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Número 69

Antología poética de mujeres hispanoamericanas / Idea Vilariño

Revista Malabia número 69

Antología poética de mujeres hispanoamericanas / Idea Vilariño

Hacer la antología de una obra, de una literatura, de lo que sea, obliga siempre, es natural, a la dura tarea de elegir. Una antología de la poesía escrita por mujeres, en español, en Latinoamérica, y limitada, por decisión del editor, a un período que con algunas salvedades equivale aproximadamente al que en nuestro país se abre con la «generación del novecientos» y se cierra con la «del cuarenta y cinco», acota bastante la elección, deja mucho afuera: no sólo lo escrito por hombres, sino también lo escrito en otras lenguas – el portugués, el francés, las lenguas indígenas.

No hizo las cosas más fáciles el relativo desconocimiento de nuestras poetas entre sí, pese a que asombran coincidencias en las fechas de aparición de algunas personalidades, de asuntos y formas, explicables tal vez por raíces comunes, por la parecida atención que se prestaba a las metrópolis, por la incidencia de alguna gran figura, americana o no. Eso se tradujo, entre otras cosas, en el escaso intercambio de libros, lo que hace más difícil preparar una antología exhaustiva, o por lo menos correcta, sin moverse por el continente. Hubiera sido preciso contar con una de esas becas que permiten a cualquier estudiante norteamericano conocer países, visitar ciudades, consultar las obras completas de esta o aquella, saber más acerca de los grupos o movimientos a que pertenecieron, recoger los datos biobibliográficos que aquí se encontrarán a veces retaceados- algo que no siempre pudo superar la cuidadosa tarea de Nicolás Gropp.

Algunas veces, dada la escasez de datos, nos hemos limitado a transcribir una noticia de solapa o de contratapa. No había otra cosa.

No ayudaron mucho las antologías de poesía latinoamericana, hechas casi siempre por hombres, que ignoraron olímpicamente la escritura femenina. Según una de ellas, no hay una sola poeta en el Uruguay, y hay sólo una en México. La muy comprensiva- aunque muy discutida- de Juan Gustavo Corbo Borda sólo menciona, entre unos setenta poetas, a seis mujeres.

Por una afortunada circunstancia esta selección pudo completarse, durante un corto lapso, en la Biblioteca «José Antonio Echeverría» de la Casa de las Américas, en La Habana; ya biblioteca bien organizada y rica en lo que se refiere a los materiales que buscábamos. Podría suponerse que algo flechada porque- también podría suponerse- algunas escritoras latinoamericanas han preferido no enviar sus obras a una biblioteca de tan endemoniado país. Pero eso fue compensado por las muchas que sí, y por los procedimientos a que recurren habitualmente las bibliotecas. De modo que se pudo consultar, si no toda, la mayor parte de la obra en verso escrita por nuestras mujeres. Amén de una cantidad abrumadora de volúmenes de líneas cortadas en las que rara vez destellaba la poesía. A menudo volvió aquella pregunta de nuestro Carlos Vaz Ferreira: por qué, decía más o menos, tanta gente se cree obligada a hacer algo, escribir versos, por ejemplo. Fue una ímproba tarea. En ocasiones la facilitó un primer verso: «Florífero clavicémbalo…«. En otras, la hizo más intrincada una profusa temática como la que guió la mano de muchas mujeres, sobre todo hacia el norte del subcontinente. Fueron infinitos los poemas, por llamarlos de algún modo, dedicados a lo familiar: al padre, a la madre, a los abuelos vivos o muertos, a la hermana, al hijo en gestación o nacido o muerto, al parto, a la lactancia, al esposo y que casi no pueden evitar ser sentimentales, cursis o ripiosos, pero que hubo que leer porque no se puede trabajar con prejuicios y porque a veces, muy escasas veces, tocaron la poesía.

Otra temática que cubre países se da en las zonas y en los momentos terribles, de conflictividad y de muerte, donde las experiencias descarnadas de la guerra, de las matanzas, de la tortura, las angustias del peligro, del exilio, de la destrucción son objeto de mucha poesía; aunque en casos, arriesgaron el sentimentalismo, en general convocaron versos intensos, duros, desgarrados. las aguas que fueron paradisíacas del río Lumpur convertido en pudridero de cráneos y de vísceras, dieron lugar, en más de un poema, si no siempre a la excelencia, sí a una dolorosa eficacia.

Son menos habituales, pero suceden, textos que se descartan por sí mismos cuando el afán de singularizarse- no en la escritura sino en los asuntos- lleva a las autoras a un exacerbado exhibicionismo de todo lo del cuerpo, de lo sexual crudo o sucio, tal vez como una rebelión contra largas inhibiciones; aparece un regusto por palabras y hechos famosamente desagradables que llega a lo escatológico, a lo simplemente asqueroso, con el evidente propósito de asustar a la gente. Aunque de vez en cuando una buena formulación o una emoción verdadera rescatan lo rescatable. Pero muy de vez en cuando.

Una vez sorteada la montaña de líneas cortadas, sin lirismos, sin poesía, la montaña de lo «literario», lo inauténtico, lo pobre, de cuanto es lugar común, verborrea o mera tontería, quedó un puñado de poetas que no usurpan el título que son atendibles, estimables o admirables. Y entre ellas hubo que elegir. Y eso fue lo más arduo.

Toda antología es discutible. Cualquier inclusión y cualquier omisión pueden ser injustas; pueden serlo las de nombres o de poemas que con la más decidida intención de objetividad, se consideraron mejores. Pero, inevitablemente, en este punto entran en juego el gusto, las preferencias, el conocimiento y las ignorancias de quien antologa, que pueden malograr el propósito de ofrecer una muestra cabal de la rica poesía escrita en español por mujeres latinoamericanas a lo largo de buena parte del siglo que acaba de cerrarse.

Entre otros pecados de que se pueda acusar a esta selección, es evidente el desproporcionado número de autoras uruguayas. Lo que tiene sus excusas. Lejos ya de las aisladas antecesoras ilustres, la gran teoría de las poetas que por aquí publican comenzado el siglo XX es encabezada por Delmira Agustini, 1886 (aunque no olvidas a María Eugenia Vaz Ferreira, 1874, mayor pero opacada por ella). Las siguen Gabriela Mistral, 1889, Alfonsina Storni, 1892, Juana de Ibarbourou, 1895, Magda Portal, 1901, Dulce María Loynaz, 1902, Esther de Cáceres, 1903. Pero en el Uruguay, a partir de Delmira, se prodigan no sólo los nombres sino las excelencias a tal punto que resultó penoso descartar todo lo que hemos descartado para no desmesurar tanto nuestra cuota de la que hubo para cada país. Por otra parte, parece excusable privilegio de un antólogo uruguayo conocer mejor a las autoras del suyo, así como son excusables sus lagunas con respecto a las de los demás. Cosa natural en estos países en que, reiteramos, es casi una norma que sus artistas sean soberanamente ignorantes unos de los otros. Esa fue una de las buenas razones para preparar esta imperfecta antología.

ARGENTINA Alfonsina Storni – Olga Orozco – Alejandra Pizarnik – Diana Bellessi – Stella Calloni

BOLIVIA Emma Alina Alarcón – Yolanda Bedregal – Alcira Cardona – Matilde Casazola – Blanca Wiethüchter

COLOMBIA Meira Delmar – Matilde Espinosa – María Mercedes Carranza – Orietta Lozano

COSTA RICA Mayra Jiménez

CUBA Dulce María Loynaz – Mirta Aguirre – Fina García Marruz – Nancy Morejón – Reina María Rodríguez – Marilyn Bobes

CHILE Gabriela Mistral – Cecilia Vicuña –

ECUADOR Ana María Iza – Violeta Luna – Carmen Váscones – Martha Lizarzaburn – Sonia Manzano

EL SALVADOR Claudia Lars – Liliam Jiménez – Claribel Alegría – Mercedes Durand – Amada libertad

GUATEMALA Romelia Alarcón Folgar – Alaíde Foppa – Julia Esquivel – Delia Quiñónez Tock

MÉXICO Margarita Michelena – Rosario Castellanos – Enriqueta Ochoa – Isabel Fraire – Mónica Mansour – Ambar Past

NICARAGUA Vidaluz Meneses – Michele Najlis – Gioconda Belli – Daisy Zamora – Rosario Murillo

PANAMÁ Esther María Osses – Diana Morán – Ligia Alcázar – Moravia Ochoa López – Luz Lescure

PARAGUAY Josefina Plá – Ida Talavera – Ester de Izaguirre – Carmen Soles – Alicia Campos Cervera – Nila López

PERÚ Magda Portal – Blanca Varela – Cecilia Bustamante – Sonia Luz Carrillo – Carmen Luz Bejarano

PUERTO RICO Mayra Santos Febres

REPÚBLICA DOMINICANA Ana Silvia Reynoso – Josefina de la Cruz – Sherezada Vicioso – Loreira Santos Silva – Soledad Álvarez

URUGUAY Delmira Agustini – Juana de Ibarbourou – Esther de Cáceres – Clara Silva – Amanda Berenguer – Gladys Castelvecchi – Ida Vitale – Maruja Díaz – Nancy Bacelo – Marosa di Giorgio – Circe Maia

VENEZUELA Ana Enriqueta Terán – Elizabeth Schön – Lucila Velásquez – Mery Sananes – María Luisa Lázaro – Yolanda Pantin



Antología de mujeres hispanoamericanas fue editado por Banda Oriental (Montevideo, Uruguay) en el año 2001.

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Número 68

Rodolfo Walsh / Extractos en Revista La Jiribilla

Revista Malabia número 68

Rodolfo Walsh / Extractos en Revista La Jiribilla

Periodista, escritor y traductor argentino (1927-1977). Es reconocido sobre todo por sus novelas testimoniales, las dos más conocidas Operación Masacre y ¿Quién mató a Rosendo?, aunque también destacó como escritor de ficción. Opositor a la Junta militar que gobernó su país entre 1976 y 1983, integró la organización Montoneros para combatirla. Cuando esta última comenzó a ser literalmente masacrada por los militares rehusó salir del país. Son famosas sus cartas abiertas. El 25 de marzo de 1977, mientras buzoneaba una de ellas, Carta abierta de un escritor a la Junta (publicada en este número) fue emboscado y acribillado a balazos por un grupo que se llevó su cuerpo, por lo que pasó a integrar la lista de desaparecidos.


Operación Prensa Latina

A mediados del año 1959, Walsh viaja a La Habana para presenciar aquello que describió como “el nacimiento de un orden nuevo”, “épico”, y hasta a veces “contradictorio” para su visión de la realidad.

Jorge Ricardo Masetti lo convoca para participar en la organización de un noble proyecto: la creación de Prensa Latina. El objetivo de la nueva agencia de noticias era contrarrestar la invasión mediática del exterior hacia América Latina y difundir la obra de la revolución cubana.

Se ubica la sede en La Habana y se crean filiales en los diversos países de América, y otros de Europa, Medio Oriente y Asia, en medio de una escandalosa oposición de las grandes oficinas internacionales de noticias. Entre sus fundadores, además de Walsh y Masetti, estuvieron otros destacados escritores y periodistas latinoamericanos como García Márquez, Plinio Mendoza, Francisco Urondo, Susana Lugones y Jorge Timossi.

“Buscamos dar una imagen de los países latinoamericanos que no esté deformada por intereses ajenos a nuestros pueblos. Pero sin hacer retórica ni propaganda. Solo trabajar duro y con la verdad”. Masetti, quien se desempeñaría dentro de ella como Jefe de Servicios Especiales, habla así de la agencia. Y escribirá: “La deformación por la prensa internacional de las noticias cubanas había empezado mucho antes de la caída de Batista, cuya larga permanencia en el poder profetizaba la revista “Time” en su primer número de 1959, cuando ya el régimen se había desplomado. La campaña contra el gobierno revolucionario alcanzó una intensidad jamás vista en la historia. United Press y Associated Press, las agencias que monopolizan el mercado mundial de noticias, pusieron en marcha esa catarata de basura informativa, preparando el terreno para la cadena de agresiones que iba a culminar en Playa Girón”.


Caso «Cable Satánico»

Rodolfo Walsh no tenía experiencia en labores de desciframiento. Con todo lo que contaba eran unos manuales de criptografía recreativa adquiridos en La Habana en un puesto de libros usados. Por fortuna, poseía la vocación de detective que se dejaba entrever en sus narraciones policiales. Le sobraba también esa pertinacia fecunda propia de escritores y periodistas y la resistencia común a todos los insomnes.

Trabajó muchas horas sobre aquel texto que se encubría en clave bajo la apariencia de un inocente despacho de tráfico comercial de “Tropical Cable”, de Guatemala. Lo había encontrado Jorge Masetti cuando revisaba los rollos de papel que salían de los teletipos instalados en la agencia para captar y analizar el material informativo de las agencias rivales y Rodolfo se empeñó en desentrañar ese mensaje que lucía sospechoso. Cuando lo logró, se dio cuenta que entre sus manos no tenía solamente una noticia sensacional para cualquier periodista. Aquella información era casi un regalo providencial para la joven revolución cubana amenazada por un poderoso enemigo.

En realidad se trataba de un cable dirigido a Washington por el jefe de la CIA en Guatemala, adscrito al personal de la embajada de Estados Unidos en ese país, y era un informe minucioso de los preparativos de un desembarco en Cuba por cuenta del gobierno norteamericano. Se revelaba, inclusive, el lugar donde ya empezaban a prepararse los reclutas: la hacienda Retalhuleu, un antiguo cafetal al norte del país centroamericano.

Serían estos los primeros indicios del ataque a la Isla, que acabará de concretarse el 17 de abril de 1961, con el desembarco por Bahía de Cochinos, y que sería rechazado en tan solo 72 horas por las milicias populares organizadas alrededor de su líder Fidel Castro.

Los triunfos como “criptógrafo” de Walsh aumentarán luego cuando descubra, mediante el método descrito, la intervención norteamericana frustrando una insurrección en Guatemala contra el general y presidente Ydígoras. Igualmente develará los avatares de la presión sobre Venezuela para que condenara a Cuba y los turbios manejos de EE.UU. en su propósito de expulsar a la Isla de la Conferencia Interamericana de Defensa, a realizarse en Quito.

La significación de Walsh para la supervivencia de la Revolución cubana es insoslayable. Pero igualmente vale la pena rescatar de su biografía aquellos momentos donde se ganó sostenerse en la memoria, ya de por sí, con los sobrados méritos de una pluma puesta al servicio de la literatura, o en unir compromiso político con esa pasión por la investigación y por la verdad que son intrínsecas al periodismo más auténtico.


Sus oficios terrestres: intelectual y político

El Premio Nobel de Literatura Gabriel García Márquez emitió este criterio sobre Walsh: “En todas sus obras, aún en las que parecían de ficción simple, se distinguió por su compromiso con la realidad, por su talento analítico inverosímil, por su valentía personal y por su encarnecimiento político. Para mí, además de todo eso, fue un amigo alegre cuya índole apacible se parecía muy poco a su determinación de guerrero.»

“Rodolfo convirtió la realidad en su obra maestra”, afirmó una vez Mario Benedetti. Este elogio se debe fundamentalmente a tres reportajes. El primero, “Operación Masacre”, de 1957, reconstruye a partir del testimonio de los sobrevivientes una serie de fusilamientos impulsados por el gobierno de Aramburu en represalia contra la insurrección comandada por Valle, un general adepto al peronismo.

Con este libro, de difícil clasificación genérica entonces, Walsh se adelantaría en seis años al “nuevo periodismo” que destronará las viejas escuelas y cuyo punto de partida para el mundo fue, supuestamente, “A sangre fría”, la novela de “no ficción” de Truman Capote. Además, Walsh alcanzaría algo bien difícil y que no estuvo nunca entre los propósitos del norteamericano: conjugar la ideología política con la investigación periodística.

El asesinato, ocurrido en 1957, de un abogado especializado en asuntos comerciales, le da pie a Rodolfo Walsh para iniciar unas investigaciones que desentrañarán las luchas por el poder entre los militares para controlar la prensa, y cuyos resultados se publicaron en 1973 con el título “El caso Satanowsky”.

El tercer libro es “¿Quién mató a Rosendo?” En él, tomando como eje un crimen llevado a cabo en 1968 por Augusto Vandor y sus secuaces, desenmascarará la oscura burocracia sindical del peronismo de entonces.


¿Quién mató a Rodolfo Walsh?

En 1970 Walsh milita en el Peronismo, pero, desencantado, decide pasar a una agrupación más aguerrida: los Montoneros. Tras el golpe de estado de 1976, que regresa a los militares al poder, Walsh alumbra la idea de crear una Agencia de Noticias Clandestinas (ANCLA), enfocada no a ser canal de propaganda de su organización, sino de difusión popular, con el criterio de vincular a todo el pueblo a la resistencia.

A fines de 1976 entra en discrepancias con la dirigencia de Montoneros. No llega a romper con la organización pero inicia su alejamiento personal. Sufre la desaparición de varios amigos y compañeros de lucha, la caída de su hija María Victoria, y decide retirarse de Buenos Aires.

En una demostración inaudita de coraje escribe la «Carta de un escritor a la Junta Militar». Es el 24 de marzo de 1977. Al día siguiente un grupo armado del ejército intenta apresarle. Él se defiende, hiere a sus enemigos, y estos ya le disparan a matar. Desaparecen su cadáver, pero es en vano. Walsh aparece desde el más allá de la muerte: previendo las consecuencias de su acto, había enviado diez copias de su denuncia a diferentes medios y organismos argentinos e internacionales.

Por eso, cuando Leandro Albani dice que la obra de Rodolfo Walsh ha corrido con suerte por no haberle convertido en un clásico, por no mandarlo a dormir en el panteón de los consagrados, uno siente la tentación de agregar algo: decir que también su vida y su muerte le acarrearon la fortuna de ser más que un “ejemplo” estático. Porque el desquite de un cuerpo insepulto es el de no dormirse jamás y seguir despertando las conciencias de las generaciones que le continuarán en su empeño.

(Extractos de un artículo publicado en La Jiribilla)

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Carta a la Junta Militar argentina / Roldolfo Walsh

Revista Malabia número 68

Carta a la Junta Militar argentina / Roldolfo Walsh

1. La censura de prensa, la persecución a intelectuales, el allanamiento de mi casa en el Tigre, el asesinato de amigos queridos y la pérdida de una hija que murió combatiéndolos, son algunos de los hechos que me obligan a esta forma de expresión clandestina después de haber opinado libremente como escritor y periodista durante casi treinta años. El primer aniversario de esta Junta Militar ha motivado un balance de la acción de gobierno en documentos y discursos oficiales, donde lo que ustedes llaman aciertos son errores, los que reconocen como errores son crímenes y lo que omiten son calamidades. El 24 de marzo de 1976 derrocaron ustedes a un gobierno del que formaban parte, a cuyo desprestigio contribuyeron como ejecutores de su política represiva, y cuyo término estaba señalado por elecciones convocadas para nueve meses más tarde. En esa perspectiva lo que ustedes liquidaron no fue el mandato transitorio de Isabel Martínez sino la posibilidad de un proceso democrático donde el pueblo remediara males que ustedes continuaron y agravaron. Ilegítimo en su origen, el gobierno que ustedes ejercen pudo legitimarse en los hechos recuperando el programa en que coincidieron en las elecciones de 1973 el ochenta por ciento de los argentinos y que sigue en pie como expresión objetiva de la voluntad del pueblo, único significado posible de ese «ser nacional» que ustedes invocan tan a menudo. Invirtiendo ese camino han restaurado ustedes la corriente de ideas e intereses de minorías derrotadas que traban el desarrollo de las fuerzas productivas, explotan al pueblo y disgregan la Nación. Una política semejante sólo puede imponerse transitoriamente prohibiendo los partidos, interviniendo los sindicatos, amordazando la prensa e implantando el terror más profundo que ha conocido la sociedad argentina.

2. Quince mil desaparecidos, diez mil presos, cuatro mil muertos, decenas de miles de desterrados son la cifra desnuda de ese terror. Colmadas las cárceles ordinarias, crearon ustedes en las principales guarniciones del país virtuales campos de concentración donde no entra ningún juez, abogado, periodista, observador internacional. El secreto militar de los procedimientos, invocado como necesidad de la investigación, convierte a la mayoría de las detenciones en secuestros que permiten la tortura sin límite y el fusilamiento sin juicio. Más de siete mil recursos de hábeas corpus han sido contestados negativamente este último año. En otros miles de casos de desaparición el recurso ni siquiera se ha presentado porque se conoce de antemano su inutilidad o porque no se encuentra abogado que ose presentarlo después que los cincuenta o sesenta que lo hacían fueron a su turno secuestrados. De este modo han despojado ustedes a la tortura de su límite en el tiempo. Como el detenido no existe, no hay posibilidad de presentarlo al juez en diez días según manda una ley que fue respetada aun en las cumbres represivas de anteriores dictaduras. La falta de límite en el tiempo ha sido complementada con la falta de límite en los métodos, retrocediendo a épocas en que se operó directamente sobre las articulaciones y las vísceras de las víctimas, ahora con auxiliares quirúrgicos y farmacológicos de que no dispusieron los antiguos verdugos. El potro, el torno, el despellejamiento en vida, la sierra de los inquisidores medievales reaparecen en los testimonios junto con la picana, el «submarino», el soplete de las actualizaciones contemporáneas. Mediante sucesivas concesiones al supuesto de que el fin de exterminar a la guerrilla justifica todos los medios que usan, han llegado ustedes a la tortura absoluta, intemporal, metafísica en la medida que el fin original de obtener información se extravía en las mentes perturbadas que la administran para ceder al impulso de machacar la sustancia humana hasta quebrarla y hacerle perder la dignidad que perdió el verdugo, que ustedes mismos han perdido.

3. La negativa de esa Junta a publicar los nombres de los prisioneros es asimismo la cobertura de una sistemática ejecución de rehenes en lugares descampados y horas de la madrugada con el pretexto de fraguados combates e imaginarias tentativas de fuga. Extremistas que panfletean el campo, pintan acequias o se amontonan de a diez en vehículos que se incendian son los estereotipos de un libreto que no está hecho para ser creído sino para burlar la reacción internacional ante ejecuciones en regla mientras en lo interno se subraya el carácter de represalias desatadas en los mismos lugares y en fecha inmediata a las acciones guerrilleras. Setenta fusilados tras la bomba en Seguridad Federal, 55 en respuesta a la voladura del Departamento de Policía de La Plata, 30 por el atentado en el Ministerio de Defensa, 40 en la Masacre del Año Nuevo que siguió a la muerte del coronel Castellanos, 19 tras la explosión que destruyó la comisaría de Ciudadela forman parte de 1.200 ejecuciones en 300 supuestos combates donde el oponente no tuvo heridos y las fuerzas a su mando no tuvieron muertos. Depositarios de una culpa colectiva abolida en las normas civilizadas de justicia, incapaces de influir en la política que dicta los hechos por los cuales son represaliados, muchos de esos rehenes son delegados sindicales, intelectuales, familiares de guerrilleros, opositores no armados, simples sospechosos a los que se mata para equilibrar la balanza de las bajas según la doctrina extranjera de «cuenta-cadáveres» que usaron los SS en los países ocupados y los invasores en Vietnam. El remate de guerrilleros heridos o capturados en combates reales es asimismo una evidencia que surge de los comunicados militares que en un año atribuyeron a la guerrilla 600 muertos y sólo 10 ó 15 heridos, proporción desconocida en los más encarnizados conflictos. Esta impresión es confirmada por un muestreo periodístico de circulación clandestina que revela que entre el 18 de diciembre de 1976 y el 3 de febrero de 1977, en 40 acciones reales, las fuerzas legales tuvieron 23 muertos y 40 heridos, y la guerrilla 63 muertos. Más de cien procesados han sido igualmente abatidos en tentativas de fuga cuyo relato oficial tampoco está destinado a que alguien lo crea sino a prevenir a la guerrilla y los partidos de que aún los presos reconocidos son la reserva estratégica de las represalias de que disponen los Comandantes de Cuerpo según la marcha de los combates, la conveniencia didáctica o el humor del momento. Así ha ganado sus laureles el general Benjamín Menéndez, jefe del Tercer Cuerpo de Ejército, antes del 24 de marzo con el asesinato de Marcos Osatinsky, detenido en Córdoba, después con la muerte de Hugo Vaca Narvaja y otros cincuenta prisioneros en variadas aplicaciones de la ley de fuga, ejecutadas sin piedad y narradas sin pudor. El asesinato de Dardo Cabo, detenido en abril de 1975, fusilado el 6 de enero de 1977 con otros siete prisioneros en jurisdicción del Primer Cuerpo de Ejército que manda el general Suárez Masson, revela que estos episodios no son desbordes de algunos centuriones alucinados sino la política misma que ustedes planifican en sus estados mayores, discuten en sus reuniones de gabinete, imponen como comandantes en jefe de las 3 Armas y aprueban como miembros de la Junta de Gobierno.

4. Entre mil quinientas y tres mil personas han sido masacradas en secreto después que ustedes prohibieron informar sobre hallazgos de cadáveres que en algunos casos han trascendido, sin embargo, por afectar a otros países, por su magnitud genocida o por el espanto provocado entre sus propias fuerzas. Veinticinco cuerpos mutilados afloraron entre marzo y octubre de 1976 en las costas uruguayas, pequeña parte quizás del cargamento de torturados hasta la muerte en la Escuela de Mecánica de la Armada, fondeados en el Río de la Plata por buques de esa fuerza, incluyendo el chico de 15 años, Floreal Avellaneda, atado de pies y manos, «con lastimaduras en la región anal y fracturas visibles» según su autopsia. Un verdadero cementerio lacustre descubrió en agosto de 1976 un vecino que buceaba en el Lago San Roque de Córdoba, acudió a la comisaría donde no le recibieron la denuncia y escribió a los diarios que no la publicaron. Treinta y cuatro cadáveres en Buenos Aires entre el 3 y el 9 de abril de 1976, ocho en San Telmo el 4 de julio, diez en el Río Luján el 9 de octubre, sirven de marco a las masacres del 20 de agosto que apilaron 30 muertos a 15 kilómetros de Campo de Mayo y 17 en Lomas de Zamora. En esos enunciados se agota la ficción de bandas de derecha, presuntas herederas de las 3 A de López Rega, capaces dc atravesar la mayor guarnición del país en camiones militares, de alfombrar de muertos el Río de la Plata o de arrojar prisioneros al mar desde los transportes de la Primera Brigada Aérea, sin que se enteren el general Videla, el almirante Massera o el brigadier Agosti. Las 3 A son hoy las 3 Armas, y la Junta que ustedes presiden no es el fiel de la balanza entre «violencias de distintos signos» ni el árbitro justo entre «dos terrorismos», sino la fuente misma del terror que ha perdido el rumbo y sólo puede balbucear el discurso de la muerte. La misma continuidad histórica liga el asesinato del general Carlos Prats, durante el anterior gobierno, con el secuestro y muerte del general Juan José Torres, Zelmar Michelini, Héctor Gutiérrez Ruíz y decenas de asilados en quienes se ha querido asesinar la posibilidad de procesos democráticos en Chile, Boliva y Uruguay. La segura participación en esos crímenes del Departamento de Asuntos Extranjeros de la Policía Federal, conducido por oficiales becados de la CIA a través de la AID, como los comisarios Juan Gattei y Antonio Gettor, sometidos ellos mismos a la autoridad de Mr. Gardener Hathaway, Station Chief de la CIA en Argentina, es semillero de futuras revelaciones como las que hoy sacuden a la comunidad internacional que no han de agotarse siquiera cuando se esclarezcan el papel de esa agencia y de altos jefes del Ejército, encabezados por el general Menéndez, en la creación de la Logia Libertadores de América, que reemplazó a las 3 A hasta que su papel global fue asumido por esa Junta en nombre de las 3 Armas. Este cuadro de exterminio no excluye siquiera el arreglo personal de cuentas como el asesinato del capitán Horacio Gándara, quien desde hace una década investigaba los negociados de altos jefes de la Marina, o del periodista de «Prensa Libre» Horacio Novillo apuñalado y calcinado, después que ese diario denunció las conexiones del ministro Martínez de Hoz con monopolios internacionales. A la luz de estos episodios cobra su significado final la definición de la guerra pronunciada por uno de sus jefes: «La lucha que libramos no reconoce límites morales ni naturales, se realiza más allá del bien y del mal».

5. Estos hechos, que sacuden la conciencia del mundo civilizado, no son sin embargo los que mayores sufrimientos han traído al pueblo argentino ni las peores violaciones de los derechos humanos en que ustedes incurren. En la política económica de ese gobierno debe buscarse no sólo la explicación de sus crímenes sino una atrocidad mayor que castiga a millones de seres humanos con la miseria planificada. En un año han reducido ustedes el salario real de los trabajadores al 40%, disminuido su participación en el ingreso nacional al 30%, elevado de 6 a 18 horas la jornada de labor que necesita un obrero para pagar la canasta familiar, resucitando así formas de trabajo forzado que no persisten ni en los últimos reductos coloniales. Congelando salarios a culatazos mientras los precios suben en las puntas de las bayonetas, aboliendo toda forma de reclamación colectiva, prohibiendo asambleas y comisiones internas, alargando horarios, elevando la desocupación al récord del prometiendo aumentarla con 300.000 nuevos despidos, han retrotraído las relaciones de producción a los comienzos de la era industrial, y cuando los trabajadores han querido protestar los han calificados de subversivos, secuestrando cuerpos enteros de delegados que en algunos casos aparecieron muertos, y en otros no aparecieron. Los resultados de esa política han sido fulminantes. En este primer año de gobierno el consumo de alimentos ha disminuido el 40%, el de ropa más del 50%, el de medicinas ha desaparecido prácticamente en las capas populares. Ya hay zonas del Gran Buenos Aires donde la mortalidad infantil supera el 30%, cifra que nos iguala con Rhodesia, Dahomey o las Guayanas; enfermedades como la diarrea estival, las parasitosis y hasta la rabia en que las cifras trepan hacia marcas mundiales o las superan. Como si esas fueran metas deseadas y buscadas, han reducido ustedes el presupuesto de la salud pública a menos de un tercio de los gastos militares, suprimiendo hasta los hospitales gratuitos mientras centenares de médicos, profesionales y técnicos se suman al éxodo provocado por el terror, los bajos sueldos o la «racionalización». Basta andar unas horas por el Gran Buenos Aires para comprobar la rapidez con que semejante política la convirtió en una villa miseria de diez millones de habitantes. Ciudades a media luz, barrios enteros sin agua porque las industrias monopólicas saquean las napas subterráneas, millares de cuadras convertidas en un solo bache porque ustedes sólo pavimentan los barrios militares y adornan la Plaza de Mayo, el río más grande del mundo contaminado en todas sus playas porque los socios del ministro Martínez de Hoz arrojan en él sus residuos industriales, y la única medida de gobierno que ustedes han tomado es prohibir a la gente que se bañe. Tampoco en las metas abstractas de la economía, a las que suelen llamar «el país», han sido ustedes más afortunados. Un descenso del producto bruto que orilla el 3%, una deuda exterior que alcanza a 600 dólares por habitante, una inflación anual del 400%, un aumento del circulante que en solo una semana de diciembre llegó al 9%, una baja del 13% en la inversión externa constituyen también marcas mundiales, raro fruto de la fría deliberación y la cruda inepcia. Mientras todas las funciones creadoras y protectoras del Estado se atrofian hasta disolverse en la pura anemia, una sola crece y se vuelve autónoma. Mil ochocientos millones de dólares que equivalen a la mitad de las exportaciones argentinas presupuestados para Seguridad y Defensa en 1977, cuatro mil nuevas plazas de agentes en la Policía Federal, doce mil en la provincia de Buenos Aires con sueldos que duplican el de un obrero industrial y triplican el de un director de escuela, mientras en secreto se elevan los propios sueldos militares a partir de febrero en un 120%, prueban que no hay congelación ni desocupación en el reino de la tortura y de la muerte, único campo de la actividad argentina donde el producto crece y donde la cotización por guerrillero abatido sube más rápido que el dólar.

6. Dictada por el Fondo Monetario Internacional según una receta que se aplica indistintamente al Zaire o a Chile, a Uruguay o Indonesia, la política económica de esa Junta sólo reconoce como beneficiarios a la vieja oligarquía ganadera, la nueva oligarquía especuladora y un grupo selecto de monopolios internacionales encabezados por la ITT, la Esso, las automotrices, la U.S.Steel, la Siemens, al que están ligados personalmente el ministro Martínez de Hoz y todos los miembros de su gabinete. Un aumento del 722% en los precios de la producción animal en 1976 define la magnitud de la restauración oligárquica emprendida por Martínez de Hoz en consonancia con el credo de la Sociedad Rural expuesto por su presidente Celedonio Pereda: «Llena de asombro que ciertos grupos pequeños pero activos sigan insistiendo en que los alimentos deben ser baratos». El espectáculo de una Bolsa de Comercio donde en una semana ha sido posible para algunos ganar sin trabajar el cien y el doscientos por ciento, donde hay empresas que de la noche a la mañana duplicaron su capital sin producir más que antes, la rueda loca de la especulación en dólares, letras, valores ajustables, la usura simple que ya calcula el interés por hora, son hechos bien curiosos bajo un gobierno que venía a acabar con el «festín de los corruptos». Desnacionalizando bancos se ponen el ahorro y el crédito nacional en manos de la banca extranjera, indemnizando a la ITT y a la Siemens se premia a empresas que estafaron al Estado, devolviendo las bocas de expendio se aumentan las ganancias de la Shell y la Esso, rebajando los aranceles aduaneros se crean empleos en Hong Kong o Singapur y desocupación en la Argentina. Frente al conjunto de esos hechos cabe preguntarse quiénes son los apátridas de los comunicados oficiales, dónde están los mercenarios al servicio de intereses foráneos, cuál es la ideologia que amenaza al ser nacional. Si una propaganda abrumadora, reflejo deforme de hechos malvados no pretendiera que esa Junta procura la paz, que el general Videla defiende los derechos humanos o que el almirante Massera ama la vida, aún cabría pedir a los señores Comandantes en Jefe de las 3 Armas que meditaran sobre el abismo al que conducen al país tras la ilusión de ganar una guerra que, aún si mataran al último guerrillero, no haría más que empezar bajo nuevas formas, porque las causas que hace más de veinte años mueven la resistencia del pueblo argentino no estarán dcsaparecidas sino agravadas por el recuerdo del estrago causado y la revelación de las atrocidades cometidas. Estas son las reflexiones que en el primer aniversario de su infausto gobierno he querido hacer llegar a los miembros de esa Junta, sin esperanza de ser escuchado, con la certeza de ser perseguido, pero fiel al compromiso que asumí hace mucho tiempo de dar testimonio en momentos difíciles.

Rodolfo Walsh. – C.I. 2845022 Buenos Aires, 24 de marzo de 1977.

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Número 68

Entrevista a Rodolfo Walsh (1973) / Ricardo Piglia

Revista Malabia número 68

Entrevista a Rodolfo Walsh (1973) / Ricardo Piglia

Empecemos con este cuento, ¿cuándo lo escribiste, en qué época lo escribiste?

Este cuento lo escribí… me acuerdo la época en que terminé de escribirlo, lo debo haber terminado en noviembre de 1967 y debo haber empezado a escribirlo a mediados de ese año; me acuerdo de la fecha porque en octubre del 67 murió Guevara y yo terminé de escribirlo más o menos un mes después.


¿Cómo lo ves vos dentro de la serie de los Irlandeses, qué idea tenés sobre esos cuentos?

Claro, bueno, en la serie de los Irlandeses, que por ahora son estos tres cuentos, evidentemente hay una recreación autobiográfica pero, quizá, no tan estrecha como podría parecer. Lo autobiográfico es nada más que un punto de partida, una anécdota y a veces ni siquiera una anécdota entera sino media anécdota. Porque yo estuve en dos colegios irlandeses, uno en Capilla del Señor, que era un colegio de monjas irlandesas en el año 37 y después en el 38, 39 y 40 estuve en este otro, el Instituto Fahy de Moreno, que era un colegio de curas irlandeses. En este sentido hay una realidad mixta, ¿no es cierto?, porque hay un mundo de irlandeses pero al mismo tiempo es la Argentina, y es indudablemente en la Argentina, es decir, hay una burla acerca de uno de los personajes, no sé si en este cuento o en cuál de los cuentos, que dice que uno de los personajes pretendía ser descendiente de reyes y no de humildes chacareros de Suipacha. Cada tanto eso está, está porque estaba, el mundo se vivía así, doblemente…


¿Dicotómicamente?

Exacto, hay una evidente dicotomía. Por otro lado hay una cierta evolución de la serie, en este cuento aparece una nota política, la primera más expresamente política, porque había una connotación política en todos los otros pero mucho más simbólica e inconsciente. Quiero decir, hay una evolución en los cuentos; aquí, en este cuento se empieza a hablar del pueblo y de sus expectativas de salvación representadas por un héroe, es un héroe externo, es decir, no deposita sus expectativas en sí mismo, sino en algo que es externo, por admirable que pueda ser. Creo que la clave de la iluminación, de la comprensión sobre la relación política de este caso entre el pueblo, por un lado, y sus héroes, por el otro, está en el final, cuando dice “…mientras Malcolm se doblaba tras una mueca de sorpresa y de dolor, el pueblo aprendió…”, y después, más adelante, cuando dice “…el pueblo aprendió que estaba solo…”, y más adelante “…el pueblo aprendió que estaba solo y que debía pelear por sí mismo y que de su propia entraña sacaría los medios, el silencio, la astucia y la fuerza…” Creo que ese es el pronunciamiento más político de toda la serie de los cuentos y muy aplicable a situaciones muy concretas nuestras: concretamente al peronismo e inclusive a las expectativas revolucionarias que aquí se despertaban o se despertaron con respecto a los héroes revolucionarios, inclusive con respecto al Che Guevara, que murió en esos días, te das cuenta, la gente que te decía: si el Che Guevara estuviera aquí entonces yo me meto y todos nos metemos y hacemos la revolución. Concepto totalmente mítico, es decir, el mito, la persona, el héroe haciendo la revolución en vez de ser el conjunto del pueblo cuya mejor expresión es sin duda el héroe, en este caso el Che Guevara, pero que ningún tipo aislado por grande que sea puede absolutamente hacer nada, es decir, cuando se delega en él lo que es una cosa de todos no se da el proceso, no se puede dar. Creo que ésa es la lección que ellos aprenden ese día; no es un tipo venido de afuera porque no hay ninguna connotación peyorativa para el tipo que viene de afuera, que pelea, se juega y es un héroe. No deja de ser un héroe por el hecho de que el otro lo cague a patadas, pero lo que ellos aprenden es que ellos, en una segunda instancia, si es que ellos se la quieren cobrar con respecto al celador, se tienen que combinar entre ellos y ellos cagarlo a patadas entre todos. Esa es la lección.


¿Una especie de metáfora política?

Que se me hizo consciente después, en este tipo de relato donde yo recupero cosas muy viejas y que tienen una vida propia muy poderosa; yo no necesito legislar por anticipado lo que va a pasar, eso pasa y después vuelvo y lo interrumpo y a lo sumo hago algunos ajustes.


Volviendo un poco atrás, ¿qué perspectivas le ves vos a la serie de los Irlandeses. ¿La vas a seguir? ¿La ves como una sola historia?

Sí, yo pienso seguirla. Hay un par de temas más que tengo pensados por allí y seguramente si me pusiera saldrían muchos más en vez de un par. En ese caso asumiría la forma de esas novelas hechas de cuentos que es una forma primitiva de hacer novela, pero bastante linda. Habría un par de historias adicionales ya pensadas, una de las cuales será de adultos, es decir, es un cuento contado por chicos pero que es de adultos. El título es “Mi tío Willie que ganó la guerra” Es una historia contada por los chicos en una circunstancia especial: están enfermos en la enfermería. Hay una peste de escarlatina y un chico cuenta la historia de un tío que va a pelear a la guerra mundial, entonces la historia ahí se le escapa: comienza a ser una historia de adultos, después vuelve al narrador final, pero la historia se les escapa. Esa sería una de las historias. Hay otra historia probable con la intervención y participación del diablo, también en la misma enfermería. Probablemente yo calculo a muy grosso modo que la historia puede crecer, pero yo no quiero darle un crecimiento infinito. Es probable que la historia final la integren seis o siete historias que constituyan una novela hecha por cuentos, todos episodios transcurridos en un año, hasta el último día en el colegio.


¿Vos veías esto desde el principio, viste la posibilidad de esta serie cuando empezaste a escribir el primer cuento?

Es medio difícil. Evidentemente la intención de escribir sobre esto yo la tenía hace mucho, es decir, yo tengo borradores o apuntes sobre la vida del colegio que datan de hace muchos años, quince años tal vez, pero como eran muy malos, nunca los retomé. De golpe, en el 64 escribí el primer cuento, yo no sé si en ese momento tuve la intención de escribir más que ese primer cuento, pero ya cuando escribí el segundo la idea de la serie apareció sola.


También se conecta con cierta tradición de la literatura en lengua inglesa, digo, porque es un poco cierto mundo del primer Joyce, un poco el tono de Faulkner. Sobre todo en la textura de los cuentos, esa escritura que podríamos llamar “bíblica” de algún modo. En este sentido los veo con una personalidad propia en relación con el estilo del resto de tu obra, que tiende a ser más ascético.

Exacto, puede ser. Yo ahí en ese caso más que con Joyce, si bien evidentemente en el Retrato y en algunos cuentos e inclusive en el Ulises, ya ni me acuerdo, haya algunas historias que transcurren en un colegio de curas, fijate que si yo tuviera que buscar alguna influencia en la forma, es decir en el tipo de estilo que vos llamaste bíblico, es decir en el tipo de desarrollo de la frase, lo buscaría tal vez más en Dunsany, que temáticamente no tiene nada que ver. Y yo a Dunsany lo he leído en traducción, salvo algún cuento; no sé si te acordás aquellos Cuentos de un soñador, esa forma creciente, envolvente; eso me impresionó mucho, mucho, cuando lo leí hace muchos años. Ahora, es cierto que son diferentes de los otros. Evidentemente si queremos calificar el modo de escritura o la tentativa que hay en el modo de escritura hacia un uso ampliado de la palabra, es decir, una amplificación de los recursos hacia un lenguaje; si quisiéramos calificarlo de algún modo épico que es lícito usar en el sentido de que las anécdotas y el medio son muy pequeños y entonces vos podés usar un lenguaje grandioso y grandilocuente para historias de chicos que no me lo permitiría quizá si tuviera que escribir una historia épica, entonces tal vez usaría un lenguaje muy reducido.


Otra cosa que me interesa ver es la relación entre cuento y novela, digamos, en términos generales, esta especie de novela fragmentaria que vos proponés. Es una novela que se va leyendo en textos discontinuos, es el lector quien reconstruye distintos momentos que van formando una sola historia y, a la vez, cierta particularidad en la estructura narrativa que siempre se ordena alrededor de una acción breve; incluso relatos largos, como cartas, están armados sobre pequeñas situaciones. Yo no sé si vos has pensado sobre esto.

Sí, yo he pensado cosas muy contradictorias según mis estados de ánimo o, en fin, pasando por distintas etapas. El mayor desafío que se le presenta hoy por hoy y que se le presenta sistemáticamente a un escritor de ficción es la novela. Yo no sé bien de dónde procede eso, por qué esa exigencia y hasta qué punto la novela es la forma más justificable, porque hasta cierto punto tiene una categoría artística superior, aunque hay excepciones; a Borges, por ejemplo, nadie le pide una novela. Por otro lado esto nos lleva a un problema mucho más general sobre el cual habría que indagar, es decir, no he terminado de convencerme ni de desconvencerme. Habría que ver hasta qué punto el cuento, la ficción y la novela no son de por sí el arte literario correspondiente a una determinada clase social en un determinado período de desarrollo, y en ese sentido y solamente en ese sentido es probable que el arte de ficción esté alcanzando su esplendoroso final, esplendoroso como todos los finales, en el sentido probable de que un nuevo tipo de sociedad y nuevas formas de producción exijan un nuevo tipo de arte más documental, mucho más atenido a lo que es mostrable. Eso me preguntaron, me hicieron la pregunta cuando apareció el libro de Rosendo. Un periodista me preguntó por qué no había hecho una novela con eso, que era un tema formidable para una novela. Lo que evidentemente escondía la noción de que una novela con ese tema es mejor o es una categoría superior a la de una denuncia con ese tema. Yo creo que esa concepción es una concepción típicamente burguesa, de la burguesía y ¿por qué? Porque evidentemente la denuncia traducida al arte de la novela se vuelve inofensiva, no molesta para nada, es decir, se sacraliza como arte. Ahora, en el caso mío personal, es evidente que yo me he formado o me he criado dentro de esa concepción burguesa de las categorías artísticas y me resulta difícil convencerme de que la novela no es en el fondo una forma artística superior; de ahí que viva ambicionando tener el tiempo para escribir una novela a la que indudablemente parto del presupuesto de que hay que dedicarle más tiempo, más atención y más cuidado que a la denuncia periodística que vos escribís al correr de la máquina. Creo que es poderosa, lógicamente muy poderosa, pero al mismo tiempo creo que gente más joven que se forma en sociedades distintas, en sociedades no capitalistas o en sociedades que están en proceso de revolución, gente más joven va a aceptar con más facilidad la idea de que el testimonio y la denuncia son categorías artísticas por lo menos equivalentes y merecedoras de los mismos trabajos y esfuerzos que se le dedican a la ficción.


De todos modos pienso que esos cambios habría que ligarlos no sólo a la voluntad personal de los escritores, sino también al momento de la lucha de clases en la Argentina. Quiero decirte: no es casual que nos planteemos esa problemática, esta discusión en este momento, a un año del Cordobazo. La movilización de las masas les replantea constantemente a los intelectuales el problema de sus posibilidades y de sus maneras de actuar, participar en la lucha del pueblo.

Es cierto, ahora en ese sentido los escritores de ficción, dentro del campo de los escritores y de los intelectuales, hemos ocupado una posición de retaguardia porque esto que yo digo en relación con los escritores de ficción no es enteramente cierto en relación con los ensayistas, por ejemplo. No es enteramente cierto porque tipos como Scalabrini Ortiz en el año 40 ya eran escritores, no hay ninguna duda, aunque él había empezado escribiendo un cuento. Esos tipos sí fueron una vanguardia. Lo que yo te digo de los escritores era cierto de los estudiantes hace cuatro o cinco años, y la capacidad de ellos de reaccionar con hechos frente al proceso y la de maniobra que tiene un estudiante es mucho mayor que la que tiene un escritor, porque el estudiante reacciona cuando cambia una idea; pero vos cuando cambia la idea tenés que escribir un libro, que es más difícil que tirar una piedra, y entonces el movimiento es más difícil y parece más serio. Yo no creo que haya un atraso, sino que, en efecto, el proceso es más duro para los escritores que nos hemos criado en la idea de la novela burguesa; esa novela que uno quiso escribir desde los quince años no sirve para un carajo y en realidad lo que hay que escribir es otra cosa.


Digamos que de algún modo entonces lo que hay que enfrentar al mismo tiempo es una idea de la literatura.

O por lo menos desacralizarla un poquito, porque evidentemente Occidente ha hecho del escritor una imagen tan monstruosa como la de la actriz: es la puta del barrio. Son sagrados los tipos. Ahora, para desacralizar a los tipos tenés que cuestionar todo, para la utilidad de lo que están haciendo y sobre todo para poder desafiarlos con su propia ambigüedad, salvo Borges, que preservó su literatura confesándose de derecha, que es una actitud lícita para preservar su literatura y él no tiene ningún problema de conciencia. Vos viste que desde la derecha no hay ningún problema para seguir haciendo literatura. Ningún escritor de derecha se plantea si en vez de hacer literatura no es mejor entrar en la Legión Cívica. Solamente se plantea el problema de este lado; entonces vos tenés que hablar, tenés que decir eso con los escritores de izquierda. Hay un dilema. De todos modos no es tarea para un solo tipo, es una tarea para muchos tipos, para una generación o para media generación volver a convertir la novela en un vehículo subversivo, si es que alguna vez lo fue. Desde los comienzos de la burguesía, la literatura de ficción desempeñó un importante papel subversivo que hoy no lo está desempeñando, pero tienen que existir muchas maneras de que vuelva a desempeñarlo y encontrarlas. Entonces, en ese caso, habrá una justificación para el novelista en la medida en que se demuestre que sus libros mueven, subvierten. Por otro lado, mientras uno está fuera de todo contacto con la acción política, ya sea directa o por el medio que te rodea, uno está alienado en el concepto burgués de la literatura. Sos un inocente en realidad, vos estás en realidad compitiendo con estos tipitos a ver quién hace mejor el dibujito cuando en realidad te importa un carajo, porque vas a estar compitiendo con estos tipos hasta que te das cuenta de que tenés un arma: la máquina de escribir. Según cómo la manejás es un abanico o es una pistola y podés utilizar la máquina de escribir para producir resultados tangibles, y no me refiero a los resultados espectaculares, como es el caso de Rosendo, porque es una cosa muy rara que nadie se la puede proponer como meta, ni yo me lo propuse, pero con cada máquina de escribir y un papel podés mover a la gente en grado incalculable. No tengo la menor duda.

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Número 68

Mario Benedetti / Varios autores

Revista Malabia número 68

Mario Benedetti / Varios autores

Escritor de ficción, ensayista y periodista uruguayo (1920-2009). Su prolífica obra incluye más de ochenta títulos, traducidos la mayoría a más de veinte idiomas. Tras el Golpe de Estado en Uruguay en 1973 se ve obligado, debido a la represión desatada contra quienes compartían sus convicciones políticas, a renunciar al claustro en la Universidad para el que había sido elegido. Poco tiempo después deberá abandonar el país. Residió durante un período de diez años en diversos lugares (Buenos Aires, Perú, Cuba y España). El alejamiento de su tierra también lo fue de su mujer, que debió quedarse en Uruguay a cuidar a las madres de ambos. A principios de 1985 regresa, iniciando el período de desexilio, tema de muchas de sus obras.

Un año después de su fallecimiento, en el 2010, la bancada del Frente Amplio manejó un proyecto, que no se llevó a cabo, de ponerle su nombre al aeropuerto de Montevideo. Al tratarse de un intelectual comprometido, la idea generó polémica. Las reacciones de especialistas en literatura consultados sobre el tema constituyen un buen documento socio cultural.




Óscar Brando (Profesor de Literatura Hispanoamericana en el IPA y crítico literario en Brecha y El País Cultural)

Sería una originalidad uruguaya ponerle el nombre de un escritor a un aeropuerto. No conozco mucho, pero el de Santiago creo que no se llama Neruda ni el de Lanzarote, Saramago, por citar dos premios Nobel. Pienso en Montevideo y me acuerdo del Parque Rodó, que para todos es el parquerrodó y ni nos damos cuenta de que homenajea a un escritor, o en el teatro Florencio Sánchez. Sospecho que hay otros lugares más adecuados para darles el nombre de un escritor: un paseo (que en Montevideo se usan poco) como una peatonal, pero ¿dónde?; un parque, ¿pero cuál?; quizá un espacio más recoleto y montevideano. Creo que hay miedo de quedarse corto. No hay que apurarse a los homenajes, no se trata de cláusulas gatillo, se puede esperar un poco y con eso se pone a prueba la memoria histórica. Para homenajes hay liceos, casas de la cultura (¿hay casas de la cultura?), calles, bibliotecas municipales. Ya se verá.

¿Deberíamos tener en cuenta la calidad? Esa cuestión la determinará el lector especializado, siempre en el caso de que siga vigente la jerarquía de escritores, buenos y malos, y críticos y especialistas que juzguen esa distinción. Obviamente, estamos hablando de un homenaje público a un señor que fue escritor. Eso desborda el juicio riguroso de la crítica literaria y se derrama sobre un reconocimiento social, colectivo, que lo impone. Su entierro (veinte mil personas) parecería señalar que sí obtuvo ese reconocimiento, pero imaginemos a un periodista en la cola hacia el féretro preguntando: «¿Usted vino porque Benedetti era un gran escritor?» Si un día me preguntan sobre las virtudes literarias (todavía creo en las virtudes literarias, me parece que se puede seguir distinguiendo buena y mala literatura y que eso no es un ejercicio trivial) responderé, pero no ahora. En caso de acudir a especialistas para poner el nombre de un escritor o artista a un lugar público, tengo más claro a quién no consultar que a quién sí. El plebiscito sale muy caro, dirá la Corte Electoral, y no es recomendable consultar a la Junta Departamental. Preguntarle a los escritores es lo que se está haciendo, supongo, y está bien para la prensa sensacionalista, que espera reacciones desmelenadas para vender miles de periódicos (ambas, infelices ambiciones). A los escritores habría que pedirles que escriban bien para hacernos sufrir menos a los lectores (lo mismo dicen los escritores de los críticos) y que no opinen sobre sus colegas, por lo menos públicamente. Todos sabemos cuál es el juicio que en general merece Benedetti entre sus pares uruguayos, salvo hipocresías. Yo no sé qué hay que hacer, porque a veces los plebiscitos obtienen resultados tan poco razonables que se hace necesario una ley para cambiar su mandato. Entonces me quedo sin argumento. Que lo haga el que tiene potestades para hacerlo, excepto, insisto, que sea la Junta Departamental de Montevideo, ante lo cual me rindo y solicito una consulta al Tribunal de La Haya, aunque salga más cara que una votación popular.



Daniel Vidal (Profesor del Departamento de Literatura Uruguaya y Latinoamericana de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Udelar)

Se trata de un buen homenaje a un escritor de los siglos XX y XXI que alcanzó una popularidad nacional. En literatura la calidad es un concepto subsidiario del valor literario. No creo en eso. Creo que existen distintas estéticas y singularidades textuales. Benedetti, como todos los escritores, tiene una obra despareja, unida por idéntica prioridad comunicacional antes que por el acento en el trabajo poético de tipo experimental. Ésa fue su apuesta y ése fue su triunfo. Hay que rascar mucho para encontrar un escritor que se haya comunicado con decenas de miles de uruguayos como lo hizo él. Los especialistas no pueden tener más o menos voz que otros individuos de la sociedad. En todo caso, debería haber una consulta popular para definir el tema.



Emilio Irigoyen (titular del Departamento de Letras Modernas de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Udelar, ex periodista cultural en Búsqueda)

Personalmente, la elección de Benedetti me parece buen reflejo de la relación que nuestra sociedad está teniendo con lo que suele llamarse «la cultura». Se trata de una relación que el propio gobierno nacional, para sorpresa de muchos, en algunos casos parece compartir y estimular. No se destaca algo porque se considere particularmente valioso, o avanzado, o «progresista», en el sentido elemental de esta palabra (es difícil decir en qué la obra de Benedetti, hoy, podría contribuir a progreso o avance alguno), sino porque es «representativo”, y eso quiere decir, básicamente, conocido, aceptado y querido. Como en el fútbol, Benedetti no es el que mejor juega, nadie está diciendo eso; pero es al que la gente más quiere, aquel con el que más puede identificarse. Forlán juega mejor que todos los demás, seguramente, pero no es el ídolo total que, por «calidad» de juego, correspondería que fuera. Los rubios exitosos, en Uruguay, nunca han tenido esa fortuna. La gente no termina de identificarse del todo con ellos.

De manera similar, la gente tampoco se termina de identificar con alguien por lo excelente que es en lo que hace. Benedetti no es un escritor que haya producido textos de una particular «calidad». Pero los uruguayos no nos identificamos con alguien, no lo sentimos como nuestro, el mejor o más “representativo” de nosotros mismos, porque produzca cosas de alta calidad (se trate de poemas, goles, engranajes o lo que sea). Otras culturas eligen homenajear a quienes consideran los autores de las obras de mayor calidad (el mejor científico, el mejor poeta, etcétera). Nosotros estamos eligiendo homenajear a los más «representativos», concepto que, en el peor de los casos, suele confundirse con el de «los más vendidos». La Intendencia (donde parece que de cultura se sabe cada vez menos y se la valora cada vez menos) declara a Mercedes Vigil «ilustre» porque mucha gente la lee. Por cierto, quizás ello se deba a que los jerarcas municipales parecen tener un conocimiento muy limitado del idioma: una de las acepciones de «ilustre» es «célebre» (es decir, famoso), y quizá por eso la intendencia cree que «ciudadano ilustre» quiere decir, simplemente, «ciudadano famoso». Se comprende, pues, que otorguen tal distinción a una escritora aunque tenga, ella también, un conocimiento limitado del idioma. Más que «aunque», pareciera que se lo dan «porque» maneja un idioma bastante limitado; quizá sea el manejo del idioma que los jerarcas culturales montevideanos son capaces de entender.

No hay un estándar único para medir la «calidad», mucho menos cuando se trata de objetos simbólicos, como es el caso con la literatura. En la mayoría de los terrenos en que a menudo ella se mide, casi nadie diría que Benedetti produjo literatura «de primera calidad». Si comparamos la sofisticación de su escritura, o su capacidad para hacernos pensar o sentir cosas novedosas, o de maneras novedosas, o bien de expandir las posibilidades del lenguaje, o las de la poesía, la narrativa o el teatro, o, para decirlo en breve, su capacidad para decir algo de una manera más intensa, o más precisa, o más abarcadora de lo que ha sido dicho antes, en fin, si comparamos la obra de Benedetti, en cualquiera de estos aspectos, con la de muchos otros escritores uruguayos, no es de los «mejores». Su calidad, medida en esos términos, dista bastante de la de un narrador como Onetti, un dramaturgo como Sánchez o un poeta como Herrera y Reissig. Está lejos de ser un peso pesado. Ahora bien, si se piensa la calidad en términos, por ejemplo, de la capacidad de su poesía para comunicar poéticamente algo, para un gran número de personas, muchas de las cuales tienen muy poca relación con la poesía escrita, entonces es un escritor importantísimo. Si se mide la calidad en términos de lo que pueda emocionar, por ejemplo, entonces la valoración dependerá de qué emocione a cada uno. Y a la mayoría de las personas Benedetti las emociona más que Herrera, Delmira Agustini o cualquiera de nuestros poetas vivos. En el fondo, creo que nadie que sepa algo de poesía o de literatura te dirá que Benedetti es importante por su calidad. Yo diría que lo es por su representatividad. El arte (y la literatura, como cualquier otra arte) tiene esa doble dimensión: por un lado, es una actividad «puntera» (igual que la ciencia y la tecnología: el artista, como el científico o el inventor, es alguien que produce algo que abre nuevos caminos, que resuelve problemas, que amplía horizontes) y, por otro lado, es una actividad que nos representa, con cuyos resultados nos identificamos. En esto es distinta que la ciencia, porque uno no se siente identificado con lo que un físico descubre ni siente que ese físico o que el inventor de un nuevo tiempo de engranaje nos «represente» en modo alguno. Podemos poner a un científico en los billetes como homenaje, pero nadie va a decir: «fulano es el científico de la patria», como se dice que Zorrilla es el poeta de la patria, o Blanes su pintor. Como «artista puntero» Benedetti tuvo, en cierto momento, mucha relevancia, pero no puede compararse a la que tuvieron otros artistas, como el propio Sánchez, por ejemplo, ya que hablamos de homenajes. Como «representante» quizás tenga más chance de figurar entre los primeros.

Para decidir algo siempre se consulta. Difícilmente alguien (se trate de una empresa, de un grupo político o de otro agente) tome una decisión como ésta sin consultar a «especialistas». Lamentablemente, los únicos especialistas que a la mayoría de las empresas les importan son los conocedores del mercado y los creativos publicitarios; en el caso de los políticos están además los viejos conocidos, los compañeros de militancia o las «personalidades de la cultura», a las que no se consulta por ser especialistas, sino por ser «figuras relevantes». Cuando se trata de cultura, casi siempre la noción de «especialista» que se maneja es una «figura destacada», una «importante personalidad». Uno no puede imaginarse que se siguiera ese criterio para Economía, Salud, Educación, Defensa, o cualquier otra área de la función pública.



Soledad Platero (crítica literaria en El País Cultural)

Yo no termino de entender qué tienen de bueno estos homenajes. No sé por qué un aeropuerto tiene que tener un nombre distinto del lugar donde esté emplazado, y mucho menos entiendo por qué ese nombre tiene que ser el de una persona. No me parece lindo que las ciudades tengan nombre de persona (felizmente son pocas) y no veo por qué sus puertas de entrada o salida tendrían que tenerlo. No creo que el homenaje guarde una correspondencia directa con la «calidad como escritor». Si ya de por sí me parecen raros los homenajes de este tipo, no puedo ni imaginar que la calidad de un escritor pueda guardar alguna proporción con espacios públicos, del tipo «para un gran escritor, un gran aeropuerto». Está claro que estos homenajes no tienen nada que ver con la literatura. Mario Benedetti fue un escritor pero, según lo que yo entiendo de la lógica de estos homenajes, podría haber sido un jugador de fútbol, un cantante de tango o un esforzado explorador de las cumbres del Himalaya.



Juan Fló (Titular de la sección Estética de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Udelar)

Que a un aeropuerto le den el nombre de un artista o de un escritor es un poco una usurpación de lugar. Las calles, como son miles, permiten una especie de diccionario biográfico. Pero que a los edificios los llamen con un nombre me parece de mal gusto. Si se llamara Onetti sería exactamente igual. Para ponerle nombre a las calles no se hace un plebiscito, lo hace la Junta Departamental. No se pueden hacer consultas públicas, ni siquiera a los especialistas, los nombres van y vienen, las modas también. Los instrumentos políticos representan una opinión pública más o menos estadística.



Wilfredo Penco (presidente de la Academia Nacional de Letras)

Un aeropuerto es una puerta de entrada y de salida. Un gran cartel como referencia obligada para tripulantes y pasajeros a la hora del despegue y el aterrizaje. Para los que llegan y los que se van, el nombre de Benedetti puede ser bien representativo de lo que fue y es el éxodo uruguayo (que él integró) y de la manera como Uruguay se muestra al mundo, porque en el mundo, y en diversas lenguas, hoy nos conocen mucho más y en buena medida gracias a él. Se sabe bien que tuvo intensa actividad política y fue un notorio propagandista de izquierda. Y es probable que esa situación haya incidido en los términos de su celebridad. No obstante, creo que se lo recordará sobre todo por su labor literaria, del mismo modo que a Carlos Roxlo o Javier de Viana, ambos conocidos militantes nacionalistas, y a Justino Zavala Muniz, encumbrado y gran batllista. Desde hace mucho tiempo Benedetti no está limitado al ámbito de los especialistas. Fue y sigue siendo un fenómeno en términos sociales. Una cara inconfundible de la idiosincrasia uruguaya lleva su nombre.



Stephen Gregory (Investigador de la universidad australiana de New South Wales, especialista en la ensayística de Benedetti)

Un aeropuerto internacional no parece tener mucho que ver con Benedetti ni con su obra. Supongo que es todo un honor, pero ¿un homenaje a qué, exactamente? ¡La única contribución de Benedetti al respecto sería el número de viajes en avión que hizo! Supongo que habría un letrero enorme en luces de neón con su nombre. ¿Será el equivalente (pos)moderno de ser estatua a caballo en un parque o una plaza? ¿Benedetti como monumento nacional? ¿O simplemente un nombre cuyo oficio o papel humano y social ha sido olvidado?

Resumen de una publicación de La Diaria, Montevideo 2010

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Número 68

Mario Benedetti: paradojas del éxito / Alejandro Michelena

Revista Malabia número 68

Mario Benedetti: paradojas del éxito / Alejandro Michelena

En 1966 el crítico Emir Rodríguez Monegal –por entonces uno de los más prestigiosos del continente– recogió en su libro, Literatura uruguaya del medio siglo, una confesión que le hiciera poco antes de publicarlo el propio Mario Benedetti. Le dijo que en un corto tiempo más podría vivir de sus derechos de autor; algo inusual en Montevideo, en aquellos años y también hoy. De ahí en adelante, su condición de “autor muy leído”se iba a mantener constante, proyectándose en los primeros setenta a la Argentina, y diez años después a España y a toda Latinoamérica.

Hay unanimidad crítica a la hora de considerar que Mario Benedetti es el escritor uruguayo más popular. Y que sus lectores ya no tienen en forma exclusiva el perfil de aquella clase media inquieta e ilustrada que leía con avidez sus primeros cuentos y novelas. Que sus libros, desde hace tiempo, alimentan el imaginario de todo el espectro social. Pero el consenso se evapora a la hora de analizar los por qués de un suceso literario que se ha proyectado sin treguas a través de varias décadas. Y más todavía si de profundizar en su valoración estrictamente literaria se trata.

El problema en torno a este versátil escritor –que ha transitado con eficacia por la poesía, el cuento, la novela, el ensayo, la crítica y el teatro– se agudiza por las opiniones que sus libros han venido suscitando entre críticos y analistas literarios, y mucho más todavía entre sus pares.


Perfil de sus lectores

La primera constatación a realizar: no es simple lo ocurrido en torno a Benedetti, y por ello merece –si realmente queremos profundizar en su comprensión– el intento de abarcarlo con una mirada que contemple todas sus aristas.

Sus numerosísimos lectores actuales, por ejemplo, manifiestan por este autor un fervor y entusiasmo parecidos, de igual característica, que aquellos que eligen libros del brasileño Paulo Coelho (comparten incluso, según evaluaciones libreras y editoriales, un fragmento considerable de fieles). A partir de esta constatación, podemos ubicar al escritor en esa categoría de “best-sellers” que multiplican geométricamente su difusión a contrapelo de cualquier crítica. Su caso es similar al más reciente de la chilena Isabel Allende, en el que entran en juego ingredientes vinculados al “género” (en América Latina, el porcentaje de lectoras va superando con amplitud al de lectores, al menos en lo que tiene que ver con la ficción).


Con la crítica: relación no complaciente

Algunos entusiastas lectores de la saga benedettiana están convencidos que hubo un tiempo de romance entre la crítica y el escritor. Lo que dista mucho de ser cierto. Ni su propia generación en el Uruguay –nada piadosa a la hora de las valoraciones– lo trató del todo bien.

Por ejemplo, para Emir Rodríguez Monegal los personajes del autor de Gracias por el fuego son siempre el mismo: “un montevideano de clase media, mediocre y lúcidamente consciente de su mediocridad, desvitalizado, con miedo a vivir, resentido hasta contra sí mismo, quejoso del país y de los otros, egoísta por la incapacidad de comunicarse, de entregarse entero a una pasión, candidato al suicidio si no suicida vocacional… …El personaje cambia de edad y de nombre, de condición social y de esperanzas superficiales, pero en su entraña es el mismo”. (1)

Para Fernando Aínsa –prestigioso crítico que estuvo muchos años radicado entre Francia y España, integrante de la promoción de los años sesenta–: “La Tregua, considerada la mejor novela de Benedetti, baja sin embargo la guardia estilística y asume una forma lineal y tradicional de diario íntimo”. (2) Y Enrique Fierro, poeta y agudísimo analista de la poesía uruguaya, considera a Poemas de la oficina –verdadero buque insignia en el género del autor– como: “Un libro, en fin, que vale más por sus intenciones renovadoras que por sus logros concretos”. Agregando luego, con relación al volumen lírico siguiente, Poemas del hoy por hoy, este juicio nada complaciente: “En él se repite, con un lenguaje afín… el intento de inserción en el tan llevado y traído ‘aquí y ahora’”. (3) Vale aclarar que Fierro rescata, sin embargo, el poema “A la izquierda del roble”, considerándolo “rico” y “dramático”.

En la ficha dedicada a Benedetti, en el Diccionario de literatura uruguaya (4), si bien no se lo trata mal, la escritora y estudiosa Mercedes Rein, afirma que: “Como los personajes que pinta, la escritura de Benedetti es opaca, grisácea, despojada de efectos intensos… ‘La tregua’ paga tributo a un realismo un tanto sentimental. Sus personajes –salvo viñetas aisladas– son desdibujados”.

En los primeros años setenta, en un contexto de radical polaridad política en el Uruguay, la tendencia de los críticos más activos –en su mayoría pertenecientes a la generación del 60, caracterizada en general por un marcado epigonismo en relación con los escritores del 45–, fue la de perdonarle al autor de Quién de nosotros sus carencias y desprolijidades en lo estrictamente literario, a causa de las posturas éticas e ideológicas manifestadas en sus textos.

Ya avanzados los ochenta, habiendo ocurrido –dictadura mediante– una renovación y consecuente rejuvenecimiento en los planteles críticos, Benedetti comenzó a ser cada vez más ignorado, soslayado, y de vez en cuando hasta cuestionado. Paradojalmente, esto se daba en tiempos en que el rotundo éxito de ventas de sus libros se proyectaba a España, a México y a todo el continente.


Dos grandes etapas en su obra

Podemos esbozar, a grandes rasgos, dos períodos bien definidos en la producción benedettiana. A cierta altura el escritor sufre un cambio, que se puede interpretar como un parte aguas en el curso de su obra. Lo que tal vez explique más los malentendidos que se han venido generando en torno a su permanencia literaria.

La etapa más valorizada es la de fines de los años cuarenta, toda la década de los cincuenta y hasta comienzos de los sesenta, donde se ubican los cuentos de Montevideanos –considerados de modo unánime lo mejor de su narrativa–, y volúmenes líricos como Poemas de la oficina y Contra los puentes levadizos, así como sus novelas La Tregua y Gracias por el fuego. Los analistas más rigurosos espigan, en estos libros y en esa etapa, lo mejor y lo más genuino del autor.

En los setenta se opera un cambio, al compás de la mayor politización de su escritura. Por ejemplo, los cuentos producidos en el exilio –en general con temática comprometida, de cara a la situación de opresión que se vivía en el Cono Sur–, más allá de la encomiable intención de aportar a la denuncia de lo que estaba pasando en el Río de la Plata, son narraciones que no se sostienen. Que fallan en la estructura; con personajes demasiado esquemáticos. A partir de los ochenta, lo que se resintió más fue su producción poética. Su verso se tornó facilista, reiterativo y complaciente. A medida que los poemas de Benedetti se multiplicaban en posters y tarjetas navideñas, fueron perdiendo en calidad literaria. Lo que sí conservó la producción benedettiana fue el arte de enganchar al lector, de encantarlo con la pericia indudable de un oficio experiente. Con la salvedad que su público había cambiado casi sustancialmente.


Un crítico con válido criterio

Pero la complejidad del fenómeno persiste. Si reparamos en su escritura crítica –constante a través de los años– su tarea ha sido valorada, por encima de sus textos de ficción y poéticos. Sin considerarlo un crítico excepcional, se reconoce su esfuerzo de trabajo. Benedetti se preocupó de analizar autores que le han interesado desde ‘su lugar’ de escritor, por lo que no es un crítico en toda la extensión de la palabra; pero lo hizo en general con lucidez, metodología y rigor.

Su ensayística más general, por el contrario, ha oscilado desde los textos politizados de los setenta hasta sus últimos libros en la materia, marcados por un vago filosofar en cuanto a la globalización y a los cambios mundiales.


Relación conflictiva con sus pares

La promoción de escritores surgida en los años sesenta incluye epígonos de la obra benedettiana. Pero hasta aquellos que tomaron caminos más audaces y experimentales en lo estilístico, en sus opiniones valoraron bien al autor de Inventario.

Los narradores, poetas y críticos que vinieron después, tendieron a dejar entre paréntesis a la figura más notoria de las letras uruguayas. Pero algunos jóvenes de los ochenta –en el contexto de movidas culturales de cuño postmoderno– esbozaron un intento de “abuelicidio” con relación a don Mario. Pero esa estrategia, al no tener ni continuidad ni profundidad, no cumplió con el destino que le hubiera dado sentido: ser el comienzo, el puntapié inicial en la revisión crítica de la obra benedettiana.

____________________

1- Literatura uruguaya del medio siglo, Alfa, Montevideo, 1966.
2- Los novelistas del 45, Capítulo Oriental Nº 33, Centro Editor de América Latina, Montevideo, 1968.
3- Los poetas del 45, Capítulo Oriental Nº 32, Centro Editor de América Latina, Montevideo, 1968.
4- Arca-Credisol, Montevideo, 1987.  Segunda edición –aumentada– hecha en conjunto por Banda Oriental y el editor Alberto Oreggioni, Montevideo, 2002.

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Número 68

Apuntes sobre Mario Benedetti / Federico Nogara

Revista Malabia número 68

Apuntes sobre Mario Benedetti / Federico Nogara

El Benedetti político

Los escritores y lectores deberían tener claro, a estas alturas, que la escritura es siempre política. “Es tan absurdo pretender que todo hombre intelectual, todo escritor, todo artista, se dedique a la militancia política, como pretender que se aparte y se desentienda de la vida política de su país. Que se quiera dejar “la política para los políticos”. En principio, políticos somos todos en cierto modo; lo somos necesariamente, por el simple hecho de vivir en el seno de una sociedad políticamente organizada. Lo político es una condición de hecho de nuestra realidad social a la que, prácticamente, tampoco podemos eludir. Estamos en lo político como estamos en lo telúrico. Podemos actuar o abstenernos, pero no podemos eludir los efectos de las condiciones de esa realidad sobre nuestras propias condiciones personales de vida”. (1)

También deberíamos tener claro todos (agregando los opinadores a escritores y lectores) otro elemento fundamental para acercarse a una obra: las opiniones políticas de un escritor muchas veces van por el lado opuesto de su escritura. Como bien señala Rodríguez Monegal, Balzac se declaraba monárquico y católico, pero su pintura de la sociedad francesa de la primera mitad del XIX no transitaba por esas piadosas ficciones; D’Annunzio estaba cercano al fascismo, aunque en su obra no defiende la sociedad burguesa, conservadora de la familia y el Estado, de las buenas costumbres y la propiedad privada, que son la base de ese pensamiento; Céline es en sus obras partidario del caos y del absurdo, atravesado todo por una piedad que sólo sabe expresarse en el insulto y la cólera (en su obra no aparece el antisemita). Y conocido es el caso del revolucionario marxista y ateo que reivindicaba a Gógol como el escritor que mejor había entendido el «alma» rusa, dejando de lado que el escritor se declaraba zarista y católico.

Mario Benedetti (1920-2009) es un escritor abiertamente político. No existe la menor contradicción entre sus opinones y su obra, que las refleja con claridad. Pero podríamos señalar dos etapas en su escritura: la primera con libros como Montevideanos, Poemas de oficina, La tregua y Gracias por el fuego, donde los problemas «morales» de la sociedad uruguaya (como él mismo los llama) son el centro del relato y de la preocupación del autor, y una segunda que se inicia en 1960 con el ensayo El país de la cola de paja, se define en el relato en verso El cumpleaños de Juan Ángel -homenaje a los guerrilleros del MLN y dedicado a su líder Raúl Sendic- y se remata en el «desexilio».

Hoy, a la distancia, algunos opinan que los críticos de aquella primera época eran complacientes con los libros del autor. Nada de eso. Cierto es que Montevideanos, una obra primeriza, alentaba grandes expectativas, de ahí la complacencia; pero ya en las siguientes, en las que el autor definía estilo y temas, las críticas negativas aparecieron. Pongo algunos ejemplos: «Sus personajes son siempre el mismo: un montevideano de clase media, mediocre y lúcidamente consciente de su mediocridad, desvitalizado, con miedo a vivir, resentido contra sí mismo, quejoso del país y de los otros, egoísta por la incapacidad de comunicarse, de entregarse entero a una pasión, candidato al suicidio si no suicida vocacional. El personaje cambia de edad y de nombre, de condición social y de esperanzas superficiales, pero en su entraña es el mismo.» (2). «La tregua, considerada la mejor novela de Benedetti, baja sin embargo la guardia estilística y asume una forma lineal y tradicional de diario íntimo.» (3). «Como los personajes que pinta, la escritura de Benedetti es opaca, grisácea, despojada de efectos intensos. La tregua paga tributo a un realismo un tanto sentimental. Sus personajes -salvo viñetas aisladas- son desdibujados.» (4)

Convendría hacer un poco de historia. Benedetti nació en Montevideo en 1920, unos años después de las reformas progresistas del gobierno de Batlle y Ordóñez (jubilación a los 65 años, prohibición de trabajar a los menores de 13 años, el divorcio, el voto de la mujer, etc.), que junto al crecimiento de las exportaciones y de la renta agraria -distribuída entre la pequeña burguesía de la ciudad, naturalmente partidaria de un orden democrático y parlamentario liberal de corte europeo-, creaban las condiciones para que el país entrara en una suerte de capitalismo tardío. La era de bienestar general se prolongará seis décadas. «El Uruguay urbano comenzaba a ser ya un país de ahorristas, pequeños propietarios, empleados públicos bien remunerados y artesanos independientes. El batllismo es su expresión política; el positivismo, su filosofía; la literatura francesa su arquetipo. Es la ciudad de los templos protestantes, de los importadores, de los maestros poetas. Reina un tibio confort hogareño, una actitud ahistórica, una propensión portuaria. Uruguay se ha «belganizado»; un alto nivel de vida en la semi-colonia próspera ha sepultado los ideales nacionales. De ahí que ignore su origen, pues nada le importa de él. El hijo o nieto de inmigrantes permanece vuelto de espaldas a la Banda Oriental, a las Provincias Unidas, a la América criolla. Vive replegado sobre sí mismo en una antesala confortable de la grande Europa». (5)

Después de la guerra de Corea (1950-1953) -durante la cual Uruguay aumentó sus exportaciones a Estados Unidos de manera importante- y de la recuperación europea acabada la Segunda Guerra Mundial, comenzó la decadencia económica del país. Pese al bienestar de la primera mitad del siglo, el Uruguay carecía de bases económicas sólidas. El régimen de tenencia de la tierra –fundamental es la tierra en un país agrario y ganadero- no había cambiado desde la época colonial, era (y es) el latifundio. Un grupo reducido de familias eran dueñas del 90% del territorio nacional (hoy la mayoría del territorio nacional está en manos de compañías extranjeras). No necesito entrar en detalles de lo que significó, y significa, el latifundio, sólo señalar que las grandes estancias necesitan muy poca mano de obra. En estas condiciones la mayoría de la población se fue amontonando en la capital, problema que aún hoy se mantiene, y nace una figura que será clave en el imaginario popular, el empleado público, que marcará la época y, de paso, la escritura de Benedetti. ¿Era el empleo público un seguro de paro?

El país, poco a poco, empezó a caer en la decadencia y los conflictos sociales se agudizaron. Hasta que en 1958 Cuba decidió dar un paso al frente. La revolución cubana fue un terremoto que sacudió a todo el subcontinente, balcanizado por los intereses de la grandes potencias (América Latina debería ser los Estados Unidos del Sur). Los latinoamericanos dejaron de verse como ciudadanos de segunda casi anónimos: existían, tenían una identidad, y encima estaban llevando a la práctica las utopías europeas que los propios europeos comenzaban a olvidar.

El problema de la balcanización fue particularmente complejo en Uruguay. Retrocedamos cien años desde la fecha de nacimiento de Benedetti. Artigas, quien luchara y venciera en la guerra de liberación de la corona española, está acorralado por las tropas portuguesas venidas de Brasil (con el patrocinio inglés), el Directorio de Buenos Aires y la traición de sus propios hombres. El territorio por el que luchaba, su territorio, su «patria», languidecía: eran las Provincias Unidas, que abarcaban el Uruguay actual, gran parte de Río Grande del Sur y las provincias hoy argentinas de Santa Fe, Corrientes, Córdoba, Misiones y Entre Ríos. ¿Cuál había sido su falta para ser perseguido tan ferozmente? Haberse planteado la unidad latinoamericana (opuesta a la balcanización que buscaban las potencias europeas, en especial Inglaterra) y querer llevar a cabo una reforma agraria que favoreciera a los más débiles. Vencido, debe refugiarse en el exilio paraguayo, donde dirá a quienes van a buscarlo para que vuelva a «su patria»: “Yo no tengo patria”. Morirá pobre pero no olvidado, ni por los paisanos por y con los que luchó, ni por sus enemigos, «curiosamente» todos gente de gobierno y fortuna. Estos últimos desatarán primero la leyenda negra, para luego, de acuerdo a su conveniencia, convertirlo en héroe nacional.

La leyenda negra comenzó con un escrito descalificador del doctor Cavia y continuó, entre otros, con personalidades del calibre de Bartolomé Mitre, Sarmiento y los enviados del gobierno de Estados Unidos a América Latina en 1818 para estudiar la situación (Graham, Bland, Brackenridge). «Gobierna como un cacique indio, imparte justicia como le da la gana, degüella, actúa como un rey de Argel, no tiene otro sistema que el desorden, la fiereza y el despotismo», fueron algunas de las acusaciones al Protector de los Pueblos Libres. A raíz de ellas comenzó a usarse su nombre en el Montevideo «europeo» cono sinónimo de malo («más malo que Artigas» era el dicho popular). En Gran Bretaña se decía que bebía sangre de yeguas y lanzaba a sus enemigos desde las colinas envueltos en cueros de vaca.

Para Artigas, la muerte (1850) no significó el final de las vicisitudes, estas pasaron de la persecución al exilio y siguieron, ya muerto, con el abandono: recién en 1855 se nombró una comisión para repatriar sus restos, y no se hizo por altruismo, sino porque el país necesitaba una figura que calmara los continuos enfrentamientos entre blancos y colorados, los dos partidos nacidos en 1836 tras la batalla de Carpintería. La repatriación al final tuvo lugar, pero la situación política se complicó y los restos del caudillo quedaron olvidados en el puerto de Montevideo durante largo tiempo.

«Fue recién en 1860 que comenzó la revalorización de Artigas: Isidoro de María, Francisco Frageiro, Francisco Bauzá, Máximo Santos y, por supuesto, Eduardo Acevedo todos contribuyeron a promover una nueva revisión del juicio negativo que condicionaban los estudios al respecto. Es evidente que Artigas no concordaba con los intereses de las clases altas que se encargaron no solo de sacarlo del medio, sino de destruir su memoria. Artigas era un hombre de su tiempo, era un gaucho y peleaba por sus ideales y representaba a las clases menos poderosas opuestas a las de los hombres de levita. Sin embargo, cuando fue necesario crear el ideario nacional, se recurrirá a su memoria y se construirá una nueva imagen del héroe, ya no visto como lobo devorador ni bandido degollador. Entonces, su figura servirá a los fines de la clase dirigente para atraer a las masas y crear así la idea de una nación unida». (6)

“A partir de la Triple Alianza, el viejo partido blanco quedó agonizante. Si bien las masas del interior mantenían existencialmente la raigambre federal, la insularidad uruguaya consolidada dio la victoria definitiva a la ideología liberal-mercantil del unitarismo. No sólo fueron unitarias las vigencias coloradas, también lo fueron las del patriciado de origen blanco. Los vencidos comulgaban con los vencedores (…) Y fue especialmente a partir de 1880 cuando quedó estabilizada la balcanización general latinoamericana, que se comenzó a sentir la necesidad de consolidar una conciencia uruguaya común superando el cisma interior de blancos y colorados y así fue tomando vuelo el regreso de Artigas. Un regreso singular y distinto. Ahora sería el gran mito unificador del país. ¡Los temores inamistosos y certeros de un Juan Carlos Gómez o un Melián Lafinur de ver transfigurado a Artigas en un edulcorado Washington o Jefferson se han cumplido! Un Uruguay separado del resto de América Latina, quitando además a Artigas su dimensión social, debía endiosar a un Artigas abstracto, inofensivo, jurista, poseedor de las Tablas de la Ley. Reducido a un antecedente mítico de nuestra estructura jurídica. Nuestro Solón, o Moisés, o Licurgo. ¡Es la última victoria de Mayo!”. (7)

Latifundio, país inventado, historia escamoteada, índices de pobreza bajos pero nunca resueltos, corrupción política, héroe nacional creado por el interés de los partidos tradicionales, campo y ciudad opuestos y en pugna continua, reforma agraria siempre postergada. Todo cubierto durante muchos años por el manto de una economía en apariencia boyante, bendecida de forma indirecta por una numerosa inmigración.

Aunque hubo estudios individuales sobre estos temas, lo atesoran numerosos documentos de historiadores y pensadores, nunca se llegó al debate abierto, colectivo, tan necesario. Benedetti, por su implicación y representatividad, tendría que ser un elemento importante en ese debate. La segunda etapa de su obra arranca con El país de la cola de paja. En él seguía criticando los mismos males sociales que en sus libros de ficción -la cobardía civil, la hipocresía (fallutería), la manipulación sindical, la mentalidad mediocre de la burocracia, la represión como modo de gobernar, pero ahora en forma de ensayo. El libro no cayó bien, sobre todo entre la «intelectualidad». El duro capítulo dedicado a Marcha señalaba que el semanario había accedido al ejercicio de la crítica por pruritos anti-emocionales. Y decía algo importante, que debería estar hoy en el centro de otro debate paralelo al histórico y de igual importancia, el cultural:

«Creo que uno de los más trascendentales defectos de nuestra generación literaria fue la rabiosa anticursilería. Las gacelas de los poetas audiotas, el canjeable empalago de sus sonetos, había dejado en nosotros un trauma estilístico de una hondura tal que desde nuestros primeros palotes literarios le huimos a lo cursi como el diablo a la cruz. Sin consulta previa, cada uno desde su propia duda, decidimos que la crítica era el lógico remedio de la cursilería. Así, pues, nos hicimos críticos: de teatro, de cine, de libros, de arte, de música, de cualquier cosa. Como lectores estábamos sumergidos en Joyce, en Borges, en Rilke, en Proust, en Kafka, en Faulkner. Había algunos entre nosotros para quienes las palabras quiniela, batllismo, milonga, fútbol, murga, sonaban a cosa lejana y extranjera. Yoknapatawpha y Combray quedaban más cerca que el Paso Molino. Por fortuna, la moda pasó antes de que nos resecáramos por completo, a tiempo aún para que comprendiéramos que lo humano tiene una porción inevitable de cursilería, a tiempo aún para que admitiéramos que el suelo que pisábamos se llamaba Uruguay». (8)

El texto, toda una declaración de intenciones sobre su obra futura, nos deja flotando una pregunta: ¿tenía razón el escritor en sus apreciaciones? La realidad parece llevarle la contraria, hoy tenemos los grandes negocios de la murga y el fútbol (hasta se le levantó un monumento a un futbolista en activo) y la cultura está en sus niveles más bajos.

Las curiosidades del libro son varias: «Europa, ese monstruo de cultura que nos atrae, nos encandila, nos apabulla y, en definitiva, nos rechaza (…) Porque si en un sentido reconocemos que somos promedialmente ignorantes, impacientes, primitivos, una vez metidos en ese viejo pozo de arte y pensamiento, confirmamos que somos todo eso y quizá algo más». (…) «Se habla de crisis económica, pero se deja de lado la crisis moral» (…) «La hipocresía es la norma de la sociedad uruguaya». (…) «Como los políticos no cumplen con su deber y los funcionarios son unos corrompidos, abundan las huelgas» (…) «A las bien alimentadas estructuras del fraude no les va bien el escrúpulo solitario, individual. Para esos inconformes, para esos epígonos de la honestidad, se reserva una denominación genérica: resentidos» (…) «Los uruguayos somos criticones, guarangos y desprovistos de pasión, todo ello unido a una inteligencia bastante despierta, a una picardía deshilachada que es casi un estilo de vida, a cierta capacidad para conmovernos y olvidar rápidamente las conmociones»(…) «No caeré en la tendenciosa simplificación de afirmar que la grave crisis que atraviesa la nación sea un problema de izquierdas y derechas. Mucho más que los programas de izquierdas o derechas, la raigambre se basa en la malversación de los fondos morales de nuestro pueblo».

A grandes rasgos la idea general podría resumirse así: Europa, centro del saber universal, encandila a los uruguayos, pero como son criticones, guarangos, faltos de pasión y muchas cosas más, quedan estancados en la inopia y la mediocridad. La culpa de ese estado de cosas es de los políticos, los funcionarios públicos, los pitucos y los guarangos. Ellos generan los dos grandes enemigos del país, la burocracia y la corrupción. Una aclaración final del autor: «No caeré en la tendenciosa simplificación de afirmar que la grave crisis que atraviesa la nación sea un problema de izquierdas y derechas. Mucho más que los programas de izquierda y derecha, la raigambre se basa en la malversación de los fondos morales de nuestro pueblo».

Ante las lógicas críticas que generó el libro, sobre todo por no tocar un tema tan fundamental como el económico, Benedetti vuelve a la carga en una posdata a la edición del 63. Aceptadas las críticas y hechos los descargos, nos regala nuevas curiosidades: «En actos de izquierda escuché: ahora, cuando tomemos el poder (…) Aquella falsa aspiración sonaba ridícula (…) Aquello era literatura fantástica». El problema político radica, señala como hicieran y hacen los progresistas del planeta, en la desunión de la izquierda. Sin dar pistas sobre las causas de esa desunión, termina declarándose demócrata y afirmando que defiende la revolución cubana por su pureza moral.

Los razonamientos del libro carecen de sutileza y profundidad. La escritura es simple, para llegar a todos, y no hay citas ni se acude a otras fuentes, todo es cosecha propia. El problema, al fin y al cabo, no es de Benedetti -es su opinión y muy respetable-, sino de quienes lo han tomado como un referente político del radicalismo, incluso como un revolucionario desde la izquierda, justo lo que nunca fue. Y el drama reside en que todo lo que trata el autor en su escrito estaba muy bien desarrollado y explicado por figuras de relieve en el ámbito nacional e internacional, pero que no llegaban al gran público, a las clases populares y medias bajas, que debían conformarse con explicaciones simples y genéricas.

Mención aparte, dentro del mismo texto, merece el «todo tiempo pasado fue mejor», «antes la gente sí que se divertía» y el concepto sobre literatura: «el escritor debe escribir pensando en el lector, de otra forma sería considerado casi un anormal por la gente». Qué lejos quedaba Onetti, que escribía para sí mismo y para Dios. Vendía menos, eso sí.

1971 nos trae otro título: El cumpleaños de Juan Ángel. El personaje central de esta historia es Osvaldo Puente, un niño que nos va contando en verso su peripecia vital a lo largo de varios cumpleaños, rodeado por una familia patética, dentro del mismo país triste y decadente, el país de la cola de paja. Al hacerse mayor comienza a «comprender» su dilema: lo que pasa en la calle no le sirve, y mucho menos los intelectuales burgueses, que en lugar de leer a Kafka y Proust deberían leer a André Malraux, a Fanon, a Brecht. A los treinta y un años, harto de arrastrarse entre tanta inmoralidad, busca y encuentra humanidad y comprensión entre gente que ha dejado de lado las largas charlas ideológicas y políticas para pasar a lo que le da sentido a sus vidas, la acción. Convertido en Juan Ángel, su nombre de guerra, enfrenta con las armas en la mano a las fuerzas represivas antes de huir perdiéndose, junto a sus nuevos compañeros, en las cloacas de la ciudad.

El libro, que lleva al relato ficcionado la situación de El país de la cola de paja, es de una ingenuidad que asombra y la parte final le da la razón a sus críticos más enconados, es de una gran cursilería. La ingenuidad surge a raíz de la poca sutileza de su escritura, unida a una escasa preparación ideológica. A ningún escritor que hubiera profundizado en los clásicos se le hubiera podido ocurrir que la solución para el país gris y triste, en decadencia moral, era el alzamiento armado para tomar el poder, extremo que, curiosamente, encontraba ridículo en la postdata de 1963 de El país de la cola de paja. Sumada a esta contradicción hay una notoria falta de clarividencia: el libro fue publicado en el año de la derrota definitiva del MLN.

Dos años después llegó el innecesario golpe de Estado que hundió al país sin remedio y obligó a Benedetti a exiliarse.

El análisis no quedaría completo, y no haría justicia al escritor, sin hacer mención al momento político en que publicó sus obras. Si hablaba antes del Uruguay sacudido por la revolución cubana, tendría ahora que fijarme en el mundo, inmerso en la Guerra Fría y conmocionado por sucesos de gran relevancia. En 1960 es abatido un avión espía estadounidense (U2) sobre territorio soviético y surge el movimiento hippie. En 1961 es asesinado Patrice Lumumba, primer ministro y líder de la independencia del Congo; fracasa la invasión a la cubana Bahía de Cochinos por tropas de Estados Unidos; se construye el muro de Berlín y es ajusticiado Rafael Trujillo, dictador de la República Dominicana desde 1930. 1962 es el año de la crisis de los misiles en Cuba, que puso al mundo al borde de la guerra nuclear. Es, además, el año del fin de la Guerra de Argelia, que dejó un balance de medio millón de muertos y de la encarcelación de Nelson Mandela. Durante 1963 es asesinado John Kennedy, presidente de EEUU, y se produce la Marcha sobre Washington encabezada por Martin Luther King. En 1964 se inicia el conflicto armado en Colombia, hay golpe de Estado en Brasil y Estados Unidos decide intervenir en la guerra de Vietnam apoyando al sur. 1965 es el año del asesinato de Martin Luther King, de la Revolución Cultural maoísta y de la intervención de Estados unidos en el Caribe. En 1966 golpe de Estado en Argentina; 1967 es el año del asesinato de Guevara y de la guerra de los Seis Días en Oriente Medio. 1968 es el año del Mayo francés, de la matanza de estudiantes por el gobierno en la mexicana Plaza de las Tres Culturas.

Con semejante panorama nadie con sensibilidad podía quedarse indiferente. La gente se echaba a la calle y la represión crecía. El movimiento alentaba los cambios. Las viejas estructuras patriarcales crujían y se legitimaba a los revolucionarios y transgresores, se valoraba la libertad sexual, al individuo que se margina socialmente, la liberación femenina, la crítica a la familia, las vivencias alternativas.

En Uruguay, el Partido Comunista stalinista dominaba los sindicatos y las organizaciones estudiantiles (aclaro que uso el término stalinista porque esta corriente no tenía nada que ver con el marxismo). También creo necesario mencionar que en aquel tiempo los sindicatos no eran esa maquinaria burocrática en decadencia que son en estos tiempos, eran, con sus errores y aciertos, organizaciones cuyo objetivo consistía en la defensa del trabajador, y la Universidad daba a la sociedad intelectuales comprometidos con ella, no como hoy, que genera empleados para las multinacionales.

El talón de Aquiles del stalinismo (entre otros), se pueda estar a favor o en contra de esta etapa del comunismo (¿o deberíamos decir de transición al capitalismo?), respondía a la idea de la revolución en un solo país. ¿A qué llevaba esa idea en la práctica? A que los partidos comunistas de cada rincón del planeta ponían sus esfuerzos y esperanzas en consolidar la revolución en la Unión Soviética, con el objetivo de que cuando esa revolución se impusiera del todo sería más fácil hacer la propia. Al final terminaron trabajando para una revolución congelada y en descomposición que se vino abajo sola. Sobre este tema hay bastante bibliografía.

Quienes no estaban a favor de esta concepción -a la que criticaban diciendo que al paso que se iba los cambios no llegarían nunca- fueron integrándose a la vía rápida, la guerrilla, el foquismo. Eran en su mayoría estudiantes, gente de las clases medias. Su principal fuente de inspiración era el «Che» Guevara. Pero miren, qué curioso, lo que decía el «Che» en un discurso en la Universidad de Montevideo en 1962: «Cuando recibí esta gentil invitación, hace unos cuantos días, la consulté con el Presidente Haedo, y el Presidente entendió que era correcto que estuviéramos aquí, y nos pidió que hiciéramos todo lo posible porque no se produjera ninguna clase de incidentes que pudieran manchar esta conferencia, este diálogo, esto que hemos tenido hoy ustedes y nosotros. Yo entiendo que es para mí de elemental cortesía solicitarlo encarecidamente a ustedes, solicitar que sea una demostración de las nuevas etapas a que están llegando -no digamos los movimientos revolucionarios, para no ponerles nombre demasiado atrevido- sino los movimientos populares de toda América, conscientes de la importancia que tienen, y conscientes de que no es necesario extremar la fuerza para lograr lo que uno persigue. La fuerza es el recurso definitivo que queda a los pueblos. Nunca un pueblo puede renunciar a la fuerza, pero la fuerza solamente se utiliza para luchar contra el que la ejerce en forma indiscriminada. Y nosotros -les podrá parecer extraño que hablemos así, pero es cierto-, nosotros iniciamos el camino de la lucha armada, un camino muy triste, muy doloroso, que sembró de muertos todo el territorio nacional, cuando no se pudo hacer otra cosa. Tengo las pretensiones personales de decir que conozco América, y que cada uno de sus países, en alguna forma, los he visitado, y puedo asegurarles que en nuestra América, en las condiciones actuales, no se da un país donde, como en el Uruguay, se permitan las manifestaciones de las ideas. Se tendrá una manera de pensar u otra, y es lógico; y yo sé que los miembros del Gobierno del Uruguay no están de acuerdo con nuestras ideas. Sin embargo, nos permiten la expresión de estas ideas aquí, en la Universidad y en el territorio del país que está bajo el Gobierno uruguayo. De tal forma que eso es algo que no se logra, ni mucho menos, en los países de América. Ustedes tienen algo que hay que cuidar, que es precisamente la posibilidad de expresar sus ideas; la posibilidad de avanzar por cauces democráticos hasta donde se pueda ir; la posibilidad, en fin, de ir creando esas condiciones que todos esperamos algún día se logren en América, para que podamos ser todos hermanos, para que no haya la explotación del hombre por el hombre…». (9)

Como es fácil colegir, los integrantes del recién nacido MLN Tupamaros no le hicieron caso, al contrario, tomaron las armas para acelerar el proceso. Hago esta mención porque muchos de los integrantes de la organización se declaraban guevaristas, mientras otros aparecían como marxistas, incluso leninistas, aunque las huellas del alemán y el ruso nunca aparecieron en ningún comunicado y mucho menos en el accionar de la organización o en las declaraciones de los dirigentes. El pensamiento, el programa, no existía, por eso no pudieron avanzar «hasta donde se pudiera ir» de forma pacífica como aconsejara el «Che». El MLN estaba asentado sobre el hacer, la acción, como dejara claro Sendic, su dirigente máximo, a María Esther Gilio en una entrevista en 1985:

MEG – ¿Esto querría decir que el MLN ahora sería un partido revolucionario más junto al comunista y al troskista?
RS – Yo pienso que no, que nuestro pasado es inconfundible.

MEG – ¿Qué le da esa inconfundibilidad?
RS – Nuestro pasado guerrillero.

MEG? – ¿Eso le da un perfil especial? ¿En qué sentido le parece?
RS – En el sentido de la autenticidad. O sea que todo el mundo puede hacer discursos y aprobar documentos, pero pocos meten el pellejo ahí.

MEG – ¿Quiere decir que los discursos y los documentos del MLN estarían valorizados por un pasado en que sus miembros se jugaron la vida?
RS – Eso es.

La diferencia entre las dos concepciones políticas de cambio en Uruguay era clara: el stalinismo tenía, aunque distorsionada, una matriz ideológica; el MLN no tenía ninguna, su forma de actuar la determinaba la experiencia. Es por eso que desoyó las palabras de Guevara y subestimó la fuerza del enemigo (los poderosos ejércitos brasileño y argentino, prontos a actuar si fracasaba el uruguayo), lo que supuso un alto coste para el Uruguay entero.

Pese a lo dicho, las críticas a Benedetti por haberse decidido por una escritura abiertamente política me parecen insustanciales, el momento no estaba para romanticismos ni escapes. Y no es el único caso de escitor abiertamente político en América Latina, podríamos nombrar, así de repente, a Rodolfo Walsh y a Jorge Amado. Sin olvidar lo dicho al principio: toda la escritura es política, por acción o por omisión. El asunto del tema carece de importancia, se puede escribir sobre cualquier cosa, el asunto es hacerlo bien. Y yo creo que la narrativa política de Benedetti, siendo la que le dio fama mundial, es la menos valiosa dentro de su obra.



El Benedetti múltiple

A un escritor como Benedetti no puede juzgársele sólo por una faceta, porque incursionó en todos los géneros posibles: poesía, crítica literaria, letras de canciones, artículos periodísticos, humorismo, haikus, actuación, y creo que guiones en cine.

La poesía es muy importante en su obra. Durante un largo tiempo (aún hay vestigios) la mayoría de las casas de las clases populares uruguayas tenían en las paredes algún poema suyo, aparte de las felicitaciones de Navidad y postales que los difundían. Y todavía hay algún bar en Montevideo con sus versos en las fachadas.

Para referirme a su poesía traeré a colación a tres poetas, dos compatriotas de Benedetti radicados en el exterior y un tercero español.

Enrique Fierro: «Poemas de oficina es un libro que vale más por sus intenciones renovadoras que por sus logros concretos (…) Poemas de hoy por hoy repite, con un lenguaje afín, el intento de inserción en el tan llevado y traído «aquí y ahora».

Al poeta español Antonio Gamoneda (Premio Cervantes 2006) no se le ocurrió mejor idea que decir, en la presentación de un libro suyo poco después de la muerte de Benedetti, a quien se vio obligado a citar: «Un hombre necesario en el terreno del pensamiento social y en el de la honradez, aunque yo no comparto su ámbito poético. Fue un ser admirable, pero utilizaba un lenguaje normalizado, el lenguaje de la comunicación coloquial que, aunque lo respeto, no lo comparto».

Palabras tan normales y sensatas recibieron, no obstante, todo tipo de insultos: cuervo, poeta menor, mala persona, nadie comparado con Benedetti. Entre los críticos, claro, estaba el editor de Benedetti.

Una de las características negativas de los uruguayos, que no sé si Benedetti olvidó entre las muchas que sacó a la luz, es el famoso ninguneo: si se critica a alguien en cualquier campo, aunque se haga con montañas de datos y razonamientos, se va a pedir al crítico que muestre credenciales: ¿quién es para criticar, quien es éste que la radio no lo nombra, qué se cree éste, de dónde sale, quién lo conoce? Frases hechas descalificadoras. Pero tomando el caso de Gamoneda como ejemplo da la impresión que los españoles son más extremos, ni todo un Premio Cervantes le otorga galones para criticar a un best seller.

Dejo para el final el texto de Héctor Rosales, que más que opinar, sugiere: «Me han preguntado muchas veces por el perfil poético de Benedetti, siempre pensando (dadas nuestras diferencias en ese género) que minusvaloraría la labor de Mario. Pero no es así. Aquella vieja frase del profe Guido Castillo sobre los poetas (la escuché de otro profesor en clase de bachillerato, hacia 1976) puede certificar en nuestro amigo su autenticidad en la materia. Castillo decía (con mis palabras, no recuerdo la cita exacta): “Poetas realmente verdaderos son muy pocos, y lo son en muy pocos versos”. Estoy completamente de acuerdo. Mario Benedetti tiene varias frases, imágenes, tonos, que dan fe de su condición de poeta. Creo que sus mejores textos son los que se apoyan en estructuras clásicas, en especial los sonetos, que lo ciñen a un trabajo de composición más exigente. Está pendiente una antología rigurosa sobre Mario, un libro que, con treinta poemas o algunos más, dejarían cerrada la discusión. Su desmesurada obra en el género, donde la vena más popular le dio fama universal e ingresos económicos (un caso insólito en cualquier época), no ha dejado de impedir la percepción, el descubrimiento del poeta de fondo. El que le dio fortuna interior, capacidad de resistencia, fiel, permanente militancia cultural. Y espíritu propio». (10)

El escritor también incursionó en el humorismo, usando por lo general el seudónimo de Damocles. Él mismo nos da su versión de cómo funcionaba el humor en Uruguay en El país de la cola de paja.

«La modesta teoría que aquí se quiere relevar, es que el humorismo resulta el gran nivelador psicológico del uruguayo, el único factor que —tan inconscientemente como se quiera— le permite recuperar su equilibrio y también disculparse, siquiera en forma parcial, frente a su conciencia. Es evidente que el uruguayo opina que aquí se gobierna mal. Puede confirmarlo el lector, interrogando al azar a un taximetrista o a su verdulero, a su tía política o al cobrador de impuestos, al compañero de oficina o al yerno del edil, o, si se descuida, al edil en persona. Sin embargo, ese mismo uruguayo incurre cada cuatro años en la antilogía de votar otra vez a los mismos hombres y a los mismos procedimientos. Colorados o blancos, poco importa. Nunca se da el batacazo de que un partido menor amenace la posición de los tradicionales. Es ahí donde aparece el humorismo y su misión reguladora. El ciudadanopromediolee y escucha bromas a costa del gobierno; las festeja, claro, y, con nuevos adornos y variantes, las hace circular. Hay chistes, de rigurosa invención personal, que circulan como anécdotas, y también anécdotas que, convenientemente deformadas, infladas, condimentadas, ingresan para siempre en los anales del chiste metropolitano. El chiste pasa a ser una especie de desquite, una revancha, más que contra el gobernante, contra la propia debilidad del difusor; algo así como una afirmación —por otra parte inocua— de sus convicciones, un cómodo testimonio retroactivo de que no ha caído en la trampa, de que aún es alguien. En definitiva, se contenta con bien poco, ya que en este país, donde es posible hacer (oral o gráfica o editorialmente) la broma más certera acerca de un Ministro o de un Consejero sin que el futuro se pueble en seguida de campos de concentración, apelar al humorismo como única señal de inconformismo o de rebeldía no representa una increíble hazaña sino más bien una muy verosímil cobardía. (…) Cabe admitir, además, que cada humorista tiene una dosis personal de gracia; si la concentra en una sola nota semanal o quincenal o mejor mensual, puede ser eficaz y hasta brillante, pero si la desperdiga en una docena de burlas diarias, habrá necesariamente de entrar en repeticiones, lugares comunes y groserías, que por lo general constituyen el fondo de reserva para cuando la auténtica comicidad no concurre a la cita». (11)

Agrego un par de textos humorísticos y algunas frases sueltas para ilustrar mejor al lector sobre el sentido del humor de Benedetti.

El hombre que aprendió a ladrar

“Lo cierto es que fueron años de arduo y pragmático aprendizaje, con lapsos de desalineamiento en los que estuvo a punto de desistir. Pero al fin triunfó la perseverancia y Raimundo aprendió a ladrar. No a imitar ladridos, como suelen hacer algunos chistosos o que se creen tales, sino verdaderamente a ladrar. ¿Qué lo había impulsado a ese adiestramiento? Ante sus amigos se autoflagelaba con humor: “La verdad es que ladro por no llorar”. Sin embargo, la razón más valedera era su amor casi franciscano hacia sus hermanos perros. Amor es comunicación. ¿Cómo amar entonces sin comunicarse? Para Raimundo representó un día de gloria cuando su ladrido fue por fin comprendido por Leo, su hermano perro, y (algo más extraordinario aún) él comprendió el ladrido de Leo. A partir de ese día Raimundo y Leo se tendían, por lo general en los atardeceres, bajo la glorieta y dialogaban sobre tenas generales. A pesar de su amor por los hermanos perros, Raimundo nunca había imaginado que Leo tuviera una tan sagaz visión del mundo. Por fin, una tarde se animó a preguntarle, en varios sobrios ladridos: “Dime, Leo, con toda franqueza: ¿qué opinás de mi forma de ladrar?”. La respuesta de Leo fue bastante escueta y sincera: “Yo diría que lo haces bastante bien, pero tendrás que mejorar. Cuando ladras, todavía se te sigue notando el acento humano.” (12)

Su amor no era sencillo

“Los detuvieron por atentado al pudor. Y nadie les creyó cuando el hombre y la mujer trataron de explicarse. En realidad, su amor no era sencillo. Él padecía claustrofobia, y ella, agorafobia. Era sólo por eso que fornicaban en los umbrales”.

Era tan ordenado que tomaba las vitaminas por orden alfabético
Los lentes de contacto son lágrimas de cocodrilo embalsamadas No hay Marx que por bien no venga
Robaba perfumes y lo agarraron in fraganti
Nadie es maceta en su tierra
El pobre diputado está en estado de coima
(13)

Su humor, como es fácil comprobar, era ingenioso, simple y levemente ingenuo, sin la agudeza de un Groucho Marx ni la acidez y agresividad de un Capusotto, para poner dos ejemplos extremos.

La crítica literaria es otro aspecto a considerar y del que se podría decir mucho, pero excede los límites de este trabajo. Sólo quiero decir que su estudio de la obra de Onetti desde el punto de vista técnico es muy interesante y formaría parte de esa antología sugerida por Rosales, que yo llamaría de desagravio. No es tan interesante (cede a esa debilidad de la «izquierda» en dividir el mundo en buenos y malos, una manera de pensar moralista, religiosa) lo que escribe sobre la obra de Borges: “El discurso político de Borges, ese que a través de los años va atravesando y dando sentido a sus ficciones y a sus veredictos, no es por ciento una ambigua trayectoria, sino una larga y bien estructurada agresión a las fuerzas populares de su país y de otras tierras, ya se trate de ácratas o socialistas, comunistas o peronistas. No hay allí concesiones, ni desviacionismos (…)” (14)

Estas críticas hechas a la ligera, sin profundizar, privaron a mucha gente joven (entre ellos a mí cuando aún conservaba esa virtud) de disfrutar de uno de los más interesantes escritores de América Latina. Por suerte, ese paralelismo entre la obra de Borges y sus opiniones políticas ya ha sido dejado sin efecto por críticos literarios como Ricardo Piglia y otros.

Sus artículos periodísticos, sus letras de canciones, sus posibles guiones y demás, quedan para periodistas, músicos y especialistas en cine.



El desexilio

El exilio resultó una experiencia traumática para la gran mayoría de los uruguayos, acostumbrados a vivir en un país de inmigración. La experiencia de verse obligados a abandonar su medio, incluso su familia -en la mayoría de los casos después de haber sufrido persecución, cárcel y torturas- para tratar de integrarse a sociedades con escasa voluntad de recepción, fue de una dureza extrema. Quienes vivimos la experiencia recordamos la espera de las grabaciones con las voces de los seres queridos, las cartas que tardaban en llegar o no llegaban, las voces que se quebraban cuando se hablaba del terruño y a aquellos que no aguantaron y quedaron por el camino.

La prosa fácil, entendible, de Benedetti, caló enseguida en la colectividad desplazada, y también en la sociedad española, que luego de cuarenta años de dictadura andaba buscando referentes. El mundo, mientras tanto, cambiaba a pasos agigantados. El enano enclenque con la cabeza enorme, a través del cual se caricaturizaba a América Latina, había sido decapitado dentro de la Operación Cóndor y su calavera vagaba por esos mundos. África seguía ahí, igual que siglos atrás, Estados Unidos continuaba con sus aventuras y Europa preparaba su unión de mercaderes. El triunfo total del capitalismo se proclamó con la ya esperada, por muchos revolucionarios de verdad tiempo atrás, caída del socialismo real, el stalinismo. Los líderes de Occidente proclamaron a los cuatro vientos el fin de las guerras, de la pobreza, del hambre. Hasta hubo quien se animó a decretar el fin de la historia. Sin enemigo a la vista, el capitalismo haría eso posible. Pero las contradicciones no tardaron en aparecer y en el 2001, con un mundo sumido en más pobreza y hambre que antaño y conflictos bélicos crecientes, surgió de la nada el enemigo necesario para seguir adelante. Ahora no tenía ideología ni color de piel, ni siquiera rostro: era el terror.

La larga dictadura militar uruguaya perdió con el tiempo su razón de ser y el país regresó a la democracia, Benedetti acuñó una definición certera que todos íbamos a usar y a vivir de una u otra manera: el desexilio. Unidos a la palabra iban unos versos que tratamos de hacer nuestros: Quizá mi única noción de patria / sea esta urgencia por decir nosotros.

El desexilio no implicaba sólo el fin del exilio para quienes se habían ido del país, contemplaba también la salida de un exilio interior de los uruguayos que se habían quedado en el país: «Todo dependerá (decía en abril de 1983) de la comprensión, palabra clave. Los de fuera deberán comprender que los de dentro pocas veces han podido levantar la voz; a lo sumo se habrán expresado entrelíneas, que ya requieren una buena dosis de osadía y de imaginación. Los de dentro, por su parte, deberán entender que los exiliados muchas veces se han visto impulsados a usar otro tono, otra terminología, como un medio de que la denuncia fuera escuchada y admitida. Unos y otros deberemos sobreponernos a la fácil tentación del reproche. Todos estuvimos amputados: ellos, los que se quedaron, de la libertad; nosotros, del contexto».

La experiencia del retorno fue diversa: unos volvieron para ser bien recibidos y acomodarse a la vida del país; otros esperaban reconocimiento de algún tipo y encontraron silencio; muchos decidieron pensarse mejor la vuelta. Las experiencias acumuladas en el exterior sirvieron de poco; era difícil comprender vivencias tan dispares, cerrar heridas y sacarse de encima la dictadura. En mis viajes al país, constantes desde principios de los noventa, fui siempre bien recibido (el uruguayo es hospitalario), pero cuando mis razonamientos sobre la sociedad uruguaya no coincidían con los de las personas que vivían en el país, se me recordaba de alguna manera u otra que yo no sufría los problemas diarios que padecían ellos y que en realidad pensaba como un europeo.

El reproche nunca se abandonó. Los uruguayos, para poner un ejemplo, no pueden votar en el exterior. Esta barbaridad, que atenta contra los derechos fundamentales del individuo (máxime teniendo en cuenta que los uruguayos nunca pierden su nacionalidad), fue refrendada por la población, en un referendum, hace pocos años. «Los de afuera son de palo», como reza el dicho popular.

A consecuencia de todo esto (y algo más que ahora no viene al caso), Uruguay quedó partido en tres: Montevideo, los de afuera (por qué me dicen de afuera si yo soy del interior, dice Fernando Cabrera en una canción) y los de más afuera (el exterior). Benedetti mismo, aunque siguió siendo admirado y leído, sufrió varias experiencias amargas, y decían que, ya de regreso, extrañaba Madrid.

Benedetti falleció en mayo de 2009. Teniendo en cuenta sus dificultades de inserción al medio cultural uruguayo, era lógico pensar que su despedida sería discreta. Nada de eso. Más de veinte mil personas acudieron a sus funerales. Cuentan las crónicas que la primera mujer en ingresar al velatorio declaró: «Acercó la literatura a la gente común, nosotros lo podíamos entender». Hacía justicia al escritor, que una vez dijera a un colega: «Yo quiero escribir para la gente, como si ellos estuvieran leyendo por encima de mi hombro».

Hubiera sido aconsejable dejarle descansar en paz, pero a un grupo de políticos se le ocurrió homenajearlo poniéndole su nombre al aeropuerto de Carrasco. No sé si exagero sospechando que de paso se homenajeaban ellos. Sea como sea, la cuestión es que enseguida comenzaron a aparecer las voces discordantes, venidas todas ellas del profesorado, la crítica y los escritores. Existía de antiguo una fuerte corriente anti Benedetti en el país, ligada sobre todo al pensamiento conservador y reaccionario, crítico con la vertiente política de su obra. A esa crítica se fueron agregando con el tiempo los transgresores, individuos que buscaban notoriedad a través de la descalificación, o ya la tenían y aspiraban a afianzarla de esa forma (Benedetti los hubiera llamado guarangos).

Decía una de las críticas surgidas a raíz de la idea de ponerle el nombre del escritor al aeropuerto: “Es difícil decir en qué la obra de Benedetti, hoy, podría contribuir a progreso o avance alguno (…) Como en el fútbol: Benedetti no es el que mejor juega, nadie está diciendo eso; pero es al que la gente más quiere, aquel con el que más puede identificarse. (…) La gente tampoco se termina de identificar con alguien por lo excelente que es en lo que hace. Benedetti no es un escritor que haya producido textos de una particular ‘calidad’. Pero los uruguayos no nos identificamos con alguien, no lo sentimos como nuestro, el mejor o más “representativo” de nosotros mismos, porque produzca cosas de alta calidad (se trate de poemas, goles, engranajes o lo que sea). Otras culturas eligen homenajear a quienes consideran los autores de las obras de mayor calidad (el mejor científico, el mejor poeta, etcétera). Nosotros estamos eligiendo homenajear a los más ‘representativos’, concepto que, en el peor de los casos, suele confundirse con el de ‘los más vendidos’”.

Decía otra: “No hay un estándar único para medir la ‘calidad’, mucho menos cuando se trata de objetos simbólicos, como es el caso de la literatura. En la mayoría de los terrenos en que a menudo ella se mide, casi nadie diría que Benedetti produjo literatura ‘de primera calidad’. Es decir: si comparamos la sofisticación de su escritura, o su capacidad para hacernos pensar o sentir cosas novedosas, o de maneras novedosas, o bien de expandir las posibilidades del lenguaje, o las de la poesía, la narrativa o el teatro, o, para decirlo en breve, su capacidad para decir algo de una manera más intensa, o más precisa, o más abarcadora de lo que ha sido dicho antes, en fin, si comparamos la obra de Benedetti, en cualquiera de estos aspectos, con la de muchos otros escritores uruguayos, no es de los ‘mejores’. Su calidad, medida en esos términos, dista bastante de la de un narrador como Onetti, un dramaturgo como Sánchez o un poeta como Herrera y Reissig. Está lejos de ser un peso pesado. Ahora bien, si se piensa la calidad en términos, por ejemplo, de la capacidad de su poesía para comunicar poéticamente algo para un gran número de personas, muchas de las cuales tienen muy poca relación con la poesía escrita, entonces es un escritor importantísimo. Si se mide la calidad en términos de lo que puede emocionar, por ejemplo, entonces la valoración dependerá de qué te emocione a ti. Y a la mayoría de las personas Benedetti las emociona más que Herrera, Delmira Agustini o cualquiera de nuestros poetas vivos. En el fondo, creo que nadie que sepa algo de poesía o de literatura te dirá que Benedetti es importante por su calidad. Yo diría que lo es por su representatividad”.

Me reservo el nombre de los autores de las críticas debido al ninguneo que ya mencioné, unido a esa costumbre, que se mantiene, de dividir a quienes opinan en buenos y malos.

Ambas miradas no están desencaminadas, pero más allá de los aciertos o los desaciertos de opinión, hubo en todo este asunto mucho de mezquindad. En lo personal, tampoco habría estado de acuerdo en ponerle el nombre del escritor al aeropuerto, había mucha gente en lista de espera, aunque ya puestos hubiera aprovechado para levantarle un monumento en Montevideo, o ponerle su nombre a una avenida. Y no sólo a él sino a tantos otros artistas que tanto prestigio han dado al país y siguen en esa lista de espera a la que me refería. ¿Hay que tener calidad literaria para ser homenajeado? ¿No alcanza con ser representativo? No olvidemos que una avenida y un monumento en sitio central homenajean a Rivera, quien traicionó a Artigas, y otra avenida lleva el nombre de General Flores, uno de los responsables del genocidio de la Triple Alianza en Paraguay. Y podría seguir.

Tengo ante mí, en mi mesa de trabajo, una entrevista a jóvenes escritores nacidos poco antes del cambio de siglo en Uruguay. Sus declaraciones no dejan de sorprenderme. Hay quien afirma escribir «porque escucha voces en su cabeza»; quien asegura que se metió en esto cuando entendió «que la poesía es algo más físico que intelectual» y hasta uno que asegura escribir «porque le gustan sus defectos». En lo que sí coinciden todos es en su extrañeza ante lo «uruguayo», que uno define así: «No sé qué es el Uruguay, no sé qué es la literatura uruguaya».

De repente, traído por mi enorme sorpresa, aparece al rescate Emir Rodríguez Monegal, uno de los más renombrados críticos literarios uruguayos, del que estos jóvenes, con seguridad, ni habrán oído hablar: «Una de las características más lamentables de nuestra situación de cultura marginal es el robinsonismo del que hablaba Real de Azúa: ese eterno recomenzar que lleva a cada generación a ignorar que la precedente se planteó las mismas cuestiones y las resolvió en forma parecida. Actitud no sólo ignorante sino también suicida, porque obliga a cada escritor a hacer tabla rasa de lo que debió aprender y lo fuerza a empezar -él solito- a crearlo todo en la feria de las vanidades». (15)

A mi mente acuden algunas lecturas de los últimos tiempos que señalaban, desde autores a editoriales, la necesidad que tiene la literatura uruguaya de entrar en Europa. El problema es que no veo cómo. Porque por lo que leo, la denominación «poesía uruguaya joven» es un oxímoron. Y la prosa está dedicada a escapar de la realidad, cosa que los europeos ya vienen haciendo desde hace tiempo.

Los dos problemas que señalaba Monegal se juntan: literatura marginal y renuencia de los jóvenes al aprendizaje. El resultado es la ausencia de una tradición literaria. Los buenos escritores, que los hay (algunos excelentes), están exiliados dentro del país, y quienes viven en el exterior son ignorados cuando no ninguneados. Y nos queda, para complicar más la cosa, el tema de la identidad nacional siempre discutida.

En los variados artículos que consideré para llegar al trabajo que presento, los autores coincidían en que la dictadura había creado un vacío generacional que había hecho que los nuevos escritores quedaran sin referencias. Estoy de acuerdo y agregaría a la dictadura la Operación Cóndor chocando otra vez con el reincidente tema político. El profesor y filósofo italiano Nuccio Ordine, en una reciente entrevista, nos ilumina: «En una sociedad corrompida por la dictadura del beneficio, el conocimiento es la única forma de resistencia. Porque con el dinero se puede comprar cualquier cosa: parlamentarios, jueces, el éxito, la vida erótica. Sólo hay una cosa que no se compra con dinero: el conocimiento. Si soy un gran magnate y quiero comprar el saber, ni un cheque en blanco me valdría. El precio del saber es el esfuerzo personal. El conocimiento no se compra, se conquista».

El profesor abre la puerta a la otra parte del problema, la que tiene que ver con la sociedad en la que el joven trata de desarrollar sus habilidades, «una sociedad corrompida por la dictadura del beneficio», nos dice. Eso es el neoliberalismo, la etapa del capitalismo en la que vivimos.

Benedetti comenzó escribiendo en una sociedad muy diferente, lejos del consumo como lo entendemos hoy, sin tecnología. Una sociedad en la que el intelectual era respetado (la cultura estaba mayoritariamente en manos de gente progresista) y las editoriales cumplían su cometido de publicar aquello que les gustaba. La diferencia entre izquierda y derecha no dejaba lugar a dudas: la derecha defendía el capitalismo y la izquierda se oponía, incluso planeaba derribarlo. También las potencias extranjeras estaban en otra etapa histórica. Estados Unidos era una sociedad industrial y agrícola y Europa se lamía las heridas de la guerra. En un abrir y cerrar de ojos todo cambió. Las revoluciones fueron vencidas y la izquierda, domada, entró en el juego de la democracia. El capitalismo clásico, de trabajo, cambió a aventurero (financiero especulativo), según definiciones de Max Weber. Las editoriales pasaron a ser sucursales de los grupos mediáticos poderosos. Eso significa que una editorial española difunde a sus autores en toda España y América Latina (los universaliza) y sus sucursales sólo difunden al autor local en su medio, en la aldea. Hemos pasado, en ese campo, de una cultura «de mercado» a la cultura de masas, que es la combinación de la televisión, las grandes radios, los diarios, las editoriales de nombre, cuyos dueños son los mismos, casi siempre grupos mediáticos o millonarios deseosos de invertir y ganar dinero.

Como decía antes, el capitalismo se tambaleó en el 2001, y luego sufrió un fuerte revolcón en el 2008. Ahora anda dando tumbos. ¿Cómo se sostiene? No tengo dudas, en la cultura.

«Eso de que todo es ficción es algo que está muy presente en el discurso histórico y en el debate cultural. Me parece que ahí se produce una extrapolación de algo que uno podría localizar más precisamente y decir que es en la cultura de masas donde la distinción entre ficción y verdad se ha perdido. Y que muchos de los filósofos «posmodernos» -entre comillas- trasladan lo que es real en la cultura de masas al conjunto de las prácticas. En la cultura de masas es cierto que se han disuelto las categorías clásicas, entre otras la distinción entre verdad y ficción, que nos movemos en un mundo donde esas categorías han perdido totalmente relevancia. Pero no creo que debemos tomar ese elemento, que es particular a la cultura de masas, como un dato para entender el conjunto del funcionamiento social. Estamos muy amenazados por la expansión de los medios, pero no me parece que un ámbito como la lucha social, por ejemplo, deba asimilar y repetir las posiciones discursivas que genera la cultura de masas (…) Lukács dice en 1913: en el cine la distinción entre ficción y verdad se ha perdido, porque lo que vemos es siempre real. Anticipa ahí una serie de hipótesis sobre el mundo de la imagen, sobre la sociedad del espectáculo, sobre la representación. Me parece que ahí hay un punto de partida para localizar este asunto de la expansión de la ficción, de la ilusión de verdad y el efecto de falsedad de una sociedad de la imagen (…) que nos lleva, a menudo, hoy, a una concepción de la verdad que no es pertinente porque pertenece a un ámbito preciso y no a todas las prácticas de la sociedad. Los filósofos «posmodernos» son filósofos de la cultura de masas y ven el mundo bajo la forma de la cultura de masas». (16)

Es cierto que Benedetti no podría resistir una comparación justa con Onetti, Borges o Rulfo, pero tampoco hace falta. Un par de meses atrás fue entrevistado en España el escritor noruego Karl Ove Knausgaard, un best seller que nos cuenta su vida en libros voluminosos. El entrevistador trajo al tapete a Proust, que también nos contaba su vida. Knausgaard, en un gesto de honradez, le dijo: «La diferencia es que Proust hacía literatura, y yo sólo pretendo escribir».

Onetti aparece en medio de la siesta uruguaya. Viene trayendo de la mano a Linacero, un individuo que trata de despertar a los uruguayos con razonamientos agresivos, muchas veces rencorosos, siempre recordando la decadencia y el vacío existencial. Los cien volúmenes de la primera edición de El pozo tardaron diez años en venderse.

Benedetti también contaba con su Linacero particular, pero la verdad de su personaje, siempre repetido en el futuro, era más simple, más popular, la gente común se identificaba con él incluso desde lo negativo.

«Creo que escribió un tipo de cuentos y de poesía que representaban una gran novedad en su época. En una época en que la literatura latinoamericana buscaba ser muy vistosa, elegante, brillante, él hizo una literatura sobre una clase media más bien gris, burocrática, que existía, en cierta medida, en el Uruguay de su juventud y de su primera madurez. Después el país se volvió traumático. Pero cuando él comienza a escribir, encuentra un lenguaje y unas historias capaces de expresar, de una manera bastante persuasiva, ese mundo de burócratas, de gente que está atrapada en una rutina de clase media; y consigue mostrar eso con autenticidad, con simpatía, con cariño… ‘Montevideanos’, por ejemplo, es un libro muy bonito, y que parecía imposible de escribir en América Latina; lo que buscaban los latinoamericanos eran historias violentas, épicas, llamativas, personajes de excepción, destinos fuera de lo común, todo lo contrario a lo que muestra Mario Benedetti. Y, por otra parte, yo creo que fue un buen escritor… No diría que fue un gran escritor, como lo diría de Onetti, por ejemplo. Pero fue un buen escritor con una obra muy coherente, muy sostenida como ensayista, como poeta, como cuentista…» (17)

Encuentro esta opinión de Vargas Llosa muy honesta (por estar en las antípodas del pensamiento benedettiano) y muy acertada, sobre todo cuando se refiere a los primeros tiempos de Benedetti como escritor. Ese que señala fue el secreto de su inmediato éxito.

«Cierta convicción es necesaria para poder leer, no me parece que se pueda leer si uno no cree que hay una verdad a partir de la cual lee. En ese sentido soy totalmente contrario a las hipótesis actuales que postulan una especie de pluralismo de consenso que existiría como imposición «débil», un dogmatismo de la incertidumbre. Me parece que uno lee porque tiene ciertas hipótesis, parte de cierto tipo de verdad». (18)

Sus numerosos lectores y admiradores, al verse reflejados, han captado en sus escritos la parte que les tocaba de esa «verdad». Siguiendo este razonamiento desembocamos en otro: no sólo es importante qué se lee, sino desde dónde se lee y cómo se lee. Una persona culta, de vida acomodada y acostumbrada a la buena literatura, tenderá a un tipo de libros muy diferente a aquellos que elegirá alguien de las clases populares, cuyo bagaje cultural está ligado a la cultura de masas. Aquí un inciso importante: la cultura de masas no es el sinónimo de la maldad, ni una estudiada conspiración de las multinacionales; es el resultado de haber convertido la cultura en otro recurso más para ganar dinero. Y el dinero se gana, en sociedades de escaso nivel cultural, con productos entretenidos y de muy baja calidad.

Los gobiernos progresistas han colaborado al desastre jugándose por la llamada «cultura popular» y cometiendo al mismo tiempo la barbaridad de hacer suya la europea denominación industria cultural, que convierte todo producto artístico en una mercancía. Por un lado, el cultural, se trata de abandonar la cultura burguesa (un viejo intento de la «izquierda» que costó muchas vidas y sufrimientos) y por el otro, el económico, el fundamental para esa clase social, se le proporciona justo lo que quiere, un negocio rentable donde más duele.

Podría seguir, pero ya me estaría metiendo en el terreno de ese debate histórico y cultural que los nuevos tiempos nos reclaman y que seguimos dilatando. Benedetti, con sus sombras y sus luces, que tuvo muchas, debería ser parte fundamental de esas respuestas, que las numerosas preguntas que nos hacemos quienes transitamos por esos caminos andan buscando.

Bibliografía

1) Zum Felde
2 y 15) Rodríguez Monegal
3) Fernando Aínsa
4) Mercedes Rein
5) Abelardo Ramos
6) Cristina Mazzeo
7) Methol Ferré
8, 11, 12, 13, 14) Benedetti
9) Ernesto Guevara
15) Monegal
16 y 18) Piglia
17) Vargas Llosa

Gracias a Alejandro Michelena y Ruffinelli, cuyos acertados artículos me mostraron el camino.

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Número 68

Peter Handke / Datos y entrevistas

Revista Malabia número 68

Peter Handke / Datos y entrevistas

Escritor austríaco nacido en 1942. Descendiente de eslovenos, aprendió el idioma y tradujo a varios escritores del país. Siempre inquieto y crítico, denunció en los ochenta el crecimiento de la extrema derecha en Austria. Comienza a ser polémico en los noventa por sus críticas a los ataques de la OTAN en los Balcanes, y particularmente a los bombardeos alemanes sobre Belgrado. Es fácil colegir por sus opiniones que esta primera participación de Alemania en una guerra después de la Segunda Guerra Mundial le recordaba el nazismo y la impunidad de los croatas, que colaboraron con esa ideología funesta. Su posicionamiento fue considerado pro serbio, pese a que él no se cansó de afirmar que no apoyaba a nadie, sólo se limitaba a negarse a la criminalización de un pueblo en particular.

La campaña efectiva contra su persona se desató en 2006, cuando un jurado de la ciudad de Düsseldorf le otorgó el Premio Heine. Las protestas, que el alcalde de dicha ciudad llamó «caza de brujas», fueron de tal intensidad que Handke se vio obligado a renunciar a la tan merecida distinción. En el 2019 la Academia Sueca le otorgó el Premio Nobel, lo que acentuó la persecución contra su persona y actividad cultural. Al galardón se opusieron varios países: Bosnia y Herzegovina, Croacia, Macedonia del Norte, Turquía, Afganistán.

El escritor tuvo también sus defensores en el mundo de la cultura, entre ellos Win Wenders, Kusturica, Modiano, Nigon y Ogier.

Para dar la palabra a Handke publicamos a continuación algunos pasajes de sus entrevistas.

Hoy la literatura está en peligro de volverse periodística, de resultar indistinguible del periodismo. (…) En el periodismo todo es receta, todo son moldes y pautas que se pueden aprender. La literatura no se puede aprender. Como mucho, se puede aprender lo que no hay que hacer.

Los periodistas se hacen los tontos para poder vender de alguna manera una afirmación inequívoca. Una vergüenza. En cuanto al tema de Yugoslavia, al menos en Alemania y Austria, ahora con la llegada de tantos refugiados, no sólo de Siria sino también de Albania y de Kosovo, hay cada vez más políticos que reconocen que este problema se remonta a la guerra de la Otan de 1999. Aunque en ninguna parte hay tanta estupidez como entre los políticos occidentales. Se cometieron muchas estupideces por parte de Occidente, empezando en Irak. Ahora dicen que eso empezó con la guerra de Irak, pero yo siempre digo que empezó con Yugoslavia, con esos bombardeos humanitarios. Yo sigo esperando que todos los que en aquel entonces levantaron sus aullidos contra mi posición me digan que hicieron una estupidez. Esto nunca sucederá, caerán en la tumba sin haberse dado ni cuenta. Esos, los que dejaron que los pueblos se mataran entre sí, son los verdaderos criminales. La estupidez nunca muere. Sin embargo, hace morir a los demás.

Hay una diferencia muy grande entre el silencio y la mudez. Las sociedades de hoy están más amenazadas que nunca por hacer enmudecer al individuo.

La utopía se ha convertido en algo extremadamente difícil, en especial en la épica; tal vez en el poema sea aún factible. En parte porque la utopía se confunde fácilmente con la literatura new age o fantasy, con El señor de los anillos y libros por el estilo. ¿Qué se puede hacer cuando mis proyecciones utópicas, que desde el principio están en la obra, se confunden con new age o con una religiosidad indebidamente apropiada?

El escritor tiene que convencer por su ingenuidad, por su añoranza y, naturalmente, también tiene que haber meticulosidad. Además, debe ser un literato de verdad. Un escritor se muestra para mí no tanto en lo que hace, sino en cómo evita la escritura facilona. (…) La utopía y el cuento de hadas no es lo que la gente quiere. Kierkegaard ya decía que las personas están desesperadas al no poder salir de la banalidad del día a día, pero ese día a día les ayuda a su vez a disimular su desesperación.

Me parece horroroso la manera en que se comportan hoy los escritores. Todos se han vuelto tan oficiales, se comportan como dignatarios, como cardenales. Eso nunca le debe pasar a un escritor. Constantemente dan entrevistas, ahora están en Irak, después en Sarajevo o en Perú. Están en todas partes y tienen que escribir artículos para los periódicos. Ya no tengo ninguna confianza en esa gente. El escritor debe vivir secretamente. Aunque yo también he tenido una época, cuando tenía alrededor de los cuarenta, en la que los amigos me llamaron en broma el escritor nacional austriaco. Durante unos años creí que podía hacer de portavoz para la cartera «Pueblo y escritura». Y llegué a pronunciar discursos, no me avergüenzo de ello. Pensé que debía participar y hacer lo mismo que los escritores internacionales, como Vargas Llosa. No puede ser. El escritor debe ser un niño, un ser confuso, un buscador. No tengo esquemas literarios como Umberto Eco, que los usa, pero no se percibe ningún yo oculto, ningún secreto furtivo, ningún daimon escondido. El daimon es algo extraordinario cuando se convierte en forma, cuando se expresa en la escritura. Sin él la escritura no funciona. Y lo malo es que ahora todos los escritores están obligados a entregar materiales bien elaborados, que se leen bien párrafo por párrafo, sin duda, pero esto no es una lectura. La lectura es un proceso increíblemente misterioso, es una expedición. Los árabes decían de sus místicos que viajaban con sus palabras, eran viajes nocturnos pero completamente iluminados. Y escribir también es un viaje nocturno durante el cual las palabras, las frases y los párrafos producen luz. Y esto se ve muy poco hoy día.

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Sospechoso, si no conviene / Jorge Rodríguez Padrón

Revista Malabia número 68

Sospechoso, si no conviene / Jorge Rodríguez Padrón

Estos tiempos que padecemos (unos más que otros, como siempre) son –de verdad- muy raros. Hablo, sobre todo, porque me implica, de los extremos en que ha dado la literatura, este oficio de entregar la palabra, y de entregarse a ella, tan peliagudo… Pero al referirme al ámbito de la escritura literaria, y dado su ineludible responsabilidad con el lenguaje, no puedo hacer abstracción, por mucho que quiera, de la repercusión esencialmente política que tal actividad tiene, debe tener. Y aquí viene lo de la extrema rareza que decía. Pues nos hallamos (¿o no?) en un período histórico que dice haber superado ya, y con creces, todo déficit democrático; que se enorgullece de su extrema tolerancia con todas las ideas; que hace ostentación, como nunca antes, del reconocimiento del otro, de los otros; y nada digamos, en fin, de cómo se pregona a voces un perfecto equilibrio entre la globalización de la tecnología y las diferencias de los pueblos… Casi, casi un mundo feliz, si no fuera por tantas y tan intrínsecas contradicciones como habitan en su seno. No me detendré en casos concretos, aunque en ellos se origine mi reflexión; quisiera ir a la categoría, a cuanto de esos sucesos se desprende, y no precisamente como excepción sino como síntoma de una, al menos para mí, confusa situación a la que resulta muy difícil dar explicación, y más difícil aún poner coto.

Y digo de esa dificultad, sobre todo, a la hora de proponer una escritura literaria que sea espacio de confrontación y debate para esa forma de vida que hemos asumido con un inconsciente entusiasmo por el fervor del consumo y por el asombro obnubilador de las conquistas tecnológicas, además de ese incomprensible fetichismo que nos hace creer a pies juntillas en cuanto adquiere repercusión en los medios, al margen de la verdadera importancia que por sí misma pueda tener. Dificultad, en consecuencia, para la creación literaria dado que es también una forma de lenguaje, una manera de decir la vida y rebuscar en sus complejidades… Dos escritores en lengua alemana, Günter Grass y Peter Handke, cuya obra literaria y cuya actitud personal nunca han eludido la responsabilidad crítica, la razón política que le es propia, han sido protagonistas –sin quererlo- de un pimpampún mediático en el que ha habido de todo, desde acerba crítica hasta descalificaciones inadmisibles. Y esto cuando, según parece, quienes manejan la cosa tocan a rebato para que vuelva el escritor comprometido de antaño a implicarse en tal desbarajuste, y a ver si su clarividencia crítica puede ayudar en algo. Entonces, el escritor habla, y se compromete (mejor, para no confundir: se hace responsable de la palabra que da); sin solución alguna de continuidad, un revuelo mediático lo absorbe, saca las cosas de quicio, deja todo en anécdota y arrima aquella propuesta crítica a la brasa que mejor calienta.

¿No es una situación extraña? A quienes ayer se les otorgaba reconocimiento, hoy se les descalifica por ejercer precisamente la responsabilidad para la cual se les había requerido; y, para mayor inri, el posible debate que de ahí habría de derivarse, se reduce a mera, vulgar noticia de actualidad que, por serlo, será efímera y caerá pronto en el olvido.

¡Qué feroz maquinaria para destruirlo todo, sin que nadie pueda decir que no se prestó la atención debida, ésta de los medios y su fervor tan sólo por la actualidad! Quienes manejan la cosa, he dicho más arriba. ¿Quiénes? Aquellos que detentan el poder; que no son precisamente los políticos, aunque ellos se lo crean porque ocupen el escenario durante el tiempo que se les concede para su representación. Poder, el que mueve los hilos todos; y en primer lugar, los de la información y la tecnología, en muy fértil coyunda por cierto. Claro, también el poder económico (¿es otro?) que encandila a los más con su oronda apariencia.. Pero téngase en cuenta que el poder mayor es el primero porque instila su violencia en el lenguaje, en los lenguajes, y éste es el vértice de todo: poseerlo, poseerlos, supone dejar sin voz a quienes son lo que son porque pueden expresarse en libertad. Y se suma entonces la extrañeza, cuando comprobamos que quienes están en uso de la palabra, y más alto hablan y no paran, son quienes aprovechan su pretendida integridad y compromiso para levantar a los otros y ocupar ellos el asiento.

Precisamente al referirse al asunto de Peter Handke y sus posiciones acerca del conflicto en la antigua Yugoslavia, Cecilia Dreymüller escribe: “Esta exclusión de la disidencia política ha sido impulsada, precisamente, por intelectuales y políticos de izquierdas” (eso, al menos, dicen ser); intelectuales a quienes se les llena la boca de libertad de expresión, de tolerancia, de pensamiento crítico, de disidencia y cosas de semejante jaez, pero son expertos en la estrategia de silenciar lo inconveniente; hacen oídos sordos (ese silencio administrativo que tan bien manejan burócratas y leguleyos que son, y en qué medida) o evitan dejar espacio para que otros digan lo suyo, “con el argumento de la inoportunidad política” que ese discurso pueda tener. En el caso concreto de Peter Handke se produce otra circunstancia que también es una herramienta: se le retira el premio Heinrich Heine que se le había concedido previamente, al comprobar su indocilidad que no era otra cosa que su libertad. ¿Cómo iba a ser de otra manera, si los premios se instituyen para beneficiar a quienes premian (en la repercusión mediática, en la inversión política que suponen, en la rentabilidad económica incluso), pero nunca al premiado, a quien se supone que, por gratitud siquiera si no por otros intereses menos confesables, de los cuales participa, aceptará con el premio las leyes de ese juego y acabará bailando al son de los premiadores, publicando su excelencia y su magnanimidad…

Sigo diciendo que hagamos abstracción de tales sucesos; que vayamos a la razón primera de todo esto, y en particular por lo que hace al escritor y a su comprometido oficio de la creación literaria, en medio de “la creciente intolerancia de nuestras democracias a las posiciones disidentes”, como anota también Dreymüller. Les basta con poner gesto serio (y muy digno) y decir que tales disidentes no son demócratas, para considerar desactivado ese peligro: dicen saber que no lo son, pues ellos tienen la patente en exclusiva, y ellos la dan y ellos la quitan; con descarado cinismo, eso hacen, eso vienen haciendo desde siempre, y todos los hemos mirado con tanta complacencia… Como el propio Handke refiere, al hablar de su caso, en vez de abrirse al debate (no tienen argumentos) acuden a “difamaciones formuladas con palabras prefabricadas, repetidas hasta la saciedad, empleadas como una ametralladora”. No sigamos sin detenernos en un par de cosas de esta afirmación: el lenguaje utilizado por quienes así actúan se reduce a pura fórmula, son frases hechas, vacías por tanto de contenido; eso sí, se repiten y repiten, sin pausa que permita oírlas y pensar qué dicen; tienen la agresividad imparable de un arma mortífera. Tengamos en cuenta que es un asunto de lenguaje, de palabras; tengamos presente, también, que el objeto es secuestrar los significados para impedir que se multipliquen los sentidos, las intenciones de esas palabras. Que no haya voces con su diferencia, con su individualidad crítica; que se uniforme el lenguaje.

No lo dice Handke, lo añado yo, y se que no me contradirá: a esa repetición de siemprelomismo habremos de sumar otra actirud que abunda en ella: no decir ni hacer lo que dicen abiertamente (confiesan, incluso, que no se debe dar pábulo a tales cosas, que se debe ser discreto); mejor sustentarse en “medias verdades e informaciones falsas (…) (en) informaciones y opiniones recogidas sin análisis (…) (en una) prolongada deformación informativa”, cuanto facilita la manipulación de los lenguajes al amparo de las técnicas propias del lenguaje de la información (simplificación, urgencia, actualidad, imagen) que ya operan, de modo instintivo, por contagio, en el uso común de la gente hasta el punto de haber empobrecido, peligrosamente, la riqueza de las formas del habla. Porque, a poco que nos fijemos, lo que se pretende es borrar todo fondo cultural, la dependencia de ese verdadero principio que es la memoria (no los recuerdos y efemérides, que tanto se preservan porque son inocuos), la necesidad de saber y pensar. Nadie podrá decir que hay censura, desde luego; pero control riguroso, sí; y descalificación y desprestigio y silencio para cuantos se muevan en la foto, por incorrectos. Es de ver cómo esos poderes usan, impunemente, una moralina de iglesia y sacristía que tanto han criticado siempre; impunemente y sin el menor rubor, como si nada fuera o nos hubiésemos olvidado ya (confían en el olvido para volver a las andadas) del viejo stalinismo que preservaron en nombre de la necesaria clandestinidad; y ni eso fue justificación, por mucho que se empeñen.

Diría, con Pedrag Matvejevic: “El vocabulario de las viejas ideologías, hábilmente disfrazadas de democracia es propenso a los términos de identidad y de singularidad para imponerse de nuevo sin necesidad de renovarse”.

Y así hemos vuelto a esa terminología de los muros y las divisiones y el no pasarán, manejada por quienes no quieren que nadie vea qué hacen, para excluir en lugar de integrar, cuando lo que hay del otro lado no les parece conveniente porque no se les da la razón o se pretende abrir un espacio de debate. Eso sí, cualquier otro muro o barrera o mínima intransigencia será condenada públicamente y con toda suerte de orquestación mediática, que para ello se pintan solos. El caso es que todo está inventado, y que nos vienen con un mensaje muy viejo y pobre; se les ve, torpes bustos parlantes, inseguros, echando mano de esas fórmulas prefabricadas, esforzándose (y es penosos) por dar titulares. ¡Ay, lengua, lengua, dónde está tu victoria! Hemos corrido, locos, tras la cultura de la imagen, y aún corremos sin saber parar: todo lo facilita porque todo lo simplifica (¿nos hemos dado cuenta de eso?). Pero tiene trampa, como sucede con la publicidad que en aquélla ha echado raíces y con qué energía. No hay modo ya de ver más de lo que tenemos ante nuestras narices; la potencia de su presencia es tal que nos ha arrebatado la imaginación, que nos ha dejado sin habla: esos “poco escrupulosos procedimientos de la omnipresente máquina mediática” –dice Peter Handke.

De nuevo, el escritor alemán viene en mi ayuda:

“¿Qué sabe aquél a quien, en lugar de la cosa, sólo se le deja ver la imagen de ésta, o, como ocurre en las noticias televisadas, un extracto de la imagen o, como ocurre en el mundo de las redes de telecomunicación, un extracto de un extracto?”

Antonio Marichalar, en Cruz y Raya, escribe:

“Tras amplias soledades ascéticas –ávidas de claridad y por tanto complicadas- estamos, ahora, en un momento que opta por no enterarse y solicita que le engañen, que le cierren los ojos;”

O que quiere enterarse de todo, aunque sea a través del engaño orquestado de los medios… Y eso, allá por los treintantos del pasado siglo. Lo reinventó el Reader´s Digest, en los cincuenta y sesenta de la propaganda norteamericana, y casi no había televisión aún. Handke lo dice para referirse a cómo se ha enseñado el conflicto de los Balcanes; pero lo verdaderamente grave es que se trata del modo de este tiempo al cual he calificado de raro; y que también lo es con respecto a Europa, a su enquistada torpeza que vuelve: cuando pensábamos que ya no, se reaviva el menudeo nacionalista (destruir Estados, recomponer federaciones, en nombre de qué intereses estratégicos o económicos) mientras cunde el desconcierto en la Unión tan deseada; y aquí estamos todos –con una estúpida prudencia- sin decir lo que se debe, por no sé qué respeto humano o complejo histórico. Empeñados en desconocernos; y no tenemos sino que mirar hacia atrás, sin prejuicios. No para recordarnos enfrascados en nuestros egoísmos nacionales, para entender –de una vez por todas- cuál es la memoria que nos hace, que sigue viniendo de esa médula, flujo de doble dirección, del Danubio: paso de Oriente a Occidente; salto entre norte y sur, de hombres, de mercaderías, de ideas…

Pero volvamos a la literatura, que en ello andábamos; vengamos a su palabra alzada frente a los procedimientos romos de los lenguajes de la información; volvamos, como también dije ya, a la responsabilidad del escritor, a su testimonio como hombre de su tiempo y como conciencia necesariamente crítica del mismo. El error es viejo error: pensar que, con ser fiel a lo que puede ver, es suficiente. Viejo error, además, que ha hecho fortuna en los poco escrupulosos procedimientos del lenguaje mediático, de modo que se ha ido desdibujando la importancia del escritor como autor y se le ha ido dejando en amanuense, servidor apenas de lo que se le pide y con maneras que no exijan pensar demasiado; que también la literatura maneje fórmulas y las utilice con asepsia extremada, no vengamos a enredar… A lo que se teme, a lo que teme aquel poder, es a la mirada del individuo que es el autor, y sobre todo a que la suya sea una voz propia (“canto de a uno –como dijera Ida Vitale- (frente a) esa última y prestigiada extensión (del canto coral) la murga española, mediante la cual se justifica la libertad de desafinar vulgaridades, oculto entre otros”) capaz de incorporar al pretendido armario de valores una cierta enajenación poética, lo más subversivo sin duda. Es así como saltan a la luz lo que Peter Handke denomina “terceras cosas” y queda en entredicho el “veneno verbal” que anima el lenguaje de los grandes medios, su “ceguera partidista”.

El testimonio y la crónica no tienen por qué ser lo primero, ni la verdad mayor. Quedan atados a la realidad, y ésta no va más allá de sus referentes, no propone otra dimensión para las cosas; con la transfiguración literaria se va a la vida, a la verdad, a la revelación de la poesía. Lógico, en consecuencia, que la literatura de hoy insista, con toda complacencia, en el siemprelomismo Ya referido; que el escritor se haya quedado sin voz y que se limite a hacer buen uso de la escritura. Nos hemos quedado sin escritores, porque los actuales temen el desprestigio que pueda acarrearles el atrevimiento que supone introducir el factor estético en el lenguaje, pues eso conlleva establecer una posición ética. Hacerlo será volver la oración habitual por pasiva y dejar al descubierto el revés; hacerlo es poner en evidencia que la clave está en la sintaxis; ello es, en el ritmo, en el empuje orgánico del lenguaje, donde reside la libertad del habla, su viveza y su capacidad irónica; su fuerza creadora, en una palabra. Y no se trata de imprecisión o de aleatoria espontaneidad, como algunos piensan cuando lo digo; nada más lejos de ese adanismo aun más fácil y torpe que la disciplina de la escritura. Todo lo contrario: mayor precisión y mayor verdad porque es voz propia, “lealtad hacia otro lenguaje, el no periodístico, el no dominante”, el que se hace “con palabras podridas, envenenadas” (Peter Handke) y se apresta a deslizarse por el lado otro de la reflexión, pues no basta quedar en las cosas, sin más, cuando este oficio de dar la palabra –así dije al comienzo- exige otra responsabilidad que es crítica; en otras palabras: no crédula, arriesgada en la demasía de lo que está por ver.

Cecilia Dreymüller se pregunta si el valor social del escritor en el mundo de hoy puede quedar –como parece- en esas “gracias artísticas” que se toleran, siempre que sean correctas y no vengan a quebrar el “consenso político” establecido. Si puede quedar –añadiría yo- en el esmero por hacer una obra de entretenimiento, cuando la voluntad crítica ante la falsedad y los abusos del poder (y en particular ante el enquistamiento de los lenguajes) es la ineludible responsabilidad de toda literatura; si no, deja de serlo para hacerse mero negocio. Precisamente, en torno al revuelo generado por el asunto del pasado de Günter Grass en la Alemania nazi, Mario Vargas Llosa llegó a escribir:

“Ningún intelectual de nuestro tiempo cree que ésa (gesta intelectual, debate de ideas, creación) sea también la función de un escritor y la sola idea de asumir el rol de “conciencia de una sociedad” le parece pretenciosa y ridícula. Más modestos, acaso, más realistas, los escritores de las nuevas generaciones parecen aceptar que la literatura no es nada más –no es nada menos- que una forma elevada de entretenimiento, algo respetabilísimo desde luego, pues divertir, hacer soñar, arrancar de la sordidez y mediocridad en que está sumido la mayor parte del tiempo el ser humano, ¿no es acaso imprescindible para hacer la vida mejor o por lo menos más vivible?

Aunque he reducido la cita a su conclusión, creo que exige atenta lectura toda ella; en particular, algunos aspectos que en ella propone el novelista peruano, para mí de primera necesidad; y, en particular, para lo que ahora nos ocupa y preocupa sobre la responsabilidad del escritor en tiempos de tanta confusión.

Hablemos, primero de “ese joven intelectual de nuestro tiempo”, de esas “nuevas generaciones” a que se refiere Vargas Llosa. Quizá me equivoco, pero es viejo discurso ése que identifica lo nuevo con lo joven y, además, con nuestro tiempo… No necesariamente por serlo está más cargado de razón; ni habremos de aceptarlo como ejemplo.

Quiero decir que ya hace mucho que la ecuación progreso=novedad ha dejado de ser válida en términos absolutos; dependerá de qué se entienda por progreso y en qué ámbitos nos movamos; no desde luego en lo artístico e intelectual, dónde sólo puede mantenerse vivo el debate con la memoria y no condenarla al olvido. Que la celebración de la juventud por juventud no pasa de ser una de las tantas trampas que nos tiende nuestra sociedad de consumo, apelando a ese íntimo aguijón que nos hinca la madurez y nos hace envidiar, con tonta nostalgia, aquellas energías. Bien conocida es: fue la estrategia del poder para desactivar, precisamente, la rebelión juvenil que desoncertara al mundo en los prodigiosos sesentitantos del siglo pasado. Si vamos con seriedad a las propuestas creativas de los escritores y artistas más jóvenes, lo que procede es un análisis crítico de las mismas, al margen de que vengan avaladas por la edad de sus autores, en muchos casos sinónimo –lamentablemente- de un adanismo más bien vacío; entusiasta, tal vez, pero de pobre contenido y, a veces, sin atender demasiado a las formas. Los lenguajes, entregados a ciertas convenciones expresivas que, aunque puedan parecer atrevimiento, apenas se piensa un poco en ellas, se les ve sujetas por las riendas del poder; responden a sus dictados, bien ocultos bajo el simulacro de valecualquiercosa. Otros hay, sin duda, y otras propuestas, de mérito notorio; pero, insisto, en modo alguno consecuencia de la juventud de sus autores.

Decir, como dice nuestro escritor, que “ningún joven intelectual de nuestro tiempo” cree ya en el debate de ideas o de la creación como sustento de su trabajo; es más, que lo estime pretencioso y ridículo (sic), no me parece aceptable como referente de lo que debe ser la función (mejor, insisto, responsabilidad) de un intelectual en la hora presente, máxime cuando Vargas Llosa apela, como hace para dejar zanjada la cuestión, a la estirpe para él agotada de los Mann, los Camus, los Sartre… Aparte que no parece de recibo afirmar tal cosa de dichos escritores, que podían ser todo lo discutibles que se quiera pero cuyas propuestas siguen alentando (o deberían) en la conciencia de nuestra sociedad, como tantos otros anteriores en el tiempo; aparte eso, yo no me atrevería a considerarlos mayores ni, mucho menos, superados. Que no sean de actualidad es cosa bien distinta; y habrá que agradecer a todos los dioses de la literatura que no lo sean; pero ¿no son actuales? Si nos hace tanta falta hoy una escritura como la suya, de verdad crítica y resistente y abierta al contraste de ideas y a la medida reflexión “sobre los grandes temas sociales, políticos, culturales y morales” (añadiría que también sobre el lenguaje, que es asunto primordial a los que Vargas Llosa parece no tener por objetivo pertinente del escritor. Pero, si no es ésa su labor, ¿para qué la literatura?

Claro que nuestro autor añade, inmediatamente, que la clave de todo está hoy en ser realistas (para él, toda otra actitud será servidumbre a la ingenua utopía de los años sesenta); da por sentado que ser realistas otorga un plus de razón… Pero, vuelvo a lo mismo, estamos hablando de un compromiso o responsabilidad intelectual, procuramos dilucidar la función del creador, ¿habremos de asumir, como irremediable, que la única razón de la literatura es ser entretenimiento, y partir de esa actitud previa y programada a la hora de escribir? A mí me parece que tal cosa supone una cesión por parte del autor, una flagrante dejación de su responsabilidad, con el presumible propósito de hacer soñar (sic) al lector, de arrancarlo “de la sordidez y mediocridad en que está sumido la mayor parte del tiempo”, lo que el escritor peruano estima “imprescindible para hacer la vida mejor o por lo menos más vivible”. Que puede que ése sea el resultado inmediato, transitorio, durante el tiempo de la lectura; luego, como en el cuento, todo volverá a ser como era. Pero eso no supone sacarlo de sus casillas; más bien, confirmarle el lugar que le corresponde y que no debe abandonar; y el escritor, siempre, por encima, reconocido, en nómina. Vargas Llosa parece insistir en que debemos desengañarnos, que todo aquello de la intervención del intelectual para –desde el debate y la crítica- procurar que las cosas cambien, sean de otra manera y si mejores, mejor, ha acabado para siempre. Lo dice como resignado; pero lo que sucede es que su perspectiva es la de quien se ha acomodado, y ha acomodado –consecuentemente- su escritura al dictado del poder. Y no vengan los resabiados a simplificar con izquierdas y derechas; no vengan, quienes no ven más allá de sus narices, con eso del negocio en que ha dado la literatura.

De todo eso hay, desde luego, pero sólo es una parte del asunto, y quizá la menor. Lo más importante, como dije más arriba, es –sin la menor duda- que el lenguaje le ha sido arrebatado al escritor y no sólo al novelista peruano que nos habla, por esos poderes (todos) que lo secuestran para desactivar su verdadera fuerza subversiva, y no hay que concederle ni tanto así. Me vuelvo entonces y me topo con el rostro aguileño y el rictus duro de Elfriede Jelinek, con su fama de esquiva. Mujer, después de todo, por mucho que se empeñen los teóricos en no hacer cuestión del género. Veo, pues, a Jelinek dispuesta a correr ese riesgo, con todas sus consecuencias, frente a tantos otros de sus colegas masculinos (y algunas mujeres también, por cierto: aunque lo nieguen, se comportan como hombres) que cuidan muy bien todos los extremos del negocio, con tal de no perder, de jugar sobre seguro. Quiero fijarme, sobre todo, en la actitud con que afronta la escritura, esa disposición que la mueve a entrar en el espacio del lenguaje con una intensidad orgánica fuera de toda duda: el lenguaje deja de ser una forma de poder, un instrumento dado, y el escritor (la escritora, en este caso) parte del “diálogo metaliterario con formas y contenidos tradicionales (…) (con) las cenizas de la memoria”. Una manifestación, un verdadero testimonio (éste sí) a través de lo sustantivamente vivo del lenguaje: ese “juego de sonidos, de asociaciones, de similitudes y oposiciones” –tal recuerda Brigitte E. Jirku al referirse a la escritora austríaca.

Otro asunto de cuidado, ese de la memoria que también el poder intenta (por algo será) arrebatarnos, diluyéndola en el algodonoso pasado de los sentimientos. Entrar en la memoria sí que es imprescindible aquí (dejémonos de entretenimientos); y entrar en danza con ella, lo que supone acomodarnos a su cuerpo y compás, a su complejo movimiento, a sus síncopas y contrapuntos, por medio de los cuales se empieza a comprender que éste de la escritura es oficio que no se acomoda a las normas de un discurso bien dispuesto en sus armonías para oprimir sin que lo noten a “unas mayorías sin poder” (¿por qué, si no, viste tanto ahora ese mimo con que se trata a las minorías?). Escribir como irrumpir en la propia lengua, e interrumpir impertinentemente su apacible discurrir. La cosa está en la sintaxis precisamente (que es la verdadera semántica); y por eso es tan decisiva la capacidad irónica de volver la oración por pasiva, de andar siempre por el revés del discurso: un juego que induce “a la búsqueda y a la recreación (…) (a la) construcción de nuevos mundos articulados desde el centro y la periferia del lenguaje”; y por intermedio de dicho ejercicio, descubrirse a uno mismo, al individuo que en todo este esfuerzo trata de cumplir con su responsabilidad política: la relación con los otros en el espacio cívico al que concurren para ser y completarse, precisamente como individuos.

He adelantado que sintaxis. Añado ahora, en consecuencia, que ritmo; pero no compás, ojo; ni melodía que regale el oído. Para que la sintaxis tenga esa consistencia semántica de la que he hablado, no basta con utilizar unas formas ya establecidas, meras fórmulas, sea para la ficción, sea para la poesía; sino dar salida de manera natural a esa energía orgánica que es el lenguaje en su ser: “voz, respiración, y se cambia lo previsible de las coordenadas de nuestro orden”. Por ahí, y avanzando a más, poniendo a prueba a cada paso sus posibilidades expresivas, Elfriede Jelinek concluye de este modo:

Necesito (…) una absoluta incertidumbre para que, por fin, pueda enterarme de adónde me lleva la escritura (…) Y luego, de pronto, lo escrito me toma de la mano (sin jamás echarme una mano, ¡qué canalla!) y me saca a rastras.

Subrayo, y añado –a modo de glosa, tal vez redundante: la experiencia de la literatura, si se entiende como la vida, se abre siempre a lo demás que cómo podremos lograr (nunca es corroboración de lo sabido o pasado o dado por sentado, aunque con fina retórica) y nos advierte de lo carentes que somos. Y así, lo que aguarda al escritor, al individuo que en dicha experiencia quiere reconocerse, no es el triunfo sino un inesperado tirón que lo saca (mejor, que lo hunde más en aquel boscaje) a rastras, a la fuerza y sin la menor contemplación, sin echarle nunca una mano. Una lección para vivir, no un simple y transitorio entretenimiento para soñar. Ya cumplen esta función -¡y de qué manera tan eficaz!- los diversos lenguajes mediáticos. Salvemos la literatura de sus fauces insaciables.

(Del libro Dietario del margen. Ediciones Idea 2010).

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Número 68

El acoso a Peter Handke / Rafael Poch

Revista Malabia número 68

El acoso a Peter Handke / Rafael Poch

El Nobel de literatura se interpone en el camino de los apologistas de la guerra humanitaria de la OTAN.

Los premios Nobel de literatura -no hablemos ya de los de la Paz- siempre fueron asunto polémico y politizado. Hace unos años el galardón literario se le concedió a Patrick Modiano, autor de una sola novela que se repite, una y otra vez, en toda su extensa obra. En 2010 se le concedió a Mario Vargas Llosa, un gran escritor que, curiosamente se ha ido haciendo mediocre (y hasta plagiador, véase el artículo de Enrique Serbeto sobre La fiesta del chivo ) conforme se hacía más reaccionario. En 2016, llegó la broma de considerar un gran literato a Bob Dylan… Políticamente es bastante corriente premiar a los escritores críticos con los gobiernos de países adversarios, lo que hace particularmente notable que autores no disidentes de esos países accedan al título, como fue el caso de Mo Yan en 2012. Considerando todo esto, es doblemente destacado que el Nobel de literatura haya recaído este año en el poeta y dramaturgo austríaco Peter Handke.

No solo tiene Handke méritos más que sobrados para tal premio, sino que desde los años noventa figuraba en el índice de los apestados, circunstancia que había convencido a todo el mundo, y en primer lugar al propio autor, de que nunca sería premiado. El motivo es que Handke criticó, con toda la razón, el informe mediático occidental contra Serbia que preparó las guerras de Bosnia (1992-1995) y Kosovo (1999). Sin aquello nunca habríamos llegado a comprender que las bombas de Javier Solana explicadas por el infame Jamie Shea, eran necesarias y humanitarias, que la agresión de la OTAN violadora del derecho internacional iba destinada a prevenir el genocidio. Por eso, su publicación, en enero de 1999, del texto Gerechtigkeit für Serbien (“Justicia para Serbia”) lleno de buen sentido, fue el escándalo literario del año en el mundo germanoparlante. Algo parecido le sucedió a Régis Debray en Francia, con su Carta de un viajero al Presidente de la República (1999). Ovejas negras que desentonaban en el rebaño. Notas que desafinaban en la disciplinada y gregaria orquesta.

Parecido pero de diferente calidad. Porque los Nouveaux Chiens de garde que sufrió Debray en Francia eran los habituales payasos mediáticos de la derecha parisina, Alain Finkielkraut, André Glucksmann, Bernard-Henri Lévy y similares, mientras que los apologistas de la guerra en Alemania que denigraron a Handke eran gente de mayor categoría, Jürgen Habermas, habitualmente descrito como “el principal filósofo alemán vivo”, Hans Magnus Enzensberger o Peter Schneider. Habermas vio en el ataque de la OTAN a Serbia un “salto en el camino del derecho internacional clásico de los estados hacia el derecho cosmopolita de una sociedad civil mundial”. En ausencia de instituciones responsables de mantener el orden global, la OTAN debía actuar como “instrumento de un derecho superior”.

El texto de Handke se basaba en un viaje que el autor hizo con amigos en noviembre y diciembre de 1995 a través de Serbia. Su propósito era contar la verdad sobre Serbia y el conflicto. “Cuando los criminales de la OTAN bombardean el país, mi lugar está en Serbia”, decía en un contexto dominado por las acusaciones unilaterales y las tergiversaciones mediáticas más groseras. Handke volvió a Yugoslavia en 1999, cuando caían las bombas de la llamada guerra de Kosovo, y publicó sus notas “Unter Tränen fragend” (Preguntando entre lágrimas). Católico practicante, anunció que dejaba la “Iglesia actual” en protesta porque en su mensaje de Pascua, el papa no condenó “el arrollador asalto de la OTAN contra un país pequeño”. Mas tarde visitó a Slobodan Milošević en La Haya y escribió sobre él nuevos textos incorrectos.

Por su comprensión hacia Milosevic, Handke fue comparado con Ezra Pound por sus loas a Mussolini, y con Louis-Ferdinand Céline, ese enorme escritor que fue fan de Hitler, poniendo el signo de igualdad entre actitudes, situaciones y personajes tan diferentes. Como escribió hace unos años el historiador Kurt Gritsch en la revista Hintergrund, “apenas se intentó entender la motivación de Handke, al revés: se cuestionó su credibilidad e integridad”. Es una manera moderada de decirlo.

Lo que hubo fue un linchamiento, algo particularmente asqueroso cuando los pateadores de la víctima hablan alemán, lo que inevitablemente se asocia con perros de presa y un fondo de reflectores y alambre de espino. Se le tachó de “negacionista”, de “tonto útil”, etc., y todo para justificar una enormidad: la primera participación alemana en una guerra desde Hitler. Esa circunstancia no concurría en Francia.

A Habermas en 2001 le dieron el premio de la paz de los libreros alemanes. A Handke se le nominó en 2006 para el premio Heinrich Heine pero el consejo municipal de Düsseldorf protestó recordando la “actitud proserbia del autor” y el entonces presidente de la región de Renania del Norte-Westfalia, Jürgen Rüttgers, declaró indigno de tal premio “a quien ha relativizado el holocausto”.

Este tipo de acusaciones y reproches deshonestos se han mantenido hasta hoy y han resurgido con motivo de la concesión del Nobel de literatura. “Nadie ha convertido en tanta pequeñez las masacres, la guerra y el sufrimiento en los Balcanes tan expresivamente como Peter Handke, para las víctimas, la decisión de Estocolmo tiene un mensaje demoledor”, señalaba hace unos días el Frankfurter Allgemeine Zeitung. “Alemania estaba en guerra con Milosevic por muy buenas razones humanitarias, ¿no honramos ahora a los apologistas del dictador?”, se pregunta en el Tagespiegel el embajador y lobbysta del complejo militar-industrial alemán Wolfgang Ischinger.

Los mismos que en su día contaminaron el informe yugoslavo, sobre el que hoy disponemos de cuadros mucho más completos y realistas, continúan manipulando y tergiversando. Por una vez el Nobel de literatura se les ha atravesado en el camino.

(Publicado en Ctxt)