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A travessia de Paris – Os limites de atuaçao / Guido Bilharinho

Revista Malabia número 52 con sombra
A travessia de Paris

A travessia de Paris – Os limites de atuaçao / Guido Bilharinho

Sob um título como o do filme A Travessia de Paris (La Traversée de Paris, França, 1957), de Claude Autant-Lara (1901-2000), era de se esperar algo consentâneo com a magia dessas palavras quando unidas.

Paris, por sua carga histórica, social e cultural, irradiava, antes muito mais do que agora, o charme irresistível do que de mais sofisticado havia no mundo, o que era verdade.

A travessia de uma cidade dessas exigia, pois, algo que sintetizasse todo o encanto que essa urbe ostentava e todas as aventuras que em seus boulevards, bosques e sob seus tetos a imaginação tecia com as linhas da distância, do desconhecimento e da ilusão.

Mas, sob essa dominação, o que urde Lara? Exatamente o oposto disso, em todos os sentidos possíveis e imagináveis.

Ao invés dos amplos, magníficos e brilhantes bulevares, ruelas esconsas e desertas, banhadas pelas sombras que a luz mortiça de postes isolados não só não espancam como, ao contrário, ressaltam.

Ao invés do constante vai e vem de carros e pessoas bem postas e melhor vestidas desfilando em largos, larguíssimos passeios, ao lado das mesas de esfuziantes bares e cafés, ruas estreitas, escuras e ermas de bairros longínquos.

Ao invés de personagens nimbadas por áurea de mistério, simples pequenos-burgueses amedrontados e esfaimados.

Ao invés, finalmente, de aventuras magníficas e rocambolescas, mero transporte de carne de porco no mercado negro de alimentos.

Contudo, essa não é a Paris dos franceses, a cidade luz, a cidade da liberdade, do encanto, da alegria e do savoir-vivre. Não é essa Paris que Lara focaliza, mas, a cidade ocupada, tiranizada e aviltada pelas tropas nazistas alemãs.

Aí, então, tudo tem de ser o inverso do costumeiro e do tido e havido alhures. Não a cidade linda numa noite luminosa. Porém, a urbe feia, enfezada e soturna. Externa e internamente. A cidade em que tocar ou ouvir a Marselhesa, o hino supremo, era perigoso e devia ser evitado. Ou seja, o colapso de um país, de uma civilização, de uma cultura. Felizmente, apenas momentaneamente.

Nem por isso, todavia, o filme é excepcional, conquanto simbólico, emblemático e documental, não obstante os atos que contempla, com uma ou outra alteração ou adaptação, possam ocorrer também em períodos de normalidade institucional.

Mesmo construindo a Paris antitética, mesmo insuflando em suas artérias, física e intimamente, o horror e a suprema humilhação daqueles dias, o cineasta não conseguiu criar obra de arte à altura da vicissitude.

A mera utilização de personagens, entrecho e fatos antípodas da tradição e do caráter da cidade por si só não basta para refletir o estado a que se chegou naqueles dias inglórios.

Mas, que Lara esforçou-se não há dúvida. Nada mais deprimente, mesquinho e desventurado do que se atravessar Paris nas condições descritas com carne de porco distribuída em prosaicas malas, carregadas por simples mercenários pagos para tanto. Nem a circunstância de um deles ser, por acaso, pintor respeitado até pelos nazistas atenua o desdouro da situação. Ao contrário.

A questão é que o cineasta francês utiliza tais símbolos convencionalmente, inserindo-os em narrativa linear e naturalística, que deles não capta o significado (e sua abrangência), mas, apenas a manifestação exterior esgotada em seus próprios limites de atuação.

A grandeza não reside no status das personagens nem em atos relevantes, mas, na densidade e verdade de seus conteúdos, o que o filme francês não antevê, não constrói nem expressa.

Ao fim e ao cabo, tem-se tão-somente a estória simples que narra, os fatos banais que articula e as personagens superficiais que põe em ação miúda e descompassada.

Nada, pois, de relevante ou importante, conquanto testemunhe, na negritude das ruas, na insignificância das personagens e de seus atos, igual etapa histórica do país.

(do livro O Filme Dramático Europeu, editado pelo Instituto Triangulino de Cultura em 2010 – www.institutotriangulino.wordpress.com)

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Guido Bilharinho é advogado atuante em Uberaba, foi candidato ao Senado Federal e editor da revista internacional de poesia Dimensão, sendo autor de livros de literatura, cinema e história regional.

(Publicação autorizada pelo autor).

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Literatura y Sociedad: Las necesarias preguntas / Federico Nogara

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Las necesarias preguntas

Literatura y Sociedad: Las necesarias preguntas / Federico Nogara

Desde hace un tiempo internet renueva diariamente una discusión sobre el soporte en que se debe leer y escribir, mientras arrecian las campañas en pro de la lectura.

Los “progresistas” de todo cuño (llamémoslos así para no herir sensibilidades y no citemos a los otros porque en realidad no les interesa la cultura), se manifiestan abierta y mayoritariamente por el soporte papel y la lectura masiva. Más aún, hacen de la lectura y la escritura a mano o en máquina de escribir un asunto de barricada: la cultura se va a pique si no se lee y si desaparece el papel.

Sus argumentos, a menudo sólidos, pierden consistencia al mezclarse temas de diversa índole e importancia tras los que se pierde el asunto central, de fondo.

Usar un soporte determinado para escribir y leer es totalmente relativo. Hay gente muy culta y que lee mucho decantada hacia las nuevas tecnologías y gente muy poco preparada y escasa de lecturas que prefiere el papel.

Sería de justicia reconocer a estas alturas que los autores consagrados y con muchos años a cuestas prefieren la pulpa de los árboles. Puede tratarse de sabiduría o de snobismo, como opina un amigo escritor.

La decadencia de la costumbre de leer, por el contrario, no tiene nada de relativo, es incuestionable y tiene unas causas que sería importante clarificar para encontrarles remedio o por lo menos trabajar sobre ellas.

“La sociedad ha sustituido la literatura por la televisión. Ha desplazado los lugares de enunciación de la tradición intelectual hacia la cultura de masas…” (Piglia).

La cultura se va a pique si la gente no lee, decíamos que se argumenta, pero cabría preguntarse: ¿la cultura no se ha ido ya a pique?

Leer se ha convertido, no nos engañemos, en una actividad elitista. Sin embargo, nos dirán que en la actualidad hay más estudiantes que nunca en una enseñanza que tiene la lectura como principal actividad. El problema es que a ese nivel se lee para conseguir un objetivo, graduarse, de la misma manera que ya no se estudia para ser una persona culta, se estudia para conseguir trabajo y/o hacer dinero.

Leer por placer ha quedado reducido a una minoría, esa elite a la que nos referíamos.

Para tratar de solucionar esta contingencia aparecen los planes de incentivación de la lectura. Desde venta en el transporte público, ediciones a bajo precio, libros abandonados en parques para que alguien los recoja, intercambio; todo se prueba o se ha probado.

Queda una pregunta lógica: ¿hay alguna campaña oficial estudiada con detenimiento detrás de todas estas iniciativas? Porque quizá necesitaríamos un plan pensado para que la gente lea lo que pueda servirle para reflexionar y entender el mundo, y no cualquier cosa.

¿Es la solución leer por leer? Y más allá de ello: ¿qué nos ofrece la sociedad como lectura?

Aquí topamos con esa cultura de masas de la que hablábamos, que es la suma de la televisión y los grandes medios de comunicación, cuyos dueños lo son también de las grandes editoriales. No vamos a enfrascarnos en el gran negocio del libro a escala planetaria -que dominan curiosamente sólo ocho grupos- porque no es el objetivo del artículo. Nos gustaría remarcar, eso sí, que estas grandes editoriales no tienen como objetivo el crecimiento cultural ni la defensa de la calidad literaria: lo suyo es el negocio puro y duro, ganar dinero.

¿Es justo que la cultura sea un negocio y esté abierto al mercadeo más descarado? Ahí, en el negocio y el mercadeo, es donde deberíamos situar los temas que nos convocan y con los que iniciamos estas líneas.

Con esto no pretendemos decir que los empresarios del sector y los creadores no tengan el legítimo derecho a ganarse la vida con su oficio. Pero cuando nos bombardea la prensa con sus campañas anti piratería deberíamos preguntarnos qué está defendiendo: el derecho de los creadores, como dice envuelta en su piel de cordero, o la libertad de hacer negocio con un bien que debería ser público, de todos.

La televisión, faro de la cultura de masas, se ha convertido en el mundo entero (con las variantes del caso) en una fábrica de vulgaridad, mal gusto, falta de sutileza. Sin mucho temor a equivocarnos sospechamos que en sociedades culturalmente cada vez más pobres la única posibilidad de lograr el rating adecuado a la ambición de los directivos es sacrificar la calidad.

Puestos en este terreno surge otra pregunta: ¿si recomendamos la lectura indiscriminada no estamos favoreciendo a esas editoriales que dominan el mercado mediante una cultura de masas bien orquestada?

Paralelo a ese negocio cultural, del que se benefician las grandes editoriales y alientan los grandes medios de comunicación y ante el que la mayoría de los gobiernos hacen la vista gorda porque carecen de una verdadera política cultural al servicio de la población, aparece un nuevo fenómeno. En países periféricos, alejados de los grandes centros de distribución y venta, de la mano de Dios, los escritores surgen como hongos ya que las pequeñas editoriales publican a cualquiera por una suma de dinero que les permita publicar el libro y ganar algo. Se trata de una verdadera estafa, porque los libros de autores desconocidos, que encima se pagan la edición, no tienen difusión alguna y a la postre terminan todos pudriéndose en un almacén.

Tomando en cuenta que los bosques son los pulmones del planeta nos preguntamos: ¿puede la sociedad permitirse una tala de árboles indiscriminada para llenar las necesidades de los negociantes del libro y satisfacer el ego de los que quieren ver su nombre impreso en la tapa de un libro inútil?

Las nuevas tecnologías, debemos tenerlo claro, no son la panacea. La proliferación de restos de tabletas lectoras de libros va a constituirse en el futuro en el mismo problema para el medio ambiente que hoy son los restos de teléfonos móviles o computadoras. Y, además, por si eso fuera poco, los grandes grupos mediáticos ya se posicionan para dominar el sector, lo que quiere decir que los contenidos serán los mismos con otro soporte. Se agregarán, al ser un territorio más libre y más barato, todos los seudo escritores. Porque a nadie escapa que hoy día forman gran parte del catálogo de las editoriales los presentadores de televisión, los periodistas conocidos, los futbolistas, los músicos y demás fauna mediática. Todos tienen su libro en esta feria de vanidades, cuyo fin es el negocio que hunde la verdadera cultura.

En la esencia de todo este asunto, en su fondo, subyace la pregunta imprescindible: ¿Qué es la literatura, para qué sirve la literatura?

“Escribir no es vivir, ni alejarse de la vida para contemplar en reposo las esencias platónicas y el arquetipo de la belleza, ni dejarse atravesar, como por espadas, por palabras desconocidas e incomprendidas que se nos acercan a traición. Es ejercer un oficio. Un oficio que exige un aprendizaje, un trabajo continuo, conciencia profesional y sentido de las responsabilidades.” Este es el punto clave, que alude al devenir del escritor y a su sentido de las responsabilidades, como definía Sartre.

Teniendo en cuenta que sólo se escribe sobre viajes o crímenes -también sobre amor, pero el amor es un viaje o un crimen-, si no tenemos nada que decir o agregar al respecto, si lo que vamos a decir no tiene profundidad, carece de sofisticación, no está dicho de manera diferente o hace sentir al lector diferente, si no expande las posibilidades del lenguaje, o no está el texto trabajado de manera que transmita algo de manera más precisa, intensa o abarcadora de lo que se ha tratado antes, resulta que estamos haciendo una redacción, un simple ejercicio. Todos tenemos derecho a escribir, a jugar al fútbol, a fabricar muebles, cocinar y otras actividades, pero de ahí a convertirlas en un oficio media un mundo.

La discusión sobre el uso de un soporte determinado y las campañas a favor de la lectura son iniciativas loables de gente bien intencionada. Pero no podemos seguir discutiendo ciertos temas como si estuviéramos en los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, cuando todavía existía un mercado literario, que permitía a la población el conocimiento de escritores de una calidad innegable. En la actualidad, los críticos verdaderos, los que no se limitan a hacer reseñas elogiosas, plantean que si se presentaran en cualquier editorial Cortázar con su “Rayuela”, Borges con sus “Ficciones” (con el que comenzó su fama en Europa) o Joyce con su “Ulises”, los echarían a patadas.

La literatura es un negocio y está en manos –a escala planetaria- de grandes grupos mediáticos. Publican y difunden a aquellos que les permiten mantener la entrada de dinero. Y no se necesita ser un lince para entender que en sociedades de muy escaso nivel cultural no es precisamente la calidad, o la profundidad, la que convoca a las grandes multitudes.

Todo esto deberíamos tenerlo muy claro para no perder el tiempo en discusiones con sentido, aunque totalmente laterales. El gran partido, en el que nos va la vida, se juega en otro terreno.

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Los héroes del archivo adjunto / Álvaro Ojeda

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Los héroes del archivo adjunto / Álvaro Ojeda

Los poetas. La fragilidad de su discurso. Un blasón de biromes y servilletas. Historias antiguas de enfrentamientos con el poder. Los poetas como archivo adjunto de los hombres, hombres ellos mismos, tela en la que cortan los sastres del poder.

Los héroes del archivo adjunto

Un par de ejemplos. Ovidio, 43 a.C.-17 d.C., desterrado por el emperador Augusto en Tomos, colonia romana sobre el Mar Negro.

Motivo del destierro: la práctica de las artes adivinatorias fuera del control oficial, el intento de seducción de Julia, la hija de Augusto por medio de su libro Ars amatoria que contravenía las leyes que penaban el adulterio. Conocer el destino, amar libremente, desobedecer el poder establecido. Muere entre bárbaros que no hablan latín.

“Compuse versos jocosos pero un triste castigo ha venido tras mis bromas poéticas. En fin, no encuentro a uno solo de entre tantos escritores al que haya llevado a la ruina su Musa: el único que encuentro soy yo. Si alguien se acuerda aún por ahí del exiliado Ovidio y mi nombre sobrevive sin mí en Roma, que sepa que yo, postergado bajo estrellas que nunca tocan al mar, vivo en medio de la barbarie. Pues bien, a pesar de la gran extensión que tiene el inmenso orbe, no se ha encontrado otra tierra sino ésta para mi castigo”.

Oscar Wilde, 1854-1900, es condenado a dos años de prisión tras un turbio proceso en donde se mezclaron amor, moral, hipocresía y disciplinamiento en dosis inmedibles pero letales.

Había escrito: “El pasado no tiene ninguna importancia. El presente no tiene ninguna importancia. Sólo el futuro importa. Pues el pasado es lo que el hombre no debería de haber sido. El presente es lo que no debería ser. El futuro es lo que son los artistas”.

Ambos poetas son sólo una brizna, el destello de un finísimo hilo de propiedades inherentes al texto poético. Propiedades peligrosas por disfuncionales a los grandes destinos de las naciones, de la historia, del hombre. Gozosamente inútiles para los inútiles poetas. Inútiles en la utilidad momentánea, vigente y defendida hasta como recurso educativo, de los nuevos e inútiles archivos adjuntos, los del engarce no deseado, esas cadenas de correos electrónicos que llevan y traen pulsiones de olvido, inmaterialidades de alcoba, páginas de pena, páginas de oscura improcedencia. Oscar Wilde escribió en su prefacio a El retrato de Dorian Gray: “todo arte es absolutamente inútil”, parafrasearlo significaría decir: para las utilidades mundanas, el arte no pertenece, no figura en ninguna cadena productiva, no genera bienes. Es que el poeta hace escoria de la perla y perla de la escoria. No es arte por el arte, no es torre de marfil, es legítima enunciación que no puede adaptarse a las leyes de mercado, a las modas, al consumo, a las cadenas que repiten y preparan lectores, espectadores, consumidores de ocasión.

Por un lado el poeta y por otro el poder. Por un lado el inútil poder del poeta, y por otro el destino de capilla, bula o dogma. Abolido el futuro del mal pensamiento, asentado el presente del bien pensar dentro de un léxico domeñado y denotativo, otorgadas algunas concesiones que el devenir impone a la Musa del orden, disuelta la Musa del desorden dentro de las opíparas comensalías que los poetas suelen también aceptar, poco queda del sacrificio heroico del lenguaje para decir lo inefable o sea, lo necesario, cuando arrecia el violín del diablo de Raúl González Tuñón (1905-1974) y “por el agujero que coses en tu media” se abre un sol avieso, desconfiado, malévolo.

El archivo adjunto de las palabras desaparecidas desde la pluma de los que han sido arrojados un Viernes a la noche en el Royal Station Hotel del poeta inglés Philip Larkin (1922-1985).

“Desde los altos racimos de bombitas, esparcida, la luz cae oscuramente sobre sillas solas de colores distintos, que se miran una a otra. Por la puerta abierta, el comedor declara una más grande soledad de vasos y cuchillos y una alfombra de silencio. El conserje lee un diario vespertino que ha sobrado. Pasan horas, y los viajantes ya se han vuelto a Leeds dejando ceniceros llenos en la Sala de Reuniones. Las lámparas alumbran pasillos sin zapatos.
Qué aislado es esto, como una fortaleza…
El papel con membrete, hecho para escribir a casa (si hubiera casa) cartas del exilio:
Cae la noche.
Olas se pliegan detrás de las aldeas”.

El escenario de las desapariciones llevado a términos poéticos: fortaleza de la soledad, un conserje, (¿Dios?) que lee noticias abandonadas, alfombras sin pasos, sillas abandonadas, cigarrillos, penumbra de bombitas iluminando nada, viajantes fugados los poetas, casas sin residentes, la noche de la soledad desplegada ante la memoria y los sentidos. Un nuevo Hades, un infierno de indiferencia. Perverso logro humano por estas costas del Plata. Cartas con membrete que no llegaron pero que sin embargo, han llegado. Desde ese escenario de hombres desaparecidos es preciso definir poesía y poder, causa del destierro y brazo secular.

Dice T. S. Eliot (1888-1965) de la primera:

“Podríamos afirmar que el poeta como poeta sólo indirectamente tiene una obligación frente a su pueblo: su obligación directa es con su lengua, conservarla primero, y ampliarla y perfeccionarla en segundo término. Al expresar lo que otras gentes sienten, transforma también el sentimiento haciéndolo más conciente: y hace que las gentes sepan mejor lo que ya sienten, enseñándoles por lo tanto algo sobre sí mismos”.

Una relación biunívoca, de ida y vuelta, que conlleva la obligación de ser porta viático de una lengua para compartirla, ampliada, con todos los hablantes de la misma.
Sobre el poder, la voz la toma Luce Fabbri (1908-2000) definiendo la acción y la transmutación de las palabras en órdenes de mando.

“Algunos partidos se han vuelto prisiones, otros iglesias; casi todos han tomado el carácter de ejércitos, y, surgidos de una común aspiración ideal, tienden a sustituir las ideas por palabras y a no contar a los hombres, sino los votos, los carnés o los fusiles. Tales son los partidos organizados para la conquista del poder”.

El conflicto entre la preservación y el enriquecimiento de una lengua y su envilecimiento por razones de estado, se hace irremediable. De un lado los poetas y las ideas expresadas por la lengua que nos hace reconocernos dueños de una provincia de sentimientos; del otro la realidad tangible del poder y sus proclamas castradas, vetustas, inhumanas. Se puede desaparecer por conflicto con el poder dictatorial, por el uso de una lengua alternativa a la oficial; se puede desaparecer porque se utiliza al poeta en el recuento de causas que siempre lo tocan pero que él generalmente no logra domeñar, entonces la lengua es oficial pero en dirección contraria a la oficial, generando un nuevo oficialismo alternativo; se puede desaparecer por ser un torpe paniaguado de la inmoralidad o del hoy por hoy, sacrificando la pluma al dictado.

Ese conflicto entre poesía y poder produjo el holocausto de 103 escritores argentinos desparecidos, emblema, signo y sacramento de la muerte de las palabras y de sus recreadores y con ellos, y en ellos, casi como en una fórmula religiosa, la muerte de un mundo, un mundo alternativo, distinto, inusual.

103 escritores de los que la SEA –Sociedad de Escritoras y Escritores de la Argentina, presidida por el poeta y editor Víctor Redondo- ha recogido 71 en sus textos en un volumen titulado Palabra Viva por la sencilla razón de que los 32 restantes han desaparecido también en la materialidad ominosa y textual durante el saqueo de los grupos de operaciones, que hasta la sombra de la escritura arrasaron. Textos de famosos y textos de desconocidos comprendidos entre 1974 y 1983. Textos que son poemas, ensayos, cuentos, cartas. Textos como memoria de una sorda opacidad perdida “en el sótano interminable de la noche” como escribió Enrique Courau, desaparecido en 1976, del que poco se sabe, con dos libros editados y dedicados con vigorosa inocencia, a la clase obrera, argentina y peronista, cumpliendo así con el precepto eliotiano de pertenencia y emotividad. Son poemas desde el vientre de la casa, la casa que es la patria, y desde su sótano de capillas y bruma. Laguna Estigia: o somos el transporte o somos transportados, podría haber escrito Luce. ¿De qué lado estuvieron estos 103 archivos de la muerte?

Elecciones, nuevas desapariciones

Una tarea ingrata consiste en ordenar y seleccionar textos de poetas desaparecidos, porque implican una nueva desaparición, pero debe -necesaria y penosamente-, hacerse por razones de abordaje y orden mínimo. En ese sentido se ha preferido no volver sobre los más notorios y trabajar sobre los menos conocidos.

1) Poetas de la Arcadia perdida y recuperada

De 103 escritores sobreviven 71 y de 71 se despegan algunos pocos, como emblemas de esta fuga de muerte. Se elige, no se desentierra, porque no hubo inhumación, hubo vacío. Se opta por el orden alfabético, por la empatía simple y llana. Empatía en el dolor, en el horror, nombres que no se conocen o se conocen muy poco, nombres fugados.

Jorge de la Cruz Agüero tenía 17 años cuando lo hizo desaparecer la triple A, gobierno legítimo y peronista, escribe en su poema Extremaunción:

“Tal vez si los últimos seres
que quedaron sobre esto
bajaran
sencilla humildemente los ojos
hacia adelante
la libertad sería
en serio
un pedazo de eternidad”

Parece posible leer el poema desde su esforzado final de esperanza. El poeta ha obtenido su eternidad en los otros, así lo siente, con una simple cordialidad de gestos, en concreto bajar la mirada. De todas maneras la decisión final de salvación que asoma en el título sacramental, indica una aspiración, no una certeza, como corresponde a la idea de camino construido entre todos. Pero el poema es una catábasis, un descenso al infierno, horizonte del poeta y del héroe. Sin dudas este adolescente toca sin saberlo su destino pero también se interna en la tradición poética más tangible. Por ese mismo desconocimiento quiebra el poema en un verso -“hacia adelante”- que puede leerse al menos de dos maneras y que esperó, probablemente, la decisión final del poeta.

En otros casos la poeta Lucina Álvarez, desaparecida a los 31 años, elige el tópico de la Arcadia perdida y recuperada. El lugar es Montevideo, una feria, la multitud pacífica y a la vez esencial, que permite avizorar otra región.

“Azul montevideano casas bajas de postal de puerto
el cuero y la verdura y unas tuercas irrisorias
empecinada en sus cositas un día de domingo
la feria de la calle larga:
en Tristán Narvaja está Latrinoamérica”

La constante del lugar deseado tiene su contra cara en el ominoso lugar presentido. Ambos son cauces recurrentes en todos los poetas, tengan o no militancia política, como si el sueño se desdibujara con firme presentimiento.

“Algún nombre extraño extrañamente bello
paseaba sus rincones me decía nosotros
y yo ya lo sabía
lo sabría
cuando un día hoy, me dijeran
me dirían que lo atrapó la sombra”.

Tiempos verbales de duda en un escenario de calculada, tímida esperanza.

Es más que el riesgo asumido de la lucha contraria a un sistema, es la profética corazonada de la desgracia, surgida de una aleve realidad que se impone al deseo. Hasta un obispo comulga con esta tradición de muerte representada por la ciudad como entidad formal, versus el campo como entidad pastoril, arcádica. Enrique Angelelli, obispo de La Rioja, escribía poesía y lo hacía de una manera entre criolla y hippie.

“Estoy pelando la leña
para encontrarle el alma al palo.
Por eso huyo de la ciudad
donde es difícil encontrarle el alma a este palo”.

La imagen podría corresponder a una letra de Javier Martínez del mítico grupo Manal, a su Avellaneda blues o a la canción Una casa con diez pinos o a nuestro Días de Blues con su Vámonos al campo, incluso la alusión al palo que se desnuda para buscar esa esencia humana y natural, connota la asociación con la expresión “ser del mismo palo” de la misma cofradía, la de los humanistas solidarios, la de la heterotopía, la de los desaparecidos. Tres edades diferentes, Angelelli había nacido en 1923 y tenía 43 años cuando fue asesinado, pero la misma convicción de la cercanía de la muerte en tanto el hombre se acerca a la esencia de lo que es la verdad: una búsqueda dolorosa, errática, marginal.

Poetas de escenarios, de locaciones, lo que buscan a tientas, los hallará sin voz para decirlo y ese será el peor de los castigos. Sin embargo el futuro es de los artistas, aunque no estén.

2) Poetas del barrio perdido como Arcadia inexacta

Osvaldo Domingo Balbi, nacido en 1944, había publicado 4 libros de poesía. Fue secuestrado en 1978 frente a sus hijos, mientras remontaba un barrilete. Un símbolo de su esencia poética. Un descendiente de Tuñón, un compadre de Gelman, un pariente de Borges con el barrio como sublimación de la ternura por algo avieso. Un afincado en el signo volador del barrilete.

“Desenrollar los barriletes de los cables
Caminar las veredas desparejas
Atornillar el maullido de los gatos al silencio de la noche
Amanecer tantas veces como amaneceres entren en una sola historia

Desnudar el odio y el amor
Odiar el oscuro calor de las iglesias
Y sacarle la lengua a Dios
Por ser el primer gil que se tragó lo del paraíso”

El infinito en el baldío. La metafísica de la desconfianza con el poder instituido, la tradición revisitada y la necesidad de su remoción. Por eso dirá en un verso la síntesis de lo mínimo para alcanzar el universo.

“Me acuerdo de una noche del baldío
Había estrellas en tus ojos.

Nos contabas de Carlitos
Y las luces y los coches
Y las minas por venir

Como él, decías
Me voy a acordar de ustedes
(como él acaso para la limosna)

Y quedamos convencidos
Era fácil creerte. Tan fácil
Como creer en el misterio de las estrellas.

Tenías que llegar.
Pegar el salto por encima de nosotros.
Vos no ibas a ser
zapatero. Ni guarda. Ni lustrabotas.

Vos ibas a ser famoso”.

El poema se llama Cantor nacional y marca las ilusiones y las limitaciones del mito popular del estuario del Plata. Se denuncia y se desnuda la dulce ensoñación que mece al muchacho que ambiciona un porvenir de gloria. Poca cosa pero mucha, el poeta denuncia los mitos incumplidos en el pobre cantor que nunca llegará, como adiestrando al lector y oyente, en otra forma de plenitud, menos azarosa, menos romántica. Un sueño tironeado por un método, pero un sueño siempre. Y el tango como poética de la gloria y de la desconfianza. El tango nunca será un bolero.

Miguel Ángel Bustos desaparecido en mayo del 76, poeta y dibujante, con 5 libros de poesía publicados, es un contemporáneo y no sólo en el tiempo, de Gelman. Sus temas son la madre como metonimia y metáfora de la patria, -meta y camino, permanencia y cambio- y en esa búsqueda utiliza los procedimientos vallejianos de la reconstrucción fragmentaria y la sintaxis caprichosa. La poesía refleja la duda más que la huella a seguir, o si se desea una certeza en la duda y una enorme y elegíaca pena de estar vivo.

“Espero tu venida madre, tu bebida a mis dientes.
De tan abajo es largo venir.
Arriba, la niebla la araño arriba. No quedes tan niña. Sube.
Se irá la noche, gatéame”.

La renovación del nacimiento, la vuelta atrás, el impulso por ser de otra manera el ser mismo.

“Madre. Éste es el segundo en que te llamo y en vos llamo a todas las dulces bocas ojos de leche de las mujeres que se mueren.
Quero saber
Siempre habrá una luna de polvo y hueso para mí. Si no he de tener un sol éste será mi último vuelo en mi última venida a los cielos”.

La intensa plenitud del invaginamiento anacrónico, la vuelta al útero nutricio, hace oscilar al cambio social que se desea, en una cuerda floja. Como una suerte de esperanza que remite al pasado pero que se sabe pasado y un porvenir que se siente desolado.

“Qué podrías decirme
cuando sea uno bajo la gran luna de polvo y hueso”.

Ni siquiera ese destino de resto le fue concedido, pero de alguna dolorosa y profética manera volvió el poeta al refugio nutricio de la madre, de su madre: aire, tierra, fuego, agua.

No sólo la argentinidad tocó a los argentinos. La argentinidad como concepto de violencia sobre sí, ejercida como una forma de convivencia desde el fusilamiento de Dorrego en 1828, despojado de gobierno y vida, en un juego de sinsentidos perpetuamente reciclados. La colectividad japonesa perdió, durante la demencia de los años de la Junta, a 14 seres humanos. Uno de ellos, Juan Carlos Higa, parece haber perdido dos veces su patria: la de origen y la adoptiva, doble dolor que no cesa. Se tiene un lugar para volver y un lugar para descansar definitivamente. El lugar es el mar, el mar de Alfosina Storni (1892-1938) a quien el poeta nacido en 1947 y desaparecido en mayo de 1977 le dedica un extenso poema. Extrañamente Higa parece describir la poesía de Storni desde su propia desaparición o desde su propio hundimiento en el mar.

“Qué lastima Alfonsina
no haber traído conmigo tus poesías
tus palabras me hubieran
aliviado
y algún consuelo hubiera encontrado mi alma”.

La poesía como consuelo y el mar como destino, monstruosamente lo fue en muchos casos y la distancia entre el deseo poético para conjurar la angustia, se mezcla con esa argentinidad de alevosía y sevicia.

“Yo también quisiera dar mi amor al mundo
¿te das cuenta Alfonsina?”

Así escribe Higa su militancia amorosa perdida en el mar de Alfonsina. Antes había escrito en un poema que se llama Para quedarme en todos estos versos.

“Si yo me llamara juan ternura
qué distinto sería todo…
dejaría de ser yo para ser todos”

Lo fue entre otros, monstruosamente, está dicho.

3) Los poetas premonitorios

La premonición omnipresente. Un poeta, Roberto Santoro, secuestrado en 1977, que quiere desde aquel presente vital volver, volver siempre, como si ya fuera una sombra funesta, un Aquiles perdido en el Hades.

“pero quedar amarrado a buenos aires
a su fatal tristeza
a su agonía
y saber que hay un tango en cada traje
uno anda solo
volvé
si yo pudiera

como un hombre que se fue
no estoy
no sé
no doy un paso más
hoy algo no funciona

volver
se fue
estaba en la vereda

y nunca dijo nada
se fue
me voy
echar el resto por la calle”

Santoro asoma con una definición que no excluye al pedido anterior de volver pero lo relativiza, hombre sensato al fin, hombre vencido pero nunca vencido, como quería su compatriota Almafuerte.

“Lo humano
es que el hombre no incline su rodilla”

A esos lugares de desolación fue arrebatado el poeta y con el poeta el mundo, nada es gratuito, nada pasa inadvertido, todo daño al hombre es un daño general, un daño ubicuo. Escribe Alcira Fidalgo, secuestrada en 1977, escribe, anuncia, profetiza:

“Hace meses que los aguardo
a la sombra de una piedra.
Fija la vista en el horizonte
atento el oído
tenso el cuerpo, la espada lista.
Y no llegan
¿en qué lugar de este mar
de arena y sol
se han perdido?”

Y para enfatizar la definición dual de la espera, el mar preanuncia la muerte pero la espera puede ser la espera en la construcción de la espada, la pluma, la escritura, una especie de amplificada y original catacresis, escribe:

“¿Dónde están mis molinos de viento?”

Quizás la mejor poeta de esa ambivalencia en el eje esperanza victoria y destrucción y pérdida, sea Ana María Lanzillotto, desaparecida en 1976, que parece discurrir entre la anunciación y la búsqueda de la consumación del destierro en la muerte, como quien ansía el fin de los tiempos con su desmesura de alegría y su dolor de parto.

“Y por eso me voy de este lugar de brujos,
de gente bella, de tinieblas.
Donde mis esperanzas abortan
mis caminos terminan
y no soy capaz de conceder al tiempo
ni segundos de mi sangre
que se enfría y se calienta porque sí.
Este lugar hechizado y hechizador
que no tiene espacios ni rincones
donde dormir, mirar sin decir nada.
Estoy de más en el mecanismo complicado
de este país hostil
que me presta la última ternura
justo al abrirse mi esperanza.
Y me voy hacia el olvido
porque no debo quedarme un minuto más
tapándoles el sol como si nada”.

Un reproche hacia el futuro desde el grito poético indiferente del presente, una ficción casi cínica, una advertencia, y el uso del verbo abortar como telón de fondo de algo triste, terriblemente triste. La poeta sobra en un país que se convierte en un campo de exterminio.

Antes de finalizar esta incompleta y caprichosa recorrida, hay que leer a los poetas que siguieron escribiendo incluso luego de la desaparición forzosa. Poemas robados a la muerte, como los del poeta desaparecido en el gulag estalinista, Osip Mandelstam (1891-1938).

Ana María Ponce logra que sus poemas, ya que no su cuerpo, se escurran desde la operativa del secuestro, la tortura y la muerte y ahora están aquí, exhumados. Son poemas escritos en octubre de 1977 y la poeta estaba desaparecida desde mayo de ese mismo año.

“Quiero saber cómo se ve el mundo
me olvidé de su forma
de su insaciable boca
de sus destructoras manos
me olvidé de la noche y del día
me olvidé de las calles recorridas.
Quiero saber cómo es el mundo
no recuerdo los rostros
ni los árboles, ni las luces,
ni las fábricas, ni las plazas,
ni el dolor de afuera,
ni la risa de entonces.
Quiero saber cómo se ve el mundo,
hace tanto que no estoy,
hace tanto que mis pies
no se cansan por los recorridos,
hace tanto que mis ojos
no se queman con la luz,
hace tanto que sueño
la inasible situación de la libertad,
hace tanto, pero tanto,
que no tengo natural alimento,
de vida, de amor, de presente,
y estoy, a pesar de todo esto,
a pesar de no creerlo,
estoy juntando unas palabras,
unas infieles palabras,
que me dejen recordar
cómo podría verse el mundo…”

El poema finaliza con puntos suspensivos, por razones imaginables, pero también por razones estéticas y nuevamente premonitorias. La suspensión de la muerte, eso es la desaparición, una suspensión permanente de la muerte y una doble permanencia: la muerte y, elusivamente, una permanencia en la levedad de la desaparición y en el caso de los dueños de las palabras, porque los poetas deben intentar ser los dueños de las palabras para custodiar la lengua madre de los hombres, un acto de servicio extra.

La poesía viene desde entonces, desde Paul Celan y Auschwitz, en archivo adjunto y con ellos vamos nosotros, los de afuera, los libres. Ellos son los héroes y el mundo moderno los ha arrasado en su devenir intangible y feroz. Ya pasó todo. Todo ha pasado. Nada queda, salvo la vida que fluye y funciona como diversión, excusa o perpetuidad aparente. Pero los poetas están allí, siguen estando en ese extraño limbo de la muerte fugada, difusa, esbozada. Son ellos los poetas y las poetas que han señalado la ominosa destrucción que nosotros mismos nos hemos echado encima y que permanece todavía latente, inexcusable, y paradójicamente viva en el osario de la culpa, en la gehena bíblica, en los restos desorganizados y permanentes de nuestras patrias.

La literatura estriba en ese archivo adjunto y la literatura se ocupa de la vida y la vida necesita de la vida y del grito y de la voz y de la confesión en voz pequeña y dulce y poderosa.

Álvaro Ojeda

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Parque de los Aliados (Montevideo), 24 de mayo de 2008.
Leído a los 2 meses de escrito en la Casa de los Escritores del Uruguay.

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Número 52

El escritor argentino y su tradición / Jorge Luis Borges

Revista Malabia número 52 con sombra

El escritor argentino y su tradición / Jorge Luis Borges

Este ensayo, escrito en la primera mitad del siglo XX, es clave para entender y encarar, incluso y fundamentalmente en nuestros días, la literatura argentina y rioplatense.

El escritor argentino y su tradición

Quiero formular y justificar algunas proposiciones escépticas sobre el problema del escritor argentino y la tradición. Mi escepticismo no se refiere a la dificultad o imposibilidad de resolverlo, sino a la existencia misma del problema. Creo que nos enfrenta un tema retórico, apto para desarrollos patéticos; más que de una dificultad mental entiendo que se trata de una apariencia, de un simulacro, de un seudoproblema.

Antes de examinarlo, quiero considerar los planteos y las soluciones más corrientes. Empezaré por una solución que se ha hecho casi instintiva, que se presenta sin colaboración de razonamientos; la que afirma que la tradición literaria argentina ya existe en la poesía gauchesca. Según ella, el léxico, los procedimientos, los temas de la poesía gauchesca deben ilustrar al escritor contemporáneo, y son un punto de partida y quizá un arquetipo. Es la solución más común y por eso pienso demorarme en su examen.

Ha sido propuesta por Lugones en El payador; ahí se lee que los argentinos poseemos un poema clásico, el Martín Fierro, y que ese poema debe ser para nosotros lo que los poemas homéricos fueron para los griegos. Parece difícil contradecir esa opinión sin menoscabo del Martín Fierro. Creo que el Martín Fierro es la obra más perdurable que hemos escrito los argentinos; y creo con la misma intensidad que no podemos suponer que el Martín Fierro es, como algunas veces se ha dicho, nuestra Biblia, nuestro libro canónico.

Ricardo Rojas, que también ha recomendado la canonización del Martín Fierro, tiene una página, en su Historia de la literatura argentina, que parece un lugar común y que es una astucia. Rojas estudia la poesía de los gauchescos, es decir, la poesía de Hidalgo, Ascasubi, Estanislao del Campo y José Hernández, y la deriva de la poesía de los payadores, de la espontánea poesía de los gauchos. Hace notar que el metro de la poesía popular es el octosílabo y que los autores de la poesía gauchesca manejan ese metro, y acaba por considerar la poesía de los gauchescos como una continuación o magnificación de la poesía de los payadores.

Sospecho que hay un grave error en esa afirmación; podríamos decir un hábil error, porque se ve que Rojas, para dar raíz popular a la poesía de los gauchescos, que empieza en Hidalgo y culmina en Hernández, la presenta como una continuación o derivación de la de los gauchos, y así Bartolomé Hidalgo es, no el Homero de esta poesía, como dijo Mitre, sino un eslabón.

Ricardo Rojas hace de Hidalgo un payador; sin embargo, según la misma Historia de la literatura argentina, este supuesto payador empezó componiendo versos endecasílabos, metro naturalmente vedado a los payadores, que no percibían su armonía, como no percibieron la armonía del endecasílabo los lectores españoles cuando Garcilaso lo importó de Italia.

Entiendo que hay una diferencia fundamental entre la poesía de los gauchos y la poesía gauchesca. Basta comparar cualquier colección de poesías populares con el Martín Fierro, con el Paulino Lucero, con el Fausto, para advertir esa diferencia, que está no menos en el léxico que en el propósito de los poetas. Los poetas populares del campo y del suburbio versifican temas generales: las penas del amor y de la ausencia, el dolor del amor, y lo hacen en un léxico muy general también; en cambio, los poetas gauchescos cultivan un lenguaje deliberadamente popular, que los poetas populares no ensayan. No quiero decir que el idioma de los poetas populares sea un español correcto, quiero decir que si hay incorrecciones son obra de la ignorancia. En cambio, en los poetas gauchescos hay una busca de las palabras nativas, una profusión de color local. La prueba es ésta: un colombiano, un mexicano o un español pueden comprender inmediatamente las poesías de los payadores, de los gauchos, y en cambio necesitan un glosario para comprender, siquiera aproximadamente, a Estanislao del Campo o Ascasubi.

Todo esto puede resumirse así: la poesía gauchesca, que ha producido –me apresuro a repetirlo- obras admirables, es un género literario tan artificial como cualquier otro. En las primeras composiciones gauchescas, en las trovas de Bartolomé Hidalgo, ya hay un propósito de presentarlas en función del gaucho, como dichas por gauchos, para que el lector las lea con una entonación gauchesca. Nada más lejos de la poesía popular. El pueblo –y esto yo lo he observado no sólo en los payadores de la campaña, sino en los de las orillas de Buenos Aires-, cuando versifica, tiene la convicción de ejecutar algo importante, y rehúye instintivamente las voces populares y busca voces y giros altisonantes. Es probable que ahora la poesía gauchesca haya influido en los payadores y éstos abunden también en criollismos, pero en el principio no ocurrió así, y tenemos una prueba (que nadie ha señalado) en el Martín Fierro.

El Martín Fierro está redactado en un español de entonación gauchesca y no nos deja olvidar durante mucho tiempo que es un gaucho el que canta; abunda en comparaciones tomadas de la vida pastoril; sin embargo, hay un pasaje famoso en que el autor olvida esa preocupación de color local y escribe en un español general, y no habla de temas vernáculos, sino de grandes temas abstractos, del tiempo, del espacio, del mar, de la noche. Me refiero a la payada entre Martín Fierro y el Moreno, que ocupa el fin de la segunda parte. Es como si el mismo Hernández hubiera querido indicar la diferencia entre su poesía gauchesca y la genuina poesía de los gauchos. Cuando estos dos gauchos, Fierro y el Moreno, se ponen a cantar, olvidan toda afectación gauchesca y abordan temas filosóficos. He podido comprobar lo mismo oyendo a payadores de las dos orillas; éstos rehúyen el versificar en orillero o lunfardo y tratan de expresarse con corrección. Desde luego fracasan, pero su propósito es hacer de la poesía algo alto; algo distinguido, podríamos decir con una sonrisa.

La idea de que la poesía argentina debe abundar en rasgos diferenciales argentinos y en color argentino me parece una equivocación. Si nos preguntan qué libro es más argentino, el Martín Fierro o los sonetos de La urna de Enrique Banchs, no hay ninguna razón para decir que es más argentino el primero. Se dirá que en La urna de Banchs no está el paisaje argentino, la topografía argentina, la botánica argentina, la zoología argentina; sin embargo, hay otras condiciones argentinas en La urna.

Recuerdo ahora unos versos de La urna que parecen escritos para que no pueda decirse que es un libro argentino; son los que dicen: “… El sol en los tejados/ y en las ventanas brilla. Ruiseñores/ quieren decir que están enamorados”.

Aquí parece inevitable condenar: “el sol en los tejados y en las ventanas brilla”. Enrique Banchs escribió estos versos en un suburbio de Buenos Aires, y en los suburbios de Buenos Aires no hay tejados sino azoteas; “ruiseñores quieren decir que están enamorados”; el ruiseñor es menos un pájaro de la realidad que de la literatura, de la tradición griega y germánica. Sin embargo, yo diría que en el manejo de estas imágenes convencionales, en esos tejados y en esos ruiseñores anómalos, no estarán desde luego la arquitectura ni la ornitología argentinas, pero están el pudor argentino, la reticencia argentina; la circunstancia de que Banchs al hablar de ese gran dolor que lo abrumaba, al hablar de esa mujer que lo había dejado y había dejado vacío el mundo para él, recurra a imágenes extranjeras y convencionales como los tejados y los ruiseñores, es significativa; significativa del pudor, de la desconfianza, de las reticencias argentinas; de las dificultades que tenemos para las confidencias, para la intimidad.

Además, no sé si es necesario decir que la idea de que una literatura debe definirse por los rasgos diferenciales del país que la produce es una idea relativamente nueva; también es nueva y arbitraria la idea de que los escritores deben buscar temas de sus países. Sin ir más lejos, creo que Racine ni siquiera hubiera entendido a una persona que le hubiese negado su derecho al título de poeta francés por haber buscado temas griegos o latinos. Creo que Shakespeare se habría asombrado si hubieran pretendido limitarlo a temas ingleses, y si le hubiesen dicho que, como inglés, no tenía derecho a escribir Hamlet, de tema escandinavo, o Macbeth, de tema escocés. El culto argentino al color local es un reciente culto europeo que los nacionalistas deberían rechazar por foráneo.

He encontrado días pasados una curiosa confirmación de que lo verdaderamente nativo suele y puede prescindir del color local; encontré esa confirmación en la Historia de la declinación y caída del Imperio Romano de Gibbon. Gibbon observa que en el libro árabe por excelencia, en el Alcorán, no hay camellos; yo creo que si hubiera alguna duda sobre la autenticidad del Alcorán, bastaría esa ausencia de camellos para comprobar que es árabe. Fue escrito por Mahoma, y Mahoma, como árabe, no tenía porqué saber que los camellos eran especialmente árabes; eran para él parte de la realidad, no tenía porqué distinguirlos; en cambio un falsario, un turista, un nacionalista árabe, lo primero que hubiera hecho es prodigar camellos, caravanas de camellos en cada página; pero Mahoma, como árabe, estaba tranquilo; sabía que podía ser árabe sin camellos. Creo que los argentinos podemos parecernos a Mahoma, podemos creer en la posibilidad de ser argentinos sin abundar en el color local.

Séame permitida aquí una confidencia, una mínima confidencia. Durante muchos años, en libros ahora felizmente olvidados, traté de redactar el sabor, la esencia de los barrios extremos de Buenos Aires; naturalmente abundé en palabras locales, no prescindí de palabras como cuchilleros, milonga, tapia y otras, y escribí así aquellos olvidables y olvidados libros; luego, hará un año, escribí una historia que se llama “La muerte y la brújula” que es una suerte de pesadilla, una pesadilla en que figuran elementos de Buenos Aires deformados por el horror de la pesadilla; pienso allí en el Paseo Colón y lo llamo Rue de Toulon, pienso en las quintas de Adrogué y las llamo Triste-le-Roy; publicada esa historia, mis amigos me dijeron que al fin habían encontrado en lo que yo escribía el sabor de las afueras de Buenos Aires. Precisamente porque no me había propuesto encontrar ese sabor, porque me había abandonado al sueño, pude lograr, al cabo de tantos años, lo que antes busqué en vano.

Ahora quiero hablar de una obra justamente ilustre que suelen invocar los nacionalistas. Me refiero a Don Segundo Sombra de Güiraldes. Los nacionalistas nos dicen que Don Segundo Sombra es el tipo de libro nacional; pero si lo comparamos con las obras de la tradición gauchesca, lo primero que notamos son diferencias. Don Segundo Sombra abunda en metáforas de un tipo que nada tiene que ver con el habla de la campaña y sí con las metáforas de los cenáculos contemporáneos de Montmartre. En cuanto a la fábula, a la historia, es fácil comprobar en ella el influjo del Kim de Kipling, cuya acción está en la India y que fue escrito, a su vez, bajo el influjo de Huckleberry Finn de Mark Twain, epopeya del Misisipi. Al hacer esta observación no quiero rebajar el valor de Don Segundo Sombra; al contrario, quiero hacer resaltar que para que nosotros tuviéramos ese libro fue necesario que Güiraldes recordara la técnica poética de los cenáculos franceses de su tiempo, y la obra de Kipling que había leído hace muchos años; es decir, Kipling, y Mark Twain, y las metáforas de los poetas franceses fueron necesarios para este libro argentino, para este libro que no es menos argentino, lo repito, por haber aceptado esas influencias.

Quiero señalar otra contradicción: los nacionalistas simulan venerar las capacidades de la mente argentina pero quieren limitar el ejercicio poético de esa mente a algunos pobres temas locales, como si los argentinos sólo pudiéramos hablar de orillas y estancias y no del universo.

Pasemos a otra solución. Se dice que hay una tradición a la que debemos acogernos los escritores argentinos, y que esa tradición es la literatura española. Este segundo consejo es desde luego un poco menos estrecho que el primero, pero también tiende a encerrarnos; muchas objeciones podrían hacérsele, pero basta con dos. La primera es ésta: la historia argentina puede definirse sin equivocación como un querer apartarse de España, como un voluntario distanciamiento de España. La segunda objeción es ésta: entre nosotros el placer de la literatura española, un placer que yo personalmente comparto, suele ser un gusto adquirido; yo muchas veces he prestado, a personas sin versación literaria especial, obras francesas e inglesas, y estos libros han sido gustados inmediatamente, sin esfuerzo. En cambio, cuando he propuesto a mis amigos la lectura de libros españoles, he comprobado que estos libros les eran difícilmente gustables sin un aprendizaje especial; por eso creo que el hecho de que algunos ilustres escritores argentinos escriban como españoles es menos el testimonio de una capacidad heredada que una prueba de la versatilidad argentina.

Llego a una tercera opinión que he leído hace poco sobre los escritores argentinos y la tradición, y que me ha asombrado mucho. Viene a decir que nosotros, los argentinos, estamos desvinculados del pasado; que ha habido como una solución de continuidad entre nosotros y Europa. Según este singular parecer, los argentinos estamos como en los primeros días de la creación; el hecho de buscar temas y procedimientos europeos es una ilusión, un error; debemos comprender que estamos esencialmente solos, y no podemos jugar a ser europeos.

Esta opinión me parece infundada. Comprendo que muchos la acepten, porque esta declaración de nuestra soledad, de nuestra perdición, de nuestro carácter primitivo tiene, como el existencialismo, los encantos de lo patético. Muchas personas pueden aceptar esta opinión porque una vez aceptada se sentirán solas, desconsoladas y, de algún modo, interesantes. Sin embargo, he observado que en nuestro país, precisamente por ser un país nuevo, hay un gran sentido del tiempo. Todo lo que ha ocurrido en Europa, los dramáticos acontecimientos de los últimos años en Europa, han resonado profundamente aquí. El hecho de que una persona fuera partidaria de los franquistas o de los republicanos durante la guerra civil española, o fuera partidaria de los nazis o de los aliados, ha determinado en muchos casos peleas y distanciamientos muy graves. Esto no ocurriría si estuviéramos desvinculados de Europa. En lo que se refiere a la historia argentina, creo que todos nosotros la sentimos profundamente; y es natural que la sintamos, porque está, por la cronología y por la sangre, muy cerca de nosotros; los nombres, las batallas de las guerras civiles, la guerra de la independencia, todo está en el tiempo y en la tradición familiar, muy cerca de nosotros.

¿Cuál es la tradición argentina? Creo que podemos contestar fácilmente y que no hay problema en esta pregunta. Creo que nuestra tradición es toda la cultura occidental, y creo que tenemos derecho a esta tradición, mayor que el que pueden tener los habitantes de una u otra nación occidental. Recuerdo aquí un ensayo de Thorstein Veblen, sociólogo norteamericano, sobre la preeminencia de los judíos en la cultura occidental. Se pregunta si este preeminencia permite conjeturar una superioridad innata de los judíos, y contesta que no; dice que sobresalen en la cultura occidental porque actúan dentro de esa cultura y al mismo tiempo no se sienten atados a ella por una devoción especial; “por eso –dice- a un judío siempre le será más fácil que a un occidental no judío innovar en la cultura occidental”; y lo mismo podemos decir de los irlandeses en la cultura de Inglaterra. Tratándose de los irlandeses, no tenemos porqué suponer que la profusión de nombres irlandeses en la literatura y la filosofía británicas se deba a una preeminencia racial, porque muchos de esos irlandeses ilustres (Shaw, Berkeley, Swift) fueron descendientes de ingleses, fueron personas que no tenían sangre celta; sin embargo, les bastó el hecho de sentirse irlandeses, distintos, para innovar en la cultura inglesa. Creo que los argentinos, los sudamericanos en general, estamos en una situación análoga; podemos manejar todos los temas europeos, manejarlos sin supersticiones, con una irreverencia que puede tener, y ya tiene, consecuencias afortunadas.

Esto no quiere decir que todos los experimentos argentinos sean igualmente felices; creo que este problema de la tradición y de lo argentino es simplemente una forma contemporánea, y fugaz del eterno problema del determinismo. Si yo voy a tocar la mesa con una de mis manos, y me pregunto: ¿la tocaré con la mano izquierda o con la derecha?; y luego la toco con la derecha, los deterministas dirán que yo no podía obrar de otro modo y que toda la historia anterior del universo me obligaba a tocarla con la mano derecha, y que tocarla con la izquierda hubiera sido un milagro. Sin embargo, si la hubiera tocado con la izquierda me habrían dicho lo mismo: que había estado obligado a tocarla con esa mano. Lo mismo ocurre con los temas y procedimientos literarios. Todo lo que hagamos con felicidad los escritores argentinos pertenecerá a la tradición argentina, de igual modo que el hecho de tocar temas italianos pertenece a la tradición de Inglaterra por obra de Chaucer y de Shakespeare.

Creo, además, que todas estas discusiones previas sobre propósitos de ejecución literaria están basadas en el error de suponer que las intenciones y los proyectos importan mucho. Tomemos el caso de Kipling: Kipling dedicó su vida a escribir en función de determinados ideales políticos, quiso hacer de su obra un instrumento de propaganda y, sin embargo, al fin de su vida hubo de confesar que la verdadera esencia de la obra de un escritor suele ser ignorada por éste; y recordó el caso de Swift, que al escribir Los Viajes de Gulliver quiso levantar un testimonio contra la humanidad y dejó, sin embargo, un libro para niños. Platón dijo que los poetas son amanuenses de un dios, que los anima contra su voluntad, contra sus propósitos, como el imán anima a una serie de anillos de hierro.

Por eso repito que no debemos temer y que debemos pensar que nuestro patrimonio es el universo; ensayar todos los temas, y no podemos concretarnos a lo argentino para ser argentinos: porque o ser argentino es una fatalidad y en ese caso lo seremos de cualquier modo, o ser argentino es una mera afectación, una máscara.

Creo que si nos abandonamos a ese sueño voluntario que se llama la creación artística, seremos argentinos y seremos, también, buenos o tolerables escritores.

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Número 52

Lecturas de Borges / Jorge Rodríguez Padrón

Revista Malabia número 52 con sombra

Lecturas de Borges / Jorge Rodríguez Padrón

Lecturas de Borges

Indispensables en la trayectoria de todo escrito, esos períodos de silencio que dan pie a la necesaria revisión en profundidad de su trabajo: volverse sobre sí mismo para interrogarse por el sentido de lo ya realizado y sobre las orientaciones posibles de su obra a partir de ese momento. Ese tiempo, un espacio de calma y libertad donde la reflexión aludida consigue ser una forma de respirar otro aire, de ajustar otros ritmos de pensamiento a nuevas propuestas de lenguaje.

En 1976, tras casi quince años de entusiasta y constante dedicación a la crítica literaria, vine a dar en una confusión y un vacío grandes. De poco sirvieron mis esfuerzos –verdad que sin demasiada convicción- por superar aquel estado cercano a la postración. Tampoco los halagos a la vanidad, ni las palabras de estímulo, prodigados por quienes –próximos en el afecto o la amistad- me animaban a no desmayar, tuvieron el efecto deseado: no hallaba salida, y me resistía a repetir el mismo discurso ensayado durante aquel largo trecho. Mejor, pensé, el silencio. Y pasé algunos años sin escribir, leyendo apenas. Haberlo hecho apremiado siempre por la urgencia de la actualidad me había cansado y, lo que es peor, había embotado el verdadero placer que tal ejercicio entraña cuando se origina en una verdadera necesidad personal o es consecuencia de la libre elección.

En medio de ese paréntesis, un buen día, sin premeditación alguna, me acerqué a dos libritos de sencilla apariencia que contienen los atrevimientos e iluminaciones, las sugestivas o destempladas afirmaciones que configuran la obra crítica de Jorge Luis Borges.

Discusión y Otras inquisiciones me abrieron el secreto de su riquísimo e insospechado contenido; y más, se convirtieron en el motivo que me llevó a preguntarme por el sentido y razón verdadera del ejercicio de la crítica; que me hizo pensar –a renglón seguido- en si la servidumbre impuesta por la oferta editorial y el repetido uso de ciertas fórmulas de escritura (nunca puestas en cuestión) no eran el obstáculo mayor para una posible continuidad de mi trabajo, al impedir la necesaria libertad inaugural que debe alimentar todo intento de aproximación crítica a una obra, a un autor. Partía, pues, de mi situación personal. También, de la intuición que tal servidumbre habría de torcerse –para dejar de serlo- en una renovada propuesta de lenguaje, sin preocuparme demasiado por valoraciones establecidas o prestigios interesadamente ordenados. Propuesta que sacara al lector de sus casillas habituales y le otorgara nuevos puntos de vista para afrontar la lectura. Y no ahorrarle esfuerzo: dejarlo solo ante esa experiencia.

Así, mi encuentro con los textos críticos de Borges fue –ha sido- determinante para regresar a la escritura, y para hacerlo de otra manera, con otro sentido. Me reconcilió con mi trabajo, redimiéndome de tantas vacilaciones; me enseñó que la crítica es también una forma de creación, y no tenía por qué ser subsidiaria ni de la teoría gris ni de las consabidas ortopedias funerales; me animó, en fin, a abandonarme a la libre sugestión, sin perder la serenidad reflexiva pero dejando siempre que la razón fuera motor primero de toda construcción crítica. La lectura de la crítica borgeana se impuso, y ahora –casi veinte años después, y tras diversas alternativas- mi escritura ha derivado hasta extremos que yo diría “radicales”, puro sentido etimológico del término: me interesa remover fondos estancados, alongarme hasta las raíces de un discurso literario viciado por la urgencia y servidumbre de la actualidad, y por ello trivial, y en muchos casos satisfechos –al parecer- con repetir lo sabido o insistir en obviedades que cualquier lector de mediano entendimiento alcanza sin ayuda alguna.

Mi propósito, por tanto, escribir desde una posición inaugural, ajena a lo que llamaríamos crítica “militante”. Quisiera ser, como pide Borges, un lector “en el sentido ingenuo de la palabra” antes que un “crítico potencial”, tan resabiado que no reconoce, entre sus experiencias primordiales, la del asombro.

Reflejo estas páginas (y reflexión, por tanto) de las posiciones adoptadas por Borges en sus lecturas; y respuesta, además, a esa literatura nuestra tan celosa de su estrecho marco provinciano, proclive por ello a la ceguera casticista, por mucho que se enorgullezca de su difusión internacional. Ensayos ejemplares, estos de Borges, recogidos de aquí y allá, que abordan temas tan diversos y encontrados, desde la política a la literatura, desde la matemática a la filosofía. Ejemplares para quien, como es mi caso, quiera hacer examen de conciencia y entender la vitalidad cierta del ejercicio de la crítica, tan denostado porque se limita, casi en exclusiva, a una labor ancilar, planteándose como simple “a posteriori” de la creación, en vez de arriesgarse a abrir caminos posibles, a establecer disidencias que fomenten la confrontación y el diálogo. Ejemplares, también, porque en ellos Borges no hace alarde de erudición o sabiduría (que las tiene), porque la suya no es una posición condicionada por los referentes de rigor, sino movida por el conocimiento como “revelación”: (En Borges) “las ideas –lo sustantivo del ensayo- se estiman o califican con teorías que contradicen a las primeras en el sentido de despojarlas de todo valor trascendente con respecto a la realidad histórica, pero a la vez (…) devuelven a esas ideas (…) el único valor que las justifica: su carácter de maravilla o de creación estética” (Jaime Alazraki).

El mito de la teoría, de la reverencia a los dogmas académicos, ha atenazado con su falacia a la vitalidad de la crítica. En esa trampa he caído muchas veces, y me veía aspirante a dominar –inconsciente ingenuidad- aquel lenguaje presuntamente irrefutable, superior; delegando mi responsabilidad en tales supuestas verdades, en esos referentes exclusivos y excluyentes. Borges me enseñó lo contrario: la lectura es una experiencia próxima, inaugural y reveladora; no vale adoptar una actitud aquiescente, hay que ser “inquisitivo”, y cuanto se diga no debe limitarse a una aceptación complacida del texto; debe provocar escándalo, aun a riego de hacerlo sin el soporte de las pruebas, conscientes de nuestro atrevimiento.

En las lecturas a Borges descubrí que la crítica debe plantear “otras” certezas que, a su vez, generen interrogantes, para iniciar así una incursión inédita por ese ámbito que se presumía conocido y dominado por el conocimiento o estudio de las autoridades competentes. Los títulos que recopilan estos ensayos son de sobra elocuentes: importa cuanto allí se dice porque puede ser “discutido” o rebatido; porque nos lleva a “nuevas” preguntas o indagaciones. Hay aún quienes decretan la debilidad de la crítica borgeana por esa heterodoxia que es –dicen- fruto de una repetición más o menos graciosa; en realidad, se establece como revulsivo frente a todo dogmatismo castrador de la imaginación, frente a tanta teoría empeñada en “secuestrar” los significados, frente a eso que Ezequiel Martínez Estrada llamó “cultura de cátedra”.

La crítica de Borges, como la de algunos de sus pares americanos (pienso en Alfonso Reyes, sobre todo), empieza a ser eficaz cuando se descubre que la mueve el deseo de “invalidar con razones humanas la momentánea fe que exige de nosotros el arte”; cuando se observa que no dan a sus propuestas patente de verdad absoluta, y las ofrecen como medio para renovar nuestro ejercicio de lectores, invitándonos a traspasar los simples límites de la obra en cuestión (“La música, los estados de felicidad, la mitología, las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares, quieren decirnos algo, o al go dijeron que “no hubiéramos debido perder”, o están por decir algo; “esta inminencia de una revelación” que no se produce es, quizá, el hecho estético”. El subrayado, mío); cuando se tiene la certeza de que el maestro nos facilita el acceso a, y la convivencia con, la obra o el autor que nos ocupan; y en ese preciso instante nos abandona para que sigamos solos. Aquí, la mayoría suele perderse, acostumbrados a una crítica “sabia” que les transmite comodidad porque les dice todo.

Borges no permite que el lector quede arrobado en la contemplación del árbol, magnífico pero engañoso, de la construcción teórica, y así no precisa extenderse más allá de unas pocas páginas, ni abundar en abstrusa o erudita terminología; le basta con abrirle los ojos (y los oídos) ante la verdadera forma (verdadero sonido) de la palabra creadora o augural sobre la cual toda literatura tiene su asiento: moverlo a la búsqueda de un principio, no para asumirlo como tal, sino para interrogarlo de nuevo (“Dios dicta, palabra por palabra, lo que se propone decir. Esa premisa –que fue la que asumieron los cabalistas- hace de la Escritura un texto absoluto. ¿Cómo no interrogarlo hasta lo absurdo, hasta lo prolijo numérico, según hizo la cábala?”).

He hablado de formas, de sonidos. Insinúo, en consecuencia, que el ejercicio de la crítica, si bien debe nutrirse de conocimientos e ideas, necesita –de modo preferente- un grado de sensibilidad y de entrega (y de riesgo); y más, superar la letra como valor incuestionable, considerar inútil toda explicación de lo evidente (“Hay gente que si algo literario le gusta tiene que buscar razones ocultas (…) piensa que todo está lleno de verdades a medias, de motivaciones o símbolos (…) la mayor parte piensa (…) que la literatura es como una especie de “Fábulas” de Esopo (…) Hay que escribir para probar algo, no por el mero placer de escribirlo, o por el mero interés que un escritor pueda tener en los personajes o en la situación”), conseguir –en fin- que su trabajo sea siempre un camino de acceso a la revelación y entrar, de esa manera, en el libro y vivir en el libro y hacer de la lectura comunión en la experiencia literaria. La lectura, una forma de creación (“no sé si soy un buen escritor, pero un buen lector sí, lo cual es más importante”).

A partir de 1954, a causa de su progresiva pérdida de visión, Borges se ve obligado a leer a través de otra persona. Descubre, entonces, que en tal ejercicio “la mente de uno trabaja de modo diferente (…) hay un cierto beneficio (…) porque se piensa que el tiempo fluye de manera diferente” : cerrados los ojos a la engañifa de lo obvio, la mirada se abre a otro tiempo, a otro espacio también, sin perder por ello su ubicación inicial. En esa nueva (y doble) dimensión, el escritor mira con ojos de quien persigue el sentido como destino, de quien no teme aventurarse por la región de las sombras donde todo encuentro supone una iluminación.

Leer es una experiencia que –como narrar- halla su metáfora en el viaje que saca al individuo de sí para acabar encontrándose consigo mismo: leer como crear, como vivir. Así, cualquier obstáculo tendiente a evitar o frenar la caprichosa libertad de tal aventura, la ambición de totalidad inaugural que persigue quien se abandona a las sugestiones de un texto, debe quedar al margen del camino, o en los prolegómenos del viaje. El lector que se dirige a esa forma en busca de sentido (todo lector de verdad crítico) contradirá su objetivo si se contenta con regresar a las fuentes, o si lo único que consigue (por temor o incapacidad) es poner puertas al campo, pretextando respeto a la tradición, observancia de un determinado método o esa socorrida fidelidad a la estrechez de su ubicación geográfica o histórica.

También nos alecciona el maestro: “Yo he visto Londres a través de Dickens, Chesterton y Stevenson. Mucha gente sólo piensa en una vertiente de la vida real (…) pero también está la otra vertiente, la vida de la imaginación y la fantasía, y eso se traduce en arte (…) (he viajado por casi todo el mundo) y, sin embargo, compruebo que he escrito poemas sobre apartadas villas de emergencia de Buenos Aires, he escrito poemas sobre grises esquinas de callejas, y jamás he escrito poemas sobre un gran asunto”. Afirmación cosmopolita que habla de la dimensión universal de este, de cualquier verdadero escritor. Porque supera así las circunstancias o contingencias que lo cercan, y –sin perder la personalidad de su escritura- impide que su visión quede reducida a lo próximo y hace que entre en contacto, sin fricciones ni dificultades, con otras tradiciones, dialogue y comulgue con otras voces y se integre de forma plena en ese cuerpo único, fluir constante de la escritura, más allá de los estrechos límites de la cronología y el paisanaje: entrar en esa “especie de bosque (…) que se enmaraña y nos enmaraña, pero que crece (…) como un laberinto vivo”.

Entrada que es entrega. Y que ha de producirse tanto en la escritura como en la lectura, si se quiere que la experiencia literaria nos alongue hasta ese mundo que está mucho “más cerca de su verdadero ser que sus circunstancias”, en donde el sujeto consigue descubrir “un secreto o una verdad a medias sobre sí mismo”. Y si no se debe “escribir” de algo, sino vivir para la escritura (que ella misma sea la experiencia existencial), tampoco servirá leer “en relación con” algo, sino integrarse en la experiencia común y compartida que sólo se cumple en el momento en que la literatura deja de ser una dedicación profesional para convertirse en “uno de los muchos destinos del ser humano”.

Esto, lo que importa a Borges: en la escritura o en la lectura, un hombre se entrega a “sus propios sueños”, para sacar fruto de ellos al compartir con los otros esa existencia superior en el mundo nebuloso y de ensueño en el cual se ha atrevido a ingresar: ese espacio fronterizo y ambiguo donde la escritura (y la lectura) debe desarrollarse sin pedir seguridades, abandonándose a las sugerencias, porque “un libro es más que una estructura verbal o una serie de estructuras verbales; es el diálogo que entabla con su lector y la entonación que impone a su voz y las cambiantes y durables imágenes que dejan en su memoria. Ese diálogo es infinito”.

____________________

Escrito en 1999 y publicado en la revista Bitácora de la Escuela Superior de Lenguas (Córdoba, Argentina) y en Letra Internacional (Madrid).

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Número 52

La total circunferencia / Alvaro Miranda Buranelli

Revista Malabia número 52 con sombra
La total circunferencia

La total circunferencia / Alvaro Miranda Buranelli

Reyes, la  minuciosa  providencia
que  administra  lo  pródigo  y  lo  parco
nos  dio  a  los  unos  el  sector  o  el  arco,
pero  a  ti  la  total  circunferencia.

Jorge Luis Borges.  In  memoriam  A. R.

Si Borges brindó su homenaje a Alfonso Reyes en ceñida versificación poética, no menor fue la constante alusión del mexicano a su pensamiento y obra. En sus ensayos, Reyes cita con frecuencia una idea o una expresión borgiana y lo hace siempre con el respeto intelectual y humano de quien sabe calibrar la calidad de un escritor. A través de la prosa de Alfonso Reyes se perfila un ser humano generoso, poseedor de una vasta cultura que entrega al lector como un obsequio, sin la vana pedantería del que procura sobresalir antes que nada, con un respeto natural hacia el otro que lee, no desde un Olimpo magistral sino desde la humana llanura de quien transmite ideas y, al hacerlo, enseña.

Reyes, formado en el Ateneo de la Juventud de México, compartía reflexiones con Pedro Henriquez Ureña, Antonio Caso, José Vasconcelos. Ideas comunes los unen: la preocupación americanista, la identidad mexicana, la necesidad de abrir nuevos modelos de especulación. El ensayo encuentra en Alfonso Reyes un formidable representante porque supo imprimirle, en el vislumbre de su talento personal, el sello natural de su doble condición de pensador y artista creador. Reyes fue poeta en su prosa reflexiva, se adentró en los más variados temas con espíritu clásico pero también innovador.

Ya lucían sus cultas referencias helénicas en un contexto de pensamiento actual, conocedor de las transformaciones que se operaban en el amplio espectro de las múltiples disciplinas. A veces la erudición se aligeraba con la anécdota feliz en la que Reyes lucía su talante jovial, sin desmerecer en absoluto la seriedad del asunto intelectual que trataba. Un lector actual, de principios del siglo XXI, podría sospechar la inclemencia del tiempo aplicado a asuntos que, sólo en apariencia, parecen lejanos. Una de las felicidades en la escritura de Alfonso Reyes es la diestra conjugación de lo clásico y lo nuevo. El lector se sorprende hallando un cabal conocimiento de modelos modernos, a veces sutilmente aludidos, entre las amplias reflexiones sobre la evolución de las lenguas o la estética renacentista.

En su ensayo Las jitanjáforas Reyes nos recuerda que el juego leve y gracioso, el arte de la aliteración y la onomatopeya, el ligero roce del canto y la musicalidad del verso, encuentran forma moderna en poemas de Porfirio Barba Jacob y Mariano Brull, nombres que, probablemente, escapan a un lector actual, acostumbrado al juego que las vanguardias primeras del siglo XX divulgaron en los caligramas de Apollinaire, las uniones libres del surrealismo o los avances creacionistas de Vicente Huidobro en Altazor. Pero la palabra jitanjáfora proviene de los versos que Mariano Brull, procurando la renovación en los géneros, hiciera declamar a su pequeña hija durante una reunión, para sorpresa de muchos asistentes:

Filiflama alabe cundre
ala olalúnea alífera
alveolea jitanjáfora
liris salumba salífera

Olivia oleo olorife
alalai cánfora sandra
milingítara girófora
zumbra ulalindre calandra.

Y añade Alfonso Reyes:

“Escogiendo la palabra más fragante de aquel racimo, di desde entonces en llamar las Jitanjáforas a las niñas de Mariano Brull. Y ahora se me ocurre extender el término a todo este género de poema o fórmula verbal. Todos, a sabiendas o no, llevamos una jitanjáfora escondida como alondra en el pecho”.

“Un poco de jitanjáfora no nos viene mal para devolver a la palabra sus captaciones alógicas y hasta su valor puramente acústico, todo lo cual estamos perdiendo, como quien pierde la sensación fluida del agua tras mucho pisar en bloques de hielo”.

Coleccionista de estas especies, Reyes las descubría en el lunfardo, en la poesía del argentino Ignacio Anzoátegui, en la urdimbre gongorina, en el mexicano Salvador Novo, en las canciones de cuna, en poemas de Aldo Palazzeschi, en las “glosolalias pueriles”, en André Salmon, en las “colecciones inglesas de “Nursery” y “Nonsense Rhymes”, en las canciones populares, las “silly songs”, y hasta en las coplas del truco que, como señala Reyes, algún día pensaba recoger Jorge Luis Borges y, de las cuales, nos cita la siguiente que se dice para tirar la flor:

Por el río Paraná
viene navegando un piojo,
con un lunar en el ojo
y una flor en el ojal.

que, recordará, sin duda, las cuartetas desgranadas por los hacedores de versos de Florida y de Boedo, por aquellos años tan fermentales y ricos en imaginación. Más adelante, Reyes nos informa que “por aquellos tiempos no se hablaba aún de futurismo, dadaísmo, suprarrealismo, ultraísmo ni estridentismo. Marinetti no había lanzado siquiera su primer manifiesto sobre “la imaginación sin hilo y las palabras en libertad”.” Y habría que sumar aún el lenguaje como expresión desgarradora de la angustia en Trilce de César Vallejo, la paronomasia en Oliverio Girondo y Xavier Vallaurrutia, los hai ku de José Juan Tablada, por ejemplo. O las rimas del absurdo en Lewis Carroll y Edward Lear. Hasta en William Blake observa Reyes expresiones del “nonsense” tan cercano a las jitanjáforas. Sin olvidar a Joyce en Ana Livia Plurabella.

De lo precedente se sigue que mucha de la pretendida “vanguardia” haría bien en retornar sobre las páginas de Alfonso Reyes donde descubriría que la pólvora ya fue inventada y late en Dante y Góngora, nada menos. Este insustituible ensayo se cierra con las siguientes palabras de su autor:

“En el ruido de esta sonaja hay algún misterio. Juego ha habido, pero no todo ha sido juego. Los ecos resuenan hasta el fondo de ciertos corredores por donde se llega a las catacumbas de la poesía.
No se trata de dogmatizar ni de plantear una nueva estética. Lo mejor será que nadie se ponga a labrar jitanjáforas de caso pensado. Se ha querido únicamente mostrar cómo, de todo tiempo, el pueblo y los poetas han aflojado las riendas a la fantasía, y cómo una fuente de locura lírica alimenta, bajo tierra, los caudales de la creación.
El grande arte está precisamente en labrar estatuas y mantener equilibrios con cosa tan inestable y fluida. Lo que menos quisiéramos es que se nos tome a lo trágico y que se suelte por ahí una epidemia de facilitones de la poesía. Por lo menos me habré dado el gusto de mostrar, desenterrando documentos de varios siglos, que eso de la nueva sensibilidad es una moneda harto borrosa…”.

II

Si Alfonso Reyes ha sido reconocido con mayor frecuencia por su crítica y ensayística, no es menor la atención debida a su creación lírica y narrativa. En particular, para este recuerdo, nos detenemos en la narrativa breve de Reyes, especialmente sus cuentos fantásticos. Ya Kathleen March, en texto publicado en Cuadernos Hispanoamericanos, edición dedicada a Reyes de octubre 1989, se detenía a considerar cierta clasificación de estos cuentos. México posee una amplia tradición de leyendas y especies populares sobre temas fantásticos. La literatura y el cine dan buena cuenta de esa tendencia barroca y bizarra. Reyes no fue inmune a ella y en cuentos como La mano del comandante Aranda vuelve sobre el asunto fantástico de la mano como miembro independiente del resto del cuerpo humano, que ya estaba en La mano encantada de Nerval y La mano de Maupassant. Si bien el concepto fantasía aparece definido por vez primera en Aristóteles, fue durante la Edad Media que la palabra se relaciona con la latina imaginatio. Kant distingue entre una imaginación productiva y otra reproductiva, pero será con Schulze, algunos discípulos de Schelling y el advenimiento del Romanticismo que la fantasía se concibe como imaginación creadora o productiva, separándola de la reproductiva o simple imaginación. Lo fantástico alcanza su esplendor durante el Romanticismo. Hoffman y Poe abrirán nuevos caminos que la imaginación de los siglos venideros transitará copiosamente. Los teóricos procurarán clasificaciones definitivas que se esmeran en no dejarse sujetar. El propio Reyes trata en El deslinde sobre las categorías de lo fantástico. Temas, tópicos, motivos, variaciones, crecen y se expanden en ramificaciones como un jardín de senderos que se bifurcan, incesantemente.

Acabamos de aludir a Borges y conviene recordar que este autor distinguía cuatro procedimientos en la narrativa fantástica. Uno de ellos era “la contaminación de la realidad por el sueño”. En el cuento La cena de Alfonso Reyes tenemos a un narrador en primera persona que recibe una invitación a cenar por parte de una dama y su hija. El personaje asiste y se entretiene en una conversación con ambas mujeres mientras los otros invitados están cenando. El narrador empieza a sentirse atraído por la hija pero, a continuación, tenemos escenas de un paseo por el jardín donde, aparentemente, el personaje se queda dormido. Más tarde, le muestran el retrato de un hombre que, anhelando ver París, sólo llega cuando ha quedado ciego por accidente. El narrador se encuentra parecido al hombre del retrato y observa que la dedicatoria y firma del retrato presentan la misma letra que la esquela de su invitación. Se pregunta por qué ha sido invitado, deja caer el retrato y huye de la casa. Más tarde descubre hojas del jardín en su cabeza y una flor en el ojal.

Es probable que esta breve descripción difícilmente de cuenta de la narración en sí misma pero, más allá de los sesgos freudianos que los especialistas encontrarán en ella, quisiera observar ciertas analogías con cuentos de Felisberto Hernández. El clima en el cuento de Reyes es felisbertiano, lo son también los personajes con esas típicas mujeres-enigma que aparecen una y otra vez en su narrativa. Mujeres que, detrás de una apariencia familiar, esconden la perturbación y lo inquietante. O tejen una trama en torno a una víctima elegida, generalmente, masculina. Hasta que la sospecha despierta en el narrador todo “parece ser” socialmente adecuado. Como hendiduras que se abren en una superficie comienzan a aparecer entresijos de lo oculto, lo subterráneo, lo oscuro. Las damas lo distraen, lo alejan de los comensales; la joven despierta la atracción física; ambas lo arrastran fuera del jardín. Se asemeja al hombre del retrato que ha padecido una mutilación -la pérdida de la vista- que le impide la realización de su sueño. Una señal opera como fuerza salvadora: la similitud de la letra, ¿o es el miedo que lo lleva a huir de lo perturbador?. La atmósfera, opaca, onírica, sigue la línea fantástica de “llevar lo maravilloso a la realidad”, esto es, hallar y mostrar los elementos de irrealidad que habitan nuestra cotidiana realidad. “Lo cotidiano en sí ya es maravilloso”, observa Kafka. Sin duda, también podría pensarse en Circe, cuento de Julio Cortázar. Como anota March “el motivo de la señal que permanece (las hojas, la flor) sigue otra tradición literaria.” Después Borges la haría más conocida en su texto La flor de Coleridge.

En la clasificación que Louis Vax realiza de “lo fantástico”, la narrativa de Alfonso Reyes vuelve a ocupar un lugar en el ítem referido a lo fantástico que se proyecta hacia la sátira, el humor y el juego de ingenio. Cercano allí a Jean Cocteau, Alfred Jarry, y, por extensión, a otros vanguardistas, no está lejos, tampoco, de Quevedo o Macedonio Fernández. Sin olvidar los aportes que la literatura inglesa ha brindado al tema fantástico en su híbrida unión con el humor absurdo, la ironía y la sátira. En definitiva, crítico y ensayista o poeta y narrador no son más que partes en la conformación de una totalidad: el escritor Alfonso Reyes. Que el asedio crítico sobre su obra puede elegir entre múltiples vectores es lo que confirma la figura geométrica elegida por Borges como sumatoria de su múltiple diversidad. Hemos procurado dejar algunas semillas que despierten en los lectores la saludable curiosidad de acercamiento a un hombre y su obra cuyo mundo resulta más amplio de lo perceptible a primera vista. En el siglo que comienza los escritores van siendo relegados, olvidados, depreciados. Las imágenes dominan nuestro entorno cultural y la vieja literatura parece languidecer en los estantes. Y sin embargo el movimiento de una hoja, el sentido del viento, el gesto de la mano en el aire, acompañarán esa dimensión del ser que la imagen acaso no captura y es la esencia del conocimiento de una criatura humana: el cauce de los pensamientos, la formación de una idea, los matices del comportamiento, la sensible captación interna, la fuga persistente de lo que nos rodea, la palabra alma, lo inefable que se vislumbra, en fin, la poesía, siempre desahuciada y siempre viva y siempre dadora de vida.

Alvaro Miranda Buranelli
Montevideo, Uruguay, 2012.

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Número 52

Encuentro con Jorge Luis Borges / Roberto Fernández Retamar

Revista Malabia número 52 con sombra
Encuentro con Jorge Luis Borges

Encuentro con Jorge Luis Borges / Roberto Fernández Retamar

La edición de estas “Páginas escogidas” de Jorge Luis Borges, largamente deseada por nosotros y largamente esperada por nuestros lectores, se hizo posible, de modo casi azaroso, el 16 de setiembre de 1985.

Por diversas razones, y entre ellas porque Borges no había ocultado, todo lo contrario, su hostilidad hacia la Revolución Cubana, además de otras tristes hostilidades y afinidades, no era dable que la antología apareciera sin contar con su acuerdo explícito, que no parecía lo más sencillo del mundo.

Aquel día de setiembre, una tarde húmeda de Buenos Aires, me hallaba an la editorial Hyspamérica con su director, el inteligente y generoso Jorge Lebedev. Una de las principales colecciones de esta editorial es la “Biblioteca (de) Jorge Luis Borges”, colección dirigida por él con la colaboración de María Kodama. La conversación, muy llena de citas de Borges, giraba en torno a mi necesidad de encontrarme, por el hecho aludido, con el autor de “Discusión”. A las dificultades previsibles se añadía que la prensa había estado publicando con insistencia noticias sobre una supuesta enfermedad que afectaba a Borges, impidiéndole incluso recibir a los periodistas. En eso sonó el teléfono. Lebedev lo tomó, pero apenas pudo hablar unas palabras, porque la comunicación se cortó debido a algún defecto técnico. Entonces me miró con rostro sorprendido y dijo: “Es Borges”. Insistió en volver a comunicarse, y al fin lo logró. Habló con María Kodama sobre algunas cosas de trabajo y de inmediato, para mi perplejidad, le añadió: “María, estoy con el poeta cubano (oh riesgo) Fernández Retamar, que conoce y admira mucho la obra de Borges, y necesita verlo. Se lo paso”. Estupefacto, tomé el teléfono. No hallando otra cosa mejor que hacer, pasé a recitarle:

El vago azar o las precisas leyes
Que rigen este sueño, el universo,
Me permitieron compartir un terso
Trecho del curso con Alfonso Reyes

Y añadí a continuación: “Y ahora, si usted tiene la bondad de facilitarlo, con María Kodama y Jorge Luis Borges.” Siguió un silencio, y luego la voz dulce de María: “Voy a preguntarle”. Otro silencio, más largo, y de nuevo la voz: “Dice Borges que si puede venir ahora.” “Dígale que ya estoy ahí.” Me despedí agradecido de Lebedev, salí a la calle Corrientes, y tomé el primer taxi que encontré libre, diciéndole al chofer: “A Maipú y Charcas.” El viaje demoró sólo unos minutos, pero me parecieron demasiados. Al fin me encontré ante el número 994 de la calle Maipú. Lebedev me había provisto de una especie de contraseña que me franqueó la entrada al edificio. En el sexto piso, la propia María Kodama me abrió la puerta del apartamento. Me impresionaron la belleza de maría y la sobria austeridad del piso. Un óleo de doña leonor Acevedo, en un pequeño vestíbulo, enfrentaba la puerta. María, cordialmente, me hizo pasar al salón, regido por un hermoso cuadro (conocido en fotos) pintado por Norah Borges. Su hermano estaba sentado en un sofá, rodeado por una vehemente delegación brasileña que lo invitaba a ir a su país. Comprendí que había llegado demasiado pronto. Le estreché la mano a Borges (quien, según creí, debía haberme tomado por un brasileño retrasado), saludé a los demás como pude, y me senté en un butacón, esperando que terminara ese encuentro, lo que ocurrió pronto. María se levantó para acompañar a los visitantes hasta la puerta, y yo quedé solo con Borges. Pensando que no me veía y daba por sentado que también me había ido, quedé en silencio, en espera de la vuelta estimulante de María. Pero no: Borges no me había tomado por un brasileño más, y me dirigió la palabra. Entonces fui a sentarme a su lado, le agradecí que me hubiera recibido tan pronto y le expresé mi alegría por encontrarlo bien de salud, no obstante los comentarios de la prensa.

-Tienen que exagerar, che, si no, ¿cómo podrían salir los periódicos todos los días? Tienen que exagerar, tienen que inventar.

En algún momento había vuelto María. Les regalé a ambos el número de “Casa de las Américas” dedicado a Cortázar que María hojeó. Borges tuvo palabras amables para Cortázar, una selección de cuyos cuentos aparece en la “Biblioteca personal Jorge Luis Borges”, y recordó que él había sido el primero en publicarle un cuento a Julio.

-Borges, quise verlo a usted en 1961, cuando vine la otra vez a Buenos Aires. Pero usted estaba entonces en Texas. Ha pasado un cuarto de siglo, y el tiempo me ha devastado. Por suerte los dioses, benevolentes, lo han privado de la tristeza de verme ahora.

-¿Qué edad tiene?

-Cincuenta y cinco años.

-Pero si es un pibe, che. Yo tengo ochenta y seis.

-Sí, pero yo vivo en el tiempo y usted está en la eternidad, que ha historiado, así como ha refutado el tiempo.

-No, también Borges es sucesivo.

-En todo caso, de mis cincuenta y cinco años, me he pasado cuarenta leyéndolo a usted.

-Me excuso…

-Ahora no tiene mayor mérito leerlo: ahora es usted famoso (sea ello lo que fuere), y casi todo el mundo lo hace. Pero entonces, ¿cuántos lectores constantes tendría usted? ¿Seiscientos? Digamos quinientos noventa y nueve y un adolescente que buscaba con fervor los escasos libros de usted que podía conseguir, y sus colaboraciones en la revista Sur, para leerlo en un barrio orillero llamado La Víbora.

-¿Y dónde está ese barrio orillero?

Pensé que después de mi respuesta se acabaría la conversación. Pero tenía que contestar.

-Ese barrio está en la ciudad de La Habana, capital de un país llamado Cuba, cuyo régimen político yo sé que usted no aprecia demasiado. Pero ni siquiera eso puede impedir que isted tenga allí millares de lectores, millares de admiradores. Y precisamente por eso he insistido en verlo. Porque preparo una antología suya y necesito su consentimiento. Le prometo que me atendré a las más recientes ediciones de sus “Obras Completas” y libros posteriores, y que no incluiré nada de lo que usted haya prescindido, a pesar de que entre esos materiales se encuentren textos y aun libros completos que quiero. Por ejemplo, entre los muchos versos que usted ha eliminado recuerdo, de “Fervor de Buenos Aires”, aquellos sobre las hermanas:

Al salir vi un alboroto de niñas
una chiquilla tan linda
que mis miradas enseguida buscaron
la conjetural hermana mayor,
que abreviando las prolijidades del tiempo,
lograse en hermosura quieta y morena
la belleza colmada
que balbuceaba la primera.

Ese primer libro suyo era precioso. Y tuvo la fortuna de encontrar comentaristas como Gómez de la Serna y Diez-Canedo, y merecer el interés de Alfonso Reyes.

-Ah, Reyes. Yo era en Buenos Aires el hombre invisible, y Reyes me descubrió. Me invitaba a almorzar todos los domingos en la Embajada de México.

-Admiro mucho a Reyes. Llegué a conocerlo en 1952. A María le recité unos versos de su extraordinaria elegía a Reyes.

-Pero hay textos que no debe usted poner en su selección. Por ejemplo, “La fundación mítica de Buenos Aires” y “El general Quiroga va en coche a la muerte”:

-Aunque lo lamento mucho, al verlos cambiar de título sospeché que el próximo paso sería la eliminación.

-Y también debe quitar “Hombre de la esquina rosada”.

-Pero Borges…

-Es que no es creíble. La verdad de ese cuento está en otro…

-Sí, pero en la antología yo pondré también ese otro cuento: “Historia de Rosendo Juárez”. Así se establecerá entre ambos un diálogo en el volumen, por encima de los años.

María Kodama me pregunta si yo diré eso en el prólogo y le afirmo que sí, como lo estoy haciendo. Entonces Borges accede a que aparezca el primer cuento.

-Lo que no podremos es mandarle dólares.

-A mí no me interesa el dinero.

-Le enviaremos cuadros o libros antiguos.

-¿Y me traerá usted mismo esa antología?

-Me encantaría poder hacerlo.

-Lo espero.

-Me voy a sentir más feliz que usted cuando habla en “El hacedor” de entregarle el libro a Lugones en la Biblioteca, porque será de veras y no en un sueño que se deshace “como el agua en el agua”.

-Si usted lo dice…

-Debo añadirle que he escrito algunas cosas duras sobre usted, pero probablemente no más duras que las que usted escribió sobre Darío o Lugones. Y sin embargo… Borges dice, como para sí:

-Fueron mis maestros.

La conversación –que no grabé y de la que no tomé notas: la reproduzco aproximadamente, de memoria, con toda la fidelidad de la que soy capaz- derivó hacia muchos otros caminos: el hecho (que me comunicó Lebedev) de que a veces Borges cantaba viejas milongas; su antipatía por gardel (lo que no le impidió asentir risueño ante la conjetura que le expuse de que quizá un día se hablase de “Carlos Borges y Jorge luis Gardel”); una sugerencia mía para que visitara Cuba, lo que no se sentía tentado a hacer; su amistad de toda la vida con el escritor comunista uruguayo Enrique Amorim (“era una individualidad”, dijo); un inmediato viaje mío a Uruguay y luego a Nicaragua; los versos de una décima que Borges me recitó y consideraba hecha en Cuba, a la que yo correspondí con otra, peculiarmente escandida, que conocía mi abuelo, decimista aficionado; mi esfuerzo, completamente vano, por convencer a Borges de que el “Martín Fierro” estaba en su mayor parte escrito en décimas truncas… La tarde se había hecho noche cerrada. Me levanté. Apreté de nuevo su mano, delicada, contemplé, no sin emoción, aquel rostro pálido donde una sonrisa había estado casi siempre presente, me despedí de María, que tanto me ayudara en este encuentro, y salí a la calle, exaltado. Tenía la convicción de que, además del hombre de inmenso talento que ya sabía que era, Borges era un hombre bueno, modesto, parco en su vivir. Por desdicha, la ilusión de entregarle personalmente este libro también se ha deshecho “como el agua en el agua”. Varios meses después, cuando la selección estaba terminada y había bocetado la primera versión del prólogo, ya inútil (intentaba ser una nueva conversación con él), Borges fallecía en Ginebra, donde se inhumó su cadáver. Aquella tarde de setiembre quedó para mí como un recuerdo luminoso, pero sin continuación.

“Vida y muerte le han faltado a mi vida”, escribió en 1932 Borges. Pero en realidad, además de la copiosa bibliografía pasiva que luego cayó sobre su obra –bibliografía a veces esclarecedora, a veces tupida maraña o vacuo escarceo-, a partir de cierto momento su vida también se hizo pública, y de manera no siempre afortunada.

Quien había sido un escritor de minorías se convertiría en pasto de la más diversa prensa, y notoria piedra de escándalo. Sus declaraciones, donde el vanguardista de ayer solía volver sobre los fueros de la arbitrariedad, le dieron inusitada nombradía. Como ha escrito a raíz de su muerte, Noé Jitrik: “ las declaraciones no estaban previstas en el tímido autor de “Historia de la eternidad”; a ellas lo volcó Perón cuando lo sacó de una tranquila biblioteca para encomendarle la inspección de mercados y ferias francas (…) dio conferencias, habló y, milagro, consiguió transformar su blabuceo y vacilación en una carta de triunfo que lo envió a la fama mundial: su fama, me parece, se origina en su dominio de la oralidad, no estrictamente en su escritura, aunque su escritura lo autoriza; su manejo de lo oral, como forma de penetrar rápidamente en las capas más amplias de la conciencia colectiva, al mismo tiempo que confirma su comportamiento argentino –rapidez en la réplica, contundencia en la afirmación, golpe de sorpresa quederrota al enemigo, impunidad en lo efímero, manejo de la cita- le resultó mucho más que la prosa perfecta de “Ficciones”, que, hacia 1945, leíamos sólo unos pocos; de este modo, lo que no consiguió su genio –aunque se hable de su genio- lo logró su ingenio, su arte menor fue el vehículo que permitió que mucha gente se acercara a su arte mayor”.

De ese “arte menor” no voy a ocuparme aquí, aunque haya sido imprescindible mencionarlo. Mucho más importante, en todo caso, y de alguna manera relacionado con aquél, es el hecho de que Borges, en su fundamental escepticismo, haya estado sustentado en un pensamiento idealista de fuerte raigambre conservadora. Recuérdense sus reiteradas y admirativas alusiones a Berkeley t Schopenhauer. Pero es bien conocido que la érronea posición filosófica o política de un autor no invalida necesariamente su obra literaria. Para no insistir en el ejemplo manido de Balzac, creo que a Borges (y también a Auden) le son aplicables los versos que este último escribió en memoria de W. B. Yeats, quien había muerto en 1939:

Time that is intolerant
Of tha brave and innocent,
And indifferent in a week
To a beautiful physique,
Worships language and forgives
Everyone by whom it lives;
Pardons cowardice, conceit,
Lays its honours at their feet.

Time that with this strange excuse
Pardoned Kipling and his views,
And will pardon Paul Claudel,
Pardons him for writing well.

Y “escribir bien” fue el atributo de Borges desde muy pronto. Es verdad que ello supuso en él frecuentes cambios de rumbo, al extremo de que pudo llamarse a sí mismo “hombre desgarrado hasta el escándalo por sucesivas y contrarias lealtades”. La primera de esas lealtades, si dejamos de lado sus precocidades o curiosidades infantiles, lo presenta como un típico abanderado del vanguardismo hispánico, “elaborando”, según dijera en 1952 frente a la tumba de Macedonio Fernández, “áridos y avaros poemas de la secta, de la equivocación ultraísta”. Hay que recordar que el entusiasta e irónico teórico del ultraísmo (que aprendió en su juvenil estancia española, y al que llevó huellas de lo que había significado para él el encuentro en Suiza con el expresionismo alemán) fue también el primer contradictor argentino, desde su propio seno, de dicha “secta”, lo que se puso de manifiesto al aparcer en 1923 su libro inicial: “Fervor de Buenos Aires”. Con razón Borges conservó siempre apego por esta obra, digno comienzo de su gran trabajo literario.

Quizá los dos libros fundamentales de la vanguardia poética hispanoamericana sean “Trilce”, que en 1923 publicó César Vallejo, y éste de Borges. Acercar ambas obras puede parecer artificial, ya que las diferencias son bien apreciables. Pero aparte de su común origen vanguardista, mucho más visible en el libro del peruano que en el del argentino, algunos elementos los acercan, y señaladamente el que es para mí el rasgo más atractivo de la poesía, de toda la obra de Borges: la intensidad: “Soy esa torpe intensidad que es un alma”, escribió. De hecho, entre las fuerzas que han peleado constantemente en esa compleja obra, dos se destacan: la intensidad y el ingenio. No es sólo en las mentadas declaraciones donde este último hace de las suyas, sino en la propia tarea literaria de Borges. Por su carácter augural, “Fervor de Buenos Aires” muestra muy claramente esta pelea. pero ella se mantuvo hasta los últimos momentos del autor de “Los Conjurados” (1985). Nosé si “intensidad e ingenio” basten para abarcar, por una parte, cosas como el fervor (“llama espiritual” para un temprano comentarista), la expresión, casi siempre dolorosa, del amor, la preocupación por las razones o sinrazones últimas de la existencia (“metafísica” no vaciló en nombrarla el propio Borges), el sabor de la patria; y, por otra, la ironía, el humor, el escepticismo (que le hizo ver en la metafísica y en la filosofía toda, así como en las religiones, avatares de la literatura fantástica): pido a los lectores que acepten estas equivalencias. No puede hacerse mucho más en un prólogo, especialmente en uno que se escribe con las características de éste. Por otra parte, aunque intensidad e ingenio no siempre combaten en la obra de Borges, y a veces se unen con acierto, por lo general uno de los polos vence sobre el otro. En lo que a mí toca, como ya dije, prefiero sin duda el polo de la intensidad, y lo mejor, que es excelente, de su labor poética. Éste no es un criterio de hoy. Cuando el 11 de noviembre de 1957 (es decir, un momento en que yo no podía estar influido por el disgusto que iban a producirme luego las actitudes negativas de Borges hacia la Revolución Cubana) ofrecí en la Universidad de Columbia, una conferencia sobre “Situación actual de la poesía hispanoamericana”, dije: “No le atribuyo debilidad por el color local a Borges, cuya poesía, injustamente preterida por él mismo, encuentro una de las mejores de su generación, y ciertamente superior a su frecuente sofística”. Lo de la preterición, a partir de la década del 30, lo ratifica, entre otros hechos, que al frente del volumen donde publicara el conjunto de sus poemas en 1954 (y en las ediciones que le han seguido) citase estas líneas de Robert Louis Stevenson: “I do not set up to be a poet. Only an all-round literary man: a man who talks, no one who sings. Excuse this apology; but I don´t like to come before people who have a note of song, and let it be supposed I do not know tha differenec.” Recuérdese que en 1957 Borges había publicado sólo tres libros de poesía: “Fervor…”, “Luna de enfrente” (1925) y “Cuaderno San Martín” (1929), a los que había agregado algunos poemas más en una compilación de 1943, y aun otros en la edición citada, esta vez enmarcadas en sus primeras “Obras Completas” (1954). Para entonces se había iniciado ya la irradiación de Borges, pero debido a sus cuentos. Su próximo libro de poemas no vino a aparecer sino hasta 1960: “El hacedor”. Él representó un verdadero retorno a la poesía en Borges. Según su propia confesión, en esto influyó la ceguera que le aquejó durante las últimas décadas de su vida, y que le permitía memorizar poemas breves de preferencia a textos más amplios.

Borges prestó siempre una ejemplar atención al instrumento de su escritura. En su poesía, aun cuando no puede señalársele un denominador común en este ni en muchos otros órdenes –los cambios fueron a menudo bruscos en él, salvo en su última etapa-, es apreciable su inclinación a lo que llamó en 1928 “el no escrito idioma argentino (que) sigue diciéndonos, el de nuestra pasión, el de nuestra casa, el de la confianza, el de la conversada amistad”. Tal inclinación no es extraño que lo llevara a asuntos inmediatos, pero nunca, ni siquiera en el momento de “Fervor…”, permitió que tales asuntos excluyeran otros de horizonte más vasto. De hecho, lo que hizo fue abordar lo inmediato con la hondura que otros reservan para los temas real o supuestamente mayores, profundizando así su sentir y su expresión.

Cuando, dejada atrás la década del 20, se apartó cada vez más de lo obviamente vernáculo, aquel “idioma argentino (que) sigue diciéndonos”, limpio de localismos, conservó su temperatura, sean cuales fueran los asuntos en consideración. En su prólogo a la “Antología poética argentina” (1941) observó Borges cómo se revelaba el carácter argentino en un autor nada pintoresco como Enrique Banchs; y en aquel prólogo llamó a Ezequiel Martínez Estrada “nuestro mejor poeta contemporáneo”, lo que equivalía a toda una declaración de principios. No es extraño que muchos de sus poemas últimos (con frecuencia sonetos y otros también en estrofas de versos regulares) hagan pensar en hombres como Branchs o Martínez Estrada. Si tempranamente, después de los énfasis vanguardistas, aseguró que los ultraístas habían vuelto a escribir los borradores de “Lunario sentimental”, ya en la vejez, en 1972, explicó: “Descreo de las escuelas literarias, que juzgo simulacros didácticos para simplificar lo que enseñan, pero si me obligaran a declarar de dónde proceden mis versos, diría que del modernismo, esa gran libertad, que renovó las muchas literaturas cuyo instrumento común es el castellano y que llegó, por cierto, hasta España. He conversado más de una vez con Leopoldo Lugones, hombre solitario y soberbio; éste solía desviar el curso del diálogo para hablar de “mi amigo y maestro Rubén Darío”. (Creo, por lo demás, que debemos recalcar las afinidades del idioma, no sus regionalismos.)”

Espero que no parezca arbitrario que en la sección que corresponde a la poesía en este libro, aparezcan varias piezas en prosa. Borges, en algunas antologías personales, separó textos de esa naturaleza bajo el extraño título de “Prosa”: pero “prosa”, como es bien sabido, no es el nombre de un género literario, sino de una forma o manera del lenguaje. Y aunque en “Obra Poética” (1923-1977) se prescindió de las “prosas” de “El hacedor” (con la excepción lógica de la dedicatoria) y de “Elogio de la sombra”, quise ser fiel, por considerarlo más acertado, a lo dicho por Borges en el prólogo de este libro: “En estas páginas conviven, creo que sin discordia, las formas de la prosa y el verso. Podría invocar antecedentes ilustres (…) prefiero declarar que esas divergencias me parecen accidentales y que desearía que este libro fuera leído como un libro de versos.

Poco después de comenzar a publicar sus libros de poemas, Borges comenzó también a publicar sus libros de ensayos. Pero los primeros de esos libros serían rechazados luego por su autor. “Inquisiciones” (1925), “El tamaño de mi esperanza” (1926) y “El idioma de los argentinos” (1928) no aparecen en ninguna edición de sus singulares “Obras completas”. Se trata, sin embargo, de libros estimables,, incluso muy valiosos, con los que, acaso no es exagerado decirlo, Borges hacía dar un giro a la ensayística hispanoamericana. Pero es inútil hablar más de ellos aquí, puesto que no aparecerán representados, según la promesa que hice a Borges. “Evaristo Carriego” (1930), por su parte, es un libro orgánico, que no es aconsejable despedazar. Y varios otros libros de ensayos, escritos en colaboración (lo que ya impide su presencia en un libro de Borges) son relativamente extensos, y de ellos puede decirse lo que de “Evaristo Carriego”. Por todo lo anterior, no son tantos los ensayos de Borges que aparecen en estas “Páginas escogidas” como yo habría querido.

El mejor tipo de ensayo de Borges es breve, tal como fue el ensayo de Montaigne y lo que es general entre los ingleses. Borges suele presentar un aspecto inusitado del asunto que aborda. Tiene razón Jaime Alazraki cuando afirma:

“Como en el oxímoron, donde se aplica a una palabra un epíteto que parece contradecirla, en sus ensayos Borges estudia un sujeto aplicando teorías que de antemano condena como falibles y falaces. El oxímoron es un intento por superar las estrecheces racionales del lenguaje, es un mentís a la realidad reglada conceptualmente por medio de las palabras. Este procedimiento es el que mejor define la técnica del ensayo borgeano, porque las ideas –lo sustantivo del ensayo- se estiman o califican con teorías que contradicen a las primeras en el sentido de despojarlas de todo lo trascendente respecto a la realidad histórica, pero a la vez (como el oxímoron) devuelven a esas ideas (a esos sustantivos que califican) el único valor que las justifica: su carácter de maravilla o de creación estética, conciliando así, opuestos que sólo aparentemente se rechazan (y ésta y no otra es la función del oxímoron respecto al lenguaje).”

El relato se insinuó tardíamente en Borges, en las páginas aparecidas en la revista “Martín Fierro”, en 1927, con el título “Leyenda policial”, y luego relaboradas como “Hombres pelearon”, en “El idioma de los argentinos” (1928). De allí surgiría años después, con otra versión intermedia, de 1933, su primer cuento, “Hombre de la esquina rosada”, recogido en “Historia universal de la infamia” (1935). Su ambiente y su lenguaje lo emparientan con textos de la época del 20. Pero el grueso de los materiales de aquel libro era bien diverso. Se trataba, como dirá después con su modestia habitual Borges, de “el irresponsable juego de un tímido que no se animó a escribir cuentos y que se distrajo en falsear y tergiversar (sin justificación estética alguna vez) ajenas historias”. En el prólogo a la primera edición del libro había dicho que esos “ejercicios de prosa narrativa (…) derivan, creo, de mis relecturas de Stevenson, de Chesterton y aun de los primeros films de von Sternberg y tal vez de cierta biografía de Evaristo Carriego”. En esta genealogía falta un nombre decisivo: el de Marcel Schwob, de cuyas “Vies imaginaires” (1896) proceden estas otras “vidas”. Borges mismo lo iba a reconocer más tarde.

Pero el primer auténtico libro de cuentos de Borges no aparecería hasta 1941: “El jardín de senderos que se bifurcan”. Los relatos allí recogidos, junto con otros nombrados “Artificios”, volverían a aparecer tres años después con el nombre de “Ficciones” (1935-1944). La fama (término que él deplora) estrictamente literaria de Borges proviene de allí. Aunque se tratara del último de los géneros en los que incursionó, el cuento decidió la inmensa repercusión que su obra tendría. Por otra parte, la bibliografía pasiva a propósito de este costado de Borges es tan enorme, que parece ocioso intentar aquí ningún comentario relativo a criterios conocidos por el lector. Baste recordar que es sobre todo su significativo aporte a la literatura fantástica (de la que Borges compilara una inolvidable antología, parcialmente apócrifa, con Adolfo Bioy casares y Silvina Ocampo en 1940) lo que llamó la atención, primero al mundo de habla española y después a los otros mundos, sobre esa producción que en su línea es francamente espléndida. Uno de los mejores libros en torno a esta vertiente de su obra (al menos en su mayor parte) es el de Ana María Barrenechea “La expresión de la irrealidad en la obra de Borges” (México, 1957; hay edición posterior, ampliada). El título es harto elocuente, y no requiere glosas.

Borges, en efecto, así como en sus ensayos se acerca a los asuntos por un costado inesperado, en muchos de sus cuentos revela a primera vista lo que podríamos llamar la irrealidad de la realidad. Parte con frecuencia de un hecho verificable, incluso nombra a veces a personas vivientes a quienes involucra en la acción, y nos va llevando a una sorpresa que es el verdadero núcleo del cuento. No es extraño que le atraiga la literatura policial, a la que ha hecho (solo o en compañía de Casares) notables aportes.

La numerosa mención de criaturas y sitios lejanos en la obra de Borges no debe engañarnos: se trata de nuestro mundo, cuya rareza se complace en señalar. Nadie lo dijo mejor que Julio Cortázar en su poema “The smiller with the knife under the cloak” (el cual, por cierto, apareció por primera vez en el número 41 de la revista de la Casa (1967):

Justo en medio de la ensaimada
se plantó y dijo: Babilonia
Muy pocos entendieron
que quería decir el Río de la Plata.
Cuando se dieron cuenta ya era tarde,
quién ataja a ese potro que galopa
de Patmos a Gotinga a media rienda.
Se empezó a hablar de vikings
en el café Tortoni,
y eso curó a unos cuantos de Juan Pedro Calou
y enfermó a los más flojos de runa y David Hume.

A todo esto él leía
novelas policiales.

Por otra parte, aunque Borges profesa un antirrealismo militante, no ha dejado de escribir cuentos realistas, algunos magníficos. En varios casos el cuento es susceptible de más de una lectura: quizá el ejemplo arquetípico sea “El sur”. Más importante que esa tosca división en cuentos fantásticos y cuentos realistas es averiguar hasta que punto la cuentística, la obra toda de Borges es expresión no ya de la irrealidad, sino de la realidad de su contorno. Pues Borges, a quien tanto acabaron molestando los arrestos nacionalistas de la primera parte de su obra, fue siempre, y profundamente, un autor argentino, inserto en el muy complejo horizonte de problemas de su país, e incluso de su “destino sudamericano”. Más de un investigador ha querido rastrear ese fondo de su obra. Pero, no obstante lo bueno que se ha escrito sobre ello, esta tarea en conjunto, según creo, queda por realizar.

No sólo tiene que terminarse, sino en particular un prólogo, que si bien en algunos casos, como vio Borges, es una especie lateral de la crítica, y por tanto un género literario, el más molesto de los géneros literarios, porque demora la lectura que realmente se desea. Lleguemos pues al final de estas líneas deslavazadas. Ellas preceden (algo tenía que hacerlo) a páginas admirables que no siempre representan mi gusto personal, pero que, según lo espero, son una incitación a seguir penetrando en una obra fascinante (con lo que Borges rechazó en sus “Obras completas” sería feliz un buen escritor); ellas se hicieron a pocos días de la desaparición de Borges. Cuando hace medio siglo falleció Miguel de Unamuno, aquél escribió en un artículo una sentencia con la que quiero terminar, por parecerme justa en ambos casos: “El primer escritor de nuestro idioma acaba de morir”.

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Número 51

Antes y después y antes y… / Javier Seguer

Revista Malabia número 61 con sombra
Antes y después

Antes y después y antes y… / Javier Seguer

Se ha abierto la puerta. El sol no traspasa el umbral, absorto, como está, en su recogimiento vespertino, pero alguna que otra sombra acompaña unos pasos que, penetrantes, dejan la luna amaneciente a sus espaldas. Un hombre cualquiera, de esos que caminan por las calles viejas apenas distinguible entre sus ocres, sin sombrero ni ceremonias, entra y toma asiento a la mesa. Su mirada horizontal no llega a rozarme. Lo miro con la certeza de que voy a perderme en su lejanía. Siento su presencia milenaria, su aura incorrupta irradia el tiempo que entrecruza todas las existencias. Tomo asiento frente a él, en litúrgico silencio. Espero. En la sala hace más bien calor, pero no se desabrocha ni un botón del abrigo, como si todo él fuese macizo, de una única pieza. Sigo esperando hasta el aburrimiento, nada sucede, hasta que voy des-sintiéndome, desciende por la espalda el vacío de mi mente, despojándome, sumiéndome en un letargo al que no ofrezco ninguna resistencia.

Despierto, quedando atrás la memoria del tiempo. No consigo reencontrarme, como si nunca hubiese sido o fuera a ser. Mi visitante, lejos de cualquier norma de cortesía y saber estar, se ha convertido en un centenar de pequeños hombrecillos que corretean por toda la pieza con sus diminutos abrigos tan perfectamente abotonados que, por un efecto aerodinámico, cortan el aire provocando un zumbido, más que molesto, insoportable. Me veo obligado a ensartarlos uno a uno con un palillo y comérmelos. Tienen un sabor agradable, indefinible, entre el manjar y el poliéster. Tras el último, de nuevo el silencio y la nada del deseo no deseado. Mi vientre comienza a hincharse, debí echarles limón. Puedo verlos dentro de mí jugando a las sombras chinescas, pero antes que alarmarme, prefiero seguir esperando, porque toda espera tiene su objeto y yo, sin lugar a dudas, tengo algo dentro que no deja de crecer. Una luz cada vez más intensa traspasa mi piel, por momentos más fina, hasta que lo inevitable no es evitado. Una explosión me desentraña abriendo camino al alba, haciendo eclosionar el último límite como si el nacimiento de un nuevo acto fuera, al fin, posible.

Formo parte del todo sin ser nada, existencia sin más que penetra el silencio las cosas, pertenezco a la génesis de un nuevo futuro, al origen de un nuevo infinito sin origen. El cosmos brota de sí siendo él yo mismo, me expando sin más necesidad que la de existir, el magma del azar cruza todos sus vértices y sustenta todas las combinaciones. Sorprendentemente mantengo el prejuicio de la consciencia, la ilusión de ese pasado que se mantiene siempre pegado al presente, pero no soy más que presencia, como parte y como todo. Puedo abrazar todo el tiempo en este acto, en el acto, pues es único y total. Su densidad es absoluta y alberga todas las existencias contenidas en las variables posibles e imposibles. Contemplo impasible la generación espontánea de la materia, de la vida que se cree algo más que materia y de los dioses de quienes se creen algo más que la vida, sostenidos inusitadamente en el vacío que lubrica todos los ejes, y, a medida que van penetrando en mi ser, toman formas codificadas que poco a poco adquieren sentido, hilvanándose, interrelacionándose, transmutándose en la mayor alquímia de la omnipotencia. No hay nada más hermoso, pero el cambio es la ley de lo inmutable, y, mientras contemplo la exultante germinación, empiezan a ensombrecerse algunos puntos, aquí y allá, dejando poco más que unos hilillos de luz más brillante que mil soles, que no logran ir más allá de su propio destello. A medida que las cosas se me presentan, se desgranan en lo efímero, como si esa condición fuera su existir, aunque tengo la certeza de, sin saber cómo, ser el causante de este magnicidio. Los signos se generan por todas partes incontroladamente, recortando sin contemplaciones las entidades cósicas con una voracidad que trasciende todo concebible apetito, las despojan de lo suyo propio en beneficio del manejo conceptual, las convierten en útiles de cadenas lógicas, reduciéndolas a ínfimas categorías, quién sabe si escondiendo aún algo de esa existencia dilapidada en pos de una esencia suplantadora. Nada está a salvo, todo es engullido y defecado, espero paciente mi silogismo digestivo.

Reino sobre lo creado y lo increado sin que se me pueda imaginar. Soy, al fin, conciencia pura, razón desmaterializada, inmutable potencia resultado accidental de 2 haces de protones de 7 TeV de energía que chocan 600 millones de veces por segundo, prácticamente a la velocidad de la luz, 2 grados por encima del 0 absoluto, en un acelerador de partículas de 27 kilómetros de circunferencia creado para buscar a dios, al bosón de Higgs, al nuevo átomo del tercer milenio, la respuesta entre respuestas que esperan encontrar en un amasijo de posibles strangelets, monopolos magnéticos, partículas supersimétricas, microagujeros negros e incontables existencias que ni siquiera han sido capaces de concebir sus mentes preclaras, pero, eso sí, siempre en términos de masa, pues quieren comprar la divinidad por kilos. Aquí soy, despegado de la materia, sin suscitar atenciones, contemplando mi teatro de marionetas, ante una nueva respuesta que suscitará otra vez las mismas viejas preguntas. Pero el tedio no me embriaga, sé cómo empieza y cómo acaba, me cansan los agoreros y los ilusos. No los necesito, no necesito nada, me basto y me sobro, y eso es todo en este túnel, nada más, todo está en mí y por mí, soy tan necesario que me parece estar de más, no hay cambios, el río es siempre el mismo. Era mejor estar inmerso en la materia, en su sedante existir, en su deriva de tiempo, cegado por la ignorancia, sin por qués en las mentiras… pero algo me atrae, me arrastra a su garaganta, un minúsculo agujero negro que no es capaz ni de atrapar otros cuerpos tira de mí con la esperanza de vencer su condición efímera, me dejo vencer, quizá así llegue a término el hastío entre la oscuridad de sus paredes.

Nieva. Camino sin rumbo por las calles con la sensación de llevar una eternidad perdido. Me abotono el abrigo hasta arriba pero el frío parece brotar de todas partes, tanto dentro como fuera de mí. Debo buscar refugio, voy hacia la casa más cercana, estoy muy cansado, no tengo fuerzas ni para hablar, la mirada se me pierde en la memoria. Se ha abierto la puerta.

Ilustración: Priscila Quintana

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Número 51

Textos/ Héctor Gómez

Revista Malabia número 61 con sombra
Cosas

Ilustración: Melanie Alés

Textos/ Héctor Gómez

Cosas

Los vampiros y la horchata. Los zombis y la carne. El pescado y el neopreno. El IVA y el terror. El IPC y la comedia. Los toros y las 3D. El fútbol y los catedráticos. Los teóricos y el papel. El lápiz y El Technicolor. El Cinerama y las mayúsculas. Las minúsculas y los 16 milímetros . Los 70 milímetros y el sexo anal. La perilla y el sexo oral. Los diálogos y la barba. Los monólogos y las putas. El expresionismo y los payasos. Los gatos y el impresionismo. El surrealismo y la muñeira. El tabaco y el café. El carajillo y los incendios. Los terremotos y las adaptaciones literarias. El gotelé y las películas “S”. Las películas “X” y los butaneros. Los fontaneros y los dos rombos. Los detectives privados y las mujeres fatales. El crimen perfecto y los policías corruptos. Michael Jackson y el Hombre del Saco. La ciencia-ficción y el turismo. El ajedrez y el thriller. El melodrama y el parchís. El neorrealismo y los macarrones. Las naranjas y la nouvelle vague. La serie B y las palabras mayores. Las aguas menores y la serie Z. Los malabaristas y el comunismo. El fascismo y los funambulistas. Los equilibristas y los pianos. Las guitarras y las manos. Los pies y la poesía. El ensayo y el pedo. El eructo y los huracanes. Tip y Coll. Manet y Monet. Faemino y Cansado. La lluvia dorada y la paella de marisco. La zarzuela y los teatros. La ópera y el gazpacho andaluz. El crianza y los cacahuetes. El whisky de malta y la anestesia. La cirugía y los guantes. Los calcetines y las mezquitas. Las iglesias y el cáncer. La cirrosis y Elvis Presley. Frank Sinatra y la joyería. La carpintería y los psicópatas. Los esquizofrénicos y el pulpo. El calamar y el petróleo. El gasoil y la autovía. La autopista y el catalán. El tagalo y los diccionarios. Las enciclopedias y los mudos. Los sordos y Goya. Van Gogh y el esparadrapo. El agua oxigenada y el borracho. El granizado de limón y el puntillismo. La brocha gorda y el Renacimiento. DaVinci y las melodías. Los acordes y el asesinato. El secuestro y el cuchillo. La pistola y la cadena perpetua. La pena de muerte y la gimnasia. El yoga y las patatas fritas. Las empanadillas y los remakes. Las secuelas y los números. Las letras y los caminos. Los atajos y las cremalleras. Los botones y las camisas. Los pantalones y el neolítico. El paleolítico y el VHS. El DVD y los moderados. Los radicales y el vinilo. La ventana y la puerta. La calle. Los días. Los meses. Los años. Los puntos…

… podría seguir enumerando. El sí y el no, el amor y el odio, los hombres y las mujeres, cosas a las que nos empeñamos en poner nombres, pero todo esto, más allá de los límites de nuestra exosfera, no quiere decir absolutamente nada.

Lo que queda

Parte informativo

Me comentan que el grisú
No es bueno para la salud

Y que podría aguantar
bajo el mar
sin respirar
10 minutos
quizás más

En la solapa ponte plumas
de pavo real
Es símbolo de felicidad

Desde que Miguel se retiró
y dejó de pedalear
Tú tienes tendencia a no escuchar
Yo no sé braille
aún lo tengo que descifrar

Y por mucho que lo intentemos
El mundo gira
girado
centrifugado
aclarado
tendido
secado

Lanchas motoras
bivalvos
crustáceos

Tierra reseca
papeles mojados

Hombres del tiempo
mujeres de estado

Me vuelvo a la mina
Tosiendo nubes negras
A buscar sombras en el carbón

Le pongo los cuernos a la tele
Y disfruto de los hercios
Estructuro con cuidado
Mi parte informativo
Para paramecios

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Número 51

Poemas / Ana María Manno

Revista Malabia número 61 con sombra

Poemas / Ana María Manno

Algo de la flor verde

Algo de la flor del verde junco se balancea al ritmo

Algo de la flor del verde junco se balancea al ritmo
de la mirada, el tranquilo olivo reúne en su
presencia el detalle de la suma de las flores, lo azul
vive levando al sol el amor se mueve sin tocarme
tocarme
//
busco el templo la incisión en la desgarradura del cuerpo
ser arrojado al latido de una creencia sin fondo
erradicación de la distancia fantasmagoría de bello púbico
entre curvas premura
lo que se lee hoy pensando en el hoy lo que se lee hoy
pensando en el ayer
//
agranda en la boca captura capta vive de su boca
< como un devenir amasado con leche tibia sus labios
sazonan por consumirse en un destilado se atraen se
provocan sus cavidades beben el líquido extrayendo
de sus partes invisibles el deseo transportado en
imágenes
la noche eleva su mínimo profundo se habla de muerte
de cuerpos detenidos
se habla
//
tornasolado el matiz errante del deseo
//
la mañana arrastra el instante en que el olvido vierte
su caricia
alteración de los flujos del pensamiento la aceleración
se come los deseos el desamor
hay un quiebre titila subvierte de la palabra su significado
alteración de lo breve
lo triste
perfuma
//
aquello de lo que se quiere hablar aúlla
no se alcanza una frase una migaja de sentido
un hueso no se alcanza
sobran fragancias importadas de otro jardín
sobran cuerpos faltan almas
¿ acudo al dolor para no pensar o pienso
para acabar con el dolor ?
asocio mi alteridad a los cambios de lo real
la tarde se impone
el libro deja mis manos
//
el aroma y el silencio luego de la lluvia merodeo
por la trastienda de un pensamiento quebrando
la nocturnidad aludiendo a un desorden de grutas
subterráneas enmiendas de frases hechas
devueltas a su fragilidad y su locura
hago de lo real un mundo de formas irreales
para desaparecer en apariencia
//

Abstracciones

Abstracciones

un baño de luz divide la realidad de la ficción
la mirada deshace fracciones de mar
lo claro resulta confuso las ensoñaciones
proveen al alma del alimento necesario
el ser soñado se sueña
lo que queda del agua con gas derrite la sed
la acidez madura los restos del día capas
superpuestas de sueños hablan del mar
el equilibrio del ojo acapara la extensión de la playa
no hay inocencia en la mirada, gradualmente
se desintegran las partículas tóxicas del sueño
la vista del mar no se sabe si es real
la corriente la chupa la manosea la tiene ya no quiere soltarla
hablo del mar de su cuerpo objeto pulsión
mirada de mujer mirando el mar, lo que eleva templa
mar pensado mar crujiente eyacula en los bordes
la queja
pura playa evanescente cunde calma mirar el mar
la saliente bebe de su boca errabunda menea distorsiona
la idea de llegar a verlo una vez más dispersión
digo lo que veo mar por aquí mar por allá
el infinito descompone lo que pasa y lo vierte
voracidad por mirar por ser inflamable y desaparecer
adelante en el mar la línea de infinito desaparece
gris alargado de verdes buscando el sol que no se alcanza
en esta tarde ni en aquella
arriba una mancha celeste crea un brillo
que divide las aguas
decido alejarme
el mar no me reconoce yo soy el mar esa delgada línea
que abre y cierra

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Poemas de Ana María Manno, de su libro inédito «Bruma sobre cuerpos»

Ilustraciones: La Murga