¡Dame mi paso en esa catedral, / mis pies en esa tierra, mi fuerza en sus victorias, / y déjame anidar en el secreto aunque la luz me toque desde lejos!
O. B.
Durante años, coincidiendo con el invierno y la temprana retirada del sol, siempre que visité (nunca antes de las cinco de la tarde) aquel apartamento montevideano del barrio Pocitos, yo sabía que la mayor cantidad de luz, cultura, calidez y afecto los encontraría en el domicilio de Orfila. Y así fue.
En la calle José Ellauri, muy cerca de Bvar. España, los árboles abundantes conocían la profunda mirada de la poeta, que posaba en ellos innumerables senderos para sus reflexiones, proyectos y diálogos. La vivienda respondía al universo bardesiano: dignísima sencillez, contacto permanente con libros, fotografías, música, cualquier vehículo donde la belleza y el humanismo fueran fuentes de vida, soportes del ánimo, horizontes.
Hasta allí fueron mis pasos y los de amistades muy queridas a lo largo de más de veinte años. Allí vivió y trabajó una de las poetas más esenciales de las letras uruguayas e hispanoamericanas y, en lo estrictamente personal y literario, una de las tres o cuatro voces que más me interesaron e interesan de aquel país, cuya poesía escrita por mujeres es de las más relevantes del idioma. Esta es una afirmación nada caprichosa, ni mucho menos “patriotera”, sino avalada por el criterio de lectores extranjeros de primer nivel, que repararon en las cualidades de autoras uruguayas con mayor tino y entusiasmo que la propia y tantas veces sorda sociedad.
En la madrugada de este miércoles 14 de octubre, en su Montevideo natal (había nacido en 1922), fallecía Orfila Bardesio. Sus hijos comunicaron sobriamente por mail la muy triste noticia. Me invadieron el silencio y los recuerdos como si el océano intentara ocupar una pequeña botella de vidrio.
El mes pasado Orfila llamó por teléfono para preguntar si recibí un libro suyo (en agosto envió un volumen editado en la década de los ochenta). Le dije que sí, que ya tenía ese título desde su publicación, y que la carta adjunta me dejó muy contento. La poeta estaba pletórica de energía desde el otro lado de la línea, nada indicaba que aquella brevísima charla sería la última que mantendríamos.
En junio, aprovechando un viaje fugaz a Montevideo (muy pocos días para ver a mis familiares más directos), saqué tiempo de no sé dónde para visitar a Orfila.
Esa merienda final, entrañable como las anteriores, presidida con el característico té, escones caseros y/o tostadas que la anfitriona ofrecía a sus invitados, nos reencontró en un diálogo privado donde nuestra amiga compartió varias opiniones que hoy cobran implacables resonancias.
En determinado momento de la charla Orfila giró su cuerpo hacia un amplio ventanal paralelo a la calle. Sin dejar de mirar en esa dirección, comentó que meses atrás había estado releyendo poemas suyos de distintos libros y que, en general, no llegó a entender el significado de fondo que hizo posible aquellos textos…
Todavía con su cabeza orientada a las vecinas arboledas, añadió que quizás había un único poema que ella podría atribuirse, un texto que seguía considerando sustancial en toda su obra. Hizo varias pausas, bajó la mirada y luego la dirigió hacia mí para preguntarme si podía recitarlo. Algo extrañado, aunque lleno de curiosidad y gratitud, le dije: por supuesto.
No explicó a qué libro pertenecía. Con lentitud, firmeza y el tono más adecuado al poema, Orfila impregnó el ambiente con los siguientes versos:
SUEÑO
Al poeta Jules Supervielle
Mi estirpe es un jardín de hojas profundas
que bajaron a besarse la sombra, con ternura.
Mi antepasado, un elefante
de escandalosa piedra y de roca animal.
— Mi antepasado fue un espacio
ensordecido por el peso —.
Mis abuelos paternos fueron robles.
Mis abuelos maternos, dos manzanos.
Mi madre, el último eslabón de la cadena,
me alumbró de un trigal.
Yo dudé ser espiga o mujer.
Lloré de no poder ser mundo,
y me crecieron largos brazos.
Lloré de no poder acostarme
a ser todo, y el surco, generoso,
entró en mi cuerpo.
¡Hace tanto que vengo!
¡Hace tanto que vengo
que todavía no he nacido!
Mi luz es de una estrella
que no ha brillado aún
y mi día es ayer.
Cuando me llaman,
mi nombre tarda siglos en llegar.
Las cabras de mi nombre no me encuentran.
— De silencio es el nombre de todo —.
Busco las manos mías, para darlas.
Para poder andar en el presente
busco mis pies entre los siglos.
Mis pasos todavía no han llegado a mis piernas.
¡Naufrago en tantos ríos
para encontrar mis lágrimas!
Si a veces digo algo,
es sólo una noticia…
¡tanta distancia me separa de la boca,
tantas palabras, de la voz!
Mis ojos, detrás mío, viajan
entre raíces y animales, apurados,
para que pueda ver cuando me muera.
Mi corazón demora.
Mi cuerpo tiene forma de paciencia
de caracol que espera ante una puerta.
Mi vida es un recuerdo
errante en la memoria de la tierra.
Mi pensamiento aguarda
despertar de su sueño en otro sueño.
Mientras tanto, alcanzadme las cosas
vibrantes del día, vosotros,
hojas de sueños diferentes.
— El día es una carta para mí —.
Vendrá la muerte enérgica
y cederá la puerta.
Apenas superada la magia de aquella audición, traté de expresarle torpemente cuánto me había gustado el poema y que lo recordaba de alguna lectura mía. Pero, al mismo tiempo, yo estaba reconociendo en esos versos, en la forma que la autora los comunicaba, un premonitorio anuncio de despedida.
La sensación ya provenía de su poemario “La canción de la tierra”, publicado este año, y de la puesta al día con su memoria juvenil, con su etapa de formación, en las crónicas aparecidas hace pocos años y que la autora tituló “El pasado cultural uruguayo”.
En ese presente de junio montevideano 2009 “su corazón ya no se demoraba”, sus ojos vislumbraban la puerta, la estrella brillando detrás.
Aquel poema pertenecía a una trilogía, “Uno”, galardonada en cada edición con el correspondiente primer premio del Ministerio de Educación y Cultura de Uruguay. En ella descubrí algunos de los mejores poemas que yo haya leído jamás. Sumando el libro “Juego” (1972), estamos ante la columna vertebral de la poesía de Orfila, y ante cuatro de los poemarios más relevantes de la historia uruguaya, aunque quizás debería decir continental o universal.
En su ensayo inédito “Convivio”, el profesor y crítico literario español Jorge Rodríguez Padrón, apuntaba al respecto:
Entre 1954 y 1971 se cumple el trayecto primordial, y central, de la obra de Orfila Bardesio: la realización de un libro escrito en tres etapas que son, a la vez, otros tantos momentos o movimientos (modulaciones) de la totalidad a la cual se refiere su breve y esclarecedor titulo, “Uno”. Todo había comenzado en “Poema” (así, en singular), y este segundo poemario a la misma idea nos acerca: escritura que busca plenitud, experiencia que no debe reducirse a una parte de la vida, ni ambicionar un lugar en la poesía de su tiempo. La propuesta resulta mucho más atrevida que eso, y más renovadora en consecuencia: crear un espacio en donde esta palabra satisfaga su necesidad de ser, centrada en sí misma y en la visión que hace el poema, o los poemas que son el poema. No separar, unirlo todo; pero sin que las unidades menores cedan un ápice en su autonomía, haciendo que confluyan en la mayor que las acoge, abierta maravilla en donde empieza a vislumbrarse el territorio total de la existencia.
La poeta más aislada de la “Generación del 45”, la más fiel a su independencia, la que permaneció durante más de setenta años escribiendo una poesía que nunca le abandonó, se ha ido físicamente hace unos días. Ella fue una de las dos personas que más cartas me escribieron (todas manuscritas) en esta vida, junto a Rolando Faget, también poeta e inolvidable amigo nuestro (nacido en 1941), que se adelantó unos meses en el largo viaje. Ellos no han tenido ni tendrán la repercusión de las partidas de Idea Vilariño y Mario Benedetti (figuras tan notorias de aquella generación) en este funesto 2009.
Pero vuelvo a leer la dedicatoria, la caligrafía firme de Orfila en este pasado otoño montevideano acercándome su último poemario: “con amistad fuerte como la poesía”.
La veo entera entre estos papeles suyos, entre sobres y libros, fotos, pájaros, tierras, cielos y abrazos. Entera en su fe y en su palabra. Poeta verdadera donde las haya. Como así deseo que la encuentren, más adelante, sus nuevos lectores, quienes sabrán quererla.
Para todos entrego unos versos recientes de la poeta, de pie en el umbral, remitidos por sus hijos en este miércoles del adiós.
En adelante, cualquier pájaro hablará de Orfila, de su largo y bello tejido vital, fuerte y hondo, como la poesía.
EL TEJIDO
Ahora
que estoy
tejiendo,
los puntos
me salen
de la sangre
y de los ojos,
los números.
Ahora
que estoy
tejiendo, veo
el tiempo
dar pasos
inevitables
en las carreras,
sola,
por sus relojes
sometida
más que las aves
y los peces,
voy con lágrimas
y nadie se da cuenta
que el tejido
mide mis horas
y son pájaros
de mi vida:
lo que les doy.
Héctor Rosales Barcelona, 18 de octubre de 2009
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Publicado ese mismo año en el semanario Brecha y la revista de la Academia Nacional de Letras (Uruguay), como también en varias revistas literarias de internet, entre ellas, Letralia (Venezuela), Agulha (Brasil) y Malabia (España). Adaptado por el autor en Barcelona, 17 de julio de 2019, para la edición de Poesía (1946-2009) de Orfila Bardesio, Editorial Yaugurú, Montevideo, 2019. Texto autorizado para Malabia / 67
La literatura de los Estados Unidos / Nick Ravangel
La cultura estadounidense es, en sus comienzos, peculiar. Tiene sus raíces en el calvinismo y el puritanismo, por lo que la tradición relacionada con las letras no era propicia a la libertad creativa. Su lugar de arranque es Boston, capital del estado de Massachusetts, donde se instala la Universidad de Harvard en 1636. Dadas las circunstancias el Modernismo tardará en llegar, porque el severo mundo religioso que había permitido la caza de brujas en el siglo XVII estaba ahí y la literatura debía ser una parte más de la expresión religiosa. La Reforma protestante era el verdadero camino hacia la redención humana, enfrentada al apego a los bienes materiales demostrada por la Iglesia de Roma. Los sentimientos volcados en las letras eran entonces el amor filial, la compasión y la comunión mística, con la Biblia como guía de actitudes y comportamientos. Quien se apartara y buscara autonomía era considerado un hereje continuador de las brujas perseguidas. Y quien se escapara del lenguaje desnudo y racional entrando en el boato y lo florido estaba emulando el oropel católico.
A principios del siglo XVIII, con la Independencia, las letras conocen un verdadero despertar. Los escritores relevantes de esa época son James Fenimore Cooper (The last of the Mohicans – El último de los mohicanos), el poeta Longfellow, Nathaniel Hawthorne (The scarlet letter– La letra escarlata), Edgar Allan Poe y los filósofos Waldo Emerson y Henry Thoreau.
Al comenzar la guerra civil (1851) la literatura se hallaba preparada para iniciar una nueva etapa. Sus representantes fueron entonces Herman Melville (Moby Dick) y Mark Twain (Tom Sawyer – Huckleberry Finn) en prosa y Walt Whitman y Emily Dickinson en poesía.
A finales del siglo aparece un escritor politizado que no ha cesado de estimular las ansias de aventuras de sus lectores: Jack London, nacido en 1876 (The call of the wild – El llamado de lo salvaje). Pero la literatura estadounidense «moderna» tiene sus orígenes, curiosamente, en París, en el 27 de la Rue de Flerus, domicilio de Gertrude Stein, mecenas del movimiento literario. Por allí pasaron Picasso -que la inmortalizó en un cuadro-, Juan Gris, Apollinaire, Max Jacob. Matisse, Braque y todos los expatriados de Estados Unidos con Hemingway a la cabeza.
El hábito de expatriarse –generalmente en Europa- estaba tan establecido en los Estados Unidos que constituía una tradición. Las circunstancias de la fundación del país –una colonia dependiente de Europa, en su caso de Inglaterra- lo hizo inevitable en los primeros tiempos. Benjamin Franklin, que pasó gran parte de su vida en el viejo continente, decía que como los Estados Unidos no tenían riqueza suficiente, los “genios” tenían que irse allí.
Durante el siglo XIX los mayores escritores del país –Hawthorne, Cooper, James, Wharton, Irving, Harte y Stephen Crane– pasaron largos períodos en Europa, al que Hawthorne llamaba el viejo hogar. Henry James se hizo ciudadano inglés.
A principios del siglo XX, Ezra Pound y T. S. Elliot –que se nacionalizó también- llegaron a Londres a conducir su revolución poética, mientras Gertrude Stein elegía París en busca de “gloria”. En los años 20 una gran parte de la generación literaria (la llamada “Lost generation”, Generación perdida) siguió los pasos de Stein y establecieron una gran colonia estadounidense en París, que se mantuvo allí durante muchos años.
La expatriación era una manera de adquirir experiencia literaria y, más tarde, de protestar contra el provincianismo y la represión de la vida norteamericana. Hay un largo debate sobre ello en las letras estadounidenses y se asocia el movimiento con la insatisfacción literaria de los escritores del país. Al principio la oposición era entre la “civilización” europea y la falta de ella en los Estados Unidos, pero luego varió: era la libertad europea y las oportunidades ofrecidas por la bohemia allí, en claro contraste con las limitaciones de la sociedad norteamericana.
La bohemia literaria no arrancaba de esta generación de escritores, estaba bien establecida en Europa desde antes de que Murger escribiera Scènes de la vie de Bohême en 1851, popularizando y ritualizando su vida de desordenada pobreza. Muchos de los escritores de vanguardia en Estados Unidos, particularmente en Chicago, San Francisco y Nueva York (y los expatriados a Europa) establecieron una fuerte marca de neo-bohemia en la literatura del país.
La bohemia puede ser definida –de manera muy general- como característica de sociedades en las que no existe un rol fijado para el escritor, lo que lo estimula a buscar una manera propia de vida y a encontrar a otros colegas que también la compartan. Y como los niveles de calidad están determinados por otros escritores, surge la discusión técnica, lo que alienta al escritor bohemio a buscar una literatura experimental y de vanguardia.
La bohemia ha sido un fuerte movimiento en Estados Unidos desde Poe en adelante, incluyendo a Walt Whitman y a Ezra Pound. La conexión de la bohemia estadounidense con París es muy importante en los años 20 debido a los expatriados, y su marca estética y simbolista es evidente en las primeras obras de Faulkner, Stevens y muchos otros.
El efecto de la expatriación es importante, porque al contrario de los miedos de los comienzos, cuando se creían peligrosos un posible servilismo cultural y la europeización de las letras norteamericanas, el efecto fue que se logró hacerlas cosmopolitas e internacionales, un ideal expresado por James y Pound.
A mediados del siglo XX se produce el efecto contrario: escritores como Nabokov, Auden, Isherwood y los perseguidos por el nazismo se han expatriado en los Estados Unidos.
La literatura beat es una fase posterior de este movimiento y su corriente más conservadora y respetable se mantuvo en publicaciones como el New Yorker.
The Lost Generation (La Generación Perdida)
“Ustedes son una generación perdida”. La frase se le atribuye a Gertrude Stein, que la habría utilizado en un epígrafe del libro The sun also rises (1926) de Ernest Hemingway. Pese a que este último la rechazó y Gertrude negó haberla usado, la frase quedó como descripción de la generación literaria estadounidense de los años 20, particularmente esa parte que se expatrió a París para vivir una vida bohemia. Esa frase sugiere el sentido de alienación y la incerteza filosófica que se ha tenido al definir las características de la escritura norteamericana de aquellos años. Sugiere, además, su extensión a la mayoría de escritores de ese período (una generación) y, sobre todo, nos advierte de que esos escritores habían perdido contacto con las actitudes y normas de sus predecesores. La generación estaba alienada, separada, perdida (pese a que lo único que se necesitaba para encontrarla era viajar a París). Ha habido muchas crónicas de esa alienación masiva, pero pocas explicaciones. Uno de los que trata de hacerlo es Malcolm Cowley, quien nos dice: la generación perdida se ha separado de las anteriores generaciones de escritores y de su sociedad, lo que la ha llevado a una rebelión cuyo carácter no es político sino artístico. Pertenecen en su mayoría a la clase media, y al asociar su arte a la bohemia, el liberalismo y el radicalismo, lo entienden como una forma de romper con su clase social. Como carecían de un interés social definido, tenían el sentido de no pertenecer al poder, típico de la clase media, y desconfiaban además de la acción política, encontraron en Francia el lugar ideal para desarrollar su credo, que no era otro que el formalismo literario. Pronto comprendieron que los intelectuales de clase media franceses estaban más desmoralizados en su propio país que ellos en el suyo, y eso condujo a algunos hacia la acción política y la extrema tensión, y a otros al suicidio.
Fue, sin ninguna duda, un período muy productivo para las letras norteamericanas y eso no debería olvidarse aunque algunos críticos, como Cowley y Samuel Putnam remarquen la dudosa calidad de gran parte de la producción (y también lo numeroso del grupo), a pesar de incluir a Ernest Hemingway, Ezra Pound, John Dos Passos, Fitzgerald y muchos escritores más de gran importancia. Hemingway daba en cierta forma la razón a Putnam, distinguiendo entre quienes llegaban a París a vivir la bohemia y los escritores.
Pese a ello, la fuerte atmósfera experimental generó numerosas tertulias y revistas y una fuerte conexión con el surrealismo y Dadá. La importancia del período está marcada por la buena literatura que dio a luz.
Un escritor que no debería dejar de citarse dentro de la Bohemia es Henry Miller. Perpetuo bohemio en Europa, dejó obras importantes (Trópico de Cáncer – Trópico de Capricornio – Sexus – Plexus – Nexus). Su método personal, descarnado y violento, encuentra muchas veces un gran lirismo dentro de una enorme sensualidad.
Beat Generation
Grupo de escritores muy activo en los cincuenta, centrado alrededor de William Burroughs, Allen Gisberg, Jack Kerouac y más tarde Lawrence Ferlinghetti, Gregory Corso y Meter Orlovski.
El término beat fue usado por primera vez en su forma literaria por Kerouac y en un periódico, The New York Times, por John Holmes. Para definirlos de alguna forma, los beats significaban la crítica a la complacencia norteamericana al régimen de Ike-Nixon, una expresión de nuevas formas de prosa y poesía y una exploración de la conciencia, que se unía a la discrepancia bohemia ya existente en el Greenwich Village neoyorkino, en North Beach (San Francisco) y en Venice West (Los Ángeles) para producir una forma distinta de hacer literatura y de vivir, basada en el no alinearse en el sistema, la pobreza, la anarquía, el individualismo y la vida comunitaria. Una relajación de las actitudes del “square” (puritano, clase media, respetable) hacia el sexo, las drogas y la religión, oponiéndole la uniformidad del “beat” (más tarde fundido en el “hip”).
La palabra “beat” tiene muchos significados, incluyendo deprimido (hasta el punto del escape salvaje de la vida convencional), exhausto, consagrado en la pobreza y feliz en la alegría y la iluminación mística (con referencias literarias a Whitman, Blake y Rimbaud y asociación con el jazz de Lester Young y Charlie Parker) y la vida espontánea (con referencias al budismo zen, los cultos de los indios peyote y experiencias visionarias).
En literatura los trabajos claves son: On the road de Kerouac; Riprap de Gary Zinder; Pictures from the gone world de Ferlinghetti (así como otros trabajos producidos en su librería City lights de San Francisco); Gasolina de Corso y Junkie y The naked lunch de Burroughs. Pero hubo otras figuras significantes del movimiento publicando en diversas revistas.
Quienes se mantuvieron en esta corriente recibieron el nombre de “beatniks”, un término denigratorio aparentemente inventado por Herb Caen del Chronicle de San Francisco y enseguida aceptado por una burguesía asustada y su prensa sensacionalista. Era aplicado a un estereotipo juvenil caracterizado por una manera de vestir descuidada que se volvió moda y relacionado con una actitud proclive a la holgazanería, el desenfreno sexual, la violencia y el vandalismo.
El movimiento beat, que no tenía ninguna característica política clara, se diluyó en la segunda mitad de los 60 en la llamada contracultura, encarnada por los hippies, el rock, las luchas antirracistas y el rechazo a la guerra de Vietnam.
Literatura de escritores de raza negra
Dada la situación que vivieron los negros en los Estados Unidos, su literatura es muy diferente a la de los escritores blancos, lo que la conforma en una corriente en sí misma.
En español sólo tenemos el término negro para referirnos a las personas de raza negra (aunque haya quien use los denigratorios “negrito” y “moreno” y el patético “gente de color”). En inglés existen “negro” y “black”. Por tratarse de una traducción de ese idioma, y para hacer entendible el artículo, mantenemos los términos originales.
“Negro”, como “indio”, es un término utilizado por los colonialistas blancos europeos para designar a seres humanos indígenas o importados a los que intentaban retener en condiciones de servilismo. “Negro” es un estereotipo que muchas de sus víctimas han aceptado, incluso cientos de años después de la primera importación de esclavos. “Negro” quería decir –y todavía lo quiere decir para muchos blancos- una persona a la que puede usar como parte del trabajo barato dentro del mito del mundo occidental cristianizado, en el que algunos hombres que están más cerca de las bestias pueden ser llamados negros para asociarlos con la oscuridad, el diablo y el infierno, y colocados con las eternamente subterráneas fuerzas de lo sexualmente potente y naturalmente débil.
Pero en los 50 y 60, los negros de Estados Unidos, y del mundo, comenzaron a llamarse a sí mismo “blacks” quitándole la connotación maligna al término. El movimiento en literatura continuó el desenvolvimiento desde la esclavitud a la liberación posterior a la Guerra Civil, creciendo desde la incipiente protesta hasta el revolucionario “Black power” (Poder negro). La información sobre la raza negra creció considerablemente en ese último período en incontables documentos sobre el período de esclavitud.
Naturalmente, la mayoría de los negros han sobresalido en el campo del entretenimiento, tanto en el deporte como en la música y el cine, siendo pocos aquellos dedicados a las letras. Es lógico que sólo una mínima parte de ellos pudieran sustraerse o trascender a las duras tareas físicas, a los ghettos de las ciudades, a la ausencia de educación y libertad y a la deliberada situación de subordinación desde la infancia. Incluso la música creada por negros, que ha sido siempre superior a la escritura, fue limitada a una expresión racial durante los doscientos años anteriores a la Guerra Civil y acabada ésta fue producida como entretenimiento o usada para estudios sociológicos. El abismo entre música folklórica rural y composiciones de artistas como Charles Parker, Ornette Coleman o Cecil Taylor, es exactamente el mismo abismo entre la semi anónima permitida del negro “invisible” y la manifestación pública del importante y sofisticado arte minoritario. La división entre las corrientes en literatura ocurrió entre los 20 y los 60, entre la así llamada Harlem Renaissance y la literatura del Black Power, entre la literatura con largas tentativas de imitar y competir con las formas generales y la literatura enfocada a la protesta y la revuelta sin limitarse a esas formas. Este desenvolvimiento fue paralizado por los medios de comunicación y de producción, que estaban en manos de los blancos. pero desde 1960 los libros escritos por negros o sobre negros pasaron a ser un buen negocio y su número creció considerablemente.
El Black Muslim movimiento, tan fuerte en los 60, perdió poder a raíz del asesinato de Malcolm X. Black americans son una minoría y si su literatura tiene que ser diferenciada de la de Estados Unidos en general, el problema de su definición puede ser sólo hecho como parte del proceso de cambio histórico en la situación de los negros.
Principales autores: James Baldwin, Ralph Ellison, Chester Himes, LeRoi Jones, Richard Wright.
La novela negra Texto de Ricardo Piglia
Las reglas del policial clásico se afirman sobre todo en el fetiche de la inteligencia pura. Se valora antes que nada la omnipotencia del pensamiento y la lógica imbatible de los encargados de proteger la vida burguesa. A partir de esa forma, construida sobre la figura del investigador como el razonador puro, como el gran racionalista que defiende la ley y descifra los enigmas (porque descifra los enigmas es el defensor de la ley), está claro que las novelas de la serie negra eran ilegibles: quiero decir, eran relatos salvajes, primitivos, sin lógica, irracionales.
Porque mientras en la policial inglesa todo se resuelve a partir de una secuencia lógica de presupuestos, hipótesis, deducciones, con el detective quieto y analítico, en la novela negra no parece haber otro criterio de verdad que la experiencia: el investigador se lanza, ciegamente, al encuentro de los hechos, se deja llevar por los acontecimientos y su investigación produce fatalmente nuevos crímenes; una cadena de acontecimientos cuyo efecto es el descubrimiento, el desciframiento. Son dos lógicas, puestas una a cada lado de los hechos. En el medio, entre la novela de enigma y la novela dura, está el relato periodístico, la página de crímenes, los hechos reales.
El policial norteamericano se mueve entre el relato periodístico y la novela de enigma. La figura que define la forma del investigador privado viene directamente de lo real, es una figura histórica que duplica y niega al detective como científico de la vida cotidiana. Maurice Dobb cita varios documentos sobre la situación social en Estados Unidos en los años 20 que permiten ver surgir al investigador privado en las grandes ciudades industriales como una policía privada contratada por los empresarios para espiar y vigilar a los huelguistas y a los agitadores sociales. (El confidente de la ley: en un sentido, desde Dupin, el detective es un confidente, el hombre de confianza de la policía). Pero al mismo tiempo hay un modo de narrar en la serie negra que está ligado a un manejo de la realidad que yo llamaría materialista. Basta pensar en el lugar que tiene el dinero en estos relatos. El que representa la ley sólo está motivado por el interés, el detective es un profesional, alguien que hace su trabajo y recibe un sueldo (mientras que en la novela de intriga el detective es generalmente un aficionado que se ofrece “desinteresadamente” a descifrar el enigma); en segundo lugar, el crimen, el delito, está siempre sostenido por el dinero: asesinatos, robos, estafas, secuestros, la cadena es siempre económica (a diferencia, otra vez, de la novela de enigma, donde en general las relaciones materiales aparecen sublimadas: los crímenes son “gratuitos”, justamente porque la gratuidad del móvil favorece la complejidad del enigma.
Escritores destacados: James Cain (The postman always rings twice – El cartero siempre llama dos veces); Raymond Chandler (The long goodbye – El largo adiós); Dashiell Hammett (The maltese falcon – El halcón maltés); Chester Himes (The third generation – La tercera generación); Ross Mc Donald (The chill– El escalofrío).
Los escritores «sociales»
John Steinbeck mostró desde muy joven una gran curiosidad por los problemas sociales, en especial la pobreza. Pero sus historias, lejos de quedarse en un lamento, tienen una gran dosis de ilusión y esperanza, por eso su obra, de enorme valor documental, encierra la certeza de que, a pesar de todo, la vida vale la pena. Sus relatos más conocidos son Grapes of wrath (Viñas de ira), llevada al cine con éxito, y Of mice and men (De ratones y hombres).
John Dos Passos es más duro y objetivo que Steinbeck. Manhattan transfer es su gran obra maestra, un acercamiento sociológico a la gran ciudad y también un experimento narrativo en el que se funden textos, collages, anuncios, conversaciones.
Howard Fast recorrió durante la gran depresión el país realizando diversos trabajos y convirtiéndose en un activista de la izquierda. Sus obras, la mayoría históricas, tienen que ver, mayormente, con procesos revolucionarios. Espartaco, un gran éxito cinematográfico, es un ejemplo.
A Upton Sinclair, el periódico en el que trabajaba a principios del siglo XX le encargó un reportaje sobre las malas prácticas de la industria alimentaria, que él transformó en una novela, La jungla, éxito total de ventas. Fue candidato a Gobernador por el Partido Socialista y ganador del Pulitzer.
Nelson Algren vivió en sus carnes la Depresión, durante la cual vagabundeó por el suroeste del país hasta que se asentó en Chicago como trabajador social. En sus obras, que reflejan su experiencia, hay una intensidad poética en esa desolación anónima de la sociedad. Este aspecto aparece claro en Never come morning (Nunca vengas, mañana) y The man with the golden arm (El hombre del brazo de oro), amabas llevadas al cine.
Los relatos de John Cheever son una detallada pintura del paso de unos Estados Unidos rurales a otros de supermercado, autopistas y tecnología. El autor adopta un tono nostálgico cuando se refiere al pasado que se transforma en satírico frente a lo nuevo. Sus últimos trabajos, como Bullet Park, derivan hacia la sátira barroca y bizarra y al humor negro. No olvidar su relato The swimmer (El nadador), convertido en texto, y película, de culto.
La Ciencia Ficción
Tres autores destacan sobre el resto: Ray Bradbury, Isaac Asimov y Richard Matheson, quienes firmaron textos muy difundidos, luego llevados al cine en sucesivas versiones. Asimov escribió I, robot (Yo, robot), The caves of steel (Las cuevas de acero) y The naked sun (El sol desnudo), protagonizadas por un robot detective. Richard Matheson escibió Soy leyenda, una historia considerada de culto con el paso del tiempo.
Ray Bradbury es un caso especial dentro del género.. Pese a ser considerado un escritor de ciencia ficción su tratamiento de la realidad extraterrestre es más poético que científico, lo que pone en duda la etiqueta. Farenheit 451 (la temperatura a la que arde el papel), desarrollado en una sociedad futura donde se queman los libros, es un buen ejemplo.
Los escritores del Sur
Carson McCullers es la escritora de las vidas truncadas, un ámbito particular de abandono y nostalgia. Ese es el tema central de sus grandes obras: The heart is a lonely hunter (El corazón es un cazador solitario), Reflections in a golden eye (Reflejos en un ojo dorado), The ballad of the sad café (La balada del café triste) y Clock without hands (Reloj sin agujas).
También del Sur, aunque afincado luego en New York, es Truman Capote, y su prosa es barroca y lírica como la de Faulkner. Con su último y famoso libro, In cold blood (A sangre fría), entrará en la realidad cruel de un horrendo crimen.
Harper Lee escribió un solo libro, To kill a mockinbird (Matar un ruiseñor) que le bastó para alcanzar fama internacional. No necesitó nada más, porque vivía recluida y no concedía entrevistas. Su relato fue llevado al cine con notable éxito.
William Faulkner es considerado uno de los grandes maestros de la literatura universal. Tomando como fuentes la Biblia, Melville y Poe, utilizó un lenguaje barroco al que sumó los descubrimientos experimentales recientes en su tiempo: Proust, Joyce y Kafka. Frente a la sencillez de Hemingway, su complejidad aparece como una contrapartida temática y estilística. Detrás de la belleza de su lenguaje hay una crítica social violenta, aunque su barroquismo impide verla en toda su fuerza; hubiera requerido, quizá, un lenguaje más directo. Sus relatos más emblemáticos son: The sound and the fury (El sonido y la furia), Absalom, Absalom, Sanctuary y la trilogía de los Snopes: The Hamlet, The town y The mansion.
Las mujeres en la literatura
A las ya citadas Carson McCullers, Emily Dickinson y Harper Lee agregamos a Lilian Hellman, dramaturga y activista social, cuyas obras se caracterizan por la intensidad sicológica y crítica de la sociedad; a Louisa May Alcott, autora de la mundialmente famosa Little Women (Mujercitas) llevada al cine en múltiples versiones; a Pearl Buck, hija de misioneros enviados a China, que creció allí hasta volver a USA para estudiar. La mayoría de sus novelas se desarrollan en el país asiático. Ganó el Premio Pulitzer con su novela The good earth (La buena tierra); a Flanery O’Connor, escritora gótica y religiosa, con unos relatos en los que sus personajes buscan permanentemente a Dios. Destacamos el relato A good man is hard to find (Un buen hombre es difícil de encontrar); a Katherine Anne Porter, descendiente de Daniel Boone, que fue destinada a México donde apoyó la revolución, antes de vivir en Francia y Alemania. Recibió el Pulitzer por el libro The collected stories of Anne Porter. A Harriet Stowe, una mujer abolicionista autora de más de diez libros, el más relevante de todos Uncle’s Tom cabin (La cabaña del tío Tom) y a Toni Morrison, Premio Nobel y Pulitzer, que escribe sobre la vida de la población de color en el país, sobre todo las mujeres, y ha sido militante a favor de los derechos civiles y contra la discriminación racial.
El Teatro
Eugene O’Neill. Sus personajes viven en los márgenes de la sociedad, luchando por mantener la esperanza y las aspiraciones, pero suelen acabar en la desesperación. Como autor explora las partes más sórdidas de la condición humana. Sus obras más destacadas son: Long day´s journey into the night (Largo viaje del día hacia la noche); Desire under the elms (Deseo bajo los olmos); Days without end (Días sin fin).
Tennesse Williams. Un tema central en sus obras de teatro The glass menagerie (El zoológico de cristal), A street car named desire (Un tranvía llamado deseo) y The rose tatoo (La rosa tatuada) es la mujer cuyo presente amargo de inseguridad es soportado por un sueño del pasado o del futuro, hasta que esa ilusión es confrontada con la realidad a través de un hombre que entra en su vida. Cat in the hot roof (El gato en el tejado caliente), The garden district (El distrito jardín) y Sweet bird of youth (Dulce pájaro de juventud), desarrolladas en el sur del país, tratan sobre mujeres buscando huir del aislamiento.
Arthur Miller. La crítica social es el elemento fundamental de su obra, denunciando los valores conservadores que comenzaban a dominar en su país. La muerte de un viajante, con la que ganaría el premio Pulitzer, muestra el carácter ilusorio del sueño americano. Escribió, además, obras muy difundidas como Las brujas de Salem y Panorama desde el puente. Fue víctima de la caza de brujas anticomunista desatada en los 50 por el senador Mc Carthy.
Edward Albee. Sus obras son una mirada irónica, y a veces cómica, de los problemas sentimentales y sexuales de una sociedad histérica. Sus obras más destacadas -llevadas en multitud de ocasiones al cine- son: Who’s afraid of Virginia Woolf? (¿Quién le teme a Virginia Woolf?) y The Zoo story (El relato del zoo), así como sus adaptaciones, por ejemplo La balada del café triste.
Robert Anderson. Su obra más famosa es Tea and sympathy -llevada con éxito al cine- sobre los problemas de la soledad.
No debemos dejar de mencionar a…
John Updike. En su obra más relevante, Rabbit, run (Corre, conejo) nos muestra un mundo negativo y confuso moralmente y un protagonista escapando de todo aquello que pueda darle cierta identidad o definición como ser humano.
Vladimir Nabokov. Nacido en Rusia, se hizo famoso por sus novelas escritas en inglés, en especial Lolita, un retrato de la sociedad estadounidense a través de la metáfora de un viaje en el que un señor de mediana edad se enamora de una adolescente.
Paul Bowles. Muy joven abandonó los Estados Unidos para sumarse a la Generación perdida en París, pero su destino final fue África, donde pasó la mayor parte de su vida. La mayoría de sus obras (The sheltering sky – El cielo protector, es un buen ejemplo) se desarrollan en este continente y tratan de la búsqueda del sentido de la vida por parte de unos occidentales en un medio que no entienden.
Sinclair Lewis. Primer autor estadounidense en ganar el Premio Nobel de Literatura en 1930. Su obra más conocida es Elmer Gantry, una sátira de los excesos de la religión en el país, que fue un éxito cinematográfico.
David Sallinger. Consiguió gran notoriedad con su libro Catcher in the rye (El guardián en el centeno), un texto sobre la resistencia a crecer en el mundo de falsedad e hipocresía adulto. El libro tuvo, apenas editado, un extraordinario éxito entre los jóvenes.
Bernard Malamud. Demuestra en sus escritos sensibilidad moral y un humor complejo y sutil. También un especial talento para la fábula y el relato simbólico. Él y Bellow son las figuras más destacadas entre los escritores judíos urbanos. Su relato The natural, sobre el éxito y posterior caída de un jugador de beisbol fue llevada al cine.
Saul Bellow. Influenciado por el Existencialismo, sus novelas desarrollan personajes víctimas del medio en el que viven.
Philip Roth. Sus novelas y relatos son un estudio del comportamiento y los valores de los habitantes de los centros urbanos.
Stephen Crane. Durante su corta vida (murió a los 29 años de tuberculosis) escribió la considerada como una de las mejores novelas sobre el tema de la guerra: The red badge of courage (La roja insignia del valor).
Detrás de Poe, (como detrás de Swift, de Carlyle, de Almafuerte) hay una neurosis. Interpretar su obra en función de esa anomalía puede ser abusivo o legítimo. Es abusivo cuando se alega la neurosis para invalidar o negar la obra; es legítimo cuando se busca en la neurosis un medio para entender su génesis. Arthur Schopenhauer ha escrito que no hay circunstancia de nuestra vida que no sea voluntaria; en la neurosis, como en otras desdichas, podemos ver un artificio del individuo para lograr un fin. La neurosis de Poe le habría servido para renovar el cuento fantástico, para multiplicar las formas literarias del horror.
También cabría decir que Poe sacrificó la vida a la obra, el destino mortal al destino póstumo.
Nuestro siglo es más desventurado que el XIX; a ese triste privilegio se debe que los infiernos elaborados ulteriormente (por Henry James, por Kafka) sean más complejos y más íntimos que el de Poe. La muerte y la locura fueron los símbolos de que éste se valió para comunicar su horror de la vida; en sus libros tuvo que simular que vivir es hermoso y que lo atroz es la destrucción de la vida, por obra de la muerte y de la locura. Tales símbolos atenúan su sentimiento; para el pobre Poe el mero hecho de existir era atroz. Acusado de imitar la literatura alemana, pudo responder con verdad: «El terror no es de Alemania, es del alma».
Harto más firme y duradera que las poesías de Poe es su figura como poeta, legada a la imaginación de los hombres (lo mismo ocurre con Lord Byron, tal vez con Goethe). Algún verso inmemorable –Was it not Fate, that, on this July midnight– honra y acaso justifica sus páginas, lo demás es mera trivialidad, sensiblería, mal gusto, débiles remedos de Thomas Moore.
Aldous Huxley se ha distraído vertiendo al singular dialecto de Poe alguna estrofa sentenciosa de Milton; el resultado es lamentable, si bien cabría objetar que un párrafo de El escarabajo de oro o de Berenice, traducido a la inextricable prosa del Tetrachordon, lo sería aún más. Nuestra imagen de Poe, la de un artífice que premedita y ejecuta su obra con lenta lucidez, al margen del favor popular, procede menos de las piezas de Poe que de la doctrina que enuncia en el ensayo The philosophy of composition. De esa doctrina, no de Dreamland o de Israfel, se derivan Mallarmé y Paul Valéry. Poe se creía poeta, sólo poeta, pero las circunstancias lo llevaron a escribir cuentos, y esos cuentos a cuya escritura se resignó y que debió encarar como tareas ocasionales, son su inmortalidad. En algunos (La verdad sobre el caso del señor Valdemar, Un descenso al Maelström) brilla la invención circunstancial; otros (Ligeia, La máscara de la Muerte Roja, Eleonora) prescinden de ella con soberbia y con inexplicable eficacia. De otros (Los crímenes de la Rue Morgue, La carta robada) procede el caudaloso género policial que hoy fatiga las prensas y que no morirá del todo, porque también lo ilustran Wilkie Collins y Stevenson y Chesterton.
Detrás de todos, animándolos, dándoles fantástica vida, están la angustia y el terror de Edgar Allan Poe. Espejo de las arduas escuelas que ejercen el arte solitario y que no quieren ser voz de los muchos, padre de Baudelaire, que engendró a Mallarmé, que engendró a Valéry, Poe indisolublemente pertenece a la historia de las letras occidentales, que no se comprende sin él. También, y esto es más importante y más íntimo, pertenece a lo intemporal y a lo eterno, por algún verso y por muchas páginas incomparables. De éstas yo destacaría las últimas del Relato de Arthur Gordon Pym de Nantucket, que es una sistemática pesadilla cuyo tema secreto es el color blanco.
Shakespeare ha escrito que son dulces los empleos de la adversidad; sin la neurosis, el alcohol, la pobreza, la soledad irreparable, no existiría la obra de Poe. Esto creó un mundo imaginario para eludir un mundo real; el mundo que soñó perdurará, el otro es casi un sueño.
Inaugurada por Baudelaire, y no desdeñada por Shaw, hay la costumbre pérfida de admirar a Poe contra los Estados Unidos, de juzgar al poeta como un ángel extraviado, para su mal, en ese frío y ávido infierno. La verdad es que Poe hubiera padecido en cualquier país. Nadie, por lo demás, admira a Baudelaire contra Francia o a Coleridge contra Inglaterra.
Los relatos de la serie negra deben ser pensados en el interior de cierta tradición típica de la literatura norteamericana antes que en relación con las reglas clásicas del relato policial. En la historia del surgimiento y la definición del género, el cuento de Hemingway Los asesinos tiene la misma importancia que Los crímenes de la rue Morgue, el cuento de Poe que funda las reglas del relato de enigma. En esos dos matones profesionales que llegan a Chicago para asesinar a un ex boxeador que no conocen, en ese crimen “por encargo” que no se explica ni se intenta descifrar están ya las formas de la policial dura, en el mismo sentido en que las deducciones del caballero Dupin de Poe preanuncian la historia de la novela de enigma.
Durante años los mejores escritores del género (Hammett, Chandler, Cain, Goodis, McBain) fueron leídos entre nosotros con las pautas y los criterios de valor impuestos por la novela de enigma. Visto desde esa óptica, Al morir quedamos solos o La maldición de los Dain eran malas novelas policiales: confusas, informes, caóticas, parecían la versión degradada de un género refinado y armónico.
La novela policial inglesa había sido difundida con gran eficacia por Borges, que por un lado buscaba crear una recepción adecuada para sus propios textos y trataba de hacer conocer un tipo de relato y de manejo de la intriga que estaba en el centro de su propia poética y que por otro lado hizo un uso excelente del género: La muerte y la brújula es el Ulysses del relato policial, la forma llega a su culminación y se desintegra.
Las reglas del policial clásico se afirman sobre todo en el fetiche de la inteligencia pura. Se valora antes que nada la omnipotencia del pensamiento y la lógica imbatible de los personajes encargados de proteger la vida burguesa. A partir de esa forma, construida sobre la figura del investigador como el razonador puro, como el gran racionalista que defiende la ley y descifra los enigmas (porque descifra los enigmas es el defensor de la ley), está claro que las novelas de la serie negra eran ilegibles: quiero decir, eran relatos salvajes, primitivos, sin lógica, irracionales. Porque mientras en la policial inglesa todo se resuelve a partir de una secuencia lógica de presupuestos, hipótesis, deducciones, con el detective quieto y analítico (por supuesto el caso límite y paródico de esa figura es el Isidro Parodi de Borges y Bioy que resuelve los enigmas sin moverse de su celda en la penitenciaría) en la novela negra no parece haber otro criterio de verdad que la experiencia: el investigador se lanza, ciegamente, el encuentro de los hechos, se deja llevar por los acontecimientos y su investigación produce fatalmente nuevos crímenes; una cadena de acontecimientos cuyo efecto es el descubrimiento, el desciframiento.
Son dos lógicas, puestas una a cada lado de los hechos. En el medio, entre la novela de enigma y la novela dura, está el relato periodístico, la página de crímenes, los hechos reales. Auden decía que el género policial había venido a compensar las deficiencias del género narrativo no ficcional (la noticia policial) que fundaba el conocimiento de la realidad en la pura narración de los hechos. Me parece una idea muy buena. Porque en un sentido Poe está en los dos lados: se separa de los hechos reales con el álgebra pura de la forma analítica y abre paso a la narración como reconstrucción y deducción, que construye la trama sobre las huellas vacías de lo real. La pura ficción, digamos, que trabaja la realidad como huella, como rastro, la sinécdoque criminal. Pero también abre paso a la línea de la non-fiction, a la novela tipo A sangre fría de Capote. En El caso de Marie Roger, que es casi simultáneo a Los crímenes de la rue Morgue, el uso y la lectura de las noticias periodísticas es la base de la trama, los diarios son un mapa de la realidad que es preciso descrifrar. Poe está en el medio, entre la pura deducción y el reino puro de los facts, de la non-fiction.
El policial norteamericano se mueve entre el relato periodístico y la novela de enigma. La figura que define la forma del investigador privado viene directamente de lo real, es una figura histórica que duplica y niega al detective como científico de la vida cotidiana. Maurice Dobb cita varios documentos sobre la situación social en EE.UU. en los años 20 que permiten ver surgir al investigador privado en las grandes ciudades industriales como una policía privada contratada por los empresarios para espiar y vigilar a los huelguistas y a los agitadores sociales.
(El confidente de la ley: en un sentido desde Dupin, el detective es un confidente, el hombre de confianza de la policía).
Pero al mismo tiempo hay un modo de narrar en la serie negra que está ligado a un manejo de la realidad que yo llamaría materialista. Basta pensar en el lugar que tiene el dinero en esos relatos. Quiero decir, basta pensar en la compleja relación que establecen entre el dinero y la ley: en primer lugar, el que representa la ley sólo está motivado por el interés, el detective es un profesional, alguien que hace su trabajo y recibe un sueldo (mientras que en la novela de intriga el detective es generalmente un aficionado que se ofrece «desinteresadamente» a descifrar el enigma); en segundo lugar, el crimen, el delito, está siempre sostenido por el dinero: asesinato, robos, estafas, extorsiones, secuestros, la cadena es siempre económica (a diferencia, otra vez, de la novela de enigma, donde en general las relaciones materiales aparecen sublimadas, los crímenes son «gratuitos», justamente porque la gratuidad del móvil fortalece la complejidad del enigma).
En última instancia (pienso en Cosecha roja de Hammett, en El pequeño César de Burnett, en ¿Acaso no matan a los caballos? de McCoy) el único enigma que proponen – y nunca resuelven- las novelas de la serie negra es el de las relaciones capitalistas: el dinero que legisla la moral y sostiene la ley es la única «razón» de estos relatos donde todo se paga. En este sentido, yo diría que son novelas capitalistas en el sentido más literal de la palabra: deben ser leídas, pienso, ante todo como síntomas. Relatos llenos de contradicciones, ambiguos, que a menudo fluctúan entre el cinismo (ejemple: James Hadley Chase) y el moralismo (en Chandler todo está corrompido menos Marlowe, profesional honesto que hace bien su trabajo y no se contamina; en verdad, parece una realización urbana del cowboy). Creo que justamente porque estos relatos son ambiguos se producen entre nosotros lecturas ambiguas o, mejor, contradictorias: están quienes a partir de una lectura moralista condenan el cinismo de estos relatos; y están también quienes les dan a estos escritores un grado de conciencia que jamás tuvieron, y hacen de ellos una especie de versión entretenida de Bertolt Brecht. Sin tener nada de Brecht -salvo, quizás, Hammett-, estos autores deben, creo, ser sometidos, sí , a una lectura brechtiana. En ese sentido hay una frase que puede ser un punto de partida para esa lectura: «¿Qué es robar un banco comparado con fundarlo?», decía Brecht, y en esa pregunta está -si no me engaño- la mejor definición de la serie negra que conozco.
Hace tiempo y allá lejos pude mantenerme vivo durante un año haciendo traducciones. Durante 12 meses tuve techo y alimento. Pero nada más. Debo considerar también la felicidad de no tener que cumplir un horario, salvo los que yo mismo me marcaba y muy raras veces cumplía. Poco quedaba de esa felicidad cuando se acercaba la fecha en que me había comprometido a hacer la traducción. Entonces, como hacen muchos estudiantes en el día anterior al terror del examen, se imponía un día con su noche y la ayuda de la bencedrina. A un amigo le encargaron la traducción de cuentos de Faulkner. Le pedí que me dejara traducir Todos los pilotos muertos, para mi placer y sin cobrar nada. Como este cuento es mi favorito de entre todos los que escribió Faulkner, encaré mi tarea con mucho respeto. Traté de conseguir traducciones anteriores y me encontré con una en castellano bonaerense, muy mala. También había otra en francés con errores insoportables y que alteraban la psicología del personaje. Poco tiempo después, me dediqué a rastrear algunas de las infamias que se habían hecho al traducir obras del genial norteamericano. Comienzo con Lena, muchacha tan fácil de querer. Ningún esfuerzo es necesario para verla caminar kilómetros de caminos polvorientos desde el profundo sur hasta el profundo sur. Lleva, indomable, el peso de un feto de varios meses y debe encontrar al padre de su hijo. Calcula dar a luz en el mes de agosto y recuerda, con restos de dulzura, el porqué. Así, Guillermo de Torre en la editorial Losada se encontró con que una traducción literal del título, Luz en agosto, resultaría confusa para los lectores. Se inclinó entonces por Luz de agosto, aunque la luz de este mes en Buenos Aires, donde estaba la editorial, es gris y tristona. Agosto se soporta porque antecede a septiembre y su primavera.
De todos modos, luz de cualquiera de los doce meses se puede titular algún libro inédito de poemas. Prosiguiendo con mis recuerdos, me encuentro ahora con un libro llamado, en su primera traducción al castellano, Intruso en el polvo. Hay, a propósito, una divertida anécdota. Cuando Faulkner fue descubierto en Europa, sus compatriotas sospecharon, sin mayor entusiasmo, que en su país existía un gran escritor. Faulkner empezó a divertirse cambiando los títulos de sus libros, y así Intruder in the dust también se llamó Flags in the dust y, ya más seguro de la aceptación de su talento, alteró también el título de algún cuento.
La novela The stealers (Los ladrones) se llamó The reavers. Pero a Faulkner le gustaba más deletrearlo en escocés arcaico: The reivers. Decía: «Esto suena más fanfarronesco que reavers, que es la palabra americana que significa lo mismo, pero resulta más suave, demasiado parecido a weavers, urdidores de cuentos”.
Luego de la publicación de The reivers solía decir: «Generalmente, mis lectores se quedan perplejos con el contenido de mis libros. Esta vez solamente se quedarán perplejos con el título”. Cuando alguien le preguntó por qué hacía eso, dijo que estaba harto de que muchos de sus compatriotas dijeran que no habían entendido algunas de sus novelas y que estaba más que harto de aconsejar que las leyeran otra vez. Ahora, por lo menos, se preguntarían qué querría decir ese título. Intruder in the dust fue traducido en Buenos Aires como Intruso en el polvo. Con gran expectativa, compré el libro convencido de que asistiría a la caída de algún intruso derrotado y mordiendo el polvo. Pero nada de eso había en el libro, ya que el traductor había interpretado la palabra dust de acuerdo con la primera acepción que ofrecía el Appleton o diccionario equivalente. No tuvo paciencia para encontrar una línea más abajo que dust también quería decir pelea, riña, polvareda. Señalo que como novela es bastante floja y que está llena de maldita buena intención. Pero lo que quiso decir Faulkner en el título y en el texto fue que el norte no debía intervenir en el problema blanco-negro del sur del país. Prometió, sin mayor esperanza, que algún día o año situado en el infinito, los blancos y los negros sureños darían fin a sus diferencias y todo terminaría en un fraternal abrazo, final feliz. Leí dos versiones en idioma español de The reivers. Una se llamaba Los ladrones, otra Los rateros. En una de ellas volví a encontrarme con el prostíbulo de Miss Reba. Ahora ya no estaba allí Popeye, a quien le había hecho el verdugo un peinado casi instantáneo. Recuerdo que en cambio había un negro alto y robusto que, según creo, tenía el vientre cruzado por una gruesa cadena de reloj. Además, era el manager de un adolescente que ostentaba el récord de hacer el amor muchas veces en un solo encuentro. El negro aceptaba desafíos con los pupilos de otro manager. Se hacían apuestas por dinero, hasta que un triste día, por ambición del negro y por vanidad de su pupilo, éste fracasó de forma lamentable. En otra versión no recuerdo haber encontrado ni manager negro y tal vez ni siquiera a Miss Reba y su hospitalaria casa. Desconozco si esta amputación en una de las dos versiones es culpa del traductor o de instancias superiores. Confío en que algún día me lo explicarán. Y para terminar por ahora, recuerdo que en la traducción firmada por Borges de Palmeras salvajes, en la parte llamada El viejo, se dice al final que el penado alto, luego de escuchar las peripecias que el Mississippi le impuso a su compañero de prisión, resumió su opinión en una sola palabra: mujeres.
Muchas veces, cuando me cuentan alguno de esos pequeños disturbios aldeanos provocados por una dulce señora o señorita, me he limitado a comentar la anécdota o chisme repitiendo: «Mujeres, dijo el penado alto”. Pero hoy, al documentarme muy severamente para escribir este artículo, descubro que la totalidad del comentario del penado alto fue: –Women shit. Con perdón de Borges.
A propósito de la cultura uruguaya / Federico Nogara
El importante movimiento cultural uruguayo de la primera mitad del siglo XX ha causado extrañeza en el mundo occidental, sobre todo teniendo en cuenta las dimensiones del país, uno de los más pequeños de América Latina, y su población, que en aquel entonces no llegaba a los tres millones de habitantes. Una de las explicaciones de este boom cultural podría estar en la curiosa historia del país. Hay en ella enviados ingleses expertos en desestabilización, fuerzas extranjeras de lugares diversos, una oligarquía reaccionaria, criollos ambiciosos, caudillos locales sin apenas escrúpulos, religiosos retrógrados, los imperialismos y, por encima de todo, el problema de la identidad. Aclaro que este razonamiento no es de mi cosecha, pertenece a Emir Rodríguez Monegal, que encima subrayaba el carácter político y social de la literatura uruguaya (dentro de la latinoamericana), basándolo en la época convulsa en que se desarrolló. Y Monegal era considerado un conservador.
Jean Paul Sartre decía: «Al tomar partido el escritor por la singularidad de una época se une a lo eterno y su tarea de escribir consiste en hacer entrever los valores de eternidad que están implicados en los debates sociales y políticos». Hoy, que mayoritariamente se escribe para vender, es lógico acudir a los conceptos moderno y antiguo propio de las mercancías, dejando de lado cualquier tipo de atisbo filosófico, en especial el de la atemporalidad del arte, que Sartre deja implícito.
En Uruguay los debates sociales y políticos han sido constantes, incluso antes de que emergiera como país. Pero claro, si hablamos de escritura, Uruguay no es Francia, ni tampoco la literatura uruguaya es la francesa. Francia forma parte de una literatura central, la europea, y es quizá el centro de ese centro. La literatura uruguaya es periférica, secundaria, como denominaba Borges a las literaturas latinoamericanas en su ensayo «El escritor argentino y su tradición». El escritor francés sólo tiene que decidir qué escribir y cómo hacerlo dentro de su poderosa tradición, mientras el escritor latinoamericano es condicionado ante la hoja en blanco por las preguntas que se hace el mismo Borges: ¿Cómo llegar a ser universal en un suburbio del mundo? ¿Cómo escapar al nacionalismo sin dejar de ser de un país latinoamericano? ¿Hay que ser latinoamericano o resignarse a ser un europeo de segunda? El escritor uruguayo, desde su peculiaridad, agrega otras preguntas: ¿Es Uruguay un país inventado, es cierto lo del Estado tapón? ¿Era en realidad su héroe nacional, Artigas, uruguayo o se le endilgó la nacionalidad por motivos políticos?
Para dar prueba fehaciente de la gran complejidad histórica (y política) uruguaya, que ha avivado la creación, me valdré de algunos ejemplos.
1) La lucha por la independencia del imperio español. Artigas, el héroe nacional uruguayo, derrotó en 1811 al ejército español. Con eso le hubiera bastado para fundar una República y pensar en el futuro. Pero la política es mucho más compleja. Artigas era el único caudillo de la independencia que combinaba la lucha contra el imperio español con la unidad latinoamericana, la revolución agraria y el proteccionismo industrial en los territorios bajo su mando. Con semejantes planes no podía gustar a los poderosos, que se conformaban con echar a los españoles y tener libertad entonces para seguir acumulando riqueza. Por ello, además de enfrentarse al imperio español, tuvo que vérselas con el centralismo de Buenos Aires (puerto contra el campo) y al imperio luso brasileño que tenía detrás a Inglaterra. Hay suficientes datos de la inquina hacia el caudillo, en especial de los unitarios bonaerenses, que reclutaban a sus integrantes de la oligarquía, los militares y los comerciantes y en lo económico defendían el liberalismo, el libre comercio y la contratación de empréstitos. Santiago Vázquez, por ejemplo, definía a los caudillos, y en especial a Artigas, de lobos lanzados sobre los pueblos ejerciendo el robo, la violencia y el terror; Bartolomé Mitre opinaba que el caudillo tenía los instintos feroces y la hipocresía del gaucho malo bajo sus apariencias humildes y Sarmiento lo caracterizaba como el patriarca del degüello y la barbarie. En la Banda Oriental, Rivera, que sería el primer presidente uruguayo, escribía a Ramírez, después que ambos decidieran traicionar a Artigas, que para restablecer el comercio tan deseado (con el imperio luso-portugués y sus amos imperiales) una de las necesidades era disolver sus fuerzas, con lo que conseguirían el bienestar general y al mismo tiempo «librarían a la humanidad de su más sangriento perseguidor». No es casual que la Universidad inglesa de Cambridge definiera a Artigas en sus libros de historia de 1949 como un «bandido y degollador».
La disparidad de fuerzas lo llevó a la derrota y al exilio en Paraguay. Poco después del nacimiento de Uruguay como país soberano, un grupo de emisarios fue a buscarlo para que volviera a la patria. Artigas los despachó con un breve comentario: «Yo no tengo patria».
De ahí en adelante, el olvido. El caudillo murió en 1850 a los 86 años, en una época de constantes enfrentamientos entre blancos y colorados, los dos partidos políticos mayoritarios en Uruguay. En 1855, en un intento de unirlos por encima de los intereses partidistas y de paso erradicar el caudillismo, se plantea y decide la exhumación y repatriación de los restos de Artigas para usar su memoria como elemento de cohesión. Pero el momento elegido sería inadecuado, porque la caída del gobierno de Flores dejó el tema en segundo plano y la urna con las cenizas quedó depositada hasta nuevo aviso en un rincón de la Capitanía del Puerto.
Unos años después comenzó el proceso de rehabilitación y hasta nuestros días la apelación a su memoria fue constante. El último gran homenaje a Artigas lo llevaron a cabo los militares golpistas en los 70 construyendo en la céntrica Plaza Independencia de Montevideo un mausoleo a su memoria debajo de su estatua ecuestre. El otrora bandido y degollador pasó a ser «el primero de los generales uruguayos» dentro de una institución que se consideraba a sí misma sostén de la patria y la identidad nacional.
2) Derrotado Artigas y obligado a exiliarse en 1820, la Banda Oriental quedaba en manos del imperio luso-brasileño (dominado siempre por Inglaterra), que la llamó Provincia Cisplatina. Cinco años más tarde se produjo un hecho quijotesco de los que abundan en la historia latinoamericana: treinta y tres hombres comandados por Lavalleja desembarcan en la playa de la Agraciada dispuestos a comenzar la lucha para expulsar al poderoso invasor.
El 25 de agosto de 1825, reunidos con otras fuerzas afines en el Congreso de Florida, declaran la independencia del territorio oriental y la voluntad de seguir formando parte de las Provincias Unidas (la verdadera patria de Artigas).
La guerra se hace inevitable y los ejércitos chocan en Ituzaingó, según unos, y en Paso del Rosario según otros. Es fundamental detallar la situación política en la que se llegaba a esa batalla. El centralismo porteño (Buenos Aires) no tenía ningún interés en la Banda Oriental, bastante tenía con sus provincias. Y la Banda Oriental, como había quedado claro en el Congreso, se reivindicaba como parte de las Provincias Unidas. El Imperio luso-brasileño había intentado desde siempre anexionarse el territorio (de hecho, Brasil terminó quedándose con gran parte del mismo). Entre bambalinas Inglaterra, cuyo representante, Lord Ponsomby, experto en la creación de Estados tapón dentro de la política divide y conquista del Imperio que representaba (luego del Río de la Plata haría su trabajo en Bélgica y Holanda), había dejado claro que su gobierno nunca aceptaría que sólo dos países (Brasil y Argentina) dominaran la franja oriental de América del Sur. Su intención era hacer de la Banda Oriental un país independiente.
Las negociaciones de paz fueron uno de los hechos más bochornosos de la delirante historia de América Latina. No se celebraron, como era lógico, en casa del vencedor, sino en Río de Janeiro, la del vencido. Y el territorio por el que se había luchado (la Banda Oriental) fue entregada de forma graciosa a quienes habían perdido la guerra. Pero Inglaterra y su representante no estaban conformes con la anexión definitiva del territorio al Imperio luso-brasileño, así que maniobraron para que la resolución final fuera crear un Estado independiente. De esta forma nació el Uruguay.
3) El sitio de Montevideo. Ocho largos años, de 1843 a 1851, duró el asedio al deseado puerto. Me interesa, por sobre cualquier otra consideración para este artículo, la nacionalidad de los defensores de la capital de Uruguay, que resistían a las fuerzas federales de Rosas, el caudillo argentino, y de Oribe, del Partido Blanco uruguayo.
De acuerdo al padrón de población de 1843 había en la ciudad 16 mil europeos, 11500 orientales, 3200 argentinos y 1340 africanos. Las fuerzas de la defensa eran: una legión argentina, una italiana al mando de Garibaldi, una legión vasca, dos batallones franceses, tres batallones de libertos, un batallón de orientales y uno de migueletes catalanes.
4) El «nacionalismo uruguayo». Alrededor de 1880, ya estabilizada la balcanización latinoamericana, se comienza a hacer patente la necesidad de consolidar una conciencia uruguaya superando las constantes luchas entre los partidos mayoritarios, blancos y colorados. En este contexto, el «regreso» definitivo de Artigas como elemento de cohesión es inevitable. Dice el historiador uruguayo Methol Ferré: «Un Uruguay separado del resto de América latina, que quita a Artigas su dimensión social, debía endiosar a un Artigas abstracto, inofensivo, jurista poseedor de las Tablas de la Ley y reducido a un antecedente mítico de nuestra estructura jurídica». Faltaba la concreción social y económica de esa conciencia nacional. Y el «nacionalismo uruguayo» se concreta de forma curiosa: una nutrida manifestación de destacados ciudadanos encabezada por el primer presidente de la Asociación Rural de Uruguay, principal representante del sector latifundista, termina en el domicilio del general Latorre para llevarlo en volandas a la Casa de Gobierno. La definición clásica coincidía con los hechos: «En una sociedad semicolonial, con la presencia dominante del poder extranjero, una oligarquía antinacional y una mediocre burguesía nativa, el ejército asume, bajo determinadas circunstancias, la representatividad de las fuerzas nacionales impotentes o, por el contrario, se transforma en el brazo armado de la oligarquía». Es lo que siempre se ha llamado Bonapartismo, que los europeos actuales no entienden o no quieren entender porque consideran que ya no hay colonialismo. El caso de Venezuela demuestra con claridad lo contrario. La aparición del Bonapartismo en los países del tercer mundo se debe a la debilidad de las clases poseedoras. Un ejemplo histórico es Argentina.
Los «logros» de este período de gobierno conocido como el Militarismo fueron la búsqueda de la paz interna y el orden, sobre todo en el campo (la introducción del alambrado convirtió al gaucho en peón rural), y la afirmación del derecho a la propiedad privada.
No es casual que la parte positiva sin discusión del período fuera la Educación, puesta en manos de José Pedro Varela, cuya consigna era «educar, educar, educar».
5) El Batllismo. La idea de un capitalismo tercermundista perfecto llega a Uruguay de la mano de José Batlle y Ordóñez y en lo sucesivo sus apologistas abundarán. El Batllismo se basa en la idea de un Estado benefactor en cuyas manos deben estar las empresas públicas. Partiendo de esa idea se estatizan los bancos dando lugar al Banco de la República y al Hipotecario, y también los seguros, con el Banco de Seguros del Estado. La labor no se limita a lo público, el Estado actúa allí donde el capital privado es impreciso y llega a sustituir las empresas extranjeras cuando descubre que se llevan las ganancias al exterior.
En el plano social los avances son muy importantes: Ley de divorcio, voto de la mujer, 40 días de asueto por maternidad, jubilación a los 65 años, prohibición de trabajar a menores de 13 años, jornada laboral de 8 horas con un límite de 48 a la semana y un día de descanso obligatorio.
Con el paso del tiempo y la caída en picado de la economía aparecieron las críticas. Una de ellas es la tendencia anti-rural, anti-argentina y anti-latinoamericana que generó, se instaló en el país y es el origen del racismo. En la década del 30 los uruguayos se sentían orgullosos de su «origen caucásico» y se referían al resto del subcontinente llamándolo «la indiada». En cuanto a lo económico, se afirma que el Batllismo y luego el Neo-Batllismo gobernaron para la burocracia montevideana olvidándose del campo, y que la industrialización de Montevideo creaba una industria hipertrofiada que servía a un mercado de un millón y medio de personas. Al mismo tiempo se vendía la carne y la lana a Inglaterra a altos precios y no se invertía en el campo, que seguía en el latifundio y el subdesarrollo.
6) La dictadura y la Operación Cóndor. No quisiera aburrir con datos que no agregarían nada a lo que todos sabemos y que abundan en internet. Sólo señalar que la larga dictadura uruguaya (en realidad comenzó en 1967 con las medidas prontas de seguridad y acabó en 1986) cumplió con el objetivo principal: destruir la cultura. La Operación Cóndor dejó claro el propósito, expulsando del país a la mayoría de los intelectuales comprometidos. El destierro fue total. Hace un par de meses, en uno de los programas culturales de la radio pública, el director y un poeta joven invitado coincidían en señalar que los uruguayos que viven y escriben en Europa no son tomados en cuenta en Uruguay, ya no pertenecen al país, son europeos. Es curioso. La literatura estadounidense moderna nació y se desarrolló en París. Y nadie le negaría la nacionalidad a Hemingway, Ezra Pound, Henry Miller y tantos otros que vivieron la mayoría de su vida fuera de Estados Unidos.
País inventado, héroe nacional que reniega de la patria y sin embargo ha sido considerado su fundador, el faro de sus valores, y que cuando esa patria nació era considerado un bandolero y un degollador por la misma clase social que luego lo encumbró; capital poblada y dominada desde siempre por una mayoría europea; acceso a la «modernidad» a través de un gobierno bonapartista y luego ejemplo de eficacia capitalista hasta la decadencia extrema, un gobierno militar que exterminó, encarceló y expulsó a gente que hubiera sido muy valiosa para el país. Y al final más de medio millón de uruguayos viviendo en el exterior y la cultura partida en tres: Montevideo, el interior (los de afuera les dicen) y el exterior (los de más afuera, a quienes no se les permite ni votar). Temas no les han faltado ni le faltan a las letras uruguayas. Y lo más importante: todo lo ocurrido es parte de la conciencia y del acervo de los nacidos y nacionalizados en el territorio, al igual que todo lo creado por los que fueron antes, aunque muchos prefieran no reconocerlo.
La globalización, santo y seña del capitalismo actual junto a la libertad de mercado, prometía un gran futuro para la cultura y las letras. Todos los creadores, fueran de donde fueran, tendrían la oportunidad de ofrecer sus producciones culturales de forma abierta, como si se tratara de una feria callejera. Pronto comprendimos que no sería así. Los grandes grupos mediáticos dominan la cultura de masas (televisión, periódicos y radios importantes, editoriales de difusión masiva) con un único objetivo: vender, ganar dinero. Lo que no genera ganancia es dado de baja de inmediato o desaparece. El libro, la película, la pintura, se han convertido en mercancías. A esta situación no escapan los organismos de cultura oficial, que repiten en cada comunicado el concepto de industria cultural, dando legitimidad a esa conversión. Y las mercancías circulan con mayor fluidez donde tienen más consumo. Cuando una editorial española masiva publica a un escritor español lo difunde en todo el ámbito de habla hispana, pero cuando la sucursal uruguaya de esa editorial (para usarla de ejemplo) publica a un autor uruguayo, éste no sale del país (con suerte llega a Buenos Aires). El escritor del tercer mundo queda preso de su minúsculo mercado, donde el libro suele tener un precio alto, prohibitivo para gran parte de la población. A la dificultad de publicación se agrega la de difusión. Algunos libros de calidad de autores con trayectoria del tercer mundo duermen el sueño de los justos en los sótanos de las librerías españolas. Su pecado es la escasez de ventas por no ser entretenidos.
Para superar estas dificultades sería necesaria la ayuda estatal y una producción de calidad avalada por producciones anteriores en el tiempo. Pero aquí tenemos un problema que es también un misterio sobre el que habría que trabajar. Uruguay tiene, como decimos, una literatura magnífica, pero no muestra orgullo por ella. Las embajadas y consulados uruguayos en Europa promocionan otras cosas, en general el folklore, dejando de lado a escritores/as que, curiosamente, son leídos en las escuelas y estudiados en las universidades de los países en que están instalados.
A este problema global se agrega el local. Decía hace poco en una entrevista un veterano autor uruguayo: «La literatura uruguaya actual carece de vuelo porque es políticamente correcta». Y no lo decía, conste, refiriéndose a la política partidista, sino remitiéndose al concepto clásico de política: todos somos políticos por vivir en la polis, en sociedad. Eric Hobsbawm opinaba que la revolución cultural de finales del siglo XX ha consistido en el triunfo del individualismo sobre la sociedad.
Hemos pasado de la literatura social de los primeros sesenta años del siglo XX al amontonamiento de palabras con mejor o peor resultado. Y la escritura de los jóvenes parte del individualismo.
Un periódico uruguayo entrevistó el año pasado a cuatro jóvenes poetas bastante «notorios». Las preguntas versaron sobre el porqué de su escritura y la relación de la misma con Uruguay. Las respuestas fueron muy curiosas. «La narrativa como la poesía son estados de ánimo». «Empecé a escribir poesía cuando entendí que era algo más físico que intelectual». «La poesía es una forma de habitar el planeta». «La realidad a veces deviene en un conjunto de palabras». Y en lo relativo a Uruguay coincidieron los cuatro en que la temática autóctona, nativa, no existe. Solamente uno de los entrevistados mencionó muy de pasada el diálogo con quienes escribieron antes.
En este sentido han hecho mucho daño los talleres literarios que han recomendado no leer a nadie, limitarse cada tallerista a escribir lo que siente cuando mira el paisaje o la pared. El problema está en que para sacar algo de esa observación habría que tener el talento de un Faulkner o un Rimbaud. Y es cierto que el escritor estadounidense miraba el paisaje, pero agregándole la gente de su dolido y doliente sur, y el francés también usaba las paredes, pero para fabricar las barricadas de la Comuna de París.
(Texto leído en la presentación del libro El faro de arena)
Onetti en la ciudad letrada / Lucía Giordano Devoto
Por la ventana del restaurante podíamos ver a la gente que salía de los teatros y los cines y llenaba Lavalle, entraba parpadeando en los cafés, encendía cigarrillos, buscaba taxímetros sacudiendo las cabezas brillosas en el calor de la calle. Desde la mesa veíamos a los grupos que entraban, las mujeres bostezadoras y animosas, los hombres ceñudos, altivos, desconfiados.
–Esa es mi raza –dijo Stein–, el material que se me ha confiado para construir el mundo del mañana. La vida breve (43)
La obra de Juan Carlos Onetti ha sido definida reiteradamente por la crítica como de carácter decididamente urbano. Para Emir Rodríguez Monegal («Onetti o el descubrimiento de la ciudad»), en toda ella la ciudad rioplatense es el personaje central y Onetti es uno de los primeros escritores que, a ambos márgenes del Plata y en buena parte de Hispanoamérica, empezaron a introducir como temática literaria la vida en las grandes ciudades de América Latina y el retrato de unos individuos que se veían inmersos repentinamente en el caos y la angustia de la modernidad. Ángel Rama, en «Origen de un novelista y de una generación literaria», matiza y plantea que ya entre 1910 y 1925 se podía hablar de una literatura urbana, presente en la narrativa de José Pedro Bellan o en la poesía de Juan Parra del Riego (62), y que Onetti aportó más concretamente el interés porque los escritores montevideanos moldearan en su narrativa una visión de la capital uruguaya que sirviera a sus habitantes para comprenderse a ellos mismos y a la ciudad en proceso de cambio (61). Rama cita entonces al joven Onetti que en las columnas del semanario Marcha expresaba esta incitación recurriendo a Wilde: «la vida imita al arte», de modo que, si los literatos siguen el consejo, «muy pronto Montevideo y sus pobladores se parecerán de manera asombrosa a lo que ellos escriban» (61). Según Rocío Antúnez, el interés por dar una existencia literaria a la ciudad surgiría de una experiencia doble de extrañamiento: respecto a su primera estadía en Buenos Aires y respecto al Montevideo al que, a su regreso, veía con otros ojos, así como de la vivencia de desarraigo resultante, de su visión excéntrica y a la vez familiar respecto a ambas orillas (36).
Por otro lado, fue en buena parte la lectura de novelistas estadounidenses de aquella época (Dos Passos, Faulkner, Hemingway, Scott Fitzgerald…), así como de europeos, la que inspiró a los escritores latinoamericanos para explorar el espacio urbano como tema (Rama, «Origen» 64). En contraste con la literatura del campo que había predominado anteriormente –y con la que aún entre 1925 y 1940, según fecha Rama, se disputaba el protagonismo la ciudad–, Onetti es identificado como representante de una «modernidad enajenada» (Prego 71), resultado del rápido crecimiento urbano, en la que vive y en la que sitúa a sus personajes y que al mismo tiempo constituye la periferia en relación con las recién mencionadas fuentes literarias de su inspiración creativa: Estados Unidos y Europa (Prego 72).
El propio Onetti, al ser preguntado por la relevancia del espacio urbano en su literatura, respondió en cierta ocasión: «Siempre he preferido los temas ciudadanos y sus personajes. Conozco muchas obras importantes ubicadas en ambientes provincianos, pero eso nunca me ha inspirado. Profundizando, nada me dicen los diversos folklores que he conocido» (Anthropos 23). Al mismo tiempo, reconocía que en su escritura no abundan las descripciones («A mí me interesa muy poco lo que se llama paisaje, como debe notarse en mis libros, creo yo»), sino que buscaba más bien desarrollar «un ambiente humano, de los personajes, de modos de ser de personas, psicología. ¿Qué me importa en qué lugar están? Críticas muy certeras me han dicho que mi literatura era una literatura de habitación o de casa de citas. Que estaba ubicada en esos lugares, lo cual tal vez sea verdad» (Prego 73).
Así, mientras relatos tempranos como «Avenida de Mayo – Diagonal Norte – Avenida de Mayo» (1932) o «El posible Baldi» (1935) mostraban cada uno a un personaje caminando por las bulliciosas avenidas y calles de Buenos Aires y respondiendo al estímulo de letreros, focos, tráfico y ruido, con el tiempo estos elementos perdieron protagonismo en la escritura de Onetti y dieron paso a personajes más volcados hacia los estímulos que brotaban y circulaban en su propio interior, a una exploración de los pensamientos y sentimientos de los individuos, a partir de la cual recibían atención, en segundo término, los espacios en que se enmarcaban. ¿Se debería entonces considerar menos urbana (¿y en qué sentido del término?) aquella parte de su producción narrativa que presta menor atención explícita a la ciudad en la que se sitúan los personajes? ¿Qué conforma la psicología de estos que pueda haber sido absorbido del entorno para contribuir a su vez a los ambientes humanos que crea Onetti?
En relación con la primera pregunta, Antúnez recoge una periodización habitual que distingue una primera etapa vinculada a Montevideo y Buenos Aires, una segunda relacionada con la invención de Santa María y una tercera relativa al incendio de esta y su reconstrucción (26). Aunque en Caprichos con ciudades su análisis se ciñe a obras de la primera etapa, nos remite a la opinión de otros críticos respecto a la totalidad del corpus. Roberto Ferro, por ejemplo, observa que la representación de las dos grandes metrópolis desafía las estrategias del realismo, a fin de adaptarse mejor a la naturaleza problemática de la urbe, mientras que la ciudad ficcional de Santa María se va desvaneciendo progresivamente en la saga como referente concreto (Antúnez 26). Ambos críticos sitúan así el foco sobre la representación de la ciudad como tema –y es muy posible que este haya sido el interés inicial del joven Onetti al escribir los dos primeros cuentos aquí mencionados– y sobre la progresiva desviación hacia otras temáticas. La apreciación de Christina Komi a este respecto se aproxima más al enfoque que el presente trabajo se propone adoptar, pues ella destaca el papel secundario que tiene el espacio urbano físico en el conjunto de la obra onettiana y la consiguiente cohesión de la configuración literaria de este (Antúnez 27).
Baldi y Suaid
Con la perspectiva del tiempo, a la luz que las narraciones posteriores arrojan sobre sus antecesoras, uno de los temas que destacan en la producción onettiana es la consternación por la distancia insalvable entre los sueños o ideales y las posibilidades reales. La libertad de la imaginación y las constricciones del orden físico son inevitablemente desiguales, pero querríamos destacar, ayudándonos principalmente de los análisis de Ángel Rama de la historia de las ciudades latinoamericanas y de la vida cultural uruguaya de principios del siglo XX, las implicaciones específicas que este desajuste tiene en dicho contexto, en el que se enmarca una parte importante de la vida y la escritura de Onetti.
Nos proponemos argumentar que el calificativo de «urbana» se ajusta por igual a toda su obra si con él se destaca una tensión constante entre ideas y marcos conceptuales llegados de un «viejo» continente y las realidades de uno «nuevo» en el que son mantenidos como referentes ya ineludibles mediante las clases letradas y el empoderamiento de las ciudades. El hecho de que los ambientes humanos del escritor suelan ser percibidos como marginales y pesimistas se debe en buena parte a que en sus textos opta por no perder de vista las limitaciones de la realidad que otros habían descuidado por culpa de un determinado uso de la escritura que, como señala Rama, hace soñar a las conciencias hasta tal punto que estas olvidan que se trata de materiales escritos y se limitan a «disfrutar del sueño que ellos excitan en el imaginario, desencadenando y encauzando la fuerza deseante» (Ciudad 78). Onetti, por tanto, invierte el mecanismo por el cual el poder hace uso de la escritura: en lugar de ensalzar una visión idealizada que esconda las miserias del mundo sensible, su escritura da el protagonismo al mundo sórdido de unos personajes mediocres y antiheroicos que esconden celosamente en sus pensamientos sueños de aventura, de comunicación con los demás o de juventud eterna; para ellos, estos sueños solo revelan vulnerabilidad, pues, a diferencia de aquellos que alimenta el poder institucional, no pueden ser forzados sobre los demás y podrían ser utilizados para dejar en evidencia la debilidad de su impotentes poseedores.
Volviendo a la relación de estos personajes con el espacio, vemos que ya en los dos relatos mencionados más arriba se perciben indicios de un diálogo constante entre el mundo interior y el exterior y de la tendencia de los seres onettianos a evadirse de la realidad circundante hacia mundos imaginados, sueños y recuerdos. En «Avenida de Mayo», el protagonista, Víctor Suaid, camina sin rumbo registrando con la mirada detalles del paisaje urbano (carteles publicitarios, últimas noticias, luces de coches, escaparates…) que le llevan a imaginarse a sí mismo como un aventurero en Alaska, un gran duque en Rusia o un piloto de coches de carreras. «En la Puerta del Sol, en Regent Street, en el Boulevard Montmartre, en Broadway, en Unter den Linden, en todos los sitios más concurridos de todas las ciudades, las multitudes se apretaban, iguales a las de ayer y a las de mañana» (Cuentos 32), ignorantes de que para ellos no había un mañana en la mente de Suaid, en la que ametralladoras disimuladamente distribuidas por todo Occidente esperaban a que un individuo, multiplicado por mil, diera la orden de disparar sobre ellas (intuición certera del enfrentamiento mundial que depararía el final de la década). En el segundo cuento, el abogado Baldi, «hombre tranquilo e inofensivo», inspirado por un empedrado roto y los materiales para reparar la calle abandonados en la noche, se construye una identidad totalmente diferente a la suya: una vida violenta y peligrosa que relata a una joven extranjera que quiere conocer el pasado del hombre «tan distinto a los otros… Empleados, señores, jefes de las oficinas…» (Cuentos 50) que la ha ayudado a librarse de un desconocido que la seguía.
El anonimato que proporciona una ciudad masiva e imponente como Buenos Aires, donde Onetti vivió varios años y que lo marcó profundamente, ofrece a los habitantes de sus narraciones la posibilidad de jugar a ser quienes ellos deseen y huir así de sus frustraciones o su aburrimiento. Se perfilan ya las características que el escritor uruguayo atribuyó en su prólogo a los individuos de Tierra de nadie (1941), «un grupo de gentes que aunque puedan parecer exóticas en Buenos Aires son, en realidad, representativas de una generación», la cual ha abandonado los viejos valores morales y carece aún de otros con los que sustituirlos: «El caso es que en el país más importante de Sudamérica, de la joven América, crece el tipo del indiferente moral, del hombre sin fe ni interés por su destino» (Rama, «Origen» 66). Baldi reniega de sus valores momentáneamente, de su «lenta vida idiota» y de su incapacidad para «aceptar que la vida es otra cosa, que la vida es lo que no puede hacerse en compañía de mujeres fieles, ni hombres sensatos» (Cuentos 54). Esta característica de la gran urbe como espacio lleno de desconocidos que permite disfrazarse sin cambiar de aspecto y refugiarse en otra identidad y otros valores simplemente mediante la palabra ejemplifica en pequeña escala el papel que, a nivel institucional, juegan los discursos a la hora de elaborar determinadas versiones sintéticas de la complejidad inmensa de las ciudades y de servirse de dichas representaciones para sus fines, como veremos con Ángel Rama.
El pozo
El pozo (publicado en 1939 pero iniciado por Onetti varios años antes) ejemplifica el paso de los relatos peripatéticos hacia la «literatura de habitación» que más arriba hemos visto a Onetti aceptar como posible denominación para sus creaciones. En esta novela corta el pasearse del protagonista, Eladio Linacero, no va más allá de las cuatro paredes de su cuarto, pero su mente se desplaza lejos del espacio y el tiempo en los que está escribiendo sus memorias para evocar hechos pasados y para tomar conciencia de la ciudad que lo rodea, totalmente ajena a él. Ella y el tiempo pasan a su alrededor, en las observaciones de Linacero, mientras él trata de fijarlos en su escritura para dotar a su propia vida de algún sentido y ofrecerle su versión de ella al lector, por si este es capaz de comprenderle, a diferencia de otros personajes con los que intenta, sin éxito, sincerarse. Ni su ex mujer, ni un poeta, ni una prostituta, a quienes empieza a contar sus sueños, les conceden relevancia alguna, ni entienden su deseo de que las historias que inventa le pudieran suceder realmente. Este anhelo, que sí conocen Suaid y Baldi, irá reapareciendo en futuros personajes onettianos y será clave para la creación de la ciudad ficticia de Santa María a través de José María Brausen, quien, en La vida breve (1950), imagina en ella una vida diferente a la que lleva.
«Esta es la noche, quien no pudo sentirla así no la conoce. Todo en la vida es mierda y ahora estamos ciegos en la noche, atentos y sin comprender» (Onetti, El pozo 39): finalmente, la noche parece revelarse como la verdadera protagonista de El pozo, síntesis de un sentimiento de enajenación que cierra el texto tras haber sido desechados por Linacero varios tipos de compromiso que prometen articular la existencia en la ciudad: el compromiso político de Lázaro, su compañero de habitación; el familiar, al que pone fin con el divorcio; o el económico, frente al que rechaza una identidad basada en el consumo: «no me interesa ganar dinero ni tener una casa confortable, con radio, heladera, vajilla y un watercló impecable» (24). Linacero desprecia la moral burguesa y autocomplaciente, y su pertenencia a la sociedad pasa por otro lado; nace precisamente de su ruptura con las alternativas recién mencionadas –a las que podría agregarse el compromiso de los intelectuales, contra quienes Linacero dirige un vehemente ataque (32-3)–, ya que mediante ese gesto se suma a otra masa de individuos urbanos, menos visibles en la ciudad real debido a su ausencia de vínculos pero que abundan en el universo onettiano. En palabras de Félix Grande, Onetti fue el «compositor de una vastísima sinfonía de la marginación (…) cuyos héroes tenían el oficio de putas, jugadores, anarquistas, ladrones, drogadictos, proxenetas, redactores de policiales y poetas llenos de congoja y de asco» (Anthropos 39).
En El pozo, concretamente, se presenta, según Jaume Pont, «uno de los problemas ontológicos capitales de la condición humana en la época moderna»: «el proceso de degradación individual en el medio urbano» (Anthropos 52). Al ciudadano que reniega de todo no parece quedarle más opción que degradarse y desaparecer; Linacero, no obstante, a pesar de mostrarse aislado en su cuarto de pensión y en sus ideas, encuentra un modo de dar forma a la incomunicación que experimenta. El acto comunicativo de escritura confesional que realiza le permite crear un significado por el que salvarse de la desintegración, recurso intrínseco a la obra de Onetti, por cuanto el escribir tiene para él una función liberadora, detectable también en la tendencia de muchos de sus personajes a dar prioridad al mundo de la imaginación, frente a aquel que les rodea y decepciona cotidianamente y del que procuran evadirse. Por otra parte, el acto de escribir permite a Linacero tomar conciencia del entorno en el que vive y de su propia trayectoria de un modo nuevo; al forzarse a poner en palabras lo que siente, lo que sueña, lo que ha vivido y lo que le transmiten la ciudad y sus gentes fuerza también su mirada y agudiza sus percepciones: «Hace un rato me estaba paseando por el cuarto y se me ocurrió de golpe que lo veía por primera vez» (5); «Lo curioso es que, si alguien dijera de mí que soy “un soñador”, me daría fastidio. Es absurdo. He vivido como cualquiera o más. Si hoy quiero hablar de los sueños, no es porque no tenga otra cosa que contar. Es porque se me da la gana, simplemente» (7).
Como decíamos, la noche sintetiza la enajenación de Linacero en el sentido de que esta, al homogeneizar el espacio bajo su oscuridad y borrar los contornos que separan a unos seres de otros, los une e impide así, por consiguiente, su interrelación. Del mismo modo, Linacero, quien se identifica con ella («los golpes de mi sangre en las sienes se acompasan con el latido de la noche» (39)), se aísla de toda relación al mismo tiempo que su propia descripción lo revela como representante de un sector marginal de la sociedad que, precisamente por serlo, no permite a sus integrantes establecer lazos ni siquiera entre ellos mismos a través de su compartida indiferencia moral, de la falta de interés por sus destinos que señalaba Onetti. Para Rama, quien observa en la literatura de este el «reconocimiento de la nocturnidad existencial», sería más preciso decir que dichos personajes están hipnotizados por sus destinos y se niegan a depositar sus energías en causas externas a ellos o en cualquier tipo de fe que los obligaría a obrar, y que, pendientes únicamente de sí mismos, persiguen un placer que con frecuencia supone la autodestrucción («Origen» 72).
Referentes e inspiración
Si se piensan las características de los personajes onettianos contra el trasfondo del momento histórico en el que le tocó vivir y escribir a su creador, se hace difícil no atribuir a las circunstancias una gran responsabilidad en la naturaleza derrotista de estos. Por los años en que se publica El pozo, el panorama nacional e internacional no ofrecía muchas razones para el optimismo:
Políticamente esa circunstancia histórica se tipifica en la lucha mundial contra el fascismo que parece el gran triunfador de la hora: derrota de la España republicana, ocupación de Austria y de los sudetes checoeslovacos, transacciones de Munich, pacto germano-soviético que rompe la unidad de la izquierda antifascista, iniciación de la guerra y victoria del nazismo, crisis económica y dictaduras derechistas en América Latina, –el «terrorismo» en el Uruguay–, general intento de agrupaciones de las fuerzas «progresistas» (…) y debilidad de todos estos movimientos. Un cuadro que condujo al escepticismo a muchos y que sólo superó una minoría sicológica y sociológicamente formada. (Rama, «Origen» 41-2)
Ante semejante contexto, no sorprende que, como reflexiona Rama más adelante en su artículo, se perciba un deterioro general del valor de las acciones humanas y se produzca una importante pérdida de confianza en las posibilidades de las personas para transformar el mundo o cambiar ellas mismas (72). La actitud que adoptó Onetti ante la realidad consistió en recurrir a su imperiosa necesidad de escribir y a sus aptitudes para ello para contribuir a su manera al desigual y frustrante diálogo entre, por un lado, los ideales, el imaginario colectivo, y, por el otro, la realidad conflictiva recién sintetizada.
El texto que más claramente lo demuestra es posiblemente Para esta noche (1943), en cuyo prólogo el autor explica: «En muchas partes del mundo había gente defendiendo con su cuerpo diversas convicciones del autor de esta novela (…). Este libro se escribió por la necesidad –satisfecha de forma mezquina y no comprometedora– de participar en dolores, angustias y heroísmos ajenos». Según explica Carlos María Domínguez en su biografía de Onetti, el punto de partida fue una historia que en cierta ocasión le contaron al escritor –en uno de los cafetines que frecuentaba en las madrugadas durante los años que vivió en Buenos Aires– un anarquista español y otro italiano que habían huido de España tras la derrota republicana (88). Además, aunque no explícitamente, la novela se situaba en Buenos Aires y prefiguraba el clima de violencia institucionalizada que se daría en la realidad argentina al cabo de pocos años. Al destacarlo, Rodríguez Monegal precisa que no se trata de ver a Onetti como un visionario: «No lo es, si su ambición literaria corre por ese lado. Pero al ser un novelista, al hundir su mirada en la realidad, al recrearla en términos de ficción total, no puede evitar que el trazo más profundo de esa realidad, su secreta marca de agua, no quede revelado en la entraña ardiente de sus novelas».
Su receptividad para captar y profundizar en la atmósfera social, sumada a la sinceridad radical que exigía a los escritores (él mismo el primero), se plasmaba en sus obras y se percibía también en su manera de ser. Faby Carvallo, quien fue amiga y amante de Onetti, comentó de él que «siempre fue un testigo, un relator, un tipo que estaba sentado en un balcón mirando la vida. Recuerdo (…) ese desapego por las cosas, esa comprensión, la apertura para entenderlo todo, pero quedando del lado de afuera» (Domínguez 103-4).
Tanto en su etapa como secretario de redacción de Marcha en Montevideo, donde también era columnista y trataba temas de política nacional e internacional, como durante su segunda estadía en la capital porteña (entre 1941-1955), a lo largo de la cual trabajó para la compañía Reuter y colaboró con diversos suplementos literarios, el escritor uruguayo seguía con atención las dinámicas internacionales, a la vez que se sumergía cotidianamente en la vida nocturna de la ciudad, a cuyos cafés se dirigía después del trabajo y en sus horas libres y de la que extrajo grandes dosis de inspiración para sus ambientes. Prostitutas, marineros, macrós, actrices de teatro amateur y demás personajes nocturnos pasaron de los locales –algunos oscuros, pequeños y sucios– a las páginas de Onetti, en ocasiones incluso con su apodo, como en el caso de Juntacadáveres, cuyo nombre el escritor sintió que el mundo de la ficción no podía desaprovechar y utilizó para crear al memorable Junta Larsen (Domínguez 70). A pesar de que sus personajes se mueven como sombras por las ciudades o pueblos en que los ubica, sin que parezca importarles demasiado lo que sucede más allá de sus mentes, hay en ellos marcas profundas infligidas por los conflictos de la historia a través de los ojos ya la sensibilidad con los que los percibió Onetti y que se detectan en ellos incluso cuando se refugian en la ficcionalidad de Santa María. Se las podría encontrar resumidas en el sentimiento de alienación y escepticismo que Linacero expresaba con asco, que nace en Onetti y que se integra en él y en los demás personajes para apenas abandonar la obra del escritor, quien hace de las zonas oscuras de la vida y de las causas perdidas su principal ingrediente literario, en oposición a las voces oficiales que en aquella época preferían contar solamente las causas ganadas.
Al mismo tiempo, Onetti frecuentaba la compañía de periodistas, artistas e intelectuales, con quienes conversaba de literatura, política y mujeres. Vivía entre dos mundos y escribía inspirado por ambos, fusionándolos a su propia manera. De sus lecturas, influencias literarias y entorno intelectual extraía sus convicciones de lo que debía exigírsele a un escritor, así como recursos técnicos: Tierra de nadie se inspira en la estructura externa y paralelística de Dos Passos para narrar la gran metrópoli, mientras Para esta noche debe a Faulkner su estructura interna compleja y con La vida breve Onetti inicia una exploración de fórmulas propias (Rodríguez Monegal). Reivindicaba un nuevo tipo de escritor, un «escritor no hombre de letras», un «anti-intelectual», cuyos modelos serían Céline, Hemingway, Faulkner y otros estadounidenses y que debería dejar atrás definitivamente las viejas formas para utilizar sin miedo y con ímpetu rejuvenecedor el idioma propio, en lugar de imitar el lenguaje de España o de Francia; la autenticidad debería ser la prioridad en su literatura, aun a costa de tener que admitir la condición de bárbara (Domínguez 59-60). En su búsqueda de una voz propia y sincera, el protagonismo lo concedía a los sentimientos y conductas que veía en acción en él mismo y a su alrededor: los celos, la melancolía, la atracción por la inocencia de la adolescencia, el sexo entendido como dominación, la particular moral y rectitud de conducta del reo, que no se encontraban en clases más educadas. Como escribe Domínguez, ya a los veintiocho años «los propósitos de Onetti formaban parte de una tensión social y literaria» y con el tiempo participarían del «sentimiento de fracaso que embargaba a las capas medias del Río de la Plata. De las debilidades de un mundo que se mostraba como no era, Onetti extraería la materia de sus historias» (48).
La actitud de Onetti lo sitúa claramente, pues, entre los integrantes de la que Ángel Rama denomina «generación crítica» uruguaya y que sitúa entre 1939 y 1969, a la vez que destaca en 1955 –año en que se inicia una grave crisis económica nacional, que con el tiempo iría a peor– una serie de cambios que dividen internamente el período en dos etapas y en dos promociones intelectuales. Lo que caracteriza a la generación crítica, plantea Rama, es que intuye el confuso y opaco debilitamiento del modelo económico y social uruguayo y se ocupa de evidenciarlo y de proponer una renovación (20-1).
La generación crítica
Durante la primera de las etapas, marcada por el internacionalismo y el progresismo antifascista, el país se percibía a sí mismo como prácticamente europeo y se encontraba, efectivamente, a la cabeza de América Latina en términos políticos y sociales; el neo-batllismo continuó la modernización desarrollada fuertemente durante el gobierno de José Batlle y Ordóñez en las tres primeras décadas del siglo XX y Uruguay conoció años de prosperidad, en los que conflictos como la segunda guerra mundial o la guerra de Corea favorecieron la exportación, la cual permitió a su vez altos niveles de importación que alimentaron el desarrollo de la industria (Rama, Generación 20-3). La bonanza, no obstante, convivía con circunstancias menos positivas: mientras en Montevideo las clases medias prosperaban gracias a la industrialización y la burocracia y mejoraba notablemente el nivel de vida, el medio rural y todo el interior del país no percibían las mejoras y, por el contrario, salieron perjudicados. Así lo expresa Julio Martínez Lamas, autor del libro Riqueza y pobreza en el Uruguay:
En la Campaña, fuente única de la riqueza nacional, reina la pobreza, porque no existen capitales, en la misma campaña, no hay población densa, ni aumento de producción, ni evolución de la ganadería, ni aumento de la mestización de los ganados, ni apreciable subdivisión de la tierra por causa de su mejor y más intensa explotación, ni crecimiento de las vías férreas, ni ahorro popular: hay, en cambio, por el mismo motivo, falta de poblamiento, latifundismo, estancamiento de la agricultura, ferrocarriles arruinados, pobreza general, emigración. (Citado en Nogara, «Uruguay: La vuelta al Estado tapón»)
Ignacio Pérez Borgarelli, por su parte, destaca también una tendencia nueva que surgió entre la población durante el Batllismo y que se notaba en los periódicos: un enorgullecimiento por su «origen caucásico» y cierto desprecio hacia «la indiada» que representaba el resto de Latinoamérica, en comparación con la cual los uruguayos se percibían como «impolutos» (citado en Nogara). Nociones como esta sugieren olvido o desconocimiento de la historia nacional: el nacimiento mismo del país debió mucho a los intereses comerciales extranjeros (de Inglaterra, especialmente) y a su connivencia con la oligarquía montevideana, pues Europa no había estado dispuesta a permitir que toda la costa este sudamericana estuviera únicamente en manos de Argentina y Brasil, como expresó John Ponsonby –Ministro Plenipotenciario enviado al Río de la Plata por el Reino Unido– en una carta a un ministro argentino (Nogara); sentirse más europeos que latinoamericanos suponía no solo legitimar dicho intervencionismo sino descuidar la importancia de las diferentes luchas por la independencia en el territorio respecto a las metrópolis colonialistas.
Uruguay no tuvo una vanguardia literaria fuerte, por lo que la primera promoción intelectual leía a las vanguardias europeas y literatura de Estados Unidos, con frecuencia imitando las tendencias marcadas por la revista argentina «Sur»; se hacía muchísima crítica cinematográfica –de la producción internacional, pues no se logró crear una industria cinematográfica uruguaya– y el teatro se desarrolló con fuerza y calidad, ofreciendo obras modernas y clásicas del repertorio universal; había un consumo elevadísimo de periódicos, subsidiados por el estado, y tanto durante la primera como la segunda promoción numerosos escritores contribuyeron a elevar el nivel de la prensa y la crítica cultural (Carlos Martínez Moreno, Fernando Ainsa, Eduardo Galeano, Mario Benedetti, Emir Rodríguez Monegal…); en pintura, Joaquín Torres García introdujo en el país la influencia de los creadores vanguardistas europeos y su concepción universalista del arte, a pesar de lo cual este se adaptó a la realidad nacional e incorporó la ciudad como tema (Rama, Generación 41-9).
Al finalizar los conflictos bélicos que habían beneficiado tanto a la economía uruguaya como a la argentina, las importaciones uruguayas se mantuvieron en sus niveles elevados, por lo que el país empezó a endeudarse y empobrecerse, mientras la ideología liberal que había caracterizado el período de producción y explotación capitalista entró también en crisis y la gran movilidad que había permitido progresar de forma notable a los sectores medios –pequeña burguesía que compartía sus valores liberales con la clase alta y ejercía de sector de contención entre ella y la clase baja– desapareció (Ruffinelli 193, 195).
Fue el inicio de la segunda etapa señalada por Rama, marcada por el nacionalismo; a fin de examinar mejor la nueva situación y buscar respuestas ante la inestabilidad que se vivía, la atención pasó a centrarse en lo exclusivamente nacional –así como en las experiencias políticas de las naciones semejantes dentro de Latinoamérica (Generación 182)– y la segunda promoción intelectual avanzó en disciplinas nuevas tales como sociología, economía o psicología, que acapararon el protagonismo en revistas que anteriormente habían tenido una marcada impronta literaria (Generación 58-9). Sus integrantes ahora leían a sus mayores y las literaturas del resto de Hispanoamérica. La prensa, perjudicada además por la aparición de la televisión, vio sus recursos reducidos a la mitad, dejó de abundar en información internacional y, por tanto, acortó enormemente el horizonte cultural de sus lectores, por lo que se incrementó el provincianismo del ambiente (Generación 50). Al periodismo de agitación lo acompañó la canción protesta y una producción teatral que, con la misma voluntad contestataria, «reconquist[ó] su público al ofrecerle una de las pocas imágenes válidas de la realidad en un momento de escamoteo oficial de la situación del país» (Generación 48), al tiempo que se revalorizó la autoría nacional.
La ciudad moderna
Teniendo en cuenta las circunstancias recién comentadas (especialmente las de la primera etapa) se comprende mejor la intención del joven Onetti de provocar a sus conciudadanos, enfrentándolos con la cara menos amable de su identidad y cultura nacionales, así como con la violencia de la vida en la gran ciudad, primero a través de las columnas de Marcha (entre 1939 y 1941) y luego mediante su escritura, los ambientes y el tono que desarrolló.
A pesar de preferir los temas urbanos a los rurales, el escritor no dejaba de ser consciente del forcejeo constante en el que se desarrolló el Montevideo moderno y que se plasmaba en las ciudades a la vez pueblerinas y metropolitanas, según las define Antúnez, –deseosas de parecerse a París o Nueva York pero incapaces de perder su aire de provincia (191)– que construyó en su narrativa: un forcejeo entre un «impulso progresivo» y «su freno» que se tradujeron en una modernización que quedó estancada (53-4). Antúnez toma ambos términos del ensayo de Carlos Real de Azúa El impulso y su freno, de 1964, en el que el historiador y crítico literario analiza el batllismo y destaca, por ejemplo, las numerosas inversiones que se realizaron –en obras públicas, instituciones, proyectos– pero cuya finalización quedó truncada por sucesivos recortes presupuestarios. A pesar de ello, el Libro del Centenario, publicación que en 1925 recogía la versión oficial de todo lo conseguido por el país en sus primeros cien años de independencia, describía Montevideo como «moderna y confortable», «única» y, en definitiva, un locus amoenus al que se le auguraba también un futuro de progreso y optimismo (Antúnez 51).
En la Ciudad Vieja, sin embargo, y no muy lejos de los bulevares y magníficas avenidas de las que se enorgullecía el gobierno batllista, en calles estrechas y «refugiado en casuchones en ruinas, se extendía el gueto prostibulario, el Bajo, cuya desaparición en la ciudad real y su falta de abordaje en la literatura lamentaría [Onetti] en 1939. Allí habitaba, en régimen de inquilinato, parte de la población de bajos recursos» (Antúnez 51). Y allí habita Linacero, en un cuarto de conventillo dentro y fuera del cual se encuentran el deterioro y la pobreza que va retratando el personaje; un cronotopo, como analiza Antúnez, que tiene su propia tradición cultural en ambos márgenes del Río de la Plata, en la literatura así como en el tango (125-6). Un cuarto en un conventillo es un espacio que no se posee sino que se ocupa provisionalmente, mientras que el patio representa un ámbito intermedio, ni completamente público ni completamente privado, que debe compartirse, igual que los baños o los corredores (127).
Estos espacios que no tienen cabida en el Libro del Centenario encuentran su lugar en los textos de Onetti; a través de Linacero, por ejemplo, la experiencia de sus habitantes logra acceder a la escritura, espacio también privado al mismo tiempo que público, y participar de la narración de la ciudad. Incluso el sueño más íntimo y secreto del protagonista, en el que lo visita una muchacha a la que agredió siendo adolescentes, queda escrito en sus memorias, donde cualquiera podrá leerlo: posibilidad buscada por el protagonista pero que no obstante lo inquieta, pues está convencido de que «no hay nadie que tenga el alma limpia, nadie ante quien sea posible desnudarse sin vergüenza» (El pozo 15).
El conventillo, a su vez, provee a Linacero de un lugar desde el que cortar los vínculos con aquello que le desagrada: le permite abandonar el espacio que antes compartía con su esposa, escapar de la vida burguesa y consumista al que la relación lo habría volcado y asumir una posición crítica suficientemente coherente. Sin embargo, hay algo que no se puede permitir ignorar: «El trabajo me parece una estupidez odiosa a la que es difícil escapar» (El pozo 24). Por sus confesiones sabemos que Linacero tuvo durante un tiempo un trabajo en un diario. Para pagar el alquiler y sobrevivir en la ciudad debe conservar un único compromiso con la vida laboral y este soñador busca lograrlo mediante la palabra. Onetti se encontraba en circunstancias algo parecidas cuando escribió El pozo, y perseguía un sueño ambicioso: ganarse la vida como escritor.
La ciudad letrada
El papel de la palabra en la ciudad es un tema que interesa especialmente a Ángel Rama y que también resulta clave en su estudio sobre la generación crítica uruguaya, en el que destaca la «rectoría de la función intelectual», que opera en la realidad mediante la «imaginación creadora» y la «conciencia crítica» (Generación 14-5):
Si le concedemos magnitud operadora a la imaginación es porque creemos, no simplemente en esa su capacidad profética que se acostumbra a ejemplificar con escritos de Kafka, sino más precisa, más realísticamente, en su penetración para construir, partiendo del primer, brusco, insignificante dato, el edificio entero de lo posible: (…) si se trata de una grieta será el resquebrajamiento de una ciudad que se desmorona. (…) [La imaginación] parte velozmente de la realidad, respondiendo a sus más esquivas y disimuladas incitaciones, para retornar a ella (…) con el propósito de transformarla a su imagen y semejanza, forzándola a devenir materia concreta de una estructura mental. (15-6)
Onetti se muestra consciente de ello al citar a Wilde y, de hecho, El astillero ha sido visto por algunos críticos como una metáfora de la decadencia del Uruguay de nuestros días, «que sobrevive vendiendo las joyas de la abuela, como venden los restos quienes simulan trabajar en el astillero» (Nogara). De este modo, ya en 1957 determinadas señales que muchos uruguayos no percibían o no querían percibir habrían sido captadas por Onetti (Rodríguez Monegal) y ampliadas en la ficción a través de la empresa en ruinas de un Jeremías Petrus obstinado en mantener las apariencias y de un Junta Larsen con aspiraciones de ascenso social como forma de venganza hacia la ciudad de la que había sido expulsado cinco años antes. A pesar de su anhelo de vivir de la escritura, Onetti no busca los elogios y el aplauso que le facilitarían su objetivo e increpa a los nuevos y poco audaces escritores cuyos «poemitas han sido facturados expresamente para alcanzar ese alto destino»; para él, es imprescindible «que el creador de verdad tenga la fuerza de vivir solitario y mire dentro suyo» (Rama, «Origen» 55), porque, de esta forma, su escritura será auténtica y el creador le concederá a su propia imaginación la libertad necesaria para tomarle el pulso a la realidad circundante y utilizar sin censura el conocimiento que le proporcionan sus intuiciones.
El gesto de Onetti participaría, pues, del segundo momento de la función crítica que identifica Rama y que se da cuando esta pasa a ejercer un papel opositor frente a un régimen y un sistema ideológico que han dejado de tomar en consideración sus aportaciones y de aplicarlas al manejo de la realidad y contra el que emprenderá un proceso de destrucción y sustitución (Generación 17). En un primer momento, por el contrario, la función crítica regula los procesos creativos de la sociedad y contribuye a su resolución; expresa –sin proponer una lucha– los cambios que sobrevienen en la realidad (16-17) y, en suma, establece con los organismos de poder una relación de interdependencia que Rama analiza diacrónicamente y a nivel de toda Latinoamérica en La ciudad letrada, partiendo de los tiempos de la conquista.
Según el crítico uruguayo, la ciudad latinoamericana es en gran medida «un parto de la inteligencia» (Ciudad 17), por lo que el modo en que se la pensó, el orden y normas que se le impusieron, la ideología con la que se justificaron las decisiones y, en suma, todo el sistema simbólico (palabras, planos, imágenes mentales, emblemas, cifras) al que se recurrió fueron claves para determinar previsoramente la realidad física que se quería establecer y minimizar así en lo posible el riesgo de que los individuos y las futuras circunstancias elaboraran alternativas y generaran desorden. En el «nuevo» continente, además, la palabra escrita, herramienta que confería a los escribanos la capacidad de dar fe, fue convenientemente sacralizada y adquirió aún mayor poder simbólico, por cuanto contrastaba claramente con lo precario de la tradición oral de sus habitantes nativos, que fue en gran parte exterminada junto con ellos.
Desde entonces, muestra el libro, la palabra escrita y aquellos que la dominaban (los sucesivos equipos intelectuales que Rama designa con «ciudad letrada») jugaron un papel decisivo en la historia de todo el territorio, protagonizando un pulso constante con la «ciudad real». Quienes impusieron su control en las diferentes etapas (las metrópolis colonizadoras y su importada «ciudad barroca», la ciudad frente al campo, las naciones independizadas, los partidos políticos) se sirvieron de ella para construir y forzar sobre los significantes de la realidad material, sensible y visible un discurso, «un sistema independiente, abstracto y racionalizado»: el sistema simbólico a cuyas necesidades y normas debían ajustarse los particularismos para recibir de él la significación que le conviniera otorgarles (38). Entre los recursos que Rama registra se encontraban el adoctrinamiento religioso, la pintura, la música y demás artes, la lengua literaria en oposición a la popular hablada, la redacción de leyes, contratos, testamentos, la construcción de literaturas nacionales y la función ideologizante de los escritores cercanos al poder central.
Debido a la perennidad del orden de los signos y a lo pasajero del orden físico, el primero tiene la capacidad de influir en el segundo no solo antes de su realización, planificándolo, sino también posteriormente, ya que sobrevive a todo cambio material (23). De este modo, la ciudad ideal que se crea en el imaginario deviene un referente permanente con el que comparar la cambiante realidad sensible y, por tanto, una carga incómoda en la conciencia de la ciudad, pues la complejidad y alterabilidad de su existencia en el tiempo hace que, en términos de eficacia, siempre salga perdiendo frente a la regularidad de un ideal fruto de la teorización.
La ciudad ideal que pretendía ser Montevideo en las primeras décadas del siglo XX, por ejemplo, se negaba a reconocer los desequilibrios internos del país y las circunstancias internacionales que financiaban sus sueños y quedaba en evidencia al comparar los planos y maquetas que proyectaban ambiciosamente edificios públicos y avenidas con la realidad de tales construcciones, indefinidamente inacabadas; tal es el caso del Palacio Municipal, que empezó a proyectarse en 1929 y no estuvo terminado del todo hasta prácticamente finales de siglo (Antúnez 55-6). Por aquellos años, además, se celebraba y se discutía la fecha del Centenario (ideológicamente, al Partido Blanco le beneficiaba situarla en 1825; al Partido Colorado, en 1830) y era necesario narrar del modo más positivo posible el primer siglo de independencia –como mostró la abundante publicación de libros orientados a construir el país y la capital discursivamente (Antúnez 43)–, sirviéndose de la permanencia del signo para fijar una determinada visión de un pasado ya ausente e incapaz de autorrepresentarse. Por consiguiente, al iniciarse la crisis económica que evidenció la auténtica situación del Uruguay se hizo aún más duro reconocer la notable distancia que existía entre lo que el país quería ser y lo que sus recursos le permitían.
Este contraste nos interesa especialmente por su similitud con el juego de influencias recíprocas entre realidad y ficción a la que apuntaba la cita de Wilde y por su relación con la habilidad de la imaginación de Onetti para hacer brotar de ciertos detalles de la realidad todo un mundo de ficción, marcadamente personal y propio, en el que se detectan rasgos conocidos y en el que algunos uruguayos se sienten, todavía hoy en día, identificados. Él mismo era consciente de que «el medio influye sobre el escritor sin que el escritor pueda siquiera darse cuenta de ello: cada cual lleva el medio dentro de sí» y opinaba que «un escritor tiene que interpretar su experiencia de su tiempo, su visión personal de lo que ocurre» (Onetti citado en Anthropos 16). Si Rama caracteriza a la imaginación como herramienta que permite a la crítica ejercida por los intelectuales operar en lo real, Onetti le saca partido en la literatura. Su posición como uno de los escritores más importantes de su país muestra que su obra marcó, a su vez, la realidad de la que partió su imaginación creadora. Por otro lado, en sus personajes se detecta con frecuencia una amarga conciencia de la distancia insalvable entre la vida que llevan y el ideal de la vida con la que sueñan, en relatos que en ocasiones se estructuran precisamente en torno a sus intentos por reducir dicha distancia y a la resignación con la que finalmente desisten.
El astillero
Hemos visto los casos de Baldi y de Suaid; Larsen, protagonista de las novelas Juntacadáveres (1964) y El astillero (1961), intenta en la primera sacar adelante en Santa María el sueño de su vida: el burdel perfecto, en el que los hombres alcancen la felicidad, pero la oposición de algunos de los habitantes frustrará sus expectativas y será expulsado por el gobernador; en la segunda, Larsen regresa e idea un modo de limpiar su reputación y hacerse un lugar en la ciudad: convertirse en gerente general del astillero en ruinas de Jeremías Petrus & Cía. y cortejar a la hija loca de su propietario, Angélica Inés, para intentar formar parte de la familia y habitar la descuidada y alta mansión, símbolo de un estatus social decadente y en la que no conseguirá adentrarse más allá del dormitorio de la sirvienta, Josefina, al nivel del jardín. La farsa en la que se encuentra entonces inmerso junto a Petrus y los dos únicos empleados del astillero, simulando que el negocio sigue funcionando y que se recuperará, se extiende por toda la novela –a pesar de las evidencias de que todo esfuerzo será en vano–, para terminar en un nuevo fracaso, culminado por la muerte de Larsen y sus sueños.
Bajo esta trama se encuentra, señala Rodríguez Monegal, otra aventura del personaje, una búsqueda de auténtica comunicación: «Lo que siempre ha soñado Larsen es creer en algo; mentirse que algo vale realmente la pena, encontrar a alguien que le pruebe que no es el único ser vivo en un mundo de cadáveres. Salir de la alienación, como se dice». En este sentido, identifica en la novela un momento de intensa revelación para el protagonista, revelación que Onetti presenta así: «Sospechó, de golpe, lo que todos llegan a comprender, más tarde o más temprano: que era el único hombre vivo en un mundo ocupado por fantasmas, que la comunicación era imposible y ni siquiera deseable, que tanto daba la lástima como el odio, que un tolerante hastío, una participación dividida entre el respeto y la sensualidad eran lo único que podía ser exigido y convenía dar.» Este momento de revelación sintetiza de modo admirable la soledad, la imposibilidad de comunicación y el horror de un mundo solipsista que están en la entraña de la sórdida y desolada novela. (Rodríguez Monegal)
Los dos ideales perseguidos se plantean, pues, en relación con los otros, sea en el terreno de lo íntimo, sea en el de lo social y colectivo, mientras que la situación real es de un solipsismo extremo: la de un sujeto prisionero de su individualidad y víctima a la vez de la alienación, sentimiento característico de la vida en la ciudad moderna, en la que las multitudes de desconocidos hacen más patente aún la falta de comunicación. Larsen no se encuentra en las modernísimas calles de Buenos Aires como Baldi o Suaid, sino en las de la ficticia y provincial Santa María, y sin embargo traslada a esta última el mismo sentimiento de alienación, la misma insatisfacción con la vida y los mismos sueños de evasión; como ellos, recorre el espacio urbano y encuentra en su paisaje elementos con los que diseñar un intento de fuga: a Baldi lo inspiran unas obras de reparación de la calle; a Suaid, los anuncios y los carteles de las grandes avenidas; y a Larsen, las infraestructuras en ruinas de un astillero y el encuentro casual en un bar con Angélica Inés y Josefina.
Los esfuerzos de Larsen por vengarse de la ciudad resultarán finalmente estériles y tendrá incluso que competir con la venganza que busca Gálvez, poseedor de un documento que puede perjudicar a Petrus. En este pequeño enfrentamiento se puede ver sintetizado el de la multitud de intereses opuestos que rigen la convivencia en toda comunidad y queda en evidencia la fuerza insignificante que poseen los individuos dentro de ella si no se agrupan de algún modo con otros sujetos, en una vinculación que, como hemos visto, es problemática y que además requiere siempre que las partes hagan concesiones a fin de compatibilizar las diferencias y de avanzar juntas.
En la reclusión de Linacero, por ejemplo, polo opuesto del constante caminar de Larsen en El astillero, se encuentra representado literalmente el individuo que se ha aislado y que se niega a renunciar a una independencia que le permite criticarlo todo. En las pocas ocasiones en que asistió con su compañero de cuarto a las reuniones de la agrupación política a la que Lázaro pertenecía, Linacero quedó indignado al comprobar que, junto a «obreros, gente de los frigoríficos, aporreada por la vida, perseguida por la desgracia de manera implacable, [que se elevan] sobre la propia miseria de sus vidas para pensar y actuar en relación a todos los pobres del mundo» participaban también miembros de la pequeña burguesía, entre quienes «hay quien tiene un Packard de ocho cilindros, camisas de quince pesos y habla sin escrúpulos de la sociedad futura y la explotación del hombre por el hombre» (El pozo 32-3). Su distanciamiento de los movimientos revolucionarios le ahorra el riesgo de caer en contradicciones como esta, pero también lo aleja de cualquier posibilidad de provocar algún cambio en la realidad que tanto lo asquea. Larsen lo intenta, al menos, y su desaparición final es una conclusión coherente con el fracaso de la tentativa, lo que lo convierte en el personaje trágico ennoblecido por su agonía que Rodríguez Monegal ve en él en su evolución a lo largo de las obras en que Onetti le da papeles centrales o secundarios.
En los casos de Larsen, Baldi y Suaid, los textos parten de los personajes en su entorno, pero lo que de verdad constituye su centro es lo que se va descubriendo al pasar de las calles externas a las calles internas de la psicología de los personajes. En El astillero se otorga una atención minuciosa a las sensaciones del protagonista, a los sutiles cambios en su estado de ánimo y en sus opiniones, al contraste entre lo que está experimentando y la impresión que está intentando transmitir (a lo que se contrapone también, en ocasiones, lo que los otros interpretan u opinan). Durante su primer encuentro con Gálvez y Kunz –sus dos subordinados en la empresa–, por ejemplo, intenta mantener con dignidad la actitud asertiva de un superior («Les prevengo que me gusta que se trabaje» (81)), a pesar de que, mientras establecen cuál será su sueldo inexistente, se nos dice que «se sintió descolocado y en ridículo; pero no pudo contenerse, no pudo dar un paso atrás para salir de la trampa» (81).
También se describen con frecuencia sus modos de andar, que adapta siempre a las circunstancias: entre las ruinas del galpón donde se llena de polvo la maquinaria camina «con la velocidad que intuía apropiada a la ceremonia» (85), al entrar a un pobre cafetín que visitara en el pasado, se dirige «hacia el mostrador con un medido aire de desafío, escondiendo su emoción hasta que lograra entenderla» (150) y, al cruzar el salón del local para salir, lo hace «imitando por delicadeza el balanceo, el aburrido desdén con que había pisoteado tantos pisos mugrientos de cafetines» (153). De cara al exterior interpreta su papel de antiguo macró, mientras que el narrador nos da acceso a sus miedos, su angustia y su vulnerabilidad, como si se adentrara en la conciencia del país que hacia 1955 empezó a perder su máscara de seguridad y estabilidad y a desvelar su estado de decadencia. Larsen y –como veremos ahora– el astillero representan, pues, dos versiones de la misma persistencia de los signos por permanecer aun cuando los hechos ya han hecho evidente su inadecuación.
Jorge Ruffinelli y Jaime Concha vinculan el relato de El astillero con el impulso y el freno de la historia político-económica de Uruguay partiendo ambos, entre otras cosas, del hecho de que Onetti explicó haberse inspirado en dos astilleros rioplatenses que visitó en cierta ocasión, así como en el dueño y en uno de los gerentes (Ruffinelli 197). Una de las tesis del primer crítico es que la estrategia del escritor en esta novela es la de «trabajar no sólo con presencias sino ante todo con ausencias, con el reverso, con las omisiones, con todo ese material negativo» (199): de ahí la inacción que predomina, «ese no-hacer [que] es una forma paradójica del hacer» y que se traduce en un negocio paralizado y unos personajes que únicamente simulan hacer algo por solucionarlo. El ámbito de lo positivo, entonces, se reduce a lo que la imaginación concibe al contemplar las infraestructuras en decadencia, a lo que la empresa fue en otro tiempo y que solo el lenguaje puede ahora recuperar para quien no estuvo ahí para verlo (199-200). Ruffinelli hace notar la gran cantidad de términos con que los personajes se empecinan en fingir aún presente la intensa actividad pasada del astillero: «trabajo», «prosperidad», «capitales», «títulos», «capitalizar sacrificios», «problemas y riesgos empresariales», «enormes libros de contabilidad», «médico de la empresa»… Una vez más, pues, vemos en acción la capacidad idealizadora y manipuladora del lenguaje –aquí llevada al límite del absurdo– que permite crear una realidad paralela contrapuesta a aquella otra material, variable y rebelde a la que se intenta negar para construir una percepción que beneficie a determinados intereses.
Concha, por su parte, considera que el astillero no llegó a funcionar nunca, lo que convierte a la empresa en símbolo de «una transición frustrada, [del] forcejeo de dos épocas que termina y remata en la involución, el atraso y el parasitismo históricos», la rutina administrativa (146-7). En él quedaría así retratada la descomposición nacional que Uruguay conoció sin haber siquiera llegado a ser el país modelo que pretendían presentar los discursos oficialistas cuando se desentendían, por ejemplo, del contraste económico entre la capital y las ciudades de provincia. Concha ve este contraste representado en el lujo del mundo de Petrus, la miseria del mundo de Gálvez y el trabajo burocrático de un Larsen que representaría a las capas medias de la sociedad (152-3). Mientras el primero es dueño de una mansión y viaja frecuentemente a Buenos Aires, donde busca la manera de ganar el pleito entablado por sus acreedores, Gálvez y su esposa habitan en una «casa de madera que parecía la reproducción agrandada de una casilla de perro» (El astillero 94), en los terrenos del astillero, y Larsen, como Linacero, no tiene un espacio propio: se hospeda temporalmente en una pensión y se desplaza constantemente, yendo al «trabajo», a la glorieta del jardín de Petrus (donde corteja a Angélica Inés), a la casilla de Gálvez o a Santa María y de vuelta a Puerto Astillero.
Escritura y disidencia
Querríamos fijarnos ahora en la génesis del mundo de Santa María, tan recurrentemente comparada con la configuración del condado faulkneriano de Yoknapatawpha en términos de materialización de la interpretación personal de una realidad conocida: el sur de Estados Unidos, en un caso, las dos capitales a los bordes del Río de la Plata, en el otro. Hemos visto, en efecto, que en El astillero reina una atmósfera muy personal en un entorno en el que se pueden reconocer determinadas circunstancias históricas reales. La literatura de Onetti, por tanto, vehicula a su manera una crítica del entorno y ofrece una visión alternativa a la que el sistema simbólico dominante procura proyectar. La función original de Santa María, no obstante, parecería responder también a otro factor. Así expresó Onetti en una ocasión el origen de su ciudad mítica (creada, recordemos, a través de Brausen, en 1950):
En realidad (…) escribí [La vida breve] porque yo no me sentía feliz en la ciudad en que estaba viviendo, de modo que se trata de una posición de fuga y del deseo de existir en otro mundo en el que fuera posible respirar y no tener miedo. (…) Yo era un demiurgo y podía construir una ciudad donde las cosas acontecieran como me diera la gana. (…) Creo que me voy a quedar ahí porque soy feliz y todo lo que estoy escribiendo ahora son reuniones con viejos amigos con los que me siento muy cómodo. (Anthropos 19)
Onetti vivía entonces en Buenos Aires y durante un período no pudo viajar a Uruguay debido a una prohibición de Perón, lo que le hacía añorar Montevideo más que de costumbre (Domínguez 130): aquella nostalgia está presente, según el escritor, en todas sus obras y en la fabricación de Santa María (Anthropos 19). Onetti se encontraba, de este modo, atrapado en una coyuntura similar a la de sus personajes y experimentaba con la misma amargura el contraste entre su deseo de desplazarse libremente entre un país y el otro y el anclaje a la Argentina al que la palabra del presidente lo condenaba. A partir de allí, su felicidad reside, nos dice, en un espacio de autoría propia e intransferible que le permita dotar a los componentes de las dos ciudades rioplatenses en las que vivió de significaciones diferentes a las que les da la autoría institucional de las clases dirigentes en función de sus intereses cambiantes.
Ante una realidad de signos configurada y perpetuada por las élites con ayuda de la ciudad letrada, la creación mediante el lenguaje de una realidad propia que sirva como refugio aparece como una solución coherente, una forma de transferir la libertad del acto de crear a la existencia del creador. Si los sistemas simbólicos permiten unificar y dominar, también contienen en sí la posibilidad de escindirse y resguardar la propia libertad, si bien siempre dentro del lenguaje mismo y con las dificultades que ello conlleva. En su examen de la historia de las ciudades latinoamericanas, Rama destaca, precisamente, la ciudad modernizada como espacio que propició el surgimiento de voces disidentes en el interior mismo de la ciudad letrada. De 1876 en adelante se pusieron en vigor en América Latina leyes de educación común, gracias a las cuales nuevos grupos sociales fueron introducidos en el imperio de la letra y los sectores de la educación, el periodismo y la diplomacia crecieron notablemente (61-2). Como explica Rama,
La letra apareció como la palanca del ascenso social, de la respetabilidad pública y de la incorporación a los centros de poder; pero también, en un grado que no había sido conocido por la historia secular del continente, de una relativa autonomía respecto a ellos, sostenida por la pluralidad de centros económicos que generaba la sociedad burguesa en desarrollo. (…) Será en este cauce que comenzará a desarrollarse un espíritu crítico que buscará abarcar las demandas de los estratos bajos, fundamentalmente urbanos, de la sociedad, aunque ambicionando, obsesivamente, infiltrarse en el poder central, pues, en definitiva, se lo siguió viendo como el dispensador de derechos, jerarquías y bienes. (Ciudad 63)
Estos cambios continuaron una vez iniciado el siglo XX y Rama opina que, en lo que respecta a los literatos, se suele olvidar que, aunque muchos de ellos se dedicaron exclusivamente a la producción artística, otra gran parte participó al mismo tiempo e intensamente en la vida política, a través de ensayos y obras narrativas pero también postulándose a cargos políticos (85). Los escritores asumieron, según el crítico uruguayo, una importante función ideologizante y pasaron a realizar la conducción espiritual de la sociedad que la Iglesia había encabezado durante el período colonial, de manera que reconstruyeron la ciudad letrada que desde entonces había complementado al Poder del Estado (86).
Con las ampliaciones letradas se fue constituyendo un pensamiento crítico opositor dentro de la clase media emergente, que demandaba una mayor participación e, implícitamente, una distribución de la riqueza más equitativa que las beneficiara a ella y a las clases más desposeídas (105). Las ideas y valores de estas capas consiguieron incorporarse a la ciudad letrada a través del surgimiento de una nueva concepción del partido político, más democrática, que debía mucho al pensamiento crítico pero que, paradójicamente, pasó a limitar la libertad de sus intelectuales al exigirles su adhesión total a la ideología del partido (109-10). Por otro lado, la emergencia del gran público lector, hasta el momento inexistente, animó a los intelectuales a emprender acciones sociales que no perseguían la integración al poder, pues el incremento de potenciales consumidores los abastecía de recursos suficientes: editoriales, folletines, semanarios, revistas, etc. proveyeron por primera vez a los intelectuales de una vía independiente del poder por la que enfrentarse a él (114).
El autodidactismo es otro de los fenómenos que Rama subraya del paso del siglo XIX al XX (119-21). Mientras que en el primero no hubo letrado que no hubiera pasado por la Universidad, en el segundo se extendió la figura del intelectual autodidacta –sobre todo entre los escritores– gracias a la disponibilidad de libros y revistas y al intenso diálogo entre los participantes de la vida cultural. Junto con los demás letrados, los escritores se profesionalizaron dentro del mercado literario, en el que, aunque considerablemente independientes de los poderes públicos, debían responder a las exigencias de sus patrones. Entre otras cosas se les exigía simplificación, para facilitar la comprensión a los lectores de los sectores medios, o determinado léxico y recursos artísticos que favorecieran el didactismo moral o el mensaje nacionalista. Onetti, totalmente autodidacta, fue de los que no se plegaron a estas demandas. Escribió sin autocensurarse, persiguiendo la sinceridad y explorando los temas que a él le interesaban: sus inquietudes personales y la compleja sutileza de los sentimientos, por incómodos que pudieran ser. Con el tiempo, además, habría de concebir al padre del universo ficticio de Santa María como un publicista que, harto de su vida mediocre, pasa de hacer propaganda al servicio de intereses ajenos a construir y habitar un mundo y una atmósfera propios, que acogerán a su vez a otros personajes, para quienes él representa un prócer, un fundador o incluso su Dios.
Sentido y existencialismo
El espíritu crítico y el escepticismo de Onetti ante la realidad que le tocó vivir se parecen a los que expresa el emblemático doctor Díaz Grey en el relato «La muerte y la niña» (1973) cuando, al contrastar los relatos institucionales de la Historia –cuidadosamente fechados para lucir únicos e inconfundibles– con su percepción caótica y desinteresada de esta, emerge la visión no idealizada que contempla el que se aleja de todo y reconoce la absurdidad y la repetitividad humanas:
Mis notas en Historia, cuando era estudiante y ambicioso, siempre fueron pobres. (…) La falla estaba en que no era capaz de relacionar las fechas de batallas militares o políticas con mi visión de la historia que me enseñaban o intentaba comprender. Por ejemplo: desde Julio César a Bolívar todo era para mí una novela evidente pero irrealizable. Innumerables datos, a veces contradictorios, se me ofrecían en los libros y en las clases. (…) Siempre sentía la reiteración: los héroes y los pueblos subían y bajaban. Y el resultado que me era posible afirmar, lo sé ahora, era un ciento o miles de Santas Marías, enormes en gente y territorio, o pequeñas y provinciales como ésta que me había tocado en suerte. Los dominadores dominaban, los dominados obedecían. Siempre a la espera de la próxima revolución, que siempre sería la última. (Cuentos 397)
En el fondo la Historia es siempre la misma: una lucha por el sentido, por situarse por encima del otro e imponer la visión que beneficie al dominador y evite el absurdo que impediría todo control. Frente a este discurso, en la narrativa de Onetti se encuentra la historia de los silenciosos, de los marginales de todas las Santa Marías del mundo: de aquellos que, en lugar de disputarse el sentido con los dominadores, se conforman con elaborar un sentido particular en el que aislarse de una impracticable vida harmoniosa en sociedad que las ciudades parecerían propiciar solo en términos ideales. El paso inevitable del tiempo también marca a los personajes de Onetti a nivel vital, pues estos son siempre fatalmente conscientes de sus efectos, de los que desearían poder aislarse también. Una gran obsesión por la pérdida de la inocencia que supone la transición de la juventud a la edad adulta impregna los textos onettianos y está siempre presente en sus descripciones de personajes. Del mismo modo, el transcurso del tiempo fue el que, como hemos visto, evidenció el desajuste entre la ambición idealizadora de los modelos importados de Europa por la ciudad letrada y la realidad material específicamente latinoamericana o, en concreto, uruguaya sobre la que se los pretendió aplicar.
Un cuento que ilustra claramente las consecuencias aleccionadoras del tiempo cuando este se enfrenta a la fijeza del orden de los signos es «Bienvenido, Bob», de 1944. En él, el narrador es tratado con sorna y desprecio por el hermano de la chica a la que corteja: un joven ambicioso que se hace llamar Bob, que sueña con ser arquitecto y construir una ciudad infinita y espléndida a lo largo de la costa del río y que considera al narrador demasiado viejo e indigno, como él mismo, de siquiera mirar a su hermana. Bob impide el casamiento de ella y el narrador y lo vemos de nuevo al cabo de un tiempo, amigo de este último. Ahora lo llaman Roberto, «lleva una vida grotesca, trabajando en cualquier hedionda oficina, casado con una mujer a quien nombra “miseñora”» y el narrador nos confiesa vengarse en silencio cuando da diariamente «la bienvenida a Bob al tenebroso y maloliente mundo de los adultos» (Cuentos 131). La idealización juvenil del futuro, del trabajo y de la mujer se ha estrellado contra la realidad concreta y el desengaño es mayor por cuanto las ambiciones eran muchas. La repetición de la Historia se da también a escala personal en estos personajes que se suceden unos a otros en su reconocimiento de que la espontaneidad y la frescura de las primeras veces están inevitablemente destinadas a devenir repetición, rutina, tedio, lo automático, lo ensayado. Las grandes significaciones construidas se tornan banales y con ello se realza «la absurda aventura que significa el paso de la gente sobre la tierra» (Onetti citado en Anthropos 3), la cual llevó al uruguayo a abrazar el existencialismo de Sartre, la conciencia de que los únicos sentidos que rodean al individuo son aquellos que este se construye.
En La náusea, Roquentin, como Linacero, se encuentra en una ciudad, «medio ambiente por excelencia donde se puede desarrollar la problemática existencial del ser humano» (Frankenthaler 139), y también se siente extranjero en ella. Ambos personajes encuentran la salvación en la escritura: «Roquentin, al principio de la novela, intenta un compromiso ajeno, postizo: el de tratar de escribir la vida del señor de Rollebon. Al final del libro (…) decide escribir otro libro, un libro en el cual enfocará su propia vida con óptica al futuro en vez de al pasado» (Frankenthaler 144, cursiva nuestra) y que resulta ser La náusea misma. En un viraje parecido al del publicista Brausen, Roquentin se rodea de su propia creación y genera un espacio propio en el que resguardar los sentidos que él escoge para sí de los que provienen de un exterior homogeneizador.
«La fuerza de vivir solitario»
La palabra, por tanto, originalmente monopolizada por la ciudad letrada, también puede servir a estos personajes para construirse un sentido a su medida: en la incomunicación de su cuarto, la evocación y rechazo a que Linacero somete por escrito las ofertas que la sociedad le ofrece lo dejan finalmente fusionado con la oscuridad, rodeado de la ausencia de sentido elegida por él, es decir, de determinado sentido también. Por su parte, la de Larsen es «la historia de una necesidad de amor y verdadera comunicación que le están negados» (Rodríguez Monegal), pero una historia que las palabras escritas por Onetti legan al futuro como acto comunicativo último del personaje que conecta profundamente con el lector. Su existencia urbana, doblada bajo el peso de grandes anhelos y realidades inconmovibles, se asemeja a la de Kirsten y Montes en el cuento «Esbjerg, en la costa». Ella sueña con volver a Dinamarca y él, con conseguir el dinero para pagarle el pasaje. Tras intentarlo, mediante el robo, y acabar aún más pobres, cada vez que un barco parte rumbo a Europa van juntos al puerto de un barrio bonaerense y lo miran alejarse. Sus vidas y la de Larsen se desarrollan en aquella distancia insalvable entre lo que desearían ser y lo que pueden permitirse ser, como le sucedió a Montevideo, y de la que nace la particular atmósfera onettiana que caracteriza sus obras y que constata que no puede haber un único sentido colectivo que haga absurdo todo lo demás, sino que todo es absurdo: solo cabe darle cada uno a su soledad un sentido propio.
En medio de las multitudes ciudadanas dicha soledad parece paradójica y, sin embargo, este aspecto del espíritu de las grandes urbes se encuentra en todos los textos de Onetti aquí comentados, incluso en aquellos en los que no se describe ninguna gran ciudad. En la escena final (Cuentos 162), pues, sabemos que compartimos con Kirsten y Montes su percepción desde el muelle, mirando los barcos: «cada uno pensando en cosas tan distintas y escondidas, pero de acuerdo, sin saberlo, en la desesperanza y en la sensación de que cada uno está solo, que siempre resulta asombrosa cuando nos ponemos a pensar».
Bibliografía
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Concha, Jaime. «El astillero: una historia invernal», en Juan Carlos Onetti, papeles críticos: Medio siglo de escritura, Rómulo Cosse (ed.). Montevideo: Librería Linardi y Risso, 1989.
Domínguez, Carlos María. Construcción de la noche. La vida de Juan Carlos Onetti. Sudamericana Uruguaya: Montevideo, 2013.
Onetti, Juan Carlos. El astillero. Madrid: Cátedra, 2001. —–. Cuentos completos (1933-1993). Madrid: Santillana, 2000. —–. El pozo. Montevideo: Arca, 2010.
Prego Gadea, Omar y María Angélica Petit. «La ciudad narrada: Montevideo y Buenos Aires, lugar en que se sitúa la narración», en Onetti: la Novela Total. Opera prima / Opera omnia. Montevideo: Seix Barral, 2009.
Rama, Ángel. La ciudad letrada. Montevideo: Arca, 1998. —–. La generación crítica. 1939-1969. Montevideo: Arca, 1972. —–. «Origen de un novelista y de una generación literaria», en El pozo. Montevideo: Arca, 2010.
Rodríguez Monegal, Emir. «Onetti o el descubrimiento de la ciudad», prólogo a Obras completas. México: Aguilar, 1970.
Ruffinelli, Jorge. «El astillero, un negativo del capitalismo», en Juan Carlos Onetti, papeles críticos: Medio siglo de escritura, Rómulo Cosse (ed.). Montevideo: Librería Linardi y Risso, 1989.
En 2017 celebramos el primer centenario del nacimiento de Violeta Parra. Fue recordada en diferentes lugares y momentos, y este texto se suma, argumentando varias razones.
Primero, porque fue una artista-artista, una enorme creadora en una amplia gama de actividades. Nosotros la conocemos más por la música, pero incluso dentro de la música debemos incluir, por una parte, sus letras (ahora que hasta los Nobel han reconocido, aunque tarde, el potencial valor literario de tantas canciones), y su formidable trabajo de musicología, investigando y recopilando mucha música folklórica durante años por todo su fino y largo país. Pero es que Violeta Parra fue también pintora, ceramista, bordadora, y escultora. Toda ella era Arte, era Creatividad, y lo era de forma natural, sin haber completado más que sus estudios primarios, y apenas haber iniciado los que la hubieran hecho maestra.
Segundo, porque al menos en su faceta de música (y poeta, como su también famoso hermano Nicanor, fallecido a sus 103 años mientras pulíamos esta nota), su figura tiene, para quien esto escribe, tanto peso, tanta proyección, ha sido tan influyente, como la de su hermano trasandino, Atahualpa Yupanqui. Tras ellos, debajo, a sus costados, todos los demás.
Tercero, porque hay que reivindicar su faceta de cantora. El gran público ha conocido y gustado de muchas de sus canciones, sobre todo las más famosas, cantadas por otras voces. Sin embargo, su canto, como su guitarra, han sido tan distintos, tan originales, tan sinceros, tan geniales, que -aunque sin duda nos pueden gustar también otras versiones de sus canciones- nos baste y nos llene perfectamente su propia voz.
En otras palabras, el centenario de su nacimiento nos cuadra perfectamente, como ocasión culturalmente aceptada, para repasar brevemente su vida. Pero teniendo en cuenta que por merecimientos todo esto podríamos haberlo escrito en cualquier otro momento, como tanta gente ya lo hizo.
Violeta Parra nació en 1917 en un pueblito del sur de Chile (hay dudas sobre cuál), pero pasó la mayor parte de su infancia en la ciudad de Chillán. Su padre era profesor de música en primaria, y su madre campesina. Seguramente por la influencia paterna y por la gran tradición regional del canto más popular, Violeta y sus hermanos tenían gran predisposición a cantar, bailar y entretener, incluso organizando espectáculos para los niños del barrio.
Violeta empezó a tocar una guitarra con 9 años, y a componer con 12. Ya se mostraba sumamente inquieta. El padre enfermó y falleció en 1931, por lo cual Violeta comenzó a ayudar a su madre a coser, trabajando también en el campo, para contribuir a los pocos ingresos del hogar. Violeta fue a la escuela y empezó la Normal, pero sólo fue un año. Con 15 de edad la llama su hermano mayor, Nicanor, para que viniera a acompañarlo a Santiago. En la capital retoma sus estudios normales, pero por poco tiempo.
Casi en seguida empieza a cantar en bares del barrio, y cuando el resto de su familia se les une en la capital tres años más tarde, en 1935, forma primero un dúo con su hermana Hilda, para luego crear un cuarteto, los “Hermanos Parra”.
Tenía poco más de 20 años cuando conoce a Luis Cereceda, con quien se casa un año después. Al tiempo nacen sus primeros hijos, Isabel y Angel, que también tendrían una extensa carrera artística como cantores, adoptando el apellido de su madre. Una natural inquietud lleva a Violeta a andar siempre activa, dando vueltas, cantando, componiendo,…y ese primer matrimonio dura diez años. A pesar de esa brevedad, un elemento que se revelará de gran importancia en la vida posterior de Violeta es que Pepe era ferroviario, y comunista. Por él empezará a aparecer la Violeta comprometida con los humildes (su propia clase social), la Violeta que se manifestaba, y que poco después comenzaría a componer algunas canciones políticas. Pero la suya era una ideología, digamos, popular. Sólo está fugazmente en el partido Comunista, por 1946.
De nuevo yo solicito perdón por irme alejando Lo que les iba explicando se me refala solito. El pensamiento infinito traicióname a cada instante, no puede ni el más flamante pasar en indiferencia si brilla en nuestra consciencia amor por los semejantes.(1)
Casi sin solución de continuidad nace Carmen Luisa, coincidiendo con su segundo matrimonio, en 1949; poco después, en 1952, nace su tercera hija, Rosita Clara, que sólo vivirá dos años.
Nicanor será el responsable de otra faceta crucial en la carrera de su hermana Violeta, cuando le da la idea de salir a recopilar canciones por los pueblos de su país. Violeta no se podía estar quieta un minuto, así que agarró su guitarra y a sus tres hijos y con 36 años se pone a recorrer el país. Por un lado, cantando y actuando en teatros, circos, bares, tugurios, donde encontraran. Isabel y Angel, a veces sin mucha conciencia por su corta edad, ya la acompañan en escena. Y grabadora en mano se va a los pueblos más perdidos, donde nada más llegar, pregunta “¿Quién se sabe canciones viejas por aquí?”. Comienza así un formidable trabajo de recopilación, que se extenderá hasta 1959, y que luego será de reelaboración, pues muchas de esas canciones terminarán siendo reinterpretadas por Violeta en sus espectáculos, y muy pronto, en sus discos. De hecho, sus primeras grabaciones las hizo con su hermana Hilda, en varios discos simples (de 78 rpm), a comienzos de los años 50. Fue en esas andanzas que conoció a dos de los poetas esenciales de su país, Pablo Neruda y Pablo de Rokha.
Neruda que, unos años más tarde escribiría:
…Entró Violeta Parrón Violeteando la guitarra Guitarreando el guitarrón entró la Violeta Parra…
En el mismo ventarrón consigue un programa en Radio Nacional de Chile, que se llamará “Canta con Violeta Parra”. Primero sobre todo sus actuaciones circenses, y luego este programa radial la harán ya muy conocida en todo el país. Es de destacar que ese contacto con las propias raíces de la canción tradicional de su país le cambia y al mismo tiempo le enriquece el repertorio, que antes de ello se componía de boleros, rancheras, canciones españolas, y similares. A partir de ese contacto con la historia musical de su propia gente, la hará suya y la volcará luego en su repertorio y en sus propias composiciones. Puede afirmarse también que todo aquel contacto con el cancionero tradicional le enseña, además, a componer.
Un primer reconocimiento en su país, de los escasos que recibió en vida, fue el Premio Caupolicán a la folklorista del año, en 1954.
Como consecuencia de aquel premio, recibe una invitación para asistir al Festival de la Juventud, que se realizaba aquel año en Polonia. Estos “Festivales de la Juventud” eran encuentros internacionales de las organizaciones juveniles comunistas de todo el mundo. A Europa marcha Violeta con sus tres hijos, y después de Varsovia, decide radicarse en París, por primera vez; se queda dos años. Estadía fructífera, pues allí realiza sus primeras grabaciones personales, plasmadas en dos EP bajo el título “Guitare et Chant: Chants et Rhythmes du Chili”; otras canciones grabadas también en 1956 en París serán editadas posteriormente, y todas en una reedición de 1975 que salió con el título “Presente/Ausente”.
Poco después de esas grabaciones Violeta y sus hijos regresan a Chile. Me imagino que casi sin respirar, Violeta se mete nuevamente en los estudios de grabación, para realizar el que será su primer LD grabado en su país: “Canto y Guitarra. El Folklore de Chile, Vol. 1”. Contaba sobre todo, al igual que lo que había grabado en París, con canciones tradicionales, más algunas composiciones propias, entre ellas una dedicada a Gabriela Mistral, que había fallecido poco antes. Violeta llegará a grabar cuatro volúmenes de esa serie, más el octavo, que será una antología. (2)
El mismo año de su regreso se va a Concepción, en cuya universidad inaugura su nueva creación, un Museo Nacional de Arte Folklórico. Luego, vuelve a recorrer el país cantando y dando conferencias sobre el folklore de su país. Es a partir del regreso de su primera estadía en Francia que comienza a pintar y a hacer tapices. Una enfermedad que la deja en cama durante varios meses en 1960 le da la ocasión de comenzar también con los trabajos en arpillera. Por esos años aterriza en Santiago un músico y antropólogo suizo, Gilbert Favre, con quien se enamoran rápidamente. Gilbert permanecerá a su lado por varios años, pero su separación constituirá una de las losas que Violeta no soportaría llevar hacia mediados de la década.
En 1961 viaja a la Pampa, y de allí a Buenos Aires: un año completo en Argentina, donde grabaría un LD que no llegaría a ser publicado en el momento, o si fue publicado (al menos se sabe, o parece que se sabe, que llegó a ser fabricado) tuvo una difusión mínima. Sería reeditado a comienzos de los 70, sobre la ola de interés que generó el disco que le dedicó a Violeta, Mercedes Sosa.
En 1962, es el turno de sus hijos Isabel y Angel de ser invitados a un Festival Mundial de la Juventud, esta vez en Finlandia. Así que marchan todos para Europa, incluído Gilbert Favre. Después del Festival, Violeta vuelve a radicarse en París, con una temporada en Ginebra junto a Favre, que sería, según dicen quienes vivieron el momento, el gran amor de su vida.
En esos años pasan muchas cosas en la vida de Violeta Parra. En 1963 el gobierno de Franco ajusticia al comunista Julián Grimau, lo que genera en la chilena una de sus más fuertes canciones políticas: Qué dirá el Santo Padre. (3)
Lanza al mundo del disco y del espectáculo a sus hijos Angel e Isabel, bajo el nombre de “Los Parra de Chile”. Graba algunas canciones, de las que no tengo registro editado en Francia (habrá) pero que aparecen en un álbum publicado en Chile, con el título de “Recordando a Chile (Una chilena en París)”. Y aparece, por instigación de una amiga hispano-francesa, un libro con una selección de los textos de las canciones populares que Violeta había recopilado. Ese libro fue publicado por la venerable editorial François Maspéro (hoy diluida parcialmente en una multinacional), se llamó Poésiepopulaire des Andes, apareció en 1965 y se encuentra en librerías en línea, de segunda mano, amás de mil euros.
Pero tal vez lo más importante, lo que más se destaca de esa segunda estadía en París, es la exposición que hace en abril de 1964 en el Museo de Artes Decorativas del Louvre. Presenta allí 22 arpilleras, 26 óleos y 13 esculturas de alambre; era la primera exposición de una artista latinoamericana en el Louvre.
En 1965 regresa a Chile. Como siempre, con hormigas en el cuerpo, inmediatamente se pone a la obra para montar una carpa donde dar clases, exponer y por la noche, cantar con sus hijos y nieta. Encuentra una ubicación que le satisface en el barrio de La Reina, de ahí el nombre de “La Carpa de La Reina”. El proyecto fue un fracaso. Al mismo tiempo, Gilbert Favre viaja a Bolivia, encuentra allí músicos para tocar, y una mujer con la que casarse (de lo que Violeta se entera cuando viaja a Bolivia buscándolo, en 1966).
Violeta regresa a Santiago herida en lo más íntimo, y sin muchas esperanzas con “La Carpa”. En esa época aparece por ahí, porque hay trabajo para remendar la carpa, un uruguayo: Alberto Zapicán. Este había sido cañero, y como tal se había manifestado y probablemente participado en actividades del incipiente MLN; estuvo preso entre 1963 y 1965, y al salir se fue para Chile. Allí se quedó 30 años, aunque en 1968 tuvo la oportunidad de grabar un álbum con Washington Carrasco, “El grito salvaje de Alberto Zapicán”. Zapicán vive desde hace diez años en algún lugar de la costa uruguaya; tiene ahora 90 años. Lo que nos interesa aquí es que Zapicán se pone un buen día a tocar el bombo, interesando a Violeta de tal manera que empiezan a tocar y cantar juntos en “La Carpa” y en el que sería el último álbum de la Viola, “Últimas composiciones”. Un título con doble sentido, sólo que en el momento en que se graba y se publica sólo se conocía el primero, o sea, que eran las más recientes canciones de Violeta.
Una de ellas, al menos, hecha en recuerdo de Gilbert Favre: “Maldigo del alto cielo”, donde se vuelcan frases terribles: “…maldigo el vocablo amor / con toda su porquería / cuánto será mi dolor…”.
Mientras, la inagotable Violeta trata de sacar adelante un nuevo proyecto: un documental sobre las regiones chilenas. Pero en ese momento, su país decididamente le daba la espalda. Favre, en Bolivia y casado. La Carpa, sin público. El documental, sin patrocinadores. Era demasiado. El domingo 5 de febrero de 1967, Violeta Parra se pega un tiro.
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Hoy en día, Violeta es una institución en Chile, y debería serlo en América Latina, por no decir en el mundo entero.
En 1991 se creó la Fundación Violeta Parra, para rescatar, organizar, proteger y difundir la obra múltiple de Violeta Parra. Fue presidida originalmente por su hija Isabel, que actualmente es vicepresidenta.
En 2011, el chileno Andrés Wood le dedicó su octavo largometraje: “Violeta se fue a los cielos”, basada en el libro homónimo de Angel Parra. Con el material rodado para el largo, se realizó también una serie para televisión, de tres capítulos. Violeta fue interpretada (incluso en canto y toque) por la actriz Francisca Gavilán.
En 2015 abrió en Santiago el Museo Violeta Parra, lugar de exhibición, estudio y difusión de la obra de Violeta Parra: museovioletaparra.cl. Entre sus publicaciones, está disponible en descarga gratuita el catálogo del museo, una verdadera maravilla.
Fuentes
Patricio Manns: Violeta Parra (Ediciones Júcar, Colección Los Juglares, Madrid,1977). Personalísima visión de quien fue uno de sus “pichones”, de los más importantes cantautores de lo que se conoció como “Nueva Canción Chilena”.
Violeta Parra: Décimas. Autobiografía en versos. (Editorial Pomaire, Barcelona, 1976). Además de escuchando sus discos, leer esta belleza es el mejor medio para conocerla en sus primeros años.
Innumerables documentales, artículos, discos.
El libro seguramente fundamental sobre Violeta Parra, y que el autor de este artículo no ha podido encontrar a tiempo, es Isabel Parra: El libro mayor de Violeta Parra. (EdicionesMichay, Colección Libros del Miridión, Madrid, 1985). Se realizó una versión ampliada, publicada por Cuarto Propio, Santiago de Chile, 2011 (ambas agotadas y descatalogadas).
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(1) Los tiempos se van volando, en Décimas, p. 51 (ver bibliografía).
(2) Los demás volúmenes son dedicados por la discográfica Odeón a otros artistas.
(3) Canción a la que tengo particular estima, pues cuando hice la producción del álbum de Dino y Montevideo Blues, en 1972, les propuse que la versionaran y grabaran, y así lo hicieron; apareció entonces en un disco simple, pero luego fue recuperada en la reedición en CD del sello estadounidense Lion, en 2007.
Queda allí su vestigio,
como el hoyo en la arena donde un niño
quiso apresar el mar.
Por las junturas
de la piedra labrada
la sal rezuma aún,
adarce fósil, brillo
de otro tiempo para el ojo que guarda
la sed en su mirada,
para el hombre que mide como un crío
el tamaño del mar.
(Mareta)
Veo mi mano en la mano de este niño
en el coche que arrastra por el muro
sobre una carretera imaginaria
tendida de mis años a sus años.
Siento vibrar las ruedas en el roce
de las losas mil veces recorridas,
las grietas, los perfiles familiares,
los viejos caminitos de cemento
trazados en un juego que aún no acaba.
Mi cara es hoy la cara de este niño
sumido en su destiempo,
embarcado en un viaje
cuyo brillo me alcanza:
en el mismo poyo del mismo patio
dos ávidas infancias superpuestas
sobre la eterna infancia de la piedra.
Cesaba el vendaval
y aún caían los frutos de mi padre,
caían de su sangre magullada,
de sus manos venidas a mis manos,
llamándome a palpar por él,
a adentrarme en el daño,
a medirme en la criba de los vientos.
En sus ojos hincados
vi de cerca la sombra aniquilada
y, cada vez, erguido ante el estrago,
vi su pulso creyente
afirmarse en la pega, doblegar
en la eterna sorriba
la memoria del hambre,
los tercos malpaíses del origen.
Insemina la piedra
el tiento de la mano en su escrutinio.
Su pulso con la forma
penetra la aspereza.
Como pegue invisible
en la roca trampeada
la tensión del sentido.
La casa en ruinas,
los objetos dejados de la mano,
los muros demorando su desplome,
y aún allí, camuflada en su herrumbre,
tras el umbral que solo el aire cruza,
como un resto de orden,
en el dintel, la llave.
Acaricio la cara de la piedra,
la oscura piel curtida de intemperie.
Acaricio su paz devotamente,
su contorno de luz,
su raigambre de liquen y silencio.
Escruto con mis dedos
la humilde trabazón de su edificio,
la imperfecta textura
modelada en el tiempo,
su extraña calidez
como un tacto lejano que me habita.
Llama junto al camino
la piedra a la quietud,
invita a diferir la urgencia,
a saborear un dulce aplazamiento:
ese dejarse estar,
acogerse a su pulso
escindido del tiempo,
avenirse en el margen
antesala del último deslinde.
A la tardecita suelen sentarse los viejos
en la frescura de un grueso eucalipto
orilla del camino.
Cada uno en su piedra, en silencio
como si todo se supiera
y al fin no hicieran falta las palabras,
la espalda recostada contra el muro,
miran al cielo y al camino, ven alejarse
las nubes y las gentes, ya sin magua
pues sus ojos esperan otra lluvia.
Como ellos, desecharé algún día las palabras,
rebuscaré en el cielo
lunas de agua, lisuras a mi sed,
y poco podré aún
sino poner la mano,
cuando de viejo me siente a la sombra
y conozca las nubes.
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Del libro La piedra habitada (Ediciones La Palma, Madrid, 2017) Selección del autor
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Ricardo Hernández Bravo (El Paso, Isla de La Palma, 1966), es licenciado en Filología Hispánica y profesor de Lengua y Literatura en Enseñanza Secundaria.
Tiene editados los libros de poesía El ojo entornado (1996), En el idioma de los delfines (Premio Julio Tovar / 1996, ed. 1997), la antología El aire del origen (Poemas 1990-2002 / ed. 2003), Los posos de la sed (2014), La piedra habitada (2017) y dos poemarios en colaboración con pintores: La tierra desigual (2005), con Hugo Pitti, y Alas de metal (2008), con Graciela Janet.
Como narrador ha publicado Siete cuentos (1997), libro que recoge sus relatos premiados en diferentes certámenes como el Félix Francisco Casanova, Facultad de Filología de la Universidad de La Laguna y Tomás de Iriarte.
Figura en las siguientes antologías poéticas: De Canarias a Marsella, edición bilingüe de los Cuadernos del Ateneo de La Laguna y la revista Autre Sud de Marsella (2002); Poetas canarios en Buenos Aires (2009), Poesía canaria actual (2010), Poetas de una sola isla. El grupo de La Palma / 1990-2011 (2012) y Poesía canaria actual / 1960-1992 (La manzana poética, Córdoba, 2016).
Se han publicado poemas y cuentos suyos en suplementos de periódicos insulares (Ítaca, El vuelo de Ícaro, Borrador) y revistas literarias como Azul, La fábrica, Perenquén, Cuadernos del Ateneo de La Laguna, Casatomada, Paralelo Sur, Ágora, Círculo de poesía, Librújula, Turia, entre otras.