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Número 76

Yo soy mi cuerpo (frag.) / Liliana Lukin

Revista Malabia número 76

Yo soy mi cuerpo (frag.) / Liliana Lukin

Mi mamá me contó que la madre de mi padre, al que conoció cuando ella tenía 17 años, decía que ella parecía una cabra joven. Me encantó esa imagen de mi mamá saltando, un cuerpo animal y grácil consciente de su belleza ejerciendo alegría. Seguramente mi abuela no pensaba lo mismo: «Loca como una cabra, o loca como tu madre», se dice. En cambio, a mí me decían que “tenía la cabeza llena de pajaritos” porque leía mucho, escribía, pensaba, mientras hacía las obligadas tareas domésticas, me distraía.

A los 17, ya sin distracción, tuve que discutir y defender, llorando, mi decisión de estudiar Letras. La autoridad paterna, siempre avalada por el acuerdo materno, fue más fuerte, y la obediencia torció brevemente mi voluntad. “Escritora podés ser sin estudiar”, me decía Él. Me inscribí en Letras en secreto, en 1970, convencida de un destino.

Así es que, sabiendo y sin saberlo, entre cabras y pájaros armé desde niña mi cuerpo y mi cabeza, que, no me cansaré de repetirlo, son la misma Cosa.

Mi preocupación ya entonces era la del testigo, poner los cuerpos en la letra, encontrar la palabra para el cuerpo público: “el ojo como máquina infernal” (1). Los Desaparecidos, las Madres, los chicos de Malvinas: demasiados cadáveres, para los que una mirada atormentada intentaba una escritura atormentadora.

Un pez en el agua pesada de ‘mi época’, cuidadosa porque estábamos en Dictadura, ejercí, sin embargo, todas las libertades de mi cuerpo. Viví sola hasta que conocí al que sería mi compañero, en 1980: me pedía que le leyera en voz alta, me acompañaba a eventos, presentaciones y recitales, leía lo que yo escribía, me inició en lecturas psicoanalíticas, tenía una buena biblioteca y pasión por la música. Pero los síntomas fueron tempranos: cuando nació nuestro primer hijo me regaló dinero para que editara mi nuevo libro. Haberlo hecho padre me hacía merecedora de ser otra vez autora. Un premio por madre que no había merecido antes por escritora.

Después se hartó de esperar que los eventos a los que me acompañaba terminaran. Hicimos un pacto: a esas actividades iría sola, él me esperaría en casa. Más tarde dejaría incluso de leer lo que yo escribía. Así es que fui la escritora joven, que publicaba y trabajaba, que tenía esposo e hijos, con los que nunca se me veía y que sólo aparecían en cada lectura y presentación de uno de mis libros. Con todo, la vida era intensa, los niños nos hacían felices, y yo leía, y escribía. Pero escribía de noche, cuando todo estaba ya en silencio, mientras él empezó a no dormirse, en lugar de compartir a su modo, esos momentos, se dedicó a leer y esperar que yo ‘regresara’ de ese lugar adonde me exiliaba, tan lejos como la habitación de al lado. Mi libertad me sería cobrada. La escritura, la noche, ‘el cuarto propio’: el crimen.

Las anécdotas que esta historia convoca son, sobre todo, la escenificación del problema que entraña la relación entre una vocación de escritura y un ser, un cuerpo de mujer. Ávida lectora de ficción, ensayo, poesía, no había leído aún Un cuarto propio, de Virginia W., aunque sí algunas de sus novelas, de las que mi preferida era Las olas. 


En esa etapa de crianza, amamantamiento, noches en vela, pañales, mamaderas, lectura de libros infantiles, jardines de infantes, más noches en vela, me gusta decir que se produce un deslizamiento: desde los cuerpos públicos a los privados, de la Historia a la historia personal. La maternidad, los hijos, como otra forma de ser testigo, de que la palabra se haga cuerpo. Pero también la floración de una nueva sensualidad: cuerpo de madre devenido cuerpo más gozoso. Este cambio, del que fui consciente, me llevó a un trabajo de desmitificación más deliberada, a la búsqueda de una versión más des-idealizada de los mitos amorosos y sentimentales que se adjudican a la mujer como ‘objetos’ propios. Una nueva resistencia.

Se hace la escritura como se hace el amor. Es siempre un exceso, un lujo del sentimiento, un gasto del deseo: deseo de desear, deseo de saber, deseo de escribir. Y nunca está separado de los otros ni de los otros deseables: hombre, bebés, amigxs, libros, mundo. (Ver el dilema que pone en escena Ursula Le Guin, cuando examina la cuestión «libros o bebés» para las escritoras del s. XIX y comienzos del XX, en el ensayo adjunto). Cliquear en enlace.

Fue por entonces que alcancé los 40. Esto en cuanto a lo que puede un imaginario. Creo que siempre traté de llevar todo hasta sus últimas consecuencias, en la escritura y en la vida. Por eso, después de amable convivencia con el padre de mis hijos, logramos, ambos, separarnos, y yo, terminar de escribir y publicar el libro “Cartas”, en 1992. Esos poemas fueron respuestas a lo que no podíamos ‘desentrañar’ dentro del matrimonio: El libro de la separación.

En ese libro hay, se dijo, una pornografía del pensamiento: obscena esa escritura, insidiosa y obscena. Una radiografía, como escribí en su contratapa, no de “lo femenino” ni de “la mujer”, sino de “lo mujer”, buscando una fórmula para superar esas otras tan usadas.

Silvia Molloy, en su ensayo sobre Victoria Ocampo, escribe, en pleno siglo XX: “Revelar el pensamiento, si se es mujer, es tan indecente como lo era antes mostrar el cuerpo”.

Toda abstracción, el trabajo con la palabra lo es, tiene un precio a pagar. Y la abstracción se vuelve una deuda infinita, cuando la cuestión es estar a la intemperie, a la intemperie de una misma, sola en medio de la tormenta, la vida cayendo como una lluvia torrencial.

El precio a pagar, entonces, fue la soledad, y una libertad con el peso moral de ser madre: el amor responsable y el universo de los posibles amores. Un difícil equilibrio y también el orgullo y el desamparo de sobrellevar una nueva dimensión. Ah, qué placer sufrir así, decíamos en esa época. Escribiendo pegadas al teléfono, sin dormir nunca: cuerpos capaces de correr sólo para un encuentro, cuerpos dispuestos a todo, enojados casi siempre con la ética del otro, pero apresados en la trampa atroz del enamoramiento, una y otra vez.

Así es que escribí “Las preguntas”, publicado en 1998, para saber, para saber ser. “Cartas” había sido un punto de llegada, pero volví a partir. Sobre ese viaje fueron las preguntas.

Descubrí que no había agotado una ‘poesía del pensar’, para decir algo más sobre los estereotipos con que ‘nos’ piensan. Una reflexión sobre los géneros, sobre los límites, y también sobre mis propios límites, mientras intentaba ‘ver’ en la trama del mundo.

Sabía que, para una mujer, preguntar entrañaba un doble trabajo, porque escribir sobre el cuerpo, y en la misma indiscreción, exponer el alma, tiene el estigma de la inadecuación: pretende un saber acerca de la propia ‘condición’ que hasta no hace mucho tiempo nos estaba vedado.

Escribiendo esos poemas traté de fundar, más estrictamente, mi propia moral, una estética del sentimiento (femenino) y una ética del sujeto (mujer). Mi vida, mi escritura tendría que demostrar que, contra todo dogma, hay una voluntad posible de felicidad.

“El libro de la almohada de Sei Shonagon” (2) es una lista de ‘cosas bellas’ y «desagradables», y se puede sentir cómo la voluptuosidad de esa mujer, una escritora secreta, se desliza por el papel fragante. Dice: “Hay dos cosas en la vida en que confiar: los placeres de la carne y los de la literatura”. Leído después del estreno del film «The pillow book´s», de Peter Greenaway, completó un círculo para mí: «Escribir sobre el amor y encontrarlo», dice. De qué modo, a qué precio, es el drama. Hasta aquí apenas un adelanto del argumento: ver esta maravillosa transposición de la literatura al cine, si se desea saber cómo se resuelve.

Poco antes, (mientras escribía poemas manuscritos con una lapicera caligráfica), tenía una relación con un hombre, filósofo él, que iba leyendo los poemas con fotos de desnudos femeninos, a medida que yo los iba terminando. Leía con aprobación y con pánico, porque se sabía ‘representado’ en la ausencia del otro que allí se ponía en escena. Él me dijo: “Cuando publiques este libro vas a tener que irte del país”. Como si creyera que ya no podría caminar por las calles sin ser señalada: “ahí va, es ella, la que escribió Eso”. O tal vez exagero y él sólo estaba pensando en la “prudentia”, la “precautio” que el filósofo Spinoza recomendaba, en el siglo XVII, para la exposición de las ideas, como modo de preservarse, de cuidar la vida. Una época, aquella, para la cual era muy mal visto, sabemos, que una mujer pensara por su cuenta, y peor visto que escribiera.

Y cuando “retórica erótica” fue publicado en 2002, no cambié de país, pero tampoco pude cambiar de conversación.

Ese libro, que en el vaticinio masculino, digámoslo, me expulsaba del territorio común, fue bellamente diseñado por dos mujeres jóvenes, que entendieron bien la relación entre la letra manuscrita y los cuerpos femeninos. (Desnudos en blanco y negro, de entre 1858 y 1930, fotos elegidas con tanto trabajo y felicidad en libros de historia de la fotografía y de la estereoscopía, que «desataban» cada texto).

Ese libro recibió lecturas inteligentes y sutiles de hombres y mujeres. Pero el texto de la única nota que apareció en un medio de comunicación masiva, firmada por un señor, profesor de la carrera de Letras, colega, muy elogiosa, dice que el libro “se transforma en un cuaderno de estampas, exposición de rostros que condensan uno solo real que pertenece a la autora, cuyo cuerpo desnudo aparece en la última página con la mirada puesta en el lector”… Recibí Infinitas bromas sobre lo bien que me conservo desde 1890, que es la fecha de esa foto en el índice del libro.

Cuando leía públicamente el libro “Cartas”, diez años antes de estos hechos, me preguntaban si el “Mi querida…” con que comenzaba cada poema, estaba dirigido a una pareja femenina, también los muchachos se confesaban atraídos y a la vez, inhibidos por esos textos donde ironizaba, y, cruel o suavemente, me reía de mí, de ellos, de nosotras y de nosotros.

Pero nunca como en aquel episodio un ‘efecto de lectura’ dramatizó tan claramente el modo en que se lee, en que los hombres en general, en un sentido social, leen a las mujeres.

Diosa Blanca, Amante Invisible, Bacante, Mujer Fatal, todas ellas son el fantasma que recorre las fotos de desnudos del libro, pero los textos asumen la idea de que “si la palabra expresa cosas que usted juzga innobles por el solo hecho de ser expresadas, esas cosas permanecen nobles en el silencio: no hay más que realizarlas” (3).

Los fantasmas de una sexualidad homo, o de una femineidad Fuerte, se vieron coronados por la creencia implícita de que yo me expongo literal-mente desnuda ante la mirada de todos.

Lo hago, en cada poema, lo hago, pero con palabras, con palabras. Eso busco escribir: yo soy mi cuerpo.

Y ahora, siguiendo con la cruda metáfora de un problema que no termina, cito a Ursula K. Le Guin, en su ensayo «Escritoras y escritura», donde dice «La gran capacitadora fue, es, siempre, para mí, V. Woolf» y nos regala un fragmento esclarecedor y delicioso de la conferencia de Virginia Woolf «The Proffession for Woman», de 1931 (4), donde describe a una mujer escribiendo:

“La imagino en una actitud de contemplación, como una pescadora, sentada a orillas de un lago con su caña de pescar sostenida sobre el agua. Si, esa es la forma en que la veo. No está pensando, no está razonando, no está construyendo un argumento, sino permitiendo a su imaginación penetrar en las profundidades de su conciencia, mientras se sienta más arriba, sostenida por un fino pero necesario hilo de razón.

De pronto hay un tirón violento, ella siente que la línea corre deprisa a través de sus dedos, la imaginación se ha precipitado, ha tocado las profundidades, se ha hundido, el cielo sabe dónde en la oscura laguna de la experiencia extraordinaria. La razón debe gritar ‘¡detente!’, la novelista debe tirar de la línea y arrastrar a la imaginación hacia la superficie. La imaginación llega arriba en estado de furia. ‘Por Dios’, exclama, ‘¿cómo te atreves a interferir conmigo? ¿cómo te atreves a sacarme con tu pequeña y miserable caña?’ Y yo -es decir, la razón- debo responder. ‘querida, estabas yendo muy lejos. los varones podrían shockearse. Cálmate’, dije, mientras ella se sentaba jadeante en la orilla con rabia y desilusión. ‘Sólo tenemos que esperar cincuenta años más o menos. En cincuenta años podré utilizar todo este extraño conocimiento que estás lista para otorgarme, pero no ahora. Verás que, – continúo tratando de calmarla-, no puedo utilizar lo que me dijiste sobre los cuerpos de las mujeres, por ejemplo sus pasiones y todo lo demás, porque las convenciones son aún muy fuertes. Si fuera a superar las convenciones necesitaría el coraje de un héroe y no soy un héroe. Dudo que un escritor pueda ser un héroe, dudo que un héroe pueda ser escritor.

‘Muy bien’, dice la imaginación, vistiéndose nuevamente con sus enaguas y faldas, ‘esperaremos. Esperaremos otros cincuenta años. Pero me parece una lástima”.

Han pasado ya casi 100 años y sin embargo las convenciones son fuertes, me digo parafraseando el texto anterior.

Sólo que hoy, en lugar de las cautas prevenciones de Spinoza, que aún siguen siendo un camino sabio, podemos elegir, sin poner la vida en riesgo, escribir más allá del pudor, podemos exponernos al riesgo de “o bien callarse o bien decirlo todo” (5).

Pero, antes de esta disyuntiva, el cuerpo o la palabra ha sido siempre la disyuntiva. Y se trata del problema de cómo unir lo que siempre se pretende mantener separado.

Algunas mujeres hicieron una literatura que anuncia y denuncia el modo en que las ven y aman los hombres. Saben que nunca serán para ellos un “cuerpopalabra”.

Escribe Marina Tsvietáieva en sus Cartas del verano de 1926 (6): “siempre ha habido una yo de más en mí: una gran mitad, toda una yo de más. O la yo viviente o el yo viviente de mis versos. Nadie sospechó que son las dos caras de una misma fuerza, que hubiera podido manifestarse bajo mil formas y todavía seguiría siendo una y total”.

La palabra y el cuerpo son la misma Cosa, las mujeres parecen saberlo más, haber hecho de esta encrucijada su dilema.

Escribo en retórica erótica:

“En tanto, el cuerpo y la palabra/ son uno para ella/ Dice dolor y no puede soportarlo,/ y amor dice, y se le hace/ agua la boca”, y cuando lo leo me vuelve a doler, a dar sed. La niña de la historia, la niña que firma, La Niña siempre desea ser UNA, y que él sepa abrir la puerta para ir a jugar.

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www.lilianalukin.com.ar

(1) En “Los fulgores del simulacro”, Nicolás Rosa, (sobre “Cortar por lo sano” de L. Lukin), Ediciones Universidad del Litoral, 1987.
(2) “El libro de la almohada, Sei Shônagon”, 1ª traducción al español de Amalia Sato, Adriana Hidalgo editora, Buenos Aires, 2001.
(3) En “Roberte esta noche”, Pierre Klossowski, Ediciones Era, México, 1976.
(4) En “Proffessions for Women”, en Essays, Virginia Woolf. Citada por Ursula K. Le Guin, en “Escritoras y escritura”, Feminaria Editora, traducción y dirección editorial de Lea Fletcher, Buenos Aires, 1992.
(5) En “Tan funesto deseo”, Pierre Klossowski, Taurus, Madrid, 1980.
(6) En “Cartas del verano de 1926. Correspondencia entre Boris Pasternak, Rainer María Rilke y Marina Tsvietáieva”, traducción de Selma Ancira, Siglo XXI Editores, México, 1984.