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Número 51

Sobre Borges: Entrevista a Ricardo Piglia / Cuadernos de Recienvenido

Revista Malabia número 61 con sombra

Sobre Borges: Entrevista a Ricardo Piglia / Cuadernos de Recienvenido

Sobre Borges

Política y literatura. Como siempre, he ahí la cuestión. ¿Podemos comenzar esta charla trayendo esa cuestión a la Argentina?

La literatura trabaja la política como conspiración, como guerra; la política como gran máquina paranoica y ficcional. Eso es lo que uno encuentra en Sarmiento, en Hernández, en Macedonio, en Lugones, en Roberto Arlt, en Manuel Puig. Hay una manera de ver la política en la literatura argentina que me parece más interesante y más instructiva que los trabajos de los llamados analistas políticos, sociólogos, investigadores. La teoría del Estado de Macedonio, la falsificación y el crimen como esencia del poder en Arlt, la política como el sueño loco de la civilización en Sarmiento. En la historia argentina la política y la ficción se entreveran y se desvalijan mutuamente, son dos universos a la vez irreconciliables y simétricos.

A partir de las relaciones entre ficción y política ha desarrollado algunas hipótesis sobre la novela argentina.

Hay una contaminación que provoca efectos extraños. De hecho la escritura de ficción tiene un lugar desplazado y tardío. La novela se abre paso en la Argentina fuera de los géneros consagrados, ajena a las tradiciones clásicas de la novela europea del siglo XIX. Y esto fundamentalmente porque la escritura de ficción aparece como antagónica con un uso político de la literatura. La eficacia está ligada a la verdad, con todas sus marcas, responsabilidades, necesidad, la moral de los hechos, el peso de lo real. La ficción aparece asociada al ocio, la gratuidad, el derroche de sentido, el azar, lo que no se puede enseñar, en última instancia se asocia con la política seductora y pasional de la barbarie. Existe un desprestigio de la ficción frente a la utilidad de la palabra verdadera. Lo que no le impide a la ficción desarrollarse en el interior de esa escritura de la verdad. El Facundo, por ejemplo, es un libro de ficción escrito como si fuera un libro verdadero. En ese desplazamiento se define la forma del libro, quiero decir que el libro le da forma a ese desplazamiento.

Desde esa perspectiva vos la considerás la primera novela argentina.

Novela en un sentido muy particular. Porque la clave es el carácter argentino de ese libro. ¿Se puede hablar así? ¿Se puede hablar de una novela argentina? ¿Qué características tendría? Ese fue un poco el punto de partida para mí. Porque pienso que los géneros se forman siguiendo líneas y tendencias de la literatura nacional. Los géneros no trabajan del mismo modo en cualquier contexto. La literatura nacional es la que define las transacciones y los canjes, introduce deformaciones, mutilaciones y en esto la traducción, en todos sus sentidos, tiene una función básica. La literatura nacional es el contexto que decide las apropiaciones y los usos. Frente a la historia oficial de la novela argentina que marca su origen hacia el 80 con el transplante de la novela naturalista y postula una relación entre las formas y sus usos como un simple cambio de contenido, podría pensarse que la novela se define de otro modo en ese pasaje. ¿Existe una forma nacional de usar la ficción? Ese es el planteo extremo del asunto, diría yo.

¿Y el Facundo definiría esa forma?

Digamos que es un punto de referencia esencial. La combinación de modos de narrar y de registros que tiene el libro. Esa forma inclasificable. Se inaugura ahí una gran tradición de la literatura argentina. Uno encuentra la misma mezcla, la misma concordancia y amplitud formal en la Excursión de Mansilla, en el Libro extraño de Sicardi, en el Museo de Macedonio, en Los siete locos, en el Profesor Landormy de Cancela, en Adán Buenosayres, en Rayuela y por supuesto en los cuentos de Borges que son como versiones microscópicas de esos grandes libros. «El Aleph», por ejemplo, es una especie de Adán Buenosayres, anticipado y microscópico.

Una versión condensada.

Borges hace siempre eso ¿no? miniaturiza las grandes líneas de la literatura argentina. Hay un ensayo, no sé si se acuerdan, notable de Borges, «Nuestras imposibilidades» publicado en Sur en el 31 o el 32. Allí Borges entrega su contribución de cinco páginas a toda la metafísica del ser nacional que empezaba a circular por ese tiempo, la ensayística tipo Martínez Estrada, Mallea, el Scalabrini de El Hombre que está solo y espera. Hay una microscopía de las grandes tradiciones en Borges que es muy interesante de analizar.

¿Seguís suscribiendo aquella idea de Respiración artificial de que Borges cierra la literatura argentina del siglo XIX?

Bueno, Renzi dice que Borges es el mejor escritor argentino… del siglo XIX. Lo que no es poco mérito si uno piensa que en ese entonces escribían Sarmiento, Mansilla, del Campo, Hernández. Por supuesto que en la novela todo eso está exasperado. El contraste Arlt-Borges está puesto de un modo muy brusco y directo para provocar un efecto digamos ficcional. Renzi cultiva una poética de la provocación. De todos modos creo que la hipótesis de que Borges cierra el siglo XIX es cierta. La obra de Borges es una especie de diálogo muy sutil con las líneas centrales de la literatura argentina del siglo XIX y yo creo que hay que leerlo en ese contexto.

Sobre todo con Hernández y Sarmiento.

Claro. Por un lado la gauchesca, de donde toma los rastros de la oralidad, el decir popular y sus artificios y en esto se opone frontalmente a Lugones, al que le gustaba todo de la gauchesca salvo el lenguaje popular, y entonces veía al Don Segundo Sombra como la culminación del género, la temática del género pero en lengua culta y modernista. La guerra gaucha. Adecentar la épica nacional. Borges en cambio percibe a la gauchesca, por supuesto, antes que nada como un efecto de estilo, una retórica, un modo de narrar. Aquello de que saber cómo habla un hombre, conocer una entonación, una voz, una sintaxis, es haber conocido un destino.

«En mi corta experiencia de narrador» dice Borges. ¿Eso no está en el ensayo sobre la gauchesca, en Discusión?

Por ahí, creo, sí. La oralidad, digamos entonces, la sintaxis oral, el fraseo, el decir nacional. Y por otro lado el culto al coraje, el duelo, la lucha por el reconocimiento, la violencia, el corte con la ley. Eso es la gauchesca para Borges. Una tradición narrativa y allí se quiere insertar y se inserta, de hecho, a partir de «Hombre de la esquina rosada».

Por eso lo abandona.

No creo. Es una cuestión a conversar. Lo que hace es refinar su manejo del habla, en los relatos que siguen eso es menos exterior. Pero todos los cuentos del culto al coraje están construidos como relatos orales. Borges oye una historia que alguien le cuenta y la transcribe. Esa es la fórmula. Los matices de esa voz narrativa son cada vez más sutiles, pasan podría decirse, del léxico a la sintaxis y al ritmo de la frase. Pero esa fascinación por lo popular entendido como una lengua y una mitología, o para no hablar de mitología, como una intriga popular, me parece que cruza toda su obra. Va desde las primeras versiones de «Hombre de la esquina rosada» en el 27 a «La noche de los dones» que es uno de sus últimos relatos publicados, del 74 ó 75. La ficción de Borges se ha mantenido siempre fiel a esa línea. Hay una vertiente populista muy fuerte en Borges que a primera vista no se nota. Claro, Borges parece la antítesis. Por momentos esa veta populista se corresponde con sus posiciones políticas, sobre todo en la década del 20, cuando está cerca del irigoyenismo y defiende a Rosas y se opone de un modo frontal a Sarmiento. Los tres primeros libros de ensayos son eso. Y los rastros se ven muy claramente en el libro sobre Carriego que es del 30.

El prólogo a [Arturo] Jauretche [El paso de los libres] .

Claro en el 33. Aunque después por supuesto cambia sus posiciones políticas yo creo que esa veta, digamos, populista persiste en sus textos, y no sólo en sus textos. Populismo y vanguardia ¿no? eso es muy fuerte en Borges. La vanguardia entendida no tanto como una práctica de la escritura, y en esto es muy inteligente, sino como un modo de leer, una posición de combate, una aptitud frente a las jerarquías literarias y los valores consagrados y los lugares comunes. Una política respecto a los clásicos, a los escritores desplazados, una reformulación de las tradiciones. Decir por ejemplo que Eduardo Gutiérrez es el mayor novelista argentino, lo que en más de un sentido es cierto, como escribe en El Hogar, en los años 30. Como lector, digamos así, Borges se mueve en el espacio de la vanguardia. Y esto tiene que ver también creo con su manera de trabajar lo popular. Una lectura vanguardista de la gauchesca que tendrá sus herederos en la literatura argentina; los hermanos Lamborghini, sin ir más lejos.

La gauchesca como una gran tradición literaria.

Claro. Una tradición reactualizada, reformulada, para nada muerta. Lo mismo hace Macedonio, que pone a Estanislao del Campo con toda tranquilidad al lado de Mallarmé y de Valéry. Borges trabaja muy explícitamente la idea de cerrar la gauchesca, escribirle «El fin», digamos.

A mí me gustaría que hables un poco de aquel relato que Borges escribió junto con Bioy Casares «La fiesta del monstruo». ¿Sería una parodia de «El matadero»?

Yo no diría que es una parodia de «El Matadero», sino más bien una especie de traducción, de reescritura. Borges y Bioy escriben una nueva versión del relato de Echeverría adaptado al peronismo. Pero también tienen en cuenta uno de los grandes textos de la literatura argentina, «La refalosa» de Ascasubi. Es una combinación de «La refalosa» con «El Matadero». La fiesta atroz de la barbarie popular contada por los bárbaros. La parodia funciona como diatriba política, como lectura de clase, se podría decir. La forma está ideologizada al extremo. Habría que estudiar la escritura política de Borges, tiene un manejo del sarcasmo, un tipo de politización de la lengua que me hace acordar al padre Castañeda. Aquello que dice del peronismo en un panfleto en el 56 ó 57: «Todo el mundo gritaba Perón, Perón que grande sos y otras efusiones obligatorias». La hipálage como instrumento político. «La fiesta del monstruo» es un texto de violencia retórica increíble, es un texto límite, difícil encontrar algo así en la literatura argentina.

¿No te parece sin embargo bastante típico de cierto estilo de representación de las clases populares en la literatura argentina?

En ese asunto lo que siempre aparece es la paranoia o la parodia. La paranoia frente a la presencia amenazante del otro que viene a destruir el orden. Y la parodia de la diferencia, la torpeza lingüística del tipo que no maneja los códigos. «La fiesta del monstruo» combina la paranoia con la parodia. Porque es un relato totalmente persecutorio sobre el aluvión zoológico y el avance de los grasas que al final matan a un intelectual judío. El unitario de «El Matadero», digamos, se convierte en un intelectual judío, una especie de Woody Allen rodeado por la mersa asesina. Y a la vez el relato es una joda siniestra, un pastiche barroco y muy sofisticado sobre la diferencia lingüística y los restos orales. La parodia paranoica, se podría decir. Aunque siempre hay algo paranoico en la parodia.

Vamos a retomar el asunto de la relación de Borges con las dos líneas de la literatura argentina que se nos quedó colgado.

¿Qué decíamos? Por un lado la inserción en la gauchesca, la gran tradición oral y épica del siglo XIX y sobre esto hay mucho que hablar. Y por otro lado, el manejo de la cultura, el cosmopolitismo, la circulación de citas, referencias, traducciones, alusiones. Tradición bien argentina, diría yo. Todo ese trabajo un poco delirante con los materiales culturales que está en Sarmiento, por supuesto, pero también en Cané, en Mansilla, en Lugones, en Martínez Estrada, en Mallea, en Arlt. Me parece que Borges exaspera y lleva al límite, casi a la irrisión, ese uso de la cultura: lo vacía de contenido, lo convierte en puro procedimiento. En Borges la erudición funciona como sintaxis, es un modo de darle forma a los textos.

No sería ostentatorio.

No creo. Hay una cosa muy interesante en todo este asunto y es el estilo de divulgador en Borges. Borges en realidad es un lector de manuales y de textos de divulgación y hace un uso bastante excéntrico de todo eso. De hecho él mismo ha escrito varios manuales de divulgación, tipo El hinduismo, hoy, ha practicado ese género y lo ha usado en toda su obra. En esto yo le veo muchos puntos de contacto con Roberto Arlt que también era un lector de manuales científicos, libros de sexología, historias condensadas de la filosofía, ediciones populares y abreviadas de Nietzsche, libros de astrología. Los dos hacen un uso muy notable de ese saber que circula por canales raros. En Borges como biblioteca condensada de la erudicción cultural al alcance de todos la Enciclopedia Británica, y en Arlt las ediciones populares, socialistas, anarquistas y paracientíficas que circulaban por los quioscos entre libros pornográficos y revistas deportivas. Las obras de Ingenieros se vendían así hasta no hace mucho.

Respecto al Borges «populista». El acompaña el Irigoyenismo hasta que se da una bifurcación. ¿Cómo fue eso?

Hay un momento de viraje hacia fines de la década del 30. Antes de eso, hay dos o tres datos muy divertidos. En el 27 ó 28 la formación del comité de intelectuales jóvenes de apoyo a Irigoyen donde están Borges, Marechal, González Tuñón, Oliverio, incluso Macedonio creo, y ese comité de hecho es el que rompe y liquida Martín Fierro porque la dirección de la revista publica una declaración para desvincularse de ese comité y entonces Borges renuncia. Eso es en el 28, y después en el 34 ó 35 Homero Manzi lo invita a Borges a integrarse a Forja, pero Borges no acepta.

¡Ah! ¿Fue invitado?

Sí. Y que se les haya ocurrido invitarlo prueba que en esos años era verosímil que Borges andaba cerca.

En su autobiografía Borges cuenta que Ernesto Palacio lo quiere presentar a Perón y él se niega. También era verosímil esa presentación.

No sabía. Parece más raro, porque en el 46 lo sacan de la biblioteca municipal y lo nombran inspector de aves. Algún borgeano que había en el peronismo supongo que habrá sido, porque es una especie de broma perversa ¿no? convertir a Borges en inspector de los mercados de pollos de la ciudad, seguro que era un lector de Borges el tipo, habrá leído «El arte de injuriar» y usó la técnica de la degradación irónica con el mismo Borges.

Una cesantía borgeana en todo sentido. Vos decías que el cambio se da durante la década del 30.

Sí, no hay un momento preciso. Durante la década del 30, por ejemplo, Borges colabora en Sol y luna que es la revista del cursillismo católico, del nacionalismo, donde ya está Marechal. La guerra polariza todo después. Yo creo que hay un momento clave, un año muy interesante, habría que escribir un libro reconstruyendo ese año de 1942. Es el año que muere Arlt y las reacciones o no reacciones que provoca su muerte son un dato. Es también el año en que los expulsan a Cancela y a Marechal de la SADE por nacionalistas o medio fascistas, el presidente de la SADE era Martínez Estrada y se arma cierto lío con eso. Y además ese es el año en que Borges manda su primer libro de cuentos y no le dan el premio nacional y se arma un revuelo. Desagravios en Sur, desagravios en la revista de Barletta. Y la declaración del jurado que estaba presidido por Giusti, creo, es increíble porque por supuesto dicen que Borges es un escritor extranjerizante, que escribe textos fríos, de puro razonamiento, sin vida. Todas las tonterías que se van a repetir sobre Borges durante años.

Antes de la revolución del 43 vos decías que ya hay una polarización.

Claro, una polarización rara. Borges es enfrentado con los aparatos oficiales de consagración. A la vez Marechal y Cancela excluidos de la comunidad de escritores. Arlt se muere casi sin ser notado. El peronismo agudiza, me parece, tendencias que ya están latentes en la cultura de esos años.

¿Los cambios y la persistencia de ciertos rasgos en Borges permitirían hablar de un núcleo ideológico básico?

Yo creo que sí. Aunque el problema es complicado, porque cuando uno dice ideología en literatura, está hablando de formas, no se trata de los contenidos directos, ni de las opiniones políticas. Lo que persiste es una problemática, digamos así, a la que Borges se mantiene fiel. Un conglomerado que se define en los años del irigoyenismo. Y lo más interesante es que cuando cambia sus opciones políticas y se vuelve «reaccionario», digamos, lo que hace no es cambiar ese núcleo ideológico, sino mantener la problemática pero cambiar de lugar. Vuelve a la polémica de los 20, para decirlo así, pero invierte su posición. Por eso se afilia al partido conservador, como si dijera soy anti radical. Sobre todo vuelve a Lugones, al Lugones anti democrático que es el gran antagonista intelectual del irigoyenismo. Se hace cargo de la misma problemática que existía en los 20…

En la cual había estado del otro lado.

Digamos. Lo que hace es moverse en el mismo espacio, pasar a la posición antagónica, definirse como antidemocrático. Toda la historia de su compleja relación con Lugones se juega ahí. El día que se afilia al partido conservador lo que hace, por supuesto, es ir a dar una conferencia sobre Lugones. El país, dice en esa charla, está en decadencia desde la Ley Sáenz Peña. El nihilista aristocrático como el gran enemigo del populista, su revés.

Sin embargo, vos decís que hay cuestiones que persisten.

Sin duda. Lo que persiste sobre todo es la tensión entre un mundo y el otro. Por ejemplo, la lectura, los libros, la biblioteca lleva siempre en los relatos de Borges a la enfermedad y a la muerte. Se trata de un elemento central en la construcción de la intriga. Basta pensar en los grandes textos de Borges, como «El Sur»; la lectura de Las mil y una noches que provoca el accidente de Dhalman, aparece siempre en los momentos claves del cuento para marcar la antítesis con la vida simple y elemental, a la que el héroe no puede acceder sino al final y a costa de su vida. Lo mismo pasa con Lönrot en «La muerte y la brújula». Mientras Treviranus actúa como un descifrador intuitivo, que se maneja con la experiencia y el sentido común, Lönrot sólo cree en lo que lee y porque no conoce otro modo de acceder a la verdad que la lectura, se equivoca y va hacia la muerte. Hay un anti intelectualismo muy firme en Borges y en esa tensión se juega a menudo toda la construcción densa y sutil de sus relatos. Ese contraste entre la cultura y la vida, digamos así, mantener la tensión, trabajar todos los matices de esos dos mundos es fundamental en la escritura de Borges, mantener unidos los términos, siempre en lucha, creo que eso es constitutivo en Borges y a la larga prevalece la idea de que la biblioteca, los libros, empobrecen y que las vidas elementales de los hombres simples son la verdad. Es una oposición ridícula, por supuesto, pero muy importante en la construcción de sus textos.

¿Sería quizás la función del «infelizmente soy Borges»? Con esa frase queda evidenciada la angustia, por el hecho de que la biblioteca y las palabras nunca sean la realidad posible.

Está lleno de ese tipo de reflexiones levemente irónicas y resignadas, pero lo más importante, lo que habría que analizar en detalle son las relaciones que se establecen. El contraste entre «Pierre Menard, autor del Quijote» y «Hombre de la esquina rosada» que son los relatos inaugurales de Borges, los que delimitan el mundo de la ficción, cuando se empiezan a integrar en un mismo texto, como pasa en los grandes relatos, ahí está construyendo una maquinaria complejísima, llena de recovecos y de matices. Porque al mismo tiempo el populismo es una ideología estética. El gusto de Borges por el relato popular, no sólo las policiales, sino Wells, Stevenson, Chesterton, Kipling, todos escritores de público masivo en sus años de formación, que trabajan un tipo de relato deliberadamente estereotipado, con fórmulas narrativas muy definidas.

Y la percepción de los mecanismos de la cultura de masas, como su inmediata incorporación al cine…

Claro, el western, los policiales de von Sternberg. Pero la clave es mantener unidos los términos, Almafuerte y Valéry, Kafka y Eduardo Gutiérrez. Borges aparece todo el tiempo en los diarios para decir que los diarios y el periodismo han arruinado la cultura.

¿Y cómo funciona allí la cuestión de «lo otro», que te llama y te seduce? ¿Se podría decir que, en un sentido general, sería «lo bárbaro»?

La seducción de la barbarie es un gran tema, por supuesto, de la cultura argentina. Para Borges la barbarie, la vida elemental y verdadera, el destino sudamericano son antes que nada el mundo de la pasión. No porque no haya pasiones intelectuales y eso Borges lo conoce mejor que nadie, sino porque del otro lado está la experiencia pura, la epifanía. La inglesa que se tira a tomar sangre de yegua en «La historia del guerrero y la cautiva»; lo vivido, la oralidad, las pasiones elementales, hay una poética ahí.

Pero aún así, de acuerdo con su hipótesis, eso no fue suficiente para ligarlo a la novelística del siglo XX.

No es tan así. Lo cierto es que a Borges la novela no le parece lo suficientemente narrativa. El relato puro está en el cine de Hollywood dice y tiene razón. O en las formas breves que se ligan con las tradiciones arcaicas del relato oral. La novela moderna, para Borges, es Joyce, Faulkner, que en el fondo es lo mismo, con los que mantiene una relación de distancia. Sobre todo con Joyce, que no le parece un novelista. Demasiado experimental para su gusto. Pero es obvio que los grandes relatos de Borges están en la vanguardia de la narrativa contemporánea.

Usted busca, sin embargo, el origen de la novela argentina contemporánea en Macedonio.

Creo que es evidente para cualquiera que lo haya leído, que Macedonio es quien renueva la novela argentina y marca el momento de máxima autonomía de la ficción. Si volvemos a lo que hablamos a principio, diría que en ese sentido Macedonio es la antítesis de Sarmiento. Por un lado une política y ficción, los ve como dos estrategias discursivas complementarias. Por otro lado, subraya el carácter ficcional de la política, pone en primer plano la intriga, la conspiración, el complot, los espejismos de la verdad.

Se trataría entonces de pensar las relaciones entre Sarmiento y Macedonio.

Que son múltiples. Pero lo que importa en este caso es la relación entre Facundo y Museo de la novela eterna. Entre un libro y otro todo ha cambiado en la literatura argentina. Existe una relación con las prácticas de la verdad y existen también nuevas relaciones entre política y ficción. Pero a la vez muestran la persistencia de la literatura nacional. En el mundo conspirativo, delirante, politizado, utópico, ensayístico, de esos dos grandes libros se arma la otra historia de la novela argentina.

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Ricardo Piglia fue escritor, crítico literario, guionista y profesor de la Universidad de Buenos Aires y de la Universidad de Princeton, EUA. Algunas de sus obras más importantes son: Respiración artificial (1987), Nombre falso (1988), Prisión perpetua (1989), La ciudad ausente (1992), El laboratorio del escritor (1994), La invasión (1997) o Plata Quemada (1998), Premio Planeta en la Argentina en 1997. Es co-guionista de la película Corazón Iluminado, de Héctor Babenco.

Ricardo Piglia. «Sobre Borges». Borges Brasil. On line. Cuadernos de Recienvenido.

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Número 51

Dos lecturas foráneas de El Quijote: Jorge Luis Borges y Felisberto Hernández / Mónica Salinas

Revista Malabia número 61 con sombra
Dos lecturas foráneas del Quijote

Dos lecturas foráneas de El Quijote: Jorge Luis Borges y Felisberto Hernández / Mónica Salinas

Como mundo que es, El Quijote cervantino puede ser visto desde la perspectiva de habitantes de otros mundos. En el texto que sigue se intenta, precisamente, mostrar dos variaciones sobre la celebrada novela: una, de Jorge Luis Borges; la otra, del uruguayo Felisberto Hernández.

El objetivo de esta operación es comprobar cómo la obra cervantina despliega sus formas elaboradas e innúmeros matices ante las miradas de lectores sabios, que saben ver más allá de lo que la tradición literaria —creativa o crítica— ha consagrado.

Muchos autores, muchos lectores, muchos Quijotes

El postulado fundamental de los estudios cervantinos tradicionales es la autoría de Miguel de Cervantes respecto de El Quijote. El de este artículo, que Cervantes es el autor de un Quijote. De igual modo, aquel o aquellos que la historia de la literatura llama Homero lo es, o lo son, de una Odisea, y Dante Alighieri, de un Inferno.

En 1922, siglos después de la primera relación literaria conocida de las aventuras de Odiseo, en su caprichoso viaje de regreso al solar paterno (oikos, en griego), un extranjero —un bárbaro, dirían los helenos— recrea ese peregrinaje reemplazando al protagonista y alterando las circunstancias de tiempo y espacio: por voluntad de James Joyce, diez años se reducen a un día; el mar se encauza y petrifica en las calles de Dublín; el héroe rico en ardides deja la escena al mínimo Leopold Bloom y sus andanzas sin gloria; Marion Bloom, lúbrica y vulgar, desplaza a Penélope, constante y discreta. El texto antiguo y el moderno coinciden en lo medular (vivir es, para los humanos, deambular en busca del origen), pero los puntos de vista difieren: lo egregio, lo memorable, lo ejemplar, lo heroico —parece decir Joyce— sólo pueden existir en el recuerdo; el presente siempre es trivial e imperfecto.

El Infierno dantesco también ha merecido versiones más o menos disímiles: las dinastías sureñas de las obras de Faulkner, condenadas a expiar pecados incesantes; los opresivos recintos de Kafka, donde los hombres pagan culpas que nunca les son reveladas; las mansiones de los relatos de Henry James, con sus moradores fantasmales; la Santa María onettiana, aciaga como las gentes que la habitan.

Si los temas de esas obras literarias se repiten, es porque son asuntos radicalmente humanos. Así sucede con El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha. De las reformulaciones de esa historia elegí dos: “Pierre Menard, autor de El Quijote”, texto de Borges incluido en Ficciones (1), y “Lucrecia”, de Felisberto Hernández, que cito en la edición barcelonesa de editorial Lumen, de 1975.

El texto de Borges postula la existencia de un escritor francés, Pierre Menard, a quien el narrador presenta como “novelista” y “poeta”. En la enumeración posterior de su obra “visible”, sin embargo, sólo se hace referencia a varios sonetos; ninguna novela se menciona. De cualquier modo, lo más notable de esa parte de su producción son las monografías, análisis y críticas en torno a un tema recurrente: la relación entre el lenguaje y la realidad o, dicho de otro modo, la expresión del conocimiento de la realidad por medio del lenguaje. En el principio, Menard se muestra devoto de la objetividad —esto es, la sumisión del lenguaje a lo real, con prescindencia de toda valoración personal—: “censurar y alabar son operaciones sentimentales que nada tienen que ver con la crítica”, afirma (2). Y entre los objetos de su atención intelectual se cuentan dos estudios sobre la filosofía de Leibniz; uno sobre el Ars Magna Generalis de Ramón Lull; uno sobre los trabajos de John Wilkins. La lista no es inocente: Gottfried Leibniz persiguió la creación de un idioma universal; su inacabada “característica universal” es un lenguaje simbólico destinado a expresar todos los pensamientos humanos sin ambigüedades. Ramón Lull o Raimundo Lulio, teólogo, místico, alquimista y trovador catalán del siglo XIII, construyó un cartabón (Arte Magna) que podía responder miles de preguntas sobre cada disciplina. John Wilkins, científico y clérigo inglés del siglo XVII, ideó un sistema taxonómico que, de resultar eficaz, permitiría derivar a priori el sentido de cada término de una lengua.

Según el narrador del texto borgeano, Menard sumó a esas temerarias invenciones “una monografía sobre la posibilidad de construir un vocabulario poético de conceptos que no fueran sinónimos o perífrasis de los que informan el lenguaje común, ‘sino objetos ideales creados por una convención y esencialmente destinados a las necesidades poéticas’”. (3)

Hasta aquí la obra visible de Pierre Menard, no más que un preámbulo para su obra “subterránea, increíblemente heroica,…impar” (4). Como sus predecesores, Menard se consagra también, al iniciarse el siglo XX, a la traducción verbal de una realidad: El Quijote. Dice a este respecto el narrador:

El método inicial que imaginó era relativamente sencillo. Conocer bien el español, recuperar la fe católica, guerrear contra los moros o contra el turco, olvidar la historia de Europa entre los años de 1602 y de 1918, ser Miguel de Cervantes. Pierre Menard estudió ese procedimiento (sé que logró un manejo bastante fiel del español del siglo diecisiete) pero lo descartó por fácil. (…) Ser en el siglo veinte un novelista popular del siglo diecisiete le pareció una disminución. Ser, de alguna manera, Cervantes y llegar al Quijote le pareció menos arduo —por consiguiente, menos interesante— que seguir siendo Pierre Menard y llegar al Quijote, a través de las experiencias de Pierre Menard. (5)

Al fin, Menard no resulta tan imprudente como esos comentarios nos inducirían a creer, y restringe su tarea a dos capítulos completos, nueve y treinta y ocho, y un fragmento del capítulo veintidós, todos de la primera parte de la novela cervantina. Tampoco esta selección es inocente. El narrador-comentarista señala en primer lugar el capítulo trigésimo octavo, “que trata del curioso discurso que hizo don Quixote de las armas y las letras”. Era de esperar que Cervantes y Menard asumieran posturas distintas ante un asunto de esta índole:

Es sabido que don Quijote falla el pleito contra las letras y a favor de las armas. Cervantes era un viejo militar: su fallo se explica. ¡Pero que el don Quijote de Pierre Menard —hombre contemporáneo de La trahison des clercs y de Bertrand Russell— reincida en esas nebulosas sofisterías! Madame Bachelier ha visto en ellas una admirable y típica subordinación del autor a la psicología del héroe; otros (nada perspicazmente) una transcripción del Quijote; la baronesa de Bacourt, la influencia de Nietzsche. (6)

Tal vez, todas las interpretaciones tengan algo de verdad; ¿por qué no habrían de influir en la concepción de Menard (en el Quijote de Menard) los postulados de la novela psicologista o la teoría nietzscheana del superhombre con su fanática apología de la acción y, aun, de la violencia? [Abro aquí un paréntesis: ¿Qué decir, entonces, de la posición anacrónica de Borges, en todo coincidente con la de Cervantes? Recordemos el “Poema conjetural”, los textos de “Para las seis cuerdas”, “El Sur”, “Hombre de la esquina rosada”, y sus nostálgicas exaltaciones de las mitologías nórdicas. Confío la repuesta a mentes más lúcidas que la mía: las de ustedes, lectores.]

Igualmente significativa es la elección del capítulo noveno de la primera parte, “donde se concluye y da fin a la estupenda batalla que el gallardo vizcaíno y el valiente manchego tuvieron”. Cervantes escribió: “la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir”. Y Menard: “la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir” (7). El narrador interpreta: “Redactada en el siglo diecisiete, redactada por el ‘ingenio lego’ Cervantes, esa enumeración es un mero elogio retórico de la historia”. Mientras que, en referencia a la versión de Menard, comenta: “La historia, madre de la verdad; la idea es asombrosa. Menard, contemporáneo de William James, no define la historia como una indagación de la realidad sino como su origen. La verdad histórica, para él, no es lo que sucedió; es lo que juzgamos que sucedió”. (8)

En cuanto al capítulo vigésimo segundo, el narrador se abstiene de formular observaciones. Veamos: es aquel que trata “de la libertad que dio Don Quijote a muchos desdichados que, mal de su grado, los llevaban donde no quisieran ir” y que solemos denominar “episodio de los galeotes”. Primero, Don Quijote se encuentra ante un galeote que acabó en las galeras por “enamorado”… de una canasta atestada de ropa blanca, y que, presa de tal pasión, decidió apropiársela. Después, frente a otro que ha merecido castigo por “músico y cantor”; pero es seguro que su canto no fue deleitable pues, según lo aclara un guardia, lo que hizo el condenado fue “confesar en el tormento”. Finalmente, entra don Quijote en conversación con Ginés de Pasamonte, de quien dice el guardia que lleva por sobrenombre “Ginesillo de Parapilla”, a lo que el propio Ginés responde: “no andemos ahora a deslindar nombres y sobrenombres”. Como si tanta reflexión acerca de las palabras no fuera suficiente, Ginés de Pasamonte ha escrito su propia historia “que trata verdades, y que son verdades tan lindas y tan donosas, que no puede haber mentiras que se le igualen”. El tema es, inequívocamente, la palabra y su potencialidad de sentido. Pero de él se sigue otro, más amplio y, creo, decisivo: el vínculo entre palabra y realidad. Si las palabras pueden albergar varios sentidos y, en determinados contextos, es posible o, incluso, necesario que todos esos sentidos potenciales se actualicen, mal pueden ofrecer un testimonio único y definitivo de la realidad, que es una entidad ajena a la palabra. De aquí, los fracasos, tan sistemáticos como sus intentos, de Leibniz, Lull o Lulio, Wilkins, en su búsqueda de un idioma que duplicara la elusiva realidad.

Entiendo que las afirmaciones precedentes son demasiado “densas” como para que yo continúe, ahora, hurgando en sus derivaciones. Me importa volver al inicio de este artículo. Afirmé que Cervantes escribió un Quijote. Afirmo, varias líneas abajo, que Borges creó otro. Con ese fin, no transcribió más que unas pocas frases del original; se limitó a inventar una lectura de la obra que, sin alterar una coma, revelara significados flamantes: “El texto de Cervantes y el de Menard son verbalmente idénticos, pero el segundo es casi infinitamente más rico” (9), sentencia el narrador. El nuevo Quijote que Borges crea no le pertenece, como tampoco a Menard. Obra del lenguaje —objeto que, como la moneda, adquiere valor en el intercambio— el Quijote es propiedad de quienes lo usan, o si se prefiere, lo leen.

Menard (acaso sin quererlo) —delibera Borges— ha enriquecido mediante una técnica nueva el arte detenido y rudimentario de la lectura: la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas. Esa técnica de aplicación infinita nos insta a recorrer la Odisea como si fuera posterior a la Eneida y el libro Le jardin du Centaure de Madame Henri Bachelier como si fuera de Madame Henri Bachelier. Esa técnica puebla de aventura los libros más calmosos. (10)

A mi juicio, El Quijote de Cervantes y el de Borges convienen en un punto: los dos representan un triunfo del lector y de cuanto del saber de su época y de las precedentes hay en su lectura. Ésta es mi definición favorita de un clásico.

Cervantes después de Felisberto

El otro autor a quien deseo referirme en relación con la obra cervantina es el uruguayo Felisberto Hernández. Es, se sabe, autor de textos de difícil aprehensión. Lo es “Lucrecia”, cuya acción se desarrolla en una época pasada que sólo podemos precisar por la presencia de la ominosa mujer que da nombre al relato. En el inicio, el narrador-protagonista evoca, desde su presente, el viaje temporal y espacial que lo acercó a la dama. De los avatares de esta historia, sólo resulta pertinente ahora el encuentro del protagonista con dos personajes apenas delineados. Cito el texto de Hernández:

Me tiré en la cama, que era de madera oscura y colcha amarilla. Me dolía la espalda porque hacía pocos días me habían tirado contra el suelo para sacarme el dinero y yo me caí encima de una piedra. Salí de España con una escolta de dos hombres. Uno era alto, quijotesco y dejaba una familia hambrienta a la cual parecía querer mucho. El otro era bajo, andaba con la cabeza fija y echado un poco hacia delante; parecía que su instinto le indicara algo sospechoso; y se ponía con descuido un sombrero arrugado como una hoja podrida. (Yo había empezado a recordar lo que me había pasado en el camino, cuando entraron en la pieza y pusieron encima de la mesa un candelabro de tres brazos; en uno de ellos había una vela nueva.) En una de las primeras noches, después de salir de España, mis compañeros se emborracharon, y a la mañana siguiente me dijeron que se habían robado los caballos. Ese día yo anduve en el mío y ellos anduvieron a pie. Pero a la mañana siguiente me dijeron que nos seguían ladrones de caballos y que también habían robado el mío. Además hablaron de compañerismo y de traición… (11)

La narración continúa y muestra a los dos hombres de la escolta dejando atrás a su custodiado que, finalmente, es víctima de los ladrones. Despojado de su bolso, el protagonista se sorprende cuando aparece un tercer hombre: “Agarré dos piedras para defenderme, pero el hombre pasó corriendo y me di cuenta que los que me habían robado disparaban porque le tenían miedo a éste. Era una vergüenza; yo podía haber hecho lo mismo; pero ahora hubiera tenido que correr a los tres”. (12)

El cuento todo y este episodio en particular merecen algunos comentarios; formularé sólo los que se vinculan directamente con el tema de este artículo.

Suele hablarse —a mi entender, en demasía— de la sanchificación de Don Quijote y la correlativa quijotización de Sancho, que se consolida en la segunda parte de la novela. Afirmar tal cosa implica reconocer en las dos figuras centrales de la obra cervantina, rasgos precisos que conforman sus identidades respectivas; rasgos extremos que van adelgazándose hasta alcanzar esa mentada trans-identidad que la lógica refutaría, puesto que a y b nunca pueden ser idénticos.

Pues bien, Felisberto despoja a Don Quijote y a Sancho de sus identidades, las iniciales tanto como las últimas —hechas de consustanciaciones y aleaciones—; de ellos no quedan más que los signos visibles, superficiales de la oposición: uno era alto, el otro bajo. El alto ha dejado una familia hambrienta (la comida de Quijano era frugal, pero de seguro permitía saciar el hambre de su breve grupo familiar); el bajo…, tal vez conserve algo más del Sancho cervantino: el instinto que lo mueve hacia delante, en actitud recelosa, no vaya a ser que la locura de su amo los pierda a ambos y acaben molidos a palos.

La escena, dolorosamente risible al estilo de la picaresca, queda a cargo del narrador-protagonista, ni tan cauto como Sancho ni tan animoso como el Don Quijote cervantino, sólo un espectador impelido a la acción, con dos piedras en sus manos lerdas y la mente aún más torpe, avergonzado, presa de arrepentimientos tardíos. Mientras tanto, los personajes ilustres ponen pies en polvorosa.

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NOTAS

1. Las citas corresponden a la siguiente edición: Barcelona, Alianza Editorial, 1985.
2. BORGES, J. L., “Pierre Menard…”, pág. 50.
3. BORGES, J. L., “Pierre Menard…”, pág. 48.
4. BORGES, J. L., “Pierre Menard…”, pág. 51.
5. BORGES, J. L., “Pierre Menard…”, pp. 52 y 53.
6. BORGES, J. L., “Pierre Menard…”, pág. 56.
7. BORGES, J. L., “Pierre Menard…”, pág. 57.
8. BORGES, J. L., “Pierre Menard…”, pág. 57.
9. BORGES, J. L., “Pierre Menard…”, pp. 56 y 57.
10. BORGES, J. L., “Pierre Menard…”, pág. 59.
11. HERNÁNDEZ, F., “Lucrecia”, pp. 110 y 111.
12. HERNÁNDEZ, F., “Lucrecia”, pág. 111.
13. HERNÁNDEZ, F., “Lucrecia”, pág. 115.

Encastre:
A mi juicio, El Quijote de Cervantes y el de Borges convienen en un punto: los dos representan un triunfo del lector y de cuanto del saber de su época y de las precedentes hay en su lectura.

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Número 51

Borges, el siglo circular / Héctor Rosales

Revista Malabia número 61 con sombra
Borges, el siglo circular

Borges, el siglo circular / Héctor Rosales

Volverá toda noche de insomnio: minuciosa.
La mano que esto escribe renacerá del mismo
Vientre. Férreos ejércitos construirán el abismo.


J.L.B.

En 1905 un niño de seis años le confiesa a su padre en Buenos Aires que desea ser escritor. Y allí comienza la elaboración de un personaje de ficción llamado Borges, deliberadamente: también un escritor. Dos años más tarde, éste se estrena con un breve ensayo redactado en inglés sobre la mitología griega, y un primer cuento, «La visera fatal», basado en uno de los episodios del Quijote.

El niño bonaerense tuvo muy buena memoria a lo largo de su vida. Jamás olvidó antepasados europeos, numerosos viajes convergentes en su corazón sureño, múltiples lecturas reinterpretadas o subrayadas con una luz interna que suplantó la incidencia de la luz exterior, nebulosa, perturbadora, responsable de la distorsión de una realidad a la que nunca dejó de temer («el mundo, desgraciadamente, es real, y yo, desgraciadamente, soy Borges»).

La construcción de ese intelectual amurallado en literaturas nórdicas, germánicas, anglosajonas, norteamericanas y, desde luego, argentinas (entre otras fuentes que blindarían su natural fragilidad ante la vida práctica, material, alienante), el laborioso ejercicio de décadas y décadas tras sus códigos personales, con una madre influyente custodiando los días, una capital rioplatense con veleidades europeístas y el contraste de un arrabal no vivido aunque sí pretendido por el personaje, la fuga interior hacia otros mundos, tienen ahora un siglo forjado de enigmas, cifras, ritmos, datos, ternura, deslumbramiento, horror y soledad.

Y además melancolía, el motor que movió a su sombra por umbrales y plazas deshabitadas, donde el otro, el niño, llamó repetidamente al personaje, sin encontrarle.

La figura de una abuela inglesa, la ciudad de Ginebra, la mística judía, traducciones, evocaciones desde los oleajes de otros idiomas y culturas, la silueta de algún héroe militar o literario, fueron varios de los bastones en los que se apoyó Borges para cruzar sus propias páginas, o los senderos de la polémica que muchas veces levantó con gesto distante, conocedor de las reacciones de la tribu, en sus diálogos, conferencias y entrevistas.

Aquel niño visionario que inventó a Borges/el inventor, instalaría al personaje en el centro de un laberinto trazado con espejos gramaticales. Desde allí, con el telón de fondo de El Tiempo, y los numerosos corredores poblados de voces e imágenes que en duplicaciones o en progresiones geométricas desembocarían en otros corredores, voces e imágenes hasta series interminables, estaría contenida la presencia del hombre de todas las épocas, pero en particular el contemporáneo, bombardeado de infinitas informaciones que, sin embargo, lo confunden y apartan del centro de sí mismo y de cualquier conocimiento trascendente. El vano afán de sabiduría pesará en el lúcido escritor; muy temprano conocerá una desesperación asumida, y por ende atenuada en sus estallidos.

Borges buscará sin pausa el sentido, los mecanismos de la posición humana en el laberinto. La Biblia, las correspondencias entre el Génesis y la Cábala, la posibilidad de una inteligencia superior e infinita que, mediante un orden desconocido, organiza el desorden repetitivo de la historia, serán reflexiones recurrentes en el autor argentino.

En una de sus narraciones más representativas, «La Biblioteca de Babel», hallamos una síntesis muy ilustrativa del itinerario borgeano: la búsqueda de un libro entre todos los libros que integran esa biblioteca (símbolo elocuente del universo), un libro donde se aloje «el nombre», la clave mesiánica que active la llegada del tiempo redentor.

Borges y los libros forman una de las sociedades más fecundas y significativas en la historia de la literatura. Pocos autores han manejado tanto y con tanta brillantez los recursos referenciales, simbólicos y creativos del instrumento libro dentro de un discurso ensayístico o de ficción. Sería un abuso para la paciencia del lector enumerar aquí autores y títulos (reales o imaginarios) en los que Borges fraguó lecturas y escritos. En el curso de este 1999 no será difícil disponer de abundantes listados en notas, artículos, conferencias y exposiciones en torno al homenajeado escritor centenario. Por los mismos motivos tampoco citaré su propia bibliografía.

Aunque sí deseo detenerme un momento ante esa casona de Buenos Aires donde un hombre ciego, ya inevitablemente consciente del sitio que ocupa en la iconografía cultural de su país y también en el mundo, medita por enésima vez la bondad de un adjetivo para aquella frase que su voz no termina de ajustar en la simetría del ambiente. Una voz amable, algo temblorosa, siempre tímida en su raíz fronteriza que amó al sur como a un destino salvado del laberinto. La misma, la exacta, cuidada voz que con idéntica vocación cultivó narrativa, poesía y ensayo. Un claro ejemplo de que los géneros pueden alternarse sin desavenencias en un territorio donde lo que verdaderamente importa es el estilo para abordar temas, preguntas, fulgores, en suma: los asuntos del vivir captados por un tímpano reflexivo que se manifiesta no sólo con ortografía, sino con cadencias, tonos, silencios, y aquellos equilibrios que surgen de lo más subjetivo de los hombres.

Según la edad o el capricho de cada lector, habrá un Borges mejor narrador que poeta, o viceversa; o quizás se distinga ese ensayista inteligente y culto al que se recurrirá sin remedio para considerar un punto de vista indispensable.

Disculpen que prefiera pensar, sencillamente, en un escritor, en un creador de literatura, uno de los grandes, sin duda, que se dedicó a cumplir con su trabajo de la mejor forma que pudo. Literatura, insisto. «Arte cuyo medio de expresión es la palabra», resumía en una primera acepción mi viejo diccionario escolar.

Pero sigo observando al hombre del bastón en la casona porteña, ese caballero argentino empeñado en acabar la frase de su historia, el anciano que volverá a viajar al norte donde estudió en su juventud, donde le aguarda la ciudad señalada.

Ginebra, minuciosa, le revivirá aromas y dilemas, mientras Europa prepara nuevas noches, nuevos ejércitos que él no conocerá.

El personaje habrá recorrido su círculo, el que intuyó aquel niño, Georgie, cuando decidió guarecerse de la barbarie y el caos a expensas de una criatura que escribiría con afilada erudición y talento salvavidas.

Ahora el niño encuentra finalmente a Jorge Luis Borges sentado en la cumbre de la escalera suiza, mirándole con toda la noche de insomnio, recordándole «que ya nunca serán felices, pero que tal vez no importa», porque la mano que ha escrito toca la mano primigenia, dispuestas a conjurarse con El Tiempo un 14 de junio de 1986, renaciendo del mismo vientre.

Barcelona, 14 de junio de 1999.

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Nota del editor:

El texto que reedita MALABIA fue escrito expresamente por Rosales para que integrara el Libro de Hacedores, volumen colectivo que Editorial Letralia (Cagua, Venezuela) organizó y publicó en internet (agosto 1999), como homenaje al centenario del nacimiento de Jorge Luis Borges.

La revista digital El Coloquio de los Perros incluyó el texto en su número 4, Cartagena (España), otoño de 2001.

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Número 51

Borges como oxímoron / Federico Nogara

Revista Malabia número 61 con sombra
Borges como oximoron

Borges como oxímoron / Federico Nogara

Excelente definición para acercarse a Borges, uno de los escritores que sigue generando una gran polémica, porque no pasa un día sin que algún recién llegado descubra alguna dudosa actitud personal suya que parece no estar en consonancia con su calidad literaria. Este proceso viene dándose durante los últimos cuarenta años y tiene visos de no acabar nunca.

La idea del escritor (del artista) íntegro, de una sola pieza, que acompaña su buen hacer en las letras con una conducta intachable en lo personal, es una propuesta nueva, que surge en la última etapa del capitalismo, cuando el intelectual deja su sitio a la televisión y la cultura se mide por las ventas y el entretenimiento. Antes el escritor era un outsider, alguien que miraba la sociedad desde fuera y al que se aguantaba porque la escritura –una profesión marginal, femenina, sin sitio en la cadena de producción- ya estaba inventada. Ese escritor –hablo de principios y mediados del siglo XX- estaba asociado a la reivindicación de la libertad sexual, de las minorías, de la mujer; ponía en duda la familia, las instituciones, el poder, hasta la vida misma.

Mirada la situación actual con ese prisma podríamos hablar de una contrarrevolución, porque ahora el escritor es importante, está integrado, aparece en los medios y opina de todo, es un experto; y a los expertos, sobre todo si participan en medios de comunicación masivos, debe exigírseles una actitud moral, son el ejemplo a seguir, el faro de la sociedad.

Woody Allen ironizaba sobre el tema en su película Sweet Lowdown, en la que un guitarrista enormemente talentoso (Sean Penn) vivía en la piel de un auténtico canalla. El artista y su vida privada, sugería el director, son a menudo un oxímoron.

El oxímoron, combinación en una misma estructura sintáctica de dos palabras o expresiones de significado opuesto (amarga victoria, por ejemplo), también aparece en Borges, pero de una forma muy compleja. Se tiene las primeras noticias de su presencia en el Buenos Aires de finales de los años 20, formando parte de un comité de intelectuales jóvenes en apoyo a Yrigoyen y se sabe que unos años más tarde Homero Manzi lo invita a integrarse en FORJA, lo que indica a las claras que su posición política era, de principio, bastante diferente a la de años más tarde.

Por ese entonces la Argentina vivía el ascenso del nacionalismo, encarnado primero en Yrigoyen y luego en el peronismo, que en los 40 se llama justicialismo por la política de reformas sociales que implementa Perón desde la cartera de Trabajo.

En 1942, Borges ya tiene un cierto reconocimiento entre los sectores intelectuales. Lejanos empezaban a quedar los tiempos en los que aprovechaba las invitaciones de Reyes, cónsul mexicano, para deslizar sus libros en los bolsillos de los abrigos de los clientes de los restaurantes a los que concurrían. Es en ese año cuando la negativa de los miembros del jurado a otorgarle el premio nacional a los cuentos que había enviado, con el pretexto de que se trataba de textos fríos, lejanos, sin vida y propios de un escritor extranjerizante, causa un gran revuelo y genera algunos desagravios, entre ellos el de la revista Sur, donde colaboraba el escritor. Es, quizás, el primer punto de inflexión. El otro es en el año 46, cuando el gobierno peronista lo saca de la biblioteca municipal en la que trabajaba para encargarle la inspección de los mercados de aves de Buenos Aires.

Curiosamente, como nos cuenta Noé Jitrik, en ese momento de humillación comienza su fama: “…las declaraciones no estaban previstas en Borges; a ellas lo volcó Perón cuando lo sacó de una tranquila biblioteca para encomendarle la inspección de mercados y ferias francas (…) dio conferencias, habló y, milagro, consiguió transformar su balbuceo y vacilación en una carta de triunfo que le envió a la fama mundial: su fama, me parece, se origina en su dominio de la oralidad, no estrictamente en su escritura, aunque su escritura lo autoriza (…) su arte menor fue el vehículo que permitió que mucha gente se acercara a su arte mayor”.

Estamos en los sesenta en el Río de la Plata. Los movimientos guerrilleros, activos, fundamentales en la época, están abocados a la lucha contra el imperialismo, a cambiar el mundo. Aunque se ha creado una leyenda falsa al respecto, nunca desmentida, su base ideológica no es el marxismo (aunque muchos de sus integrantes simpaticen con esa filosofía), la abolición de las clases sociales y la distribución de la riqueza, sino la nacionalización de la economía. Por su parte, el insignificante Partido Comunista argentino y el más poderoso uruguayo, que dominaba los sindicatos y el movimiento estudiantil, estaban más preocupados en mantener el status quo de la Guerra Fría y en defender a la Unión Soviética que en dar pábulos a una revolución desestabilizadora. Y la intelectualidad de ambas orillas se integraba de forma casi masiva en esas corrientes de izquierda y otras.

Mal podía entenderse, en este contexto de contienda, a un autor que reivindicaba la universalidad y se iba por las ramas, por lo que se consideraba a Borges fuera de lugar, un europeo trasplantado. Y encima, reaccionario.

La izquierda literaria daba, en ese momento, prioridad al ensayo y a los textos o canciones con referencias concretas a la realidad, de protesta, como se le llamaba entonces. Era lógico, era histórico; todos conocemos las canciones de la revolución mexicana y de la guerra civil española, cuyo alcance estaba limitado a las contiendas y no buscaban trascender de ellas, y hemos leído los textos (casi siempre horribles) que generan las realidades sociales dramáticas. No estaban los tiempos como para buscar calidad literaria -la gente andaba ocupada en otras cosas- y si se la buscaba era en escritores afines a la causa. A nadie se puede culpar por ello.

Terminadas las dictaduras llega el tiempo de superar los traumas, de juntar los pedazos, de ver cómo se sigue. Todo ha cambiado. La televisión, ausente de las casas de los jóvenes hasta finalizados los años sesenta, es ahora una máquina de imágenes parlante instalada en cada casa y casi siempre encendida; más que medio educador –que lo es en el sentido que cada uno quiera darle -es una forma de entretenimiento, palabra extraña que irrumpe con fuerza desde finales de siglo: las clases en las escuelas deben ser entretenidas, el cine y los libros deben ser entretenidos, las charlas de cualquier tipo deben ser entretenidas; las nuevas generaciones tienen una gran necesidad de entretenimiento, y más que eso, es casi forzoso proporcionarles ese entretenimiento.

En ese contexto los escritores entran en crisis: ¿abrazamos la cultura de masas que genera la televisión, cuyos dueños son al mismo tiempo dueños de los diarios, las radios, las editoriales, o nos resistimos? El escritor, como bien se sabe, no es de piedra; necesita vender sus obras, comer, tener esperanzas. Vive de la palabra, y el poder, cual sirena, le regala las más bellas: progreso, democracia, oportunidades, éxito, fama. Por si fuera poco, tampoco le impide usarlas, hacerlas suyas. El escritor, pasado por ese tamiz, ha terminado hablándonos con el cuidado y el cálculo de los políticos profesionales, se ha puesto en su lugar, los entiende. Incluso él mismo se ha transformado en un político o en un funcionario bien remunerado. Ha comprendido, al fin, la política de lo posible.

“Tenemos una intelectualidad fútil, más propensa a buscar las remuneraciones de las multinacionales o las prebendas del estado que a pensar y a luchar por definir el proyecto latinoamericano” señalaba Darcy Ribeiro a mediados de los 90, poco antes de su muerte.

¿Qué hacer, cómo definir ese proyecto latinoamericano? Por suerte, oh casualidad, contamos con El escritor argentino y su tradición de Borges. Sí, Borges, el “reaccionario”, el “extranjerizante” Borges. Opina Piglia sobre el ensayo en un texto sobre Gombrowicz: “Basta pensar en uno de los textos fundamentales de la poética borgeana: “El escritor argentino y su tradición. ¿Qué quiere decir la tradición argentina? Borges parte de esta pregunta y el ensayo es un manifiesto que acompaña la construcción ficcional de El Aleph, su relato sobre la escritura nacional. ¿Cómo llegar a ser universal en este suburbio del mundo? ¿Cómo zafarse del nacionalismo sin dejar de ser argentino (o “polaco”)? ¿Hay que ser “polaco” (o “argentino”) o resignarse a ser un “europeo exiliado” (como Gombrowicz en Buenos Aires)? En el Corán, ya se sabe, no hay camellos, pero el universo, cifrado en un Aleph (quizás apócrifo, quizás un falso Aleph), puede estar en el sótano de una casa de la calle Garay, en el barrio de Constitución, invadido por los italianos y la modernidad kitsch. La tesis central del ensayo de Borges es que las literaturas secundarias y marginales, desplazadas de las grandes corrientes europeas, tienen la posibilidad de un manejo propio, “irreverente”, de las grandes tradiciones. Borges pone como ejemplo de esta colocación, junto con la literatura argentina (y sudamericana), a la cultura irlandesa y a la judía. Sin duda, podríamos agregar a esa lista a la literatura polaca y en especial a Gombrowicz. Pueblos de frontera, que se manejan entre dos historias, en dos tiempos y a menudo en dos lenguas. Una cultura nacional dispersa y fracturada, en tensión con una tradición dominante de alta cultura extranjera. Para Borges (como para Gombrowicz) este lugar incierto permite un uso específico de la herencia cultural: los mecanismos de falsificación, la tentación del robo, la traducción como plagio, la mezcla, la combinación de registros, el entrevero de filiaciones. Esa sería la tradición argentina (y sudamericana)”.

Uno de los problemas fundamentales es que la izquierda –fracturada, atomizada, siempre en el sillón del psicoanalista- ni cambió ni evolucionó, siguió considerando el valor de la escritura en relación directa con la cantidad de realidad que encerraba. La ficción no dejaba de ser algo imaginado, inventado. El realismo es, por lo tanto, el género literario ideal (y debe ser entretenido).

Aquí nos enfrentamos con un par de problemas: en primer lugar, la realidad no se muestra, se refleja, por lo que cada escritor, aunque sea fiel a los hechos, dará su propia versión de los mismos; y, en segundo lugar, vivimos en un mundo real pero sobre el que se ficciona, sobre todo los medios de comunicación (cualquier hecho político o social será presentado de forma distinta por dos diarios o radios de tendencias diferentes).

El ser humano es un ficcionador, pasa el día contando historias y las acomoda a su conveniencia o a su manera de pensar. Y hoy día, en una época en que la realidad se ha vuelto muy compleja, es difícil acomodarse a ella de forma objetiva.

Es por eso, entre otras cosas, que Borges sigue siendo un escritor poco apreciado (por vivir fuera de la realidad, por dedicarse a la filosofía, por no ser realista y abdicar del realismo) y algunas de las barbaridades que cometió, como escribir La fiesta del monstruo para denigrar al peronismo o aceptar una medalla de Pinochet (lo que le costó el premio Nobel), aparecen como imperdonables. Sin embargo, hay otros escritores que también han cometido y dicho barbaridades, por ejemplo García Márquez, el progresista por excelencia, a quien nunca se le reprochó su apoyo activo a la primera Guerra de Irak y algunas opiniones como “las ideologías han sido una lacra para la humanidad”, que olvidan que esas ideologías se fundan en un pensamiento filosófico imprescindible para tratar de entender la vida y para vivir y sin tener en cuenta, además, a qué mundo nos ha llevado la ausencia de ideologías. Y tampoco a Neruda, a quien todos idolatran por una coherencia política que lo llevó a ser un estalinista tan convencido que existen sospechas bastante fundadas de que haya estado envuelto en el asesinato de Trotski.

Y hay otro extremo que me parece importante: ¿Es justo que escritores que escriben obras entretenidas para poder venderlas, que buscan las remuneraciones de la multinacionales y las prebendas del estado (al decir de Ribeiro), o sea, que quieren sumarse al sistema, critiquen a Borges por haber apoyado ese sistema?

“Es bien conocido que la errónea posición filosófica o política de un autor no invalida necesariamente su obra literaria”, opina Fernández Retamar, uno de los más grandes intelectuales cubanos y lector ferviente de Borges (nunca mejor dicho por su admiración a Fervor de Buenos Aires), situado en la antítesis del pensamiento filosófico y político de Borges.

Pero existe en la obra de Borges algo que va más allá de esa sabia constatación. Si pudiéramos leer sus ensayos y parte de sus escritos sin la rémora de estar leyendo a un reaccionario, pensaríamos que se trata de un progresista, de un vanguardista, de alguien que señala caminos para un cambio y una elevación de la literatura.

Retamar, quien había criticado a Borges con dureza en el pasado, lo visitó en su casa de Buenos Aires en 1985. Escribiría luego un relato de aquel encuentro en su libro Recuerdo a… En el mismo señalaba que tenía la convicción de que, además de hombre de inmenso talento, Borges era un hombre bueno, modesto, parco en su vivir. Y tenía el buen gusto de dedicarle el poema que Auden escribió a raíz de la muerte de W. B.Yeats:

Time that is intolerant
Of the brave and innocent
And indifferent in a Hjek
To a beautiful physique.

Worships language and forgives
Everyone by whom it lives
Pardons cowardice, conceit
Lays its honours at their feet.

Time that with this strange excuse
Pardoned Kipling and his views,
And will pardon Paul Claudel
Pardons him for writing well.

El tiempo, que es intolerante
Con el bravo y el inocente
E indiferente en una semana
A un cuerpo bello.

Reverencia al lenguaje y perdona
A todos los que por él viven;
Disculpa cobardía, vanidad,
Deposita los honores a sus pies.

El tiempo que con esta extraña excusa
Disculpó a Kipling y a sus opiniones,
Y disculpará a Paul Claudel
Lo disculpa por escribir bien.

(Auden en memoria de W. B. Yeats)

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Número 51

El tango es un estuche / Álvaro Ojeda

Revista Malabia número 61 con sombra

El tango es un estuche / Álvaro Ojeda

El tango es un estuche. Un estuche de terciopelo, de marfil, de cartón, incluso de innoble plástico. Un estuche que lleva más de un siglo guardando tesoros, recuerdos, cosas simples.

El tango es un estuche

El tango contiene a su vez melodía, danza y poesía, de modo que el estuche se ensancha o se adelgaza según el contenido que, de alguna manera, lo define.

Extraña situación que consiste en ser definido por un continente –ese estuche entre noble y vulgar- y por el contenido del mismo –también noble y vulgar- como la vida de los hombres, más grisácea que celeste, más evocada que vívida también estuche variopinto.

El estuche entonces es realista, sabio, ensimismado pero también es poético, danzarín, eufónico.

Pongamos un ejemplo.

Una calle con feria vecinal un domingo por la mañana. Puede ser en verano pero rinde más si se la recuerda o se la ve en el fin del otoño. La calle es un tajo modesto hacia el cielo repleto de edificios o hacia la infinitud del paisaje suburbano. Un cielo bajo, a veces brillante, a veces turbio, barrido por el viento pero a la vez resistente pese a las rutinarias y eólicas tropelías del sur, como si el viento quisiese que todo se definiera por esa querella fecunda entre rutinas conocidas y nuevas conductas: lo que se barre y ya estaba y lo que queda y se acumula con formas nuevas que el propio viento trae.

Almas en danza, almas en pena, la gente discurre, va y viene, observa, escucha, a veces interviene mientras el mundo de los feriantes ofrece, tienta, se deja ver. En el inicio de la feria un policía y en el fin de la misma los puestos de ropa, casi ajenos. En los muros de las casas que sufren la presencia de la feria, mujeres y hombres viejos, bellas chiquilinas, matrimonios, niños, gritos, carreras, perros.

Como es domingo algún borracho, algunos gurises sobrevivientes de la noche anterior.
Y yo mismo allí, con mi madre primero, con mi esposa y mi hijo después y solo con mi esposa ahora. Y mi padre en casa fumando, tomando mate y escuchando la radio o viendo la televisión y mi madre y yo llegando con las bolsas no siempre repletas.

Todo detenido y todo en perpetuo movimiento, la novedad surgirá del nuevo ordenamiento de lo conocido y será siempre deslumbrante.

Luego vendrá el mediodía, el almuerzo y el atardecer triste de las ciudades, insoslayable como el crepúsculo, la pequeña muerte diaria del sol. El que cante a estas cosas, el que logre reunirlas en algunas estrofas sencillas –que no es lo mismo que decir pueriles o vulgares- sintonizará con su pueblo y por las razones que ya sostuvo Tolstoi, pintando su aldea se convertirá en pintor universal. Sólo ha sido un buen observador, un buen conservador y un buen mezclador de lo que ya estaba junto con lo que él trae.

Como hizo el viento.

El afán del arte es la universalidad. Su manera de construirse consiste en un delicado equilibrio entre contenido y continente.

El estuche otra vez.

El arte siempre surge del pueblo y el deber del artista es conservarlo primero y sublimarlo después.

Podría decirse entonces, que el tango nunca escapa a sus circunstancias generativas y que en esa escapatoria imposible y jamás buscada, radica –de raíz, de radicalidad- su vigencia.

Hubo un poeta que lo supo.

Se llamaba Enrique Dizeo. Había nacido en Bs. As. en 1893, ciudad en la que murió en 1980. Vivió en Boedo, en Parque Patricios, en Floresta. Barrios. Sólo cursó estudios primarios pero tenía ansias de poeta. Se probó en carnaval y se topó con el tango. Escribió su primera letra de tango dentro de los cánones de la poética de Pascual Contursi y de Celedonio Flores, por eso la tituló Romántico bulincito. El título daba algún indicio: “romántico” es palabra de ensoñación y misterio, de lirismo contemplativo y de aventura amatoria. Como Dizeo participaba del habla de su pueblo, utilizó el diminutivo “bulincito” para suavizar acaso el término en lunfardo “bulín” o acaso siguiendo las enseñanzas de Contursi, que hacía del diminutivo su sello personal tomado del pueblo -como lo sigue siendo en la actualidad- y sus maneras de entre casa, de cosa modesta y querida.

Había un poeta y por lo tanto había una lectura de la realidad, una tradición a conservar y sobre todo, a enriquecer.

En 1943 la estupenda orquesta del pianista Lucio Demare graba unos versos de Dizeo que llevaban música de Arturo Gallucci –que también era letrista- cantados por el magnífico, nasal, brumoso Raúl Berón. El tango y su letra, llevan un título que es un arte poética, una proclama de escritura, una cifra de las obsesiones del poeta: Cómo se hace un tango.

¿Así que usted quiere, vieja
que empiece a contarle yo,
cómo se hace un tango, no?
le haré el gusto, si me deja.
Vaya parando la oreja
que va a hablar el que la adora
hoy, mañana, a toda hora.
Porque pa mi, donde cuadre,
usted, no es sólo mi madre,
sino mi novia, señora.

Cómo se hace un tango, dijo
oiga mamá: con dolor,
mezclao con pena de amor
que es la que sienten los hijos.
Con el pensamiento fijo
en la que estoy contemplando.
Con el que vive esperando
a la que no llega nunca
y con esa noche trunca
de los que van aflojando.

Con el fulgor que, en los ojos,
tiene la hermosa mujer
que anda con ganas de ver
al que se muere de antojos.
Con los dolientes enojos
de aquel que le falta un cobre.
Con el que piedad le sobre
pa’ la pobre flor de fango.
Con eso, así se hace un tango
con la emoción de los pobres.


1.

Algunas precisiones formales. El poema se compone de tres décimas espinelas, una forma estrófica del Siglo de Oro español creada por Vicente Espinel, poeta amigo de Cervantes, que consiste en agrupaciones de 10 versos octosílabos, con rima consonante en un esquema a-b-b-a-b-c-c-d-d-c.

Es la clásica estrofa de los payadores que ya había usado José Hernández y que seguirán usando poetas tan diferentes como Julio Herrera y Reissig, Miguel Hernández, Luis Cernuda o cantautores como Fernando Cabrera. Otra vez la sublimación y el estuche.

El pueblo acoge esta forma estrófica y la hace suya por varios motivos: es concisa y permite fabricar sentencias de variado contenido que la rima ayuda a memorizar; posee una musicalidad evidente y una métrica adecuada a la respiración del cantor o del recitador y es forma reconocible, lo que habla de un nivel envidiable en la cultura popular que reconocía y hacía suyas formas poéticas prestigiosas.

Respecto al lenguaje que utiliza Dizeo, debe recordarse la inteligente apreciación de Borges: cuando el pueblo habla de las cosas que para él son importantes, se esmera, se auto impone un léxico sonoro pero culto, y en el caso de Dizeo, la apreciación borgeana se cumple cabalmente.

El yo poético, la voz que enuncia el poema, es la de un hijo que, interpelado por su madre, explica el cómo del título. El recurso de un interpelante, en este caso la madre, proviene de la literatura gauchesca en donde casi siempre hay un oyente invocado al que se dirige el poema y proviene también de las formas orales de la poesía cantada. Dizeo en este punto transita por las veredas del Romancero español: comienzo abrupto y final trunco.

Sin embargo, es un poema con vocación de ser escuchado por un auditorio muy especial: la madre del poeta.

Como en un juego de espejos, el poeta habla sobre el método empleado por un poeta creador de un poema que está contenido en la forma musical tango -cómo se hace un tango predica el título- asumiendo que la palabra tango funciona como metonimia de letra, música y danza, lo que redondea un arte poética, así se hace un tango, así lo hago yo, de esta manera, con estos elementos.

El ambiente es de intimidad sugerida, la madre es la que interpela. El poeta dirá vieja, mamá, madre y, sugestivamente, señora, excluyendo todo tuteo cariñoso. Podemos reconocer la identificación permanente entre amor de madre y amor verdadero, desinteresado amor –incluso señalado por la hipérbole madre identificada con novia- que es un lugar común en la letrística tanguera que la recoge a su vez de la cultura popular.

El amor materno constituye para el tango –al menos en sus primeras décadas- la máxima expresión amorosa entre varón y mujer, relación amorosa materno-filial que aventaja con creces a cualquier expresión de amor de pareja.

Las raíces de esta identificación maliciosa –jamás el amor de la amada será como el amor de la madre- puede rastrearse a modo de hipótesis en cierta inflexión cristiana y católica que de alguna manera idealiza el amor maternal identificándolo con la Virgen María y su capacidad de aceptarlo todo en silencio, sacrificadamente y de paso, alejando del amor cualquier implicancia genital.

Aletea allí un prejuicio sexual bastante obvio de cuño cultural-religioso-social al que el tango no fue ajeno.

Tampoco debe olvidarse que la mujer en el tango siempre remite a la patria perdida y que siendo producto de inmigrantes –externos e internos- se idealiza en sus dos caras reconocidas: la constante maternal y la impía mujer que abandona o que expulsa.

Patria y madre, mujer y patria, tejen ese cuádruple prejuicio ahora abolido.


2.

Todo el texto presenta el siguiente esquema: la primera décima propone el tema, la segunda lo desarrolla incorporando los primeros 5 casos y la tercera redondea el tema aportando 4 casos más y una ratificación de las aseveraciones casuísticas, con una sentencia final contundente, conmovedora.

El poema comienza con tres versos enmarcados entre signos de interrogación. Como en los modernos reportajes la pregunta de la madre está omitida aunque se desprende de la interrogante, utilizando un recurso dramático, casi de monólogo que introduce un clima coloquial que se remata con el tópico conocido de declaración de amor filial.

El porqué de esta declaración no es sólo un asunto de época, es una estrategia de sinceridad ofrecida y asumida por el yo poético de Dizeo hacia su oyente-lector. Sólo la madre es sincera en su amor –al menos como primera proposición- y sólo es sincero el poeta cuando con ella y por ella revela su forma de trabajo, su vocación, su arte poética.

La poesía es síntesis y el tango es síntesis poética de un tema e incluso de una trama, que debe redondearse en tres minutos. En esta limitación asumida estriba el talento de Dizeo y su ofrenda a la extensión por medio de la concisión poética.

El poeta debe explicar en 30 versos la materia con la que se hace un tango y sobre todo, sus procedimientos compositivos. Acaso la guía estética de Dizeo haya sido el famoso soneto de Lope de Vega sobre la confección de un soneto. Si fue así no lo sabemos, pero el método empleado no le es ajeno al poeta, de tal suerte que el oyente-lector de la letra de Dizeo arribará en el último verso a la fórmula poética empleada con una naturalidad pasmosa.

Y por aquí asoma el gran aporte de los letristas tangueros a la literatura de su tiempo y a la literatura rioplatense: este poema habla de los secretos de cocina de la composición poética con un plus -la muestra de las obsesiones temáticas del poeta- y lo hace mientras se comunica con su pueblo deslizándole, instilándole, uno de los grandes asuntos de la literatura universal: el poeta hablando de su poesía.

El resultado sólo se logra cuando la empatía del letrista con su tiempo es total y su habilidad cosa probada.

La segunda estrofa comienza recordando la situación descripta y la pregunta materna, y como un golpe bajo lanza su primera explicación de la materia compositiva: “con dolor”.

El tango nace del dolor.

El arte nace del dolor, del no entender, del malestar asombrado ante el mundo. Y de ese dolor sublimado se obtiene el placer estético.

Todo un tratado y una declaración de principios.

El arte no es fenómeno de diversión, dice entre líneas Dizeo, aunque produzca placer.

El arte no es sólo el mecánico procedimiento de divertir a la gente con lo que la gente espera –y lo dice un letrista de carnaval como Dizeo- y tampoco es la mimesis automática en la que el propio tango cayó varias veces. Es el dolor sublimado que produce el placer del conocimiento que nace de la complejización de la realidad humana que el arte provoca. No hay explicaciones simples para el arte.

Para expresarlo el poeta emplea la preposición “con” que en las descripciones del Diccionario del uso del español de María Moliner se lleva sus buenas 10 utilizaciones posibles. Una de ellas se adecua de manera perfecta al uso que elige Dizeo: “Medio, procedimiento o instrumento y a veces, causa” y Moliner agrega que la dificultad de aplicar esta preposición en forma correcta estriba en su origen latino, en donde siempre significa “con que”.

Alguna vez se establecerá cuánto deben los poetas tangueros a la poesía erótica romana pero por ahora, basta con dejar sentado este origen y el uso como causa instrumental-procedimental de la antedicha preposición.

En el siguiente verso agrega la segunda causa: “mezclao con pena de amor” y sabiamente retorna a la condición de hijo del yo poético, “que es la que sienten los hijos”.

Debe hacerse alguna precisión retórica. Dizeo escribe “mezclao” y resulta que “mezclao” es un metaplasmo o sea una figura de dicción y en concreto una apócope, figura que consiste en la supresión de algún sonido al final de una palabra. Dizeo imita el habla común, es cierto, pero de paso mantiene la estructura silábica del verso de 8 sílabas, cosa que no ocurriría si colocara la palabra escrita de manera correcta, que es mezclado. Al oído “mezclao” preserva la métrica y la eufonía del canto, porque el vehículo de este verso es el canto, no la lectura.

Una mano que le da el poeta a los cantores.

El dolor, mezclado con la pena de amor caracteriza la vida de los hijos, permite retomar y ratificar el tema presentado en la primera décima.

El tema debe proponerse en todo el texto, así obra la literatura en general y la poesía en particular.

Luego se inicia un procedimiento estrófico de repetición de la primera palabra que inicia cada verso -la anáfora- que consiste en colocar la preposición “con” en el primer verso mientras que en el segundo el poeta se explaya en la explicación. Las instancias están marcadas en el primer caso con un punto final en el segundo verso –“con el pensamiento fijo/ en la que estoy contemplando.”- y en el segundo caso –“con el que vive esperando…”- por el simple procedimiento de quebrar la lectura del verso en la palabra final del mismo, quiebre acentuado además por la rima.

Hay otros dos tópicos tangueros: la espera de la que no llega nunca, alegoría del amor que no logra consumarse y el abandono de la espera por los que desertan en esa especie de acto de resistencia que puede tener ramificaciones sub temáticas: en el amor, en el juego de azar, en el acto de coraje.

Son alegorías tópicas reforzadas por metáforas: “la noche trunca”, “los que van aflojando” y la propia noche, como metáfora de la confusión, la derrota, el desánimo, acaso la noche del huerto de Getsemaní colada en la pluma del poeta, hijo sin dudas, de la intertextualidad cultural y literaria de occidente.

El arte nace del dolor.


3.

La tercera décima opera como conclusión en el esquema ya citado.

A la preposición “con” le sigue la metáfora algo ripiosa pero efectiva, del fulgor (resplandor, brillantez) de los ojos y un hipérbaton sencillo pero de efecto eficaz: “la hermosa mujer”, que logra que el adjetivo precediendo al sustantivo fije el rasgo de belleza física como esencial al tema. La mujer bella, de ojos fulgurantes, es deseada y además, desea la presencia del hombre que se muere de antojo. Y todo enmarcado por una poderosa sensación de atractivo visual, que el verbo “ver” resalta.

Tópico clásico y romántico respectivamente: los ojos que encierran la pasión amorosa, los ojos que ven y que son vistos, la reciprocidad de la visión como signo del amor.

Con eso se hace un tango.

También se hace con otros ojos, los ojos del desamparado, del marginado, del que no puede acceder a bien alguno. Dizeo coloca a continuación de la marginación económica en su enumeración casuística, la marginación de la mujer caída –otro tópico- incluso expresado por medio de una imagen recurrente: flor de fango, acaso el peaje pagado a su maestro Pascual Contursi y una metáfora que en su momento hubo de tener una brillantez poderosa, eléctrica. También con la piedad se hace el arte y un tango.

Detalle técnico de cocina poética: esta imagen le permite incorporar a la décima la palabra tango, de contadas, limitadas rimas consonantes en idioma español.

Debe resaltarse también, la sabia mezcla de términos populares y términos cultos que permiten convivir en el mismo poema expresiones cultas como “dolientes enojos” con términos coloquiales o expresiones populares.

Es que los letristas de tango criados en el habla de las orillas, conocedores de las carencias, las miserias históricas de toda marginación social, pretendieron siempre la superación, la sublimación, la grandeza. El tango nació en las orillas, se sabe, pero sus pretensiones fueron siempre pretensiones de altura. Por eso su trayectoria fue siempre ascendente y para ascender utilizó como modelo musical y poético, lo mejor, lo que poseía más nivel, lo que el arte ya había sublimado.

Acaso a esa doble condición de barro en los pies y mirada en las nubes, y sobre todo a su necesidad de no olvidar sus orígenes y tampoco sus opciones estéticas, se refiere el poeta Enrique Dizeo en el definitorio y conmovedor verso final de la última décima: “con la emoción de los pobres”.

Sin olvidar el origen pero creciendo, incorporando para volver sobre esas obsesiones que hacen a un hombre misericordioso, a un género verdadero y al arte sublimación de la cultura.

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Número 51

Margarita Xirgu / Antonina Rodrigo

Revista Malabia número 61 con sombra
Margarita Xirgu, por Antonina Rodrigo

Margarita Xirgu / Antonina Rodrigo

del libro ‘Mujeres para la Historia’

Mucho se ha dicho sobre la importancia de la figura de Margarita Xirgu en el teatro rioplatense, sobre todo en el uruguayo. Poco se sabe, en cambio, de su primera época, cuando luchaba en una España en pleno cambio por hacerse un lugar en el mundo del teatro.

La escritora Antonina Rodrigo nos lo cuenta en su libro “Mujeres para la historia”, de 1978, que ha sido reeditado recientemente en Barcelona y cuya contratapa dice así: En los primeros tiempos de la transición, cuando ni siquiera se había refrendado el texto constitucional, la autora quiso recuperar para la memoria colectiva la labor y la palabra de catorce mujeres de singular trayectoria. Dos actrices y una bailarina (María Casares, Margarita Xirgu y Antonia Mercé “la Argentinita”), cuatro políticas (Victoria Kent, Margarita Nelken, Federica Montseny y Dolores Ibarruri “Pasionaria”), una periodista (María Luz Morales), una maestra y miliciana (Enriqueta Otero Blanco), una artista ( María Blanchard) y cuatro universitarias con dedicación a la literatura y a la pedagogía (María Teresa León, Zenobia Camprubí, María Goyri y María de Maetzu) integraban aquella selección de 1978, prologada entonces por la desaparecida escritora Montserrat Roig y que ahora se publica revisada y puesta al día. Porque considerar la peripecia de estas mujeres, su esfuerzo para adquirir una preparación intelectual, sus dificultades para ver reconocido el ejercicio de su profesión, su lucha por la independencia, sus sacrificios, sus éxitos y sus fracasos, supone no sólo recordar etapas fundamentales en la lucha por la emancipación femenina, sino que nos sitúa ante unos valiosos ejemplos de actitud solidaria y comprometida en momentos muy difíciles de la vida del país”

Margarita Xirgu (Extractos del capítulo dedicado a la artista)

“Durante el verano de 1926 se conocieron, a través de la cubana Lydia Cabrera, Federico García Lorca y Margarita Xirgu. La actriz confesaría que ese encuentro fue el suceso más importante de su vida y el poeta granadino vio en ella a “la actriz que rompe la monotonía de las candilejas con aires renovadores y arroja puñados de fuego y jarros de agua fría sobre normas apolilladas” Ese mismo día Margarita recibió el drama lorquiano “Mariana Pineda” sobre “la figura que traspasó los linderos del mito y simbolizó las luchas por la libertad en el siglo XIX”

“Margarita fue una actriz conflictiva, pródiga en desplantes al convencionalismo imperante. No salía sólo a escena a declamar su papel, porque, como García Lorca, no creía en el arte por el arte: “Ese concepto del arte por el arte –declaraba Lorca pocas semanas antes de ser asesinado- es una cosa que sería cruel si no fuera afortunadamente cursi. Ningún hombre verdadero cree ya en esa zarandaja del arte puro, del arte por el arte mismo. En este momento dramático del mundo, el artista debe llorar y reír con su pueblo. Hay que dejar el ramo de azucenas y meterse en el fango hasta la cintura para ayudar a los que buscan azucenas”

En honor a este concepto a la actriz no le importó exponer su carrera y su libertad estrenando obras polémicas, como la dedicada al ptotomártir de la República, el capitán Fermín Galán, escrita por Alberti y presentada en el madrileño teatro Español. El comienzo se desarrolló con normalidad pese al arranque de la obra: “Noche negra, siete años/de noche negra sin luna./Primo de Rivera duerme/su sueño de verde uva./Su Majestad va de caza:/mata piojos y pulgas/y monta yeguas que pronto/ni siquiera serán burras…/. Pero en el segundo acto había un cuadro en que la Virgen aparecía con fusil y bayoneta calada, acudiendo en ayuda de los sublevados de Jaca y pidiendo a gritos la cabeza del Rey y del general berenguer. El auditorio protestó con sorprendente unanimidad: los republicanos, en su mayoría ateos, porque nada querían saber con la Virgen y los monárquicos por parecerles irreverentes las intenciones atribuídas a la madre de Dios. Entre vivas protestas se reanudó la representación. El cuadro más conflictivo estaba aún por llegar: en él aparecía un personaje que encarnaba a un cardenal, borracho y soltando latinajos molierescos en medio de una fiesta en el palacio de los duques.

“Ante eso –escribe Alberti- los enemigos no pudieron contenerse. Bajaron de todas partes, y en francas oleadas, entre gritos y garrotazos avanzaron hacia el escenario. Afortunadamente, alguien entre los bastidores ordenó que el telón metálico, ese que se usa en caso de incendio, cayese a la mayor velocidad posible. A pesar de eso, como el público seguía dispuesto a ver la obra hasta el final, Margarita, una Agustina de Aragón aquella noche, tuvo todavía el coraje de representar el epílogo, siendo coronada, al final, con toda clase de denuestos, pero también de aplausos por su extraordinario valor y ganado prestigio” Margarita Xirgu, por su parte, declararía: “Me sentía moralmente obligada a exaltar la figura de unos hombres que habían dado su vida en defensa de la libertad”

A los pocos días, paseando la actriz por el Retiro, se formó un grupo que, a juzgar por las miradas y gestos acusadores, hablaba de ella. De repente, del grupo se separó una mujer, que se acercó a Margarita y la abofeteó llamándola republicana y catalana de mierda.

Tres años más tarde, ante el estreno de Yerma en el mismo teatro, García Lorca diría: “Yo siempre seré partidario de los que no tienen nada y hasta la tranquilidad de la nada se les niega.. Nosotros –me refiero a los hombres de significación intelectual y educados en el medio ambiente de las clases que podemos llamar acomodadas- estamos llamados al sacrificio. Aceptémoslo. En el mundo ya no luchan fuerzas humanas sino telúricas. A mí me ponen en la balanza el resultado de esa lucha: aquí tu dolor y tu sacrificio, y aquí la justicia para todos, aun con la angustia de un tránsito hacia el futuro que se presiente, pero que se desconoce, y descargo mi puño con toda su fuerza en este último platillo”

Un sector de derechas atribuyó a las declaraciones un carácter intencionadamente político. Por otro lado, Xirgu había ofrecido hospitalidad a Manuel Azaña, a la salida de la cárcel, en su casa de Badalona. El ex jefe de gobierno fue acusado de haber favorecido el movimiento revolucionario de octubre de 1934.

“Cuando pusieron en libertad a Azaña –declararía Xirgu-, estuvo en mi casa con su mujer hasta que salieron para Madrid. Se Trataba de un acto solidario. Los que me atacaron sabían perfectamente esto, pero convirtieron aquel episodio, puramente sentimental y humano, casi en un delito político”.

Margarita Xirgu nació en 1888 en Molins de Rei, pueblo cercano a Barcelona. A los 8 años se traslada a Barcelona con su familia. Se instalan en el Casco Antiguo, laberinto de callejuelas y pasadizos lóbregos, donde escasea el sol. Es un barrio habitado por obreros y gente marginada. Las familias se hacinan en viviendas incómodas, en obligada promiscuidad y, sin embargo, los habitantes hablan casi siempre a gritos. Los problemas económicos, los conyugales, los de la mera convivencia, se explanan ante los atónitos ojos de los niños, pequeñuelos mal alimentados y sin escuela, que esperan el día en que, sin haber alcanzado la adolescencia, serán arrojados al deshumanizado mundo laboral. Xirgu nunca olvidará sus orígenes. Con motivo del estreno de Electra recordará: “Lo esencial de este drama podría suceder en la calle triste y dramática de mi niñez”.

Pedro Xirgu, el padre de Margarita, era el prototipo del inquieto obrero catalán de finales del siglo XIX, en permanente lucha por plasmar en la realidad las justas aspiraciones de su clase. Autodidacta, republicano y convencido de que la cultura debía ser el vínculo primordial del progreso del mundo, reunía en su casa una tertulia formada por compañeros de trabajo para leerles pasajes de la obras de Zola, Galdós o Tolstoi, tan en boga en la época. Muy aficionado a los coros de Anselm Clavé, cantor del proletariado catalán, y al teatro, formaba parte de un cuadro de aficionados. En Cataluña, esos grupos amateurs dependían de sociedades culturales y recreativas que, integradas por la clase obrera, constituían los Ateneos, que tanto proliferaron en los barrios populares.

A los 8 años Margarita era una niña traviesa de inteligencia despierta, con esa precocidad natural de muchas de las criaturas que conocen una existencia difícil. El primer escenario que pisa es la mesa del comedor de su casa, donde su padre, para amenizar la lectura, la hace recitar poesía e incluso representar algún papel de comedias trenzadas por su propia fantasía. Una vez, en una taberna a la que acudía a comprar provisiones, Margarita sorprende en un cuartucho la reunión de unos obreros dedicados a imprimir unas hojitas de papel que, al caer en sus manos, con ruego de que las reparta, le revelan la preparación de un complot subversivo. Uno de los conspiradores, que la conoce, le pide que lea una octavilla en voz alta. margarita se sube a una silla y, más que leer, declama el texto con tal brío que recibe la primera ovación de su vida y es sacada a hombros hasta la calle. Éste fue, quizás, el debut de la gran trágica catalana.

Los Ateneos polarizaron y encauzaron durante muchos años las actividades culturales de las clases modestas barcelonesas. Los había en cada barriada y disponían de biblioteca, de conjuntos musicales y danzas populares, así como de compañías de aficionados al teatro. Barcelona ha sido siempre una ciudad de gran tradición teatral. En aquella época el teatro ocupaba el lugar que hoy tienen el cine, la televisión o el fútbol. En las representaciones las mujeres escaseaban, por eso había que recurrir, muchas veces, a actrices profesionales. El Ateneo al que pertenecía Pedro Xirgu acordó poner en escena “Don Álvaro o la fuerza del sino”, una de las obras cumbres del teatro romántico. A la hora de distribuir los papeles no tenían quien hiciera de Curra, la sirvienta. Alguien se acordó de Margarita, pero su padre se negó alegando que aún era una niña. La futura actriz tenía doce años y era aprendiza en un taller de pasamanería. Al final el padre accedió y la convirtió en la actriz más joven del Ateneo.

Poco después de esta experiencia ingresa en el grupo juvenil teatral Gent Nova de Badalona.

La revelación de Xirgu en los medios intelectuales barceloneses fue con “Teresa Raquin” de Zola en 1906. Los periódicos le dedicaron reseñas elogiosas y el empresario del teatro Romea la contrató como primera actriz joven.

En 1909 estrenó “Salomé” de Oscar Wilde. La osada representación provocó un escándalo en la Barcelona del primer decenio del siglo XX. La polémica alcanzó tal magnitud que a los pocos días del estreno la dirección se vio obligada a retirar la obra, acusada de pornográfica. Margarita Xirgu era una mujer sin prejuicios, con un espíritu abierto a todas las innovaciones. Es la primer actriz que sale a escena en bañador pese a lo que significaba entonces. En Salomé luciría los clásicos velos y un supremo atrevimiento: el vientre desnudo.

En 1936 se abre otra etapa de su vida. Tiene por escenario América Latina y es la más fecunda de todas. Allí funda Escuelas de Arte Dramático en varios países, organiza charlas, seminarios, representaciones y coloquios en centros universitarios. También le son prohibidas algunas obras, como “El malentendido” de Camus en 1949 en Buenos Aires.

Xirgu falleció en 1969 en Montevideo.

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Número 51

No la bajen de cartel / Miguel Motta

Revista Malabia número 61 con sombra

No la bajen de cartel / Miguel Motta

Por estos días se cumplen cinco años de la partida del Pardo Miranda. Buena parte de ese tiempo guardamos silencio sobre el caso y estuvimos atentos por si volvía sin aviso, a ajustar cuentas con el tal John Wheder que firmó la carta.

No la bajen de cartel

Ahora en cambio, su regreso ya parece remoto y nos permitimos recordar la historia en voz alta cuando nos reunimos en la mesa de la confitería. Gente como Malfara o Yuyo López conjeturan que con su capacidad de supervivencia, el Pardo debe haberse integrado al personal de servicio de cualquier compañía cinematográfica. Los más escépticos opinamos que aún no pisó la tierra prometida y que se gana la vida vendiendo caramelos en los subterráneos de México o en cualquier pueblo brasilero.

Al barrio llegó por el tiempo de la inundación. Fue a vivir con una tía vieja y sola, en una casa que estaba por debajo del nivel de la calle y a la que se accedía por una escalera de piedras irregulares que acompañaba el declive del terreno. Al principio participó en las salidas que hacíamos al Centro, pero al poco tiempo comenzó a despachar verduras en un alero contiguo al almacén El Lucero. Desde ahí nos miraba pasar los sábados a la noche, mientras hacía chistes a las abuelas para robarles en la balanza. Y cuando regresábamos trasnochados al amanecer, él ya estaba en su túnica de brin azul, barriendo el cubil y acomodando los cajones con acelgas húmedas y manzanas rosadas que luego veíamos en las fuentes de nuestras casas.

Andábamos por los dieciocho o diecinueve años cuando se estrenó El camino del amor. Fui el primero del grupo que la vio y aún hoy recuerdo mi perplejidad: el personaje principal tenía un parecido gemélico con el Pardo Miranda. Resultaba increíble que Hollywood presentara un primer actor de pelo oscuro, labios finos, nariz pronunciada y medio petiso. Pero estaba ahí y causaba gracia. Si parecía que el propio Pardo Miranda conducía el convertible rojo por la Quinta Avenida.

La misma noche que vi la película, la comenté a los muchachos. Como siempre, se mostraron incrédulos, desganados, y sólo por mi insistencia concurrieron a la función del otro día. Después nos reunimos en la confitería a cambiar impresiones y no faltaron bromas sobre la otra profesión que el verdulero mantenía oculta. En el fondo, sentíamos despecho porque ninguno de nosotros iba a vivir los cambios que se avizoraban en la vida del Pardo.

A la mañana siguiente pasé por la verdulería a darle la noticia. El Pardo me miró con absoluto desconcierto y marcada desconfianza.

—Andá a verla y vas a entender -sentencié.

Se encogió de hombros y continuó acomodando ristras de ajos. Llevaba más de diez años sin pisar un cine, pero esa noche fue y volvió a la siguiente y la vio en las dos funciones. Y el sábado y el domingo. Desde entonces comenzó a buscar en el espejo el perfil y los gestos de Francis, el personaje principal interpretado por Peter Salen. Rápidamente los adoptó y los practicó cuando pesaba las papas, las cebollas o arreglaba la cartelera con los avisos de “inyectables”, “se cuidan enfermos”, “clases de inglés”. Más tarde, comenzó a rondar el cine al final de cada función. Se paraba en la vereda como si estuviera en el Central Park, a la espera de Luisa. En esas primeras veces, todavía lo dominaba el pudor y si la gente lo miraba, se escabullía en la oscuridad. Después se peinó al estilo Francis con el cabello apretado hacia atrás; la imagen le dio confianza. Un jueves entró al hall del cine en el preciso momento en que la gente salía de la sala. Sintió miradas y un creciente murmullo a su espalda. Repitió varias noches lo mismo hasta que en sábado sucedió lo que tanto había esperado: se cruzó con una muchacha que quedó paralizada.

—Es idéntico -le dijo a la compañera.

El Pardo se volvió y con la voz algo quebrada por los nervios alcanzó a replicar:

—Todo el mundo lo dice.

—Me encantó la película -agregó rápidamente ella. Era gordita, de pechos abundantes.

—A mí también -dijo el Pardo al tiempo que tomaba aliento. Si querés, seguimos hablando en la confitería.

Salieron a la calle y la acompañante de la gordita se esfumó. Estuvieron en una mesa conversando de la película y él, por momentos, se hacía el Francis de cualquier restorán del Barrio Chino. De la confitería fueron hasta un banco de la plaza donde se besaron. Se llamaba Aída, estaba sola en la casa, los señores habían viajado al este. Fue la primera y la tuvo poco más de una semana. Después volvió a montar guardia en el cine; sentía la seguridad de la experiencia. Se paraba en la vereda a mirar hacia la Quinta Avenida en busca de un taxímetro, a la hora del cambio de espectadores. Así dio con Alicia quien al verlo, abrió ojos de asombro. Dominador de la situación, el Pardo se permitió la veta jocosa:

—Permiso, permiso… que si no llego no empiezan la película.

Ella soltó la risa y él se volvió a preguntarle cuánto le había gustado Los caminos del amor.

—Sos la réplica -dijo ella con la risa todavía viva, sin atender la pregunta.

—Todo el mundo lo dice -afirmó el Pardo y con maestría se colocó al lado y caminaron juntos. Tomaron hacia los barrios de afuera y a las pocas cuadras, él comenzó a rozarle la mano. En una zona de poca iluminación, le rodeó la cintura con el brazo y quiso besarla.

—Te confundís, no somos todas iguales -lo contuvo ella y corrió por la oscuridad provocando el largo ladrido de los perros.

El fracaso de esa noche lo decidió a comprar un saco celeste igual al que llevaba Francis en el paseo por el puente de San Francisco. Tramitó un préstamo con el patrón para darle inyectables a la tía y consiguió el saco. Lo estrenó en la puerta del cine. El portero y la boletera que ya lo conocían no paraban de reírse. Él los ignoró y avanzó por el hall como si buscara a Luisa en los senderos del Central Park. Por entonces los espectadores habían disminuido y apenas recogió la mirada de una pareja.

El sábado, el portero le anunció que Los caminos… bajaba de cartel y el desasosiego se apoderó del Pardo. Vivió días confusos, reprochándose por no haber previsto esa posibilidad. Lentamente comenzó a hundirse en la tristeza que ya conocía y le quitaba todo horizonte. Estaba al borde de la resignación cuando se enteró por el diario que reponían la película en un cine de barrio. Con renovado regocijo inició un circuito por la periferia de la ciudad, por salas a las que en general concurría gente mayor. Hacía lo mismo que en las del Centro: se apostaba en la Quinta Avenida y buscaba a Luisa. A veces recibía algunas palmas, un saludo, y eso le daba ánimo para seguir. En esas rondas, se hizo amigo de los vendedores de maní y frankfurters que paraban en las esquinas.

En un cine de la zona portuaria ganó la mirada de una mujer y tuvo algún problema con el novio o el marido que estalló en celos y lo sacó corriendo. Más tarde, enganchó con una enfermera veterana que le ofreció vivir juntos. La pasaba bien con ella, pero la exhibición del filme lo requería a la noche y la mujer hacía todo lo posible para que él no fuera. Tuvo que dejarla. Siguió en cambio a la película por los pueblos de la campaña.

Viajaba los domingos por la tarde, luego que cerraban la verdulería. Llevaba el saco en un valijita de cartón y se cambiaba en los baños de los almacenes de ramos generales. Las exhibiciones se realizaban en salones parroquiales y hasta en galpones de guardar arreos. El Pardo hacía de Francis en la puerta y la gente lo saludaba con respeto a la salida de la función. Después ayudaba al operador a recoger los enseres a cambio de que lo regresara a la ciudad en la camioneta que transportaba el equipo de proyección. A principios del invierno, Los caminos del amor bajó definitivamente de cartel.

Durante un tiempo, la frescura de los recuerdos lo mantuvo feliz. Pero el paso de los días comenzó a comerle los bordes del saco celeste y lo devolvió a la tos asmática de la tía vieja y a los chistes de la verdulería. El Pardo sintió que se hundía y decidió apretar el timbre de mi casa. En el transcurso de una tarde me contó los sucesos precedentes, y al final confesó que no soportaba volver a la túnica de brin. Necesitaba otra vida; tenía mapas con la ruta trazada. Había averiguado en el consulado que era posible enviar la fotografía y ofrecerse como doble a las compañías cinematográficas. En definitiva, me pedía que lo ayudara a escribir la carta. La idea no me pareció disparatada; muchas biografías de famosos dan cuenta de su pasado de vendedor de café o lustrador de zapatos. Así fue que redacté la misiva en la que se ofrecía para rodajes de alto riesgo o sencillamente para cualquier papel que le resultara tedioso a Peter Salen, insistiendo en el parecido gemélico con el primer actor y adjuntando diversas fotografías para esta comprobación. El Pardo quedó satisfecho, la ilusión volvió a circular por sus venas.

A la noche comenté el episodio en la rueda de la confitería. Recuerdo que mi insistencia sobre la recuperada ilusión del Pardo motivó algún gesto de hastío en los muchachos. Seguramente me excedí en remarcarlo. Sólo así puedo entender que hayan obrado con tal saña. Quien lo hizo, esperó que la simetría de los días volviera al Pardo a la tristeza que trajo cuando era uno de los tantos inundados. Entonces mandó la carta, con falso membrete y en inglés, a la casa hundida. El Pardo la recibió de manos de la tía y salió corriendo en busca de la profesora que colgaba avisos en la cartelera de la verdulería. Llamó agitado a la puerta y pidió que se la tradujera. No quiso pasar a la sala. De pie en el umbral, escuchó con asombro que John Wheder, gerente de la Cine Metro Gold, había estudiado sus fotografías y lo convocaba desde Los Ángeles a integrar el staff de dobles de Peter Salen.

Ni siquiera dio tiempo a que la noticia circulara por el barrio. Ese mismo día partió en silencio en el coche cama de las tres hacia la tierra prometida.

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Nota del editor:
Este texto integra el libro ‘Los árboles sin bosque’, Muestra de Literatura Uruguaya Contemporánea, una coedición de Ediciones Carena y Revista Malabia publicada en Barcelona, 2010.

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Andamio ’90 – Escuela-Teatro / Alejandro Samek

Revista Malabia número 61 con sombra

Andamio ’90 – Escuela-Teatro / Alejandro Samek

Premio Konex de honor

Títulos Oficiales – Fundada por Alejandra Boero – 45 años de trayectoria

Instituto de educación superior incorporado a la enseñanza oficial a-1302

www.andamio90.org

Información sobre clases: www.suplementoliterariomalabia.blogspot.com

Cuando a Alejandra Boero le preguntaban por qué “Andamio’90” contestaba: “porque el Andamio sirve para construir».

Todos nos conocen con ese nombre, con el que bautizamos el Teatro el 9 de diciembre de 1990, el día que por primera vez entramos al local de Paraná 660. Incluso en la Dirección de Educación donde, desde hace 12 años, estamos inscriptos como “Colegio Superior de Artes del Teatro y la Comunicación (A-1302)” incorporado a la Enseñanza Oficial, también nos llaman Andamio90.

Ese nombre cumplirá en los próximos días 21 años, pero en la larga trayectoria de 45 años fuimos «el estudio de AB», «el taller…», «la Escuela y Taller de Teatro de…» y, finalmente, simplemente Andamio.

Recorrer con la memoria todo ese tiempo, atravesado por momentos muy negros de la historia de nuestro país, provoca una sensación ambigua: por un lado el orgullo de sentir que aquí estamos sosteniendo los valores fundacionales que el teatro inspira, la solidaridad, la fraternidad y la cooperación, y por el otro, el sentimiento de que queda mucho por hacer, por revisar y por trabajar ya que el mundo de hoy se parece muy poco al de hace 45 años.

Nos alegra observar en todo el país gente que hace teatro, que trabaja para insertar con fuerza el teatro en las escuelas, que construye teatros con sus manos y su dinero sin esperar otra gratificación que el saber que están trabajando para el progreso de la cultura argentina; y saber que alguna vez estudiaron con nosotros.

En 1999, luego de dos largos años de tramitaciones, conseguimos empezar nuestro primer Ciclo Lectivo como Instituto de Educación Superior. Buscábamos jerarquizar la enseñanza del teatro, en todas sus implicancias culturales, más allá del taller de actuación. Porque si bien el teatro es el arte del actor, la potencia civilizadora del Teatro en este mundo de guerra perpetua en que vivimos, requiere de actores con una formación cultural integral, capaces de conocer, comprender e intervenir en este mundo para ayudar a la causa de la paz y lograr que sea mas equitativo y mas justo.

Cuando diseñamos nuestro Profesorado de Teatro, no lo hicimos pensando en formar actores en las escuelas primarias o secundarias, o lograr un público mejor preparado -eso se dará como consecuencia-. Lo hicimos sabiendo que la Actuación es una estimuladora de las inteligencias múltiples, que ataca bloqueos emocionales y por tanto ayuda a los procesos de aprendizaje. Para hacer esto se requiere no solamente estudiar actuación, historia del teatro, educación corporal y vocal, maquillaje, etc. sino también pedagogía, didáctica, psicología y todo lo inherente a la construcción de la práctica docente. (Afortunadamente, el 90% de nuestros egresados está trabajando, porque el Profesor de Teatro con título oficial es cada vez mas requerido como consecuencia de la última Ley de Educación).

Por supuesto, como no a todos les interesa la docencia, tenemos nuestras carreras oficiales de Actuación y de Dirección Teatral en las que aunque no se dictan las asignaturas de formación docente, la formación integral está garantizada; porque todas las artes tienen un lenguaje que les es propio y el lenguaje específico del Teatro es la Actuación. Esto es complejo por la convergencia en el cuerpo del actor del sujeto artista, del objeto del arte y del instrumento para lograrlo; la Actuación rompe la dicotomía del ser y el pensar, del sujeto y el objeto y desde allí encara las contradicciones humanas.

Sabemos que siempre la decisión de iniciar una carrera es un momento importantísimo, y esto se acentúa al elegir el camino del Teatro, ya que constantemente indaga en la esencia del ser humano. Por esto creemos fundamental que quienes se interesan en comenzar con esta experiencia profunda, puedan tener una instancia de acercamiento previo a la práctica que llevamos adelante desde Andamio, y además poder consultar en todo lo que vean necesario. Es por esto que los días 16 y 23 de noviembre a las 19 hs daremos dos clases abiertas con charla informativa, que cubran ambas facetas; es decir tanto la consulta de aspectos académicos, cantidad de materias, duración de las carreras, etc; como la práctica teatral misma, subiendo al escenario para experimentar esto que tanto nos atrae a quienes hacemos teatro.

Alejandro Samek

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Contacto: Andamio 90.
Lunes a viernes de 12 a 19 hs. Paraná 662, piso 1º – Tels. 43 74 14 84 y 43 72 83 86, Buenos Aires.
Emails: admisiones@andamio90.org / mmartinez@iplanmail.com.ar / info@andamio90.org
www.andamio90.org

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El brillo de tu mirada – Proyecto Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti / Cristina Piffer y Hugo Vidal

Revista Malabia número 61 con sombra

El brillo de tu mirada – Proyecto Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti / Cristina Piffer y Hugo Vidal

En Arquitectura se habla de asoleamiento cuando se trata de la necesidad de permitir el ingreso del sol en ambientes interiores, o de regular el acceso en exteriores. Para poder lograr un asoleamiento adecuado es necesario conocer de geometría solar, en este proyecto intentamos entonces una geometría artística. Dibujando señales.

Así es que proponemos reflejar luz natural para iluminar, señalar, algunas de las habitaciones, zonas, o fachadas de las construcciones existentes en este Centro. Habitaciones, zonas o fachadas que fueran oscurecidas, vueltas sombrías, por los sucesos allí planificados y finalmente acontecidos. Hay contenidas allí una muy larga lista de cancelaciones.

Para reflejar la luz utilizaremos espejos. Estos espejos serán solicitados a quienes de manera directa, o incluso indirecta, padecieron este centro clandestino de detención, u otro. En el contacto con las familias afectadas intentamos que esos espejos vuelvan a reflejar aquello que alguna vez reflejaran, luz, calor, como una señal. Y también acabaran reflejando su propia lucha.

En Arquitectura la premisa al asolear o iluminar un ambiente es tornarlo cálido, hacerlo habitable. Para todos. Esa es la diferencia.

Una labor de luz será entonces.

Utilizaremos espejos, no espejismos. Espejos propios, para reflejos propios. En esta oportunidad, y luego de varias visitas realizadas, identificamos algún sector de la planta del edificio del CCM Haroldo Conti como los que nos resultan los adecuados. Exactamente nos referimos al sector desarrollado al final de la planta baja, donde se encuentra el techo vidriado, y existen las puertas que vinculan al edificio con el exterior. En ese sector podremos concretar una instalación que ocupe el interior y el exterior. Refiriendo transitos, desplazamientos, idas y vueltas.

La instalación propuesta tiene el tiempo y la intensidad de la luminosidad natural.

Aunque el sector interior pueda activarse también durante las actividades nocturnas del CCM Haroldo Conti reflejando la luz artificial existente.

Esta sumatoria de espejos debería conformar una zona de luces, que seguramente resultaran muy variadas pero de una u otra manera articuladas entre sí.


Memoria descriptiva

Pensamos dos emplazamientos, uno interior y otro exterior.

El sector interior acogerá aquellos espejos a conservar, a cuidar, a devolver a quienes los faciliten.

Y el sector exterior estará compuesto por espejos que hemos y seguimos recolectando, que no exigen conservación o cuidados especiales a respetar.

Los dispositivos para emplazar cada espejo serán mínimos, aunque firmes y seguros. Para el exterior pensamos en varillas metálicas con un dispositivo en la parte superior que puedan acoger los espejos, y también esta misma varilla pueda ser clavada en el suelo. Estas varillas tendrán diferentes alturas.

Para el sector interior pensamos en utilizar tanzas y colgar los espejos, y también apoyarlos en la mampostería existente, evitaremos disponerlos por el suelo para eludir la posibilidad de accidentes o roturas.

Este emplazamiento facilita además la identificación pues resulta posible reflejar la mirada del ocasional espectador.


Convocatoria

En este proyecto es un aspecto muy importante la recolección de los espejos, y para eso nos permitimos solicitar la colaboración de ustedes en esa tarea, apelando a todos sus contactos.

Cristina Piffer  y Hugo Vidal
Buenos Aires, Septiembre 2011

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El lugar donde me viste / Héctor Rosales

Revista Malabia número 61 con sombra

El lugar donde me viste / Héctor Rosales

Tu mirada guardaba la clave de los panales,
muchacha de todas las abejas.
Ella giraba sobre mi vida
con sus alas dueñas del bullicio
y del remanso de azúcar que requiero.

Aquel pájaro llevará la tarde hasta tus ojos,
alguna terraza conservará tu brillo
entre sus más preciadas pertenencias.

Clausuradas las ventanas, áspero,
subterráneo, el lugar donde me viste me verá
sin ti, en los difusos escalones
del ayer, sentado,
las manos girando hacia el origen,
pidiendo limosna a las luciérnagas.

Del libro «Visiones y agonías», 2ª ed; Ediciones Nuevo Espacio, New Jersey, 2000.