Amor, título irónico ya que nada tiene que ver este buen amor con la contienda entre el amor a Dios y el amor carnal propuesta por el Arcipreste de Hita como escarnio para la salvación de las almas.
Liliana Lukin va más al fondo de esta confrontación. Su texto se instala en el escalofrío que produce la derrota -“en el centro del remolino”, escribe- de cualquier contendiente, de cualquier actividad. No hay acción de disfrute que no contenga, en su continuidad de cosa, hecho encriptado, el virus de la aflicción. “He disfrutado del poder de poder: asqueada me escucho gritar y me padezco ante el oído ciego de lo hermanado que se desgarra”. Hay una larva, una “larva inacabable”, desconocida, donde esta derrota señaló el comienzo de la desventura de lo viviente. ¿Tendrá que ver esto con el grito de Zaratustra: ¡Dios ha muerto!, de modo que la inmundicia del olor a muerto de un ser todopoderoso se cuela en las ruinas solemnes de la historia y en las grietas atormentadas de la conciencia? Hay otra respuesta, la teológica, que no deja de ser seductora: El pecado original es una separación, no solo en el sentido ‘vertical’, con respecto al Creador, sino una fragmentación, en sentido ‘horizontal’, un desgarramiento de la unidad del género humano: “la naturaleza única -dice el teólogo de Lubac- fue rota en mil pedazos por este pecado que es la obra del hombre, y la humanidad, que debía constituir un todo armonioso, en donde lo mío y lo tuyo no se hubieran opuesto, se convirtió en una polvareda de individuos violentamente discordantes”. Pero Liliana no habla ni del mal olor ni del pecado original, habla, desde su materialismo contrahecho -es decir, no cooptado por ninguna figuración filosófica ni política- de un sentimiento, habla de “un odio que crece para alguien”: “en el cuajo de la leche y en la cepa / del vino y en el hilo de coser / puede haber odio”. En esta poesía no hay saturación de invisibles, ni sensaciones linfáticas de desgano, ni silencios adoquinando el camino sublime que lleva a la sabiduría. El lugar inmediato, cotidiano, familiar, es el que le interesa: “en el reflejo del cristal que el hielo deja / en el tapiz, el musgo en la terraza, / dentro del poso de la taza de café, / hay un odio que crece para alguien”.
Me viene a la memoria, enlazando los dos libros de Liliana, un poema de Louis Aragon -Licantropía contemporánea- donde se entreveran el interior de lobo del amante (y hablo de un interior estricto, el que habita debajo de la piel), el que aúlla después de amar y mata precisamente por la naturaleza extraña, ajena a la suya, que ama en la belleza de la amada. En ese interior estricto Liliana Lukin encuentra la “mala semilla durmiendo / entre nosotros, para siempre burlados / en la idea de un Jardín”, escribe. Podríamos conjeturar que esa “mala semilla” es, de algún modo, la mala conciencia -o conciencia activa del mal- que nos hace saber que sabemos lo que sabemos que estamos haciendo, sin antídoto del bien que pueda combatirla. Parafraseando a Ungaretti, podríamos decir que, en la visión de Liliana, no hay lugar inocente en ese sótano donde la materia de nuestras acciones se cocina con la brasa lenta del odio. O, mejor, en las palabras de su poema: “(…) lo que perfora no es / la insistencia del gotear, / sino una voluntad no reconocida / puesta en la gota: lo líquido de los acontecimientos vuelto veneno / pasivo, quemante, adormecedor”.
Tres palabras, tres cualidades -pasivo, quemante, adormecedor- son determinantes para subrayar el desmayo político inoculado en el sistema: el veneno no es un veneno que mata, le basta con lastimar quemando y adormecer, con eso tiene suficiente para mantener el orden social y proveer de algún entretenimiento a la rabia subjetiva en un mundo donde el odio es la expresión impotente de nuestro no-consentimiento. “Prefiero la injusticia al desorden”, decía Goethe, desde la exacta perfección de su aura de vate iluminado por el poder de los que todo lo pueden.
Y bien, aquí estamos, diría Lukin, escribiendo poesía, “la poesía, que no salva de nada, / vendrá por nosotros. / Yo nazco cada vez que / me tiran a un pozo sin edad”. ¿Qué significa ese nacer cada vez -es decir, ese renacer que suponemos perpetuo- en ese pozo sin edad -es decir, sin historia, sin añitos cumplidos a la zaga del idioma dominante?- “No lo que la lengua habla / sino la lengua en su rosada carne, / vulva de otra cavidad… / No el pacto de entender / sino la comprensión mordida / hasta hacer sangre / y ver cómo la letra entra entera”.
A partir de aquí el poema se debate en antinomias no solo reveladoras de la poética asumida por la autora; también es la constatación de que esta poética es el determinante elegido desde el pozo donde la han dejado tirada, un lugar desde donde deberá demostrar si es capaz de ejercer alguna soberanía sobre su absoluta soledad. “No la miseria que el lenguaje / disgrega, ( …) / no el misterio del lenguaje, lo ominoso amable / del destierro de la voz / (…) no el escándalo del sobreentendido, / sino la muesca que deja en mí / el trabajo de la duda / y de la queja”.
Como queda claro, Liliana Lukin se desliga del bazar anémico de artes poéticas inflamadas de espiritualidad que sufragan en el siglo: “no la virtud en la melodía / sino en la carne tierna / del ser ahí carne tendida, / nueva, no detenida en sí ni en ella”. Nada entonces de melodías sublimadas sobre las excrecencias del cuerpo, sino melodías de la carne, melodías del vivir, una melodía nueva que, lejos de necesitar transportarse a los páramos ambiguos de la trascendencia, se tienda aquí, se pronuncie aquí, “pulpa masticada que destila / no lo que el silencio deja en el aire / sino el silencio crudo…/ de hierro candente / en el acto mudo de nombrar”. Es bien rigurosa la escisión que plantea entre el pozo donde fue tirada (tirada, palabra que nada tiene que ver con el ser arrojado de Heidegger) y las cimas esenciales pretendidas por las metafísicas de uso corriente. Y así lo escribe en un poema que es modelo de concentración lírica y conceptual. Está en la página 43 y dice así: “no una estación del alma, / sino la excavación / del pozo y el pozo / mismo sin final, para mirar cómo / lo concéntrico devuelve / en todo el lodo del fondo”.
El pozo, el lodo, el lodo del fondo del pozo: esta es la escena que Liliana Lukin propone para su poesía, un lugar donde “ardo de lo mismo que me hiela”, un lugar habitado por los fantasmas del polvo de la historia y el dubitar arrasador del inconsciente. La poesía, allí, consume la sensación de lo que falta, y eso que falta es el total constituido en los peldaños de la dominación. No es aire de libertad el que se eleva en la voz feroz de sus versos, sino la carne herida, jadeante, dependiente, tantas veces masacrada y tantas veces detenida en los mausoleos que la civilización exhibe como trofeos de su gesta supuestamente superadora de la barbarie. “La civilización no elimina la barbarie, la perfecciona”, decía Voltaire. Liliana Lukin sabe que también ella, sus libros, serán envueltos en la trama opaca de la duración. Por eso apela, en los dos últimos versos de El Libro Del Buen Amor, a la única posibilidad de mantenerla alerta, continuamente saliendo de sí: “el arco tenso de la carne a la carne tiene / la última palabra”.
Horacio González
Luis ha dado un magnífico ejemplo de lectura de las poesías de Liliana y… me gustaría, no sin cierta desesperación, tomarme como de la manija del subterráneo cuando pega la vuelta a la estación Facultad de Medicina para no trastabillar demasiado en la idea de lo “Lírico-Conceptual”.
Porque sin que me parezca fácil decir cómo es y qué es una poesía, evidentemente puede ser calificada, puede ser juzgada; como bien lo ha demostrado Luis. Puede ser motivo de que haya un escrito sobre ella, no poético exactamente, pero en el escrito de Luis hay una fuerte vocación de hacer, con lo que puede ser un ensayo, un escrito que tiene un halo que lo rodea ya no tan difícil de imaginar como poesía también. Es un ensayo del tipo poético.
Liliana escribe poesías que podrían denominarse lírico conceptual, pero, ¿Qué sería esto? Evidentemente es un estilo poético que tiene una suerte de remisión a algunos conocidos de la gran Filosofía. Ya Liliana lo ha predicado, y ha sorprendido con sus poemas sobre Spinoza, pero, ¿Qué toma de Spinoza? Toma algo que ya en sí mismo es poético en Spinoza, que es un modo de razonar.
Pero si uno dijera que la poesía es apenas un modo de razonar, con toda razón se nos reprocharía que no estaríamos diciendo lo poético en su especificidad, que es más innombrable, que es un trabajo con el nombre que lo deja en el límite del sentido. En cambio razonar está encargado hace mucho tiempo de, a veces, facilitarnos y a veces provocarnos desolación en la búsqueda de un sentido, pero en Spinoza no es tan así. Lo que Spinoza llama “un orden geométrico“ y que Liliana toma de una manera muy fuerte en su poesía, es una suerte de entramado permanente de paradojas que son conclusiones de conclusiones de razonamientos anteriores, cuyo origen termina perdiéndose y cuya conclusión es casi siempre un legado de ese origen perdido lleno de tensiones.
Los poemas de Liliana son cortos, sobre todo los de Ensayo Sobre El Poder. Y ya la propia expresión “ensayo sobre el poder” podría llevar a la conclusión, si no conociéramos a Liliana, de que compramos en una librería un libro que nos explica que pasa en la Argentina con la cuestión tucumana y el fraude electoral. Pero claro, no es así. El lector desprevenido podría pensarlo por el título, pero la edición es tan cuidadosa, la edición tiene una lindísima tapa; la diagramación misma no suele ser la de los libros que verdaderamente tratan sobre ensayos sobre el poder. Pero Liliana que prefiere no advertir demasiado que está hablando con metáforas, en algunos de los poemas que creo citó Luis indica que el lobo y el cordero terminan siendo metáforas. Y efectivamente es un lindo atrevimiento llamar a un libro metafórico -en el fondo creo que son metáforas sobre la sangre, y sobre la posibilidad de que haya una conciencia animal y que podamos referirnos a esa conciencia animal en relación a otra conciencia animal que es antagónica a la primer conciencia también animal- bajo el nombre de ensayos sobre el poder. Ese dislocamiento, esa traslación que hace Liliana permite el ensayo posterior de Martyniuk que habla, como bien citó Luis, de un genio en un bosque descarnado o de un Kant hecho a puro hachazo. Bueno algo de eso hay, porque efectivamente en las fábulas conocidas del lobo y el cordero, y en el modo en que eso puede aparecer en la filosofía de Hegel como la lógica de la relación tensa entre el amo y el esclavo donde cada uno intercambia sus funciones.
En el plano de la poesía, porque Liliana lleva, como llevó a Spinoza con su orden geométrico, a una manera de razonar lírica y por lo tanto la racionalidad no carnal se pierde, con lo cual la razón pasa a cumplir el papel de la carne y la carne pasa a desesperarse por no cumplir el papel de la razón. Creo que Liliana logra eso con sus poesías, que son poesías que, un poco a la inversa de como nos tienen acostumbrado los filósofos del siglo XX de inspirarse en poetas, ella no deja que se pierda ningún rasgo de poesía, inspirándose, con el equívoco que permite la poesía, en tramos del ensayo político, en tramos de la filosofía que se ha diseminado entre nosotros, como es el hecho de Spinoza y es el hecho de esta frase, “ensayo sobre el poder” o el título que evoca al Arcipreste de Hita. Con todo esto Liliana lo que hace es preguntarse.
Son todas interpretaciones, por ello la asistente, autora, la poeta, aquí presente, deberá resignarse a que podamos improvisar, como lo hace Martyniuk, por cierto, como dice Luis de una manera muy sutil, sin abandonar la Filosofía pero remitiéndose a lo que le inspiran los poemas de Liliana. Como lo ha hecho el gran texto que acaba de leer Luis, que me hace pensar cada vez más por qué venimos a estos lugares. A veces a mí me han dicho, como me dijo Luis recién: “No hables antes, porque, qué hago yo después”, es una frase que, disfrazada de cordialidad, es intimidatoria. Porque revela que efectivamente, y con esto no quiero desviar la atención de los poemas de Liliana, porque el lobo y el cordero están presente en cualquier tipo de relación, en esa pequeña frase. Yo le podría decir ahora a Luis: “¿Y por qué hablaste antes vos?¿Qué puedo decir yo ahora?”.
Es decir, cómo puede pensar el cordero al lobo y cómo pueden trastocarse su papel, me parece que es un tema de la fuerza que crean los poemas de Liliana. Y en esa capacidad de pensarse cada uno al otro, evidentemente hay el énfasis que le dió Luis a su interpretación, que es una cuestión Poético-Político ó Lírico-Conceptual, que casi sería decir lo mismo. Yo apenas agregaría: me parece que también está el enigma de si la supuesta víctima-cordero no tiene suficientes poderes que le dan su capacidad de pensar el amor que le tendría a aquel que va a devorarlo y es un amor por la sangre. La sangre es muy protagonista de los poemas, la sangre es una gran metáfora del cuerpo. Entonces como lo que aquí se describe es una escena de profunda crueldad y suponemos que el poder tiene esa profunda crueldad, Liliana comete el desvió transcendental de llamar amor a esa crueldad.
Entonces los poemas, me parece que hay que leerlos bajo el chicotazo de esa alusión, que casi siempre es la conclusión de estos poemas, nos enteramos de que la víctima debe amar a aquel que va a derramar su sangre porque aquel ama la sangre de aquel que quiere devorar; de modo que es un cruce de amores, de profundo desvaríos. Yo podría decir que el libro “Ensayo Sobre El Poder” podría ser llamado “El Libro Del Buen Amor”, si no se me dijera que “El Libro Del Buen Amor”, es el del buen amor, pero tampoco es un libro del buen amor ese libro. El Libro Del Buen Amor son amores presididos por la idea de fracaso, por la idea de sangre. Unos de los poemas que recuerdo usa la frase: “La letra con sangre entra”, y lo que entra es inmediatamente el amor; el amor recorre todo el cuerpo como si fuera un premio a la sangre y lo va recorriendo hasta transformarse finalmente en sangre, así lo interpreto yo.
Porque los poemas de Liliana tienen una enorme virtud oponen una primera, segunda y tercera resistencia al intérprete; ósea pueden oponer una serie de resistencias. Interpretó el gran texto de Luis como la forma de la resistencia que oponen los poemas de Liliana, es decir, Luis escribe un ensayo poético sobre la poesía de Liliana que no me parecen interpretables en el primer gesto. Porque la sangre cuando creemos que es sangre se convierte en sal, cuando creemos que es solo sangre también es letra; cuando creemos que es la mínima fábula del cordero y el lobo, donde el lobo sale triunfando el lobo sale tan desgarrado porque es tan metáfora como el cordero, eso se advierte en el transcurso de la lectura. De modo que los poemas de Liliana hay que leerlos con la fricción de la carne que lee, de la letra que se transforma en sangre. Esos son los juegos que hace Liliana con su orden geométrico, y el orden geométrico hay que leerlo como un orden lírico y el orden lírico hay que leerlo como el misterio de los cuerpos.
Ese conjunto de traducciones, traslaciones es la poesía por la cual Liliana comparece ante nosotros desde hace largos años. Que es la forma con que los poetas se angustian al escribir: quién me leerá, cómo se presentará el libro, quién los podrá comprender. Creo que la comprensión es un misterio porque lo dice aquí mismo con la relación entre el cordero y el lobo.
Finalmente son teoría del conocimiento, empleando teoría en el sentido más profundo, un ver, un sentir. Creo que es hasta la raíz etimológica de la palabra teoría, pero también poesía, o sea, la poiesis es un estricto momento de un contacto de un cuerpo dificil de narrar, en un sentido con el mundo. La poesía a partir de ahí a existido en un lugar donde están los filósofos, los políticos con vital comprensión. Porque la compresión que se le brinda a estos poemas, que son poemas cuya calidad está en la resistencia que le oponen a la comprensión literal; luchan por ser querer ser entendidos, por querer ser comprendidos. Eso el Poeta ó la Poeta debe entenderlo.
Como finalmente la fábula ó el ataque del lobo al cordero es una teoría del conocimiento, ambos deben conocerse. El conocimiento tiene esa cruel asimetría, que puede ser una cuestión de poder por eso ensayo sobre el poder, pero, es más un ensayo del intento de comprensión de aquellos que están destinados a un cruce fatal a un cruce del destino. Por eso la insistencia con la que Liliana llama amor a esta relación mortífera y brutal. Es una relación letal donde cada uno ama la sangre del otro, por lo tanto nadie podría reprocharle al lobo que hizo algo sin amor y sin embargo su conducta es criminal. Y nada le podría reprochar el cordero al lobo con respecto de que las caricias que se le brindan al lobo no serían merecidas, o serían las mismas caricias que merece la víctima, el cordero que es más acariciable que un lobo. Salvo que la búsqueda de alguien de su misma especie lo considere superior al cordero, pero aquí no sabemos quien es superior y todo lance de amor aparece vinculado a la sangre y el cuerpo. Tal como lo entiende Liliana indica que finalmente no sabemos donde está la superioridad de la conducta de quien quiere que sea.
Este tipo de poesía del conocimiento, insisto en su lírica-conceptual es muy original en Argentina tal como la está haciendo Liliana hace largo tiempo. Yo no vine a otra cosa que a saludar este largo empeño de Liliana Lukin por brindarnos estas grandes poesías, que son poesías que acompañan todo lo que pasa en el mundo y son absolutamente mundanas y absolutamente líricas. Festejo acá junto a Luis, que es también uno de los grandes poetas argentinos que hace otra cosa diferente y esto demuestra también que Luis teniendo una lengua tan diferente a la de Liliana, con otras evocaciones, con otros ecos, puede perfectamente, en el plano estrictamente lírico, hacer está puesta de conocimiento que ha hecho. No me daño si esta noche, adhiero, no a lo que estoy diciendo yo, sino al reconocimiento que hizo Luis a la poesía de Liliana, al que yo meramente quisiera sumarme.