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Número 54

El elefante de ambato / Rafael Courtoisie

El elefante de ambato, de Rafael Courtoise

El elefante de ambato / Rafael Courtoisie

Las mayores elevaciones del Ecuador están situadas en la zona de la Sierra Central. Allí se encuentran las provincias de Cotopaxi, Bolívar, Chimborazo y Tungurahua.

En esta última se encuentra la ciudad de Ambato, capital de provincia, situada a 2600 metros de altura sobre el nivel del mar, pródiga en frutas y flores, tapices (los famosos tapices «salasacas», fabricados por el grupo indígena del mismo nombre que llegó desde la región de Bolivia a la de Tungurahua en la época de los Incas).

Ambato es una ciudad encerrada entre montañas, agradable, provinciana, serena y compleja como puede serlo una ciudad andina del norte de América del Sur.

Como suele suceder en estos casos hay mucho para ver o hay muy poco para ver, dependiendo de la disposición y la actitud inquisitiva del observador. Los turistas no avisados siguen de largo por Ambato, en busca de la más pintoresca y cercana población de Los Baños, donde compran artesanías a mitad del precio con respecto a la capital del país, Quito, y adquieren por sumas irrisorias los auténticos «sombreros Panamá» cuya denominación, como todo el mundo sabe, es otra de las flagrantes contradicciones del continente latinoamericano: los sombreros Panamá son oriundos del Ecuador.

Pero el que busca, encuentra. El viajero avisado e inquisitivo a poco de recorrer las calles de esta tranquila capital provinciana se encuentra con una de las siete maravillas del realismo fantástico latinoamericano. Una maravilla desconocida por completo, por cierto, para los folletos turísticos, los libros de Historia y aún para la enorme mayoría de los pobladores de las grandes ciudades del Ecuador, Quito y Guayaquil. Se trata de un pequeño museo de Historia Natural alojado en el edificio y colegio Bolívar, frente a una de las principales plazas de la ciudad de Ambato. Allí, alojada prolijamente en frascos de formol y regularmente iluminada en vitrinas de casi dos metros de alto, se encuentra una variopinta galería de monstruosidades biológicas, dignas de haber sido tomadas como fuente de inspiración por Brueghel, el Bosco, Goya o Dalí.

Los animales monstruosos del museo del colegio de Ambato incluyen los consabidos terneros de dos cabezas, pequeños cerditos con un hiperdesarrollado apéndice nasal en forma de trompa de elefante, corderos siameses embalsamados que con sus cuatro ojos de vidrio castaño contemplan inmóviles el horror del espectador, gallinas de tres patas, enormes caparazones calcáreos de caracoles marinos que quién sabe cómo fueron a parar a las cumbres más altas de los Andes, y un sinnúmero de reliquias monstruosas sumergidas en formol que alguna vez estuvieron vivas y respiraron sobre la tierra.

¿De dónde habrá salido tanta maravilla bizarra, de dónde tanto ingenio torcido y abstruso? ¿Cómo habrá ido a parar a Ambato esta circense parafernalia biológica, horror y hermosura de una naturaleza aburrida de su propia regularidad?

En la sala central de este pequeño museo del colegio de Ambato se encuentra un elefante embalsamado de mediano tamaño. Hace muchos años un circo llegó a Quito, y de Quito atravesó por caminos de montaña la provincia de Cotopaxi, pasando por las poblaciones de Saquisilí, Latacunga y Pujilí, llegó finalmente a Tungurahua e instaló la remendada e inmensa lona de su carpa en Ambato. El elefante llegó cansado, exhausto de ver tanta montaña, tanto pico nevado. La noche misma del arribo los cuidadores locales, contratados en la misma ciudad por el dueño del circo, le dieron de cenar al elefante algo malo, tan malo que el elefante murió, tan malo que la muerte fue casi instantánea y cuando el veterinario llegó, convocado de urgencia por el domador, ya no había nada que hacer.

El veterinario certificó la defunción del paquidermo.

La mole de carne se pudriría, echaría un olor espantoso y atraería las moscas.

Para enterrar el cuerpo debía cavarse una fosa de por lo menos cinco metros de diámetro y tres metros de profundidad en el pedregoso terreno andino. El dueño del circo no estaba dispuesto a distraer el trabajo de varios días de dos jornaleros para semejante tarea, de modo que después de pensarlo un poco y bajo el influjo de la inspiración que le brindaron algunos lugareños, testigos presenciales de la tragedia animal, decidió donar el cadáver a la municipalidad y a tal efecto convocó al presidente de la Comisión Honoraria del Ayuntamiento y, mediante la contribución de unos muy escasos dineros, lo convenció de la oportunidad y conveniencia del donativo, que sin duda alguna acrecentaría de manera significativa el acervo histórico cultural de la ciudad de Ambato.

La comisión del Municipio decidió a su vez donar el elefante al museo del colegio de la ciudad para que dispusieran medidas apropiadas y urgentes para su conservación a efectos de poder exhibirlo con orgullo en su sala central. Así, Ambato tuvo para siempre su propio y auténtico elefante embalsamado en medio de los Andes, almuerzo, merienda y cena de miles de generaciones de polillas durante muchos decenios.

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El desacierto / Raquel Lubartowski Nogara

El desacierto, de Raquel Lubartowski

El desacierto / Raquel Lubartowski Nogara

La flaca no podía hablar. Tenía la boca empedrada. Dentro de cada ojo su mirada desmoronada buscaba entre nosotros alguna forma de razón. Memoria incierta de gestos, rostros y voces.

Reconocía las preguntas y murmullos de los amigos que rodeábamos la cama mientras su cuerpo empañado intentaba desterrar los momentos vividos. Despertaba con la memoria de algo. Un cierto gusto de la desgracia. Un costado absurdo que sabía a muerte.

La boca pedía un vaso de agua. Las manos clamaban por un cigarrillo. Temblaba como si el miedo le atropellara todo el cuerpo. Sitio inevitable de los recuerdos y la desesperación.

Aún no acertaba con todo aquello que tenía un sesgo de accidente o una idea de operación quirúrgica. Las imágenes anestesiadas en su retina, huían hacia formas imposibles de refracción. Pertenecían a una jauría de espejos donde nada era igual o parecido.

Tal vez fuera el recuerdo de una violación. Inciertas lágrimas se enhebraban a las preguntas envueltas en ansiedades demasiado toscas, demasiado urgentes de su padre. Pero la flaca sabía. Su cuerpo reconocía el sabor pesado de la sangre. Una precisa sensación de coágulos manchaba su pensamiento. Una patada en el rostro aún castigaba sin doler.

Ahora debía expiar los recuerdos. Debería componer las palabras en un lenguaje audible. Recoger los pequeños aciertos de su voz que subía entre nudos de estopa. Su padre le alcanzó un vaso de agua. La María encendió dos cigarrillos tal como era su costumbre anclada en rito de amistad. Los otros, es decir nosotros, desdibujados en la penumbra de la habitación, cerramos los sonidos mientras alguien, desconociendo el motivo, apagó la luz de la lámpara. El relato llegó.

Estábamos en el apartamento de Mary. De pronto escuchamos los golpes en la puerta. Abrimos. Ellos entraron. Se la llevaron. Ya está, agregó de sí. Ya está susurró desde otro lugar. Ya está pero cómo explicar que estuvo ahí por costumbre de casualidad. Cómo decirle a los otros, su padre y los amigos, que estuvo por ahí mateando y los libros comentados, la música de otro tiempo y otra ciudad cenit de la memoria. Cómo explicar explicar explicar. Y la trampa de las horas que se deslíen. El peligro de una madrugada que no se debía compartir. Las palabras que ya no asistían el futuro de los días. Cómo decir que estaba ahí conociendo de antemano las señales donde ambulaban ciertos presagios en el fondo anhelados por si acaso el conjuro fuera posible. Cómo explicar el suicidio del gato, el rechazo de Mary a la citación de la federal, los consejos de la flaca para un inalcanzable exilio. Cómo ocultar que en el fondo de esas horas trucadas esperaban los golpes inconfundibles. Esperaban el tumulto de sombras que de pronto clavarían los días en un eje perceptible mutando el tiempo de la espera en un trámite, un número, un lugar y una cita prefijada. Pero aún en el tránsito de pesadilla que está por ocurrir, de sensaciones enmarañadas, aún la flaca no comprendía ni podía explicar por qué estaba ahí. En ese lugar. En aquella cama. En su cuerpo deshabitado de palabras. Por qué estaba ahí en silencio y testimonio.

Pasaban horas componiendo días que tenían el color de los moretones violáceos. Espacios donde el tiempo se comportaba en forma extraña. Estiraba las pausas o abrupto, acortaba las fases del día.

La noche de pronto sorprendía la sombra de los muebles y la ventana o sólo transcurrían unos segundos luego de una tensa espera. El tiempo como un riesgo atropellado por un suceder de alguien desconocido. La sensación tal vez de una ciudad detenida por nuestra ausencia.

La flaca tirada en la cama apenas recogía los incesantes esfuerzos de su padre, el perro, los amigos. Cierta desmemoria de vida le hacía mirar aunque no viera más allá de una tenue pantalla instalada en el cuenco de sus ojos donde sin tregua se proyectaban las mismas imágenes, idénticos elementos de una sola secuencia; los golpes en la puerta, la manera que tuvieron de mirarse en un silencio definitivo, las manos de Mary temblando al abrir, los pasos en la escalera, la entrada al apartamento, la presión de una bota en su nuca, el sollozo último vestigio de Mary, el silencio final.

Repetía y repetía las imágenes buscando descubrir algún detalle imprevisto en el rastro totalmente veraz de la memoria instalada en lo vivido. Repetía y repetía como si el movimiento pudiera desgastar ciertas aristas del recuerdo. Dispersar un aire demasiado seco. Revelar tal vez otra escena que no fuera la mirada que se dieron, aquel sollozo de Mary, ese sabor de víscera cansada que enlutaba su aliento y el aroma de sí misma.

En las noches despertaba en medio de gritos abrumados por la presencia de ciertas pesadillas que la expulsaban del sueño como si las pesadillas tuvieran necesidad de continuar sin el testimonio de su mirada que se abría a un insomnio voraz, interminable. Su cuerpo volteaba los límites y la casa se convertía en una enorme caja donde resonaban sus latidos. Mary me está soñando. Mary me está llamando. Mary me está necesitando susurraba la flaca antes de entregarse a un llanto tenue y sosegado.

La noche volvía a enlazar sus rumores cotidianos. El perro sacudía el cuerpo y los muebles retomaban sus menudos arpegios de maderas inquietas. La flaca se vestía y salía de la casa en busca del aire fuerte que madrugaba en el repecho salitroso de los Ejidos.

Días invisibles. El cuerpo convertido en un desierto de sal. Ninguna caricia ni gesto convocaba, ninguna calle sorprendía, ninguna música ni lectura ni poesía.

La María hacía lo imposible por aliviar esa mirada que nos culpaba de asuntos, de continuidad. Las charlas padecían como si un constante equivoco las socavara. Nuestras largas mateadas convertidas en simulacro y hasta las guitarras desarmadas en el taller parecían acusadas por algo que rondaba detrás de cada palabra. Él nombre de Mary poco a poco cambiado por un “ella” que lo sustituía en cada frase lanzándolo hacia un lugar desconocido por la imaginación y los sueños.

En ocasiones la María se animaba con cigarrillos negros, botellas de ginebra y el cantar tiene sentido inteligencia y razón en la grabación de Cecilia Todd que la flaca escuchaba en silencio total. En ausencia de imágenes recordaba la enormidad de frases dichas por si acaso aquello llegaba. Testamento de futuro como forma de apostar contra la muerte. “Ella” y sus infinitas boletas de quiniela. Cábala de una suerte construida bajo la condición de un desacierto pertinaz.

Pasados los meses llegó la entrega del apartamento en Lavalle y Montevideo. El reparto de ropas, prendas aún habitadas por inquietos sudores y desaliños, pequeñas manchas pliegues y roturas, marcas de un cuerpo que fue compartido en secreto acuerdo de amigos. María anduvo dentro de las botas con las que “ella” recorriera desconocidos caminos en las calles de Buenos Aires. Raúl llevaba la polera azul desteñida y el gabán. Juana los vaqueros gastados. La flaca sólo quiso la chalina hindú raída en los bordes.

Los objetos deshabitados de sombras humanas mostraron de golpe el abuso de un tiempo precipitado en los boliches y cafés, fritangas y latas de alimentos. Los libros guardaron su balada de café triste en un cajón de verdura que los encaminó en un desconocido itinerario de porteras y junta papeles porque el corazón es un cazador solitario con el que nadie puede como “ella” decía trastocándolo en una verdad tan ligera de equipaje como trilce y aquella noche de setiembre.

Sueños de gatos y sigilos gatunos sin sueños prensaron su cara. El rostro de la flaca parecía dragado por una especie de pasión lenta. La casa había perdido su memoria de lugar amigo. Mostraba las grietas en un trayecto de mueca constante y al mismo tiempo imprevisible. Los helechos del patio interior que en otros tiempos y otras noches de San Juan crearan sutiles coreografías de sombras ahora marchitaban su pasado. Renunciaban sin tregua ni dolor.

En aquellas tardes que pausaron meses que pausaron años caminé por los Ejidos recibiendo de frente la surestada o la lluvia que ascendía desde la escollera. El olor cetáceo del río entremezclado con la bruma que exhalaba la fábrica de jabón creaba un itinerario reminiscente. Ningún vestigio ni memoria de verano que sin embargo tuvo que acontecer.

Dentro de la casa el taller de guitarras había cobrado el aspecto de algo fatigado. La flaca se movía con una cautela desusada como si algunos gestos impensados pudieran asaltar su cuerpo ya definitivo en una especie de vejez innecesaria. De tanto en tanto una frase cargaba su rostro mientras sus manos que siempre quedaban como desencontradas con el resto del cuerpo se desplazaban en la lenta búsqueda de un cigarrillo.

No podía volverme loca porque tenía que buscarla y la frase amortiguaba su voz. No sé cómo pude agregaba y también agregaba silencio. Luego fumaba como si en cada pitada se le fuera la parte más importante de la vida. Primero solo quería saber que estaba viva, no me importaba otra cosa que la certeza de su vida, cualquier precio de la imaginación por saber que “ella” respiraba. La flaca velaba sus ojeras en contraluz violeta. Ahora ya pude aunque no puedo arreglar las cuerdas de este violín porque yo tuve que matarla. Mientras hablaba desencajaba un violín con notorio pasado de valsecitos y rancheras. Extendía un mandil de cuero desgastado y se perdía en inciertas explicaciones acerca de la crin necesaria para reparar las cuerdas. Luego hurgaba dentro de caja y colocaba dos pequeños tacos de madera sobre el paño que envolvía el estuche. Estas maderitas son el alma del violín. Si no las tiene suena falso decía la flaca mientras un cigarrillo se consumía en el cenicero.

No recuerdo cuánto tiempo estuve sentada en la mesa del boliche. En la acera de enfrente la clínica psiquiátrica se dejaba envolver por el desbarajuste de colores, los vitraux de la iglesia, el olor de las fogatas encendidas con ramas y hojas de eucaliptus. Entre mis manos los últimos poemas y dibujos. A través de la ventana vi a la María corriendo con un paquete de ropa limpia, yerba y tal vez empanadas que la flaca recibiría con la parsimonia de un dolor demasiado cuerpo.

Como en busca de mí mirada el fondo del pocillo de café mostraba un rastro borroso que dibujaba el perfil de Mary Lupi mientras la línea espectral de las palabras enlazaban nombres olvidados, desaparecidos en cualquier calle de cualquier lugar.


A María Luisa y Sonia.

Del libro Cuentistas hispanoamericanos en La Sorbona, Ediciones Mascarón (Barcelona, 1983).

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Ciudad / Federico Nogara

Ciudad, de Federico Nogara

Ciudad / Federico Nogara

Levantó la mano y la sacudió en el aire. Un ruido de risas pareció responderle haciéndolo sentirse incómodo, desubicado. El hombre de la gabardina, a quien iba dedicado el saludo, pasó a su lado camino del metro sin darse por enterado.

De repente sintió todas las miradas clavadas en él, todas las burlas dedicadas a su persona. Un súbito calor le encendió el rostro y le hizo bajar el brazo con rapidez. Un bar, un bar. El encargado del kiosco ojeó los titulares del diario.

CUARENTA MUERTOS EN CRUENTO ATENTADO. Al empuñar la pistola con fuerza notó el calor. Tenía la camisa pegada a la espalda, la frente llena de gotas de sudor cayendo sobre los ojos y la mano resbalaba alrededor de la culata. No iba a poder. La rabia hizo avanzar sus piernas agarrotadas. No soy un cobarde, no soy un cobarde. Miró a sus dos amigos. Uno estaba parado en medio del local con la boca abierta y la cara lívida; el otro parecía haber descubierto un asunto de suma importancia que lo mantenía paralizado con los ojos fijos. Esto no funciona. Dejarlo todo, renunciar. En el paseo se sucedían los jóvenes risueños corriendo calle abajo, los turistas de pantalones cortos y camisetas de equipos de fútbol, las estatuas vivientes, los pedigüeños. Una anciana con un vestido de lunares, la cara pintarrajeada y una peineta encima de un pelo demasiado negro para ser el suyo natural, arrastraba un desvencijado carro de compra conteniendo un altavoz y un micrófono. El mundo era un caos, pero eso no justificaba sentirse tan turbado por haberse confundido de persona. De repente se encontró metido en un lugar conocido en pleno proceso de transformación, de decoración moderna anunciando una nueva época. El tiempo pasaba demasiado deprisa. ¿Dónde había quedado su juventud, qué había hecho de ella? Hundido en un sillón extraño –blando, como relleno de agua-, ubicado en la parte más alejada del exterior, pudo encontrar el sosiego necesario para volver a ser el de diez minutos antes: un ser anónimo paseando por una ciudad extraña del mundo desarrollado. El hombre de la gabardina llegó muy rápido a su oficina. En realidad le hubiera gustado tardar más, incluso no ir. Abrió con temor las cartas encontradas en el buzón. Las caras se amontonaron en las fotos pegadas a los formularios. Ya nadie flirteaba en los bares, en los lugares públicos, en los parques o en las fiestas; la gente prefería el correo electrónico o los contactos a través de una agencia. Mejor así, esa tapadera funcionaba bien. Dos coches con las puertas abiertas, un montón de gente curioseando alrededor de dos hombres y una mujer insultándose, un anciano delirante gritando frases incomprensibles, una señora reivindicando sus derechos a paraguazo limpio. Sacudió la cabeza y sonrió.

MUEREN DOS MUJERES POR SEMANA A MANOS DE SUS MARIDOS. Aspiró hondo y dejó caer el mentón sobre el pecho. Estaba harta de no encontrar explicaciones, de observar desde fuera, de no ser. La habían terminado convirtiendo en una presencia poco molesta y de fácil prescindencia, alguien que nunca tiene la última palabra. Y ella había contribuido escondiendo sus sentimientos y renunciando a su proyecto de juventud, tocar el piano en una orquesta. Muchas veces se había visto sentada en la banqueta, vestida de negro y con el oído alerta. Cuando llegaba el momento preciso sus manos se alborotaban sobre el teclado como dos palomas enloquecidas. Luego la gente de pie, los aplausos. Se había terminado conformando con un marido que apenas le prestaba atención y unas amigas indiferentes a sus reclamos, renuentes a sus desdichas, con quienes se limitaba a tener una vida social de té y dulces en ciertas tardes prefijadas.

LOS ACCIDENTES LABORALES SE DISPARAN. Sus horas están contadas y él lo sabe. Había vivido setenta y un años sin pensar. De repente un dolor persistente, parecido al taladro del dentista, se instala en su espalda para quedarse y todos los pensamientos aparecen de golpe. Exámenes, radiografías, palpaciones. ¿Cuánto, doctor? Como mucho, un año. Uno piensa que cuando le den la noticia se derrumbará. No siempre es así, por lo menos él se lo toma con calma. Al salir del médico compra dulces, un entrecot, una botella de vino caro y otra de whisky. Cocina despacio, aprovechando cada aroma, cada sorbo de aperitivo. El tomate y la lechuga le recuerdan la tarde de un domingo de verano poco disfrutada por su prisa en volver a casa pensando en el trabajo del lunes. Había sido un hombre responsable, honesto, de conducta intachable. De la casa al trabajo y del trabajo a la casa. El ciudadano modelo, sueño de todo político profesional. Su jefe no ahorró elogios cuando le regaló el reloj de oro el día de su jubilación. Tampoco sus compañeros escatimaron felicitaciones y aplausos. Fue el canto del cisne: nunca más lo llamaron por teléfono ni se interesaron en verlo. Cincuenta años sin huella. La carne era la mejor que había comido en su vida, y el vino, repleto de matices y añadido a tres vasos de whisky, lo hacía levitar. Alentado por la comida y la bebida se sentía pleno por primera vez en muchos años. Pero la euforia del alcohol tiene su lado traicionero. A él se le dio por desgranar los años transcurridos: vacío por aquí, nada por allá. Aquella comida, la última, a los setenta y un años, le permitió descubrir lo que hubiera podido ser vivir de forma plena. Entonces comenzó a llorar desconsolado.

VIOLADA AL PASAR UN PUENTE. Aguantó a su padre mientras dependió de él. Su madre no contaba, era un cero a la izquierda. Apenas pudo valerse por sí mismo se fue de casa y si te he visto no me acuerdo. Su vieja furgoneta le sirvió de hogar durante mucho tiempo, tanto que había dejado de medirlo. Un día, saliendo de una gasolinera, encontró a una chica haciendo auto stop y la levantó. Enseguida se estableció entre ambos una relación de pocas palabras aunque de mucha cercanía. Para él era la continuación de la que había tenido con sus padres con el aliciente del sexo. Ella nunca había tenido una verdadera familia. Cansada de rodar y aguantar cretinos, estar con aquel muchacho un tanto inocente le pareció una tregua. Se mantenían consiguiendo cosas aquí y allá, realizando chapuzas, vendiendo cartones, botellas y latas. Hasta que resolvieron robar en una tienda. El buen botín los llevó a sustituir el alcohol por cocaína.

MATAN A UN JOVEN EN UNA REYERTA ENTRE VECINOS. La gente no quiere trabajar. Y todavía hay idiotas diciendo que vienen de lejos a hacer sacrificios. Pamplinas. Sacrificios hicieron sus padres en el pueblo durante y después de la guerra civil. Estos de ahora tienen mucho cuento. Quieren televisión, coche, móvil. Si esperan un trato especial de su parte van listos. Ocho horas de trabajo duro por un buen puñado de dinero, ese es su lema, y al que no le guste que se vaya a su país; aquí se viene a trabajar. Por desgracia tienen de su parte a algunos quejicas: que si no se respetan las normas de seguridad, que si no se dan vacaciones suficientes, que si el horario. ¡Anda ya! Lo único que falta es abanicarlos cuando sudan. En todo lugar donde hay hombres duros hay heridos, es el precio a pagar. Los trabajadores no deben descuidarse y bajar la guardia. Si se pensara más en el trabajo y menos en la holganza todo funcionaría mejor.

OFRECEN CIEN MILLONES DE EUROS POR DELANTERO. La joven siente en su nalga la mano apretando. Al bajar la vista, paso previo a la bofetada, sus ojos tropiezan con el montón de billetes. No hables preciosa, dice una voz cálida a su oído. Está acorralada en una esquina del vagón de metro repleto de gente. Nadie parece mirar, nadie parece darse cuenta. La mano ya no aprieta, ahora empieza a acariciar con movimientos circulares. No digas nada ni te muevas, susurra la voz. Es imposible que nadie vea, a lo mejor no quieren meterse en asuntos ajenos, no les importa o harían lo mismo si pudieran. Quinientos euros, hasta seiscientos puede haber. Y eso es sólo el principio, ha dicho la voz. Si por ella fuera insultaría o golpearía. Piensa en su avejentado padre, sin trabajo, rumiando amargura, apegado a la bebida, y en su madre limpiando suciedad ajena. Ella misma, ¿cuánto tiempo necesita para ganar esa cantidad? Quinientos al mes por ocho horas incluidos los sábados. Una ayuda extra nunca viene mal. Por primera vez lo mira. Tiene el pelo blanco, podría ser su padre, hasta su abuelo. Sin embargo es atractivo, va bien vestido y huele a perfume caro. Bajamos en la próxima, le oye decir. Niega con la cabeza. Mil, llego hasta mil. Eso es muchísimo dinero. El vagón se detiene. Sólo es una aventura sin importancia. Es imprescindible levantarse muy temprano, su casa queda en las afueras, lejos de todo. Eso se repite mientras camina como un borracho hacia el baño. Es jueves, sólo faltan dos días para el sábado. El pensamiento lo anima. Al pasar por la diminuta sala, casi toda televisor, la luz escasa del todavía tímido sol del amanecer atraviesa los visillos de la persiana y se alarga en rayos por la penumbra. Es el único momento de auténtico disfrute del día. Antes, en su país de origen, siendo maestro de parvulario, disfrutaba viendo las caras de alegría de los niños. Había sido feliz sin saberlo. En su nueva tierra tenía una mujer a la que trataba de acostumbrarse –el amor es un gran desconocido- y un par de hijos amontonados en una habitación de dos por dos. La modesta vivienda y el barrio, cerca de una fábrica con charco de agua maloliente al lado, lo obsesionan. Pensar a los niños jugando en las calles estrechas, sucias, encerradas entre edificios altos, le produce dolor y rabia contra sí mismo. Por suerte aún no van a la escuela. Tiene que trabajar mucho para escapar. El primer sorbo de café le recuerda que su mujer espera un tercero.

MULTINACIONAL DESPIDE DIEZ MIL EMPLEADOS. El lugar donde se han bajado del metro le es totalmente extraño. Queda a cuatro estaciones de su parada y sin embargo da la impresión de ser de otro mundo. A lo lejos puede ver unos baldíos descuidados alrededor de una construcción en ruinas cerca de unas vías herrumbradas; más acá se alzan los esqueletos de unos edificios en construcción y en la acera de enfrente yace en el suelo un hombre en harapos con una botella en la mano delante de un bar de fachada descuidada. El miedo empieza a atenazarla. Mira al extraño que la lleva del brazo sin prestarle atención ni decir una palabra. Podría gritar, pero esa no sería una solución adecuada, al fin y al cabo está caminando a su lado por pura voluntad. Quiero irme. El extraño la mira sin exteriorizar sorpresa. Sonriendo se pregunta porqué todas dicen lo mismo. No temas, sólo es una sección fotográfica. Elijo este lugar por la luz, el estudio tiene un enorme ventanal. Si quieres marcharte puedes hacerlo cuando quieras, eres libre. Claro que sería una lástima haber venido hasta aquí en balde. Tú decides. Una siesta es el remate perfecto a una buena comida. Cuando entra en la habitación se arrepiente. Quiere abandonar las rutinas, romper con los hábitos. Todavía no ha decidido si se tirará de un edificio o tomará algún veneno. La soga no lo atrae y el revólver salpica mucho, lo pone todo perdido. ¿Cuánto hace que no se acuesta con una mujer? Todo no lo podrá hacer en un día. Apenas lo piensa se arrepiente; las prisas siempre lo condicionaron. Un año ha dicho el doctor. Se da veinte días como máximo. La agonía es una indecencia. No se imagina aullando de dolor y delirando mientras los demás se apiadan. Sólo el pensarlo le causa una inmensa tristeza. Lo mejor es esperar el momento oportuno y actuar con rapidez.

ASESINAN A LÍDER OPOSITOR EN ORIENTE MEDIO. Debajo de la cara de un cincuentón bien parecido hay una pequeña cruz. Del bolsillo extrae la clave y lee el texto que describe al individuo. Se estremece. Hasta el momento los encargos no han pasado de palizas bien dadas, de amenazas, de rotura de cristales y fuego. Matar es otra cosa. Necesita aire puro. Sale a la calle y camina como un autómata. Después de un rato llega a un parque y se sienta en un banco. Un perro ladra a su lado distrayéndolo de sus pensamientos. Trata de calmarse respirando hondo. La vaharada le inunda las narinas haciéndole torcer el gesto: la ciudad huele a orina, a excremento, a cloaca. Hacer una cosa así no es tan sencillo, qué se habrán creído, es preciso tener más datos, aclarar la situación. La angustia le aprisiona el pecho. Él no conoce a nadie, recibe los encargos por correo en la agencia matrimonial que regentea, un negocio ficticio, escaparate para lavar dinero negro. Debe buscar el hilo conductor hacia la organización. De entre los rostros convocados asoma el saludador de la entrada del metro. Ese tipo había venido una vez a la agencia a solucionar los problemas generados por una pérdida de agua. Se levanta rápido y corre hacia el paseo. Las vigas son demasiado pesadas. Por fin han terminado de cargarlas y puede volver al encofrado. Desde la décima planta hay una hermosa vista; lástima tener que disfrutarla de reojo. A lo lejos se divisa el campo. Recuerda su niñez en los espacios abiertos: el olor al trigo recién cortado, los campesinos rodeando el fuego al anochecer, el sueño llegando despacio a su cuerpo tendido sobre el pajar. La felicidad existe, lástima que sea tan breve. El capataz empuja y apremia con sus órdenes. Hay que terminar a tiempo. La tenaza se le resbala y en el intento de sujetarla se hace un corte en el dorso de la mano. La sangre brota oscura y se desliza en un grueso hilo hacia la muñeca. Abandona el encofrado y se dirige a la enfermería. El capataz quiere ver el alcance de la lesión. La mira y sacude la cabeza. No sabía que estos indios eran tan maricones, grita para que todos lo oigan y acompañen su indecente risa de panza batiente. Ardiendo de indignación llega a primeros auxilios. La enfermera apenas le presta atención. Del botiquín saca una botella de agua oxigenada, de una lata gasa y de otro recipiente esparadrapo. Limpia la herida, la cubre y dice “ya está” dándose vuelta. Es todo. ¿A quién le importa un indio? Porque eso es aunque hayan tratado de despersonalizarlo, de hacerle asumir su condición como si fuera una falta. Es un indio dentro del fuerte. Si al arquitecto le dijeran que tiene que tirarlo al vacío para terminar el edificio lo haría sin dudar. Después tendría una legión de abogados como defensa. ¿Para qué sirve un indio? Para trabajar como un animal en la ciudad de los blancos a cambio de un plato de comida y un piso diminuto en medio de un estercolero.

EL PARO SUPERA EL CUARENTA POR CIENTO ENTRE LOS JÓVENES. La tarde vuelve a presentarse pese a su esfuerzo por rechazarla. El concierto ha sido magnífico. Estaban el rey, el presidente, las autoridades municipales, dos escritores de esos de televisión y revista en colores, un presentador de telediario y hasta un famoso jugador de fútbol. Los nervios la habían mantenido envarada al principio, pero el silencio respetuoso de los presentes comenzó a hacer su efecto sedante, tanto que pronto creyó estar sola entre las nubes, volando con la música que arrancaban sus dedos al piano y contagiaba a la orquesta. Un alarido hizo desaparecer al público, al escenario. La magia había desaparecido, sustituida por una habitación pequeña en un barrio periférico y un marido con mal gesto y una camisa arrugada en la mano derecha. Un tirón de pelo y como respuesta a las protestas un buen puñetazo. Para que aprendas a comportarte y te dejes de sueños sin sentido. La quiero bien planchada, esta noche ceno con el jefe. Vaya panda de inservibles. Un indio que se hace un cortecito y corre al médico, un moro que se cree que se las sabe todas y un día se va a reventar un dedo con un martillo clavando un clavo, tres negros que no sirven ni para avisar quién viene. Y esos son los mejores. Encima los de siempre los defienden y los jefes se ablandan tratando de justificarlos. La barahúnda de la calle se introduce en el local a través de la puerta abierta por el recién llegado. A ese hombre lo conozco, es el de la entrada del metro. Ahora no lo saludo, no quiero quedar en ridículo, mejor me hago el tonto. Se oye un pitido. Deben ser los pulmones de la ciudad aspirando aire maloliente. Hay muchos coches, demasiados. Las cosas extrañas que a uno se le da por pensar cuando está sentado en la mesa de un bar. Ya me acuerdo, es el dueño de la agencia matrimonial. Me habían aconsejado no visitarlo y no les hice caso. Si lo descubren puedo meterme en líos, esos tipos no juegan. A ver si puedo escaparme por esa salida lateral.

ÍDOLO TELEVISIVO COMPRA CASA POR DIEZ MILLONES DE DÓLARES. Sus dos amigos dejan las armas en el suelo y levantan las manos. No lo hagan, aquí hay gato encerrado, todavía podemos huir, no se rindan. La garganta seca traba las palabras. De repente un disparo lo estremece, y luego otro, y otro. No los maten, son demasiado jóvenes, tienen la vida por delante. Asesinos, asesinos. Ha comenzado a correr en dirección opuesta a los agentes que se acercan con las armas apuntando. Sus dos amigos están tirados en el suelo desangrándose. No hay escape, no hay salida. La puerta de un bloque de apartamentos está abierta. Entra a toda carrera, se mete en el ascensor y aprieta un botón al azar. Huir. En algún lugar del Caribe bellas mujeres danzan entre palmeras cerca de playas de aguas cristalinas. El pasillo tiene cuatro puertas. Las dos primeras están cerradas con llave pero la tercera cede. Entra en una sala grande y se esconde detrás de un sofá enorme. Sienta la libertad, déjese llevar por nuestro nuevo motor potente y económico. Un ruido sorprende sus oídos alertas. Alguien está llorando. La joven lo observa preparar la cámara fotográfica y las luces. Unas simples fotos ligera de ropa; después a casa con mil euros en el bolso. Y no sólo eso, a lo mejor es el principio de una carrera, la televisión y todo eso. ¡Daría cualquier cosa por ser una estrella televisiva! Siente la presión de la garra en el hombro derecho. Nombres, quiero nombres. Yo no sé nada, soy un mandado, me pagan por hacer chapuzas, puedo darte una dirección, es lo único que tengo, sí, puedo llevarte, pero no me hagas daño, esto me pasa por andar saludando a la gente en la calle. Jóvenes señoritas atienden en domicilio privado. Llamar por teléfono a la dirección del periódico va contra su naturaleza; sin embargo cumpliendo esa simple acción se siente capaz de cualquier cosa, cambiado, como si no estuviera viejo y enfermo. En veinte minutos puede pasar, estarán esperándolo. La mujer tiene problemas graves y necesidades acuciantes, por eso no la asusta demasiado la presencia del joven. ¿Qué más puede pasarle ya? La inquieta, eso sí, la palidez del rostro y el temblor del cuerpo delgado y fibroso. Es bien parecido, incluso hermoso. Conozca en nuestra revista la vida secreta de los famosos y disfrute de los cuerpos espectaculares de las chicas y chicos más sexy del planeta. La llamada de la policía deja las cosas claras. Él suplica con los ojos. No he visto ninguna persona joven, perdone, estoy pasando por un mal momento, mi marido me golpea, ¿pueden hacer algo? Ahora no estamos para eso, como ve tenemos cosas más importantes de que ocuparnos. Por suerte desisten. Ya está harto de órdenes, de gritos, de insultos, de que le digan el indio; si no fuera por su mujer y sus hijos se pintaría la cara para ir a buscar al capataz y le rompería la cabeza. Al mirarla detenidamente descubre las ojeras enormes, los pechos fláccidos, los moretones, los pinchazos en los tobillos. Vivir tanto y conocer tan poco. Indaga. Ella no quiere hablar, no debe hablar; su compañero ha dejado de ser el joven casi inocente para convertirse en un bruto como los demás. A pesar del miedo, ese hombre mayor –parecido a su padre en una foto recibida de casualidad no hace mucho- le transmite confianza, le da el sosiego y la paz suficientes para pensar que por fin está frente a un ser humano. Poniendo la cabeza en su pecho habla, cuenta, deja salir la basura oculta durante años. No tiene casa ni familia, malvive en una furgoneta, roba y se vende barato para lo que los demás gusten mandar. Yo le consigo otra, dice al final entre lágrimas y desaparece. Solo en medio de la habitación siente pena por los animales jóvenes destruidos. Una sola tarde le ha bastado para comprobar el horror del mundo. Su primera intención es escapar, pero sería hacer lo de siempre, ceder a la costumbre, cumplir el rito doloroso. La pianista y el asaltante no pretendían tocar el cielo, se conformaban con una mísera porción del pastel para conseguir un descanso de las miserias cotidianas. Ella alarga la mano y le acaricia la cara. Él se acerca y la besa en los labios. Aunque el amor para ellos haya sido una broma macabra, ese ínfimo simulacro les descubre una visión lateral del paraíso. El hombre de la gabardina agarra al saludador de un brazo y lo arrastra por la calle. Ha decidido no cumplir el pedido, el dinero no es razón suficiente para matar a alguien; sólo busca datos para terminar con una mala etapa. Cierta gente necesita un escarmiento. Sabe que tendrá al moro y a los negros de su lado. Pese al dolor del corte en la mano trabaja sin descanso pensando en la venganza cercana. La radiante belleza de la muchacha enciende la habitación produciéndole un temblor desconocido. De repente comprende cuánto se ha perdido, qué inútil ha sido su paso por el mundo, de que manera lo engañaron con el cuento del trabajo, del esfuerzo, del futuro. Nuestro banco le asegura una vejez digna y sin dificultades. El capataz se asomó al balcón de la tercera planta justo al desprenderse un trozo de cemento de la azotea. Por suerte le pegó en el hombro. Eso sí, se lo dejó a la miseria, no podrá trabajar por muchos meses. Es mala suerte, estábamos por terminar la obra, declara compungido en el hospital a los jefes, quienes, a pesar de tener decidido su despido y contar con el sustituto, le siguen la corriente por compasión. La “otra” no pertenece al ambiente, le falta calle y le sobran modales. Aunque haya mirado la vida desde la barrera –o quizá por eso- conoce a la gente. Vuelve a indagar. Me ha obligado a prostituirme después de violarme. ¿Quién? El dedo señala la habitación contigua y los labios temblorosos debajo de unos ojos arrasados por las lágrimas modulan un vergonzoso “el fotógrafo”. El saludador señala la casa y sale corriendo. El hombre de la gabardina sonríe mientras lo mira alejarse. Un disparo rasga la tarde quieta. Entra y corre escaleras arriba empuñando un arma. Necesita un motivo, una excusa para liquidar el trabajo. Primero una habitación desvencijada con una mesa, algunas sillas y lo que parece material fotográfico. Luego una puerta. La abre con cuidado. Silencio. Adentro hay un anciano mirando el techo como si nunca antes hubiera visto uno. En el pecho tiene una mancha roja creciente. A su lado está tirado el cincuentón de la foto con un cuchillo de cocina hundido en el vientre. No sabe si está vivo ni le importa. Si lo está no tardará mucho en morirse. Cierra los ojos del viejo agradeciéndole haberle ahorrado trabajo y quien sabe si disgustos. Y haberle salvado la vida. En cuanto pueda beberá a su salud. Un ruido le llama la atención. Acurrucada en un rincón llora una adolescente semidesnuda. La ayuda a levantarse, le coloca la gabardina sobre los hombros y le señala el teléfono. No pregunta nada ni se queda porque no tiene vocación de padre ni de salvador de la humanidad. Le gusta pensar que el viejo ha muerto tratando de rescatarla de una situación horrible. Baja las escaleras y ya en la calle, la remonta despacio pensando en el camino más corto hacia el aeropuerto.

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Número 54

Los ojos en la noche / Zulema Moret

Los ojos en la noche, de Zulema Moret

Los ojos en la noche / Zulema Moret

Otra vez sin maleta. Otra maleta que se queda en la intersección, en el cruce… detenida por la prisa, la negligencia, el extravío, los controles.

Después de tres aviones y diversas conexiones, reconoció que la maleta no estaba. Recordaba haberla transferido en el pasaje entre el control de pasaportes y el nuevo destino. La había cogido con sus propias manos y la había dejado junto a otras, cerca de la boca devoradora de maletas y de las manos confusas de los agentes que las distribuían, a veces sin prestar atención a los cambios. Todo lucía igual, frío y distante.

Llegó al aeropuerto de su ciudad con cierto gusto agridulce, el de las despedidas.

Entonces, una vez más descubrió que faltaba la maleta verde… un rápido recorrido le permitió recordar el inventario de objetos que había en el interior. El más importante, el de las plantillas de sus zapatos. Si no aparecía la maleta con las plantillas en el interior, la esperaba un veranito insoportable porque caminar sin plantillas era sufrir y ella no quería sufrir. Qué más había en esa maleta, se preguntó mientras esperaba el taxi que la llevaría a su casa.

Había dos taxis en la parada, uno negro, de lujo; el otro, una camioneta de una empresa conocida, y escogió la segunda alternativa. Ya era tarde, se sentía cansada y nerviosa especialmente por las plantillas. Desde aquel verano en el Festival de Teatro de Avignon, empezaron a dolerle los pies y se acabó el uso de sandalias, de zapatos abiertos y con tacones, se acabó todo eso… comenzó el calvario de encontrar plantillas adecuadas. Pasó casi cuatro años sufriendo, sin encontrar ni podólogos que acertaran ni una solución para sus pies, hasta que un día después de una intensa caminata por el monte al que la invitara un amigo, le dijo, casi entre sollozos, no puedo más con los pies, no puedo más con este dolor y él le consiguió los datos de esos profesionales del pie, que eran, además, los podólogos de un famoso equipo de fútbol. Y vino la calma, el poder caminar sin sufrimientos, las esperadas plantillas que eran especiales para sus pies…

Subió a la camioneta. El conductor era un africano que hablaba mal inglés… no le preguntó qué ruta prefería ni ningún otro dato y comenzó a conducir. El camino parecía más largo que de costumbre. Miró por las ventanillas y vio las sombras de la noche cayendo sobre la autopista. Poco tráfico, pocos coches. Se preguntó qué camino había elegido este hombre que parecía un tanto despistado y le preguntó con sobriedad en la voz si conocía la calle que ella le había indicado. Un viaje a su casa desde el aeropuerto costaba normalmente unos 25 dólares y ahora el taxímetro indicaba 32 dólares y aún no reconocía el vecindario.

El hombre la miraba por el espejo, pero ella no tenía ganas de hablar, ella sólo pensaba en la maleta verde, en sus plantillas, en la agenda con los teléfonos y direcciones de Barcelona, en los libros que le habían regalado y que le resultaban tan necesarios para sus estudios…

Le volvió a preguntar si sabía dónde se encontraba la calle Waterloo y él le dijo que sí.

Llegaron a destino. Le extendió la tarjeta de crédito y el hombre se incomodó cuando vio que la tarjeta aparecía como inválida. Ella recordó entonces que su banco solía anular las tarjetas si ella no les avisaba que estaba de viaje, simplemente si verificaban cargos realizados desde otro país, las cancelaban. El hombre no parecía comprender la dificultad. Cómo explicarle todo este proceso de su banco, se dijo ya un poco molesta por la mirada inquisidora de este conductor tan prepotente, le extendió un cheque y él le contestó clavando sus ojos con cierta impertinencia que no aceptaban cheques. Bajaré a buscar otra tarjeta, espetó la mujer, ya en la puerta de su casa.

Miró la puerta de entrada a oscuras y se preguntó por la luz, qué pasaba que la luz no estaba encendida. Miró por la ventana de la cocina y la silla donde se sentaba el gato para mirar pasar a la gente, estaba caída. Sintió vértigo, sus amigos más cercanos estaban de viaje y entró a su casa. Dejó las maletas en la camioneta… volvió con la tarjeta de crédito y tampoco funcionaba. El conductor parecía muy molesto y ella prefirió firmar el pago de la tarjeta de modo manual. Sabía que tenía dinero en el banco, pero el hombre la hacía sentir como una criminal. La mujer firmó la autorización manual de su tarjeta y se quedó de pie, esperando que el hombre abriera el portaequipaje y le permitiera sacar sus maletas. Era de noche, la luz de la casa estaba apagada y ella se sintió incómoda, inquieta, apenas se reconocían los bultos en la oscuridad.

Cuando quiso acordar, el hombre se subió a la camioneta con su equipaje en el interior.

Llevaba en su maletín la computadora y todos sus materiales de trabajo.

– Ya habrá ido a dar la vuelta a la manzana para conseguir la dirección de retorno al Aeropuerto, – pensó la mujer, pues había obras de reparación de las calles en el vecindario que dificultaban el tránsito, pero el conductor no regresaba.

Entonces le agarró un ataque de pánico. ¿Y si se había vuelto loco? ¿Si se había marchado a algún lugar con su equipaje?

Pero esto es América y esta es una ciudad pequeña, pensó con desesperación. Llamó al 911, e inmediatamente atendió la policía, explicó la situación con voz llena de temblor y el policía le dio el teléfono de la empresa de taxis. Entonces llamó a la empresa.

La mujer que la atendió con voz falsamente atenta la escuchó y le dijo que tomaría nota.

Ella le replicó que no, que nada de tomar notas, que ella quería su equipaje y si no había respuesta inmediata llamaría a la policía y haría la denuncia.

La mujer insistió hasta que la joven con voz aguda, falsamente cordial, le respondió que estaban contactando al conductor.

Se volvió loco, le repetía a la mujer… se volvió loco. Cómo se le ocurría desaparecer en la noche, dejarla a ella de pie, sola en la entrada de su casa y no volver.

Esto podría suceder en el tercer mundo, en esos países de pacotilla, con la corrupción comenzando en sus gobernantes, pero en este país, en esta ciudad ordenada, limpia, con tantos controles y prerrogativas, cómo un conductor de color, sobre todo con esa marca histórica en su piel, osaba desaparecer con el equipaje de la pasajera, en lugar de colaborar con ella, ayudarla, tratarla con respeto.

La mujer no podía creerlo, una maleta perdida y otras dos desaparecidas, era demasiado.

Las situaciones límites -y esta de repente se estaba convirtiendo en una situación límite- la conducían a reflexiones existenciales del orden de lo sagrado, pero esto no anulaba su condición de lucha, ni de reclamo ni de aceptación de lo inaceptable. No podemos cambiar la guerra infame que mata niños pero sí podemos declararnos anti/guerra o pacifistas, insistió en su monólogo a modo de consuelo.

La joven de la oficina de taxis la llamó para informarle que el conductor le estaba llevando el equipaje a su casa y ella le preguntó si ese hombre estaba loco o no, que exigía unas disculpas. La joven se disculpó, sí, se disculpó en nombre de la empresa.

Entonces vio la camioneta y la mujer le preguntó al hombre por qué lo había hecho, si estaba loco… mientras él abría el portaequipajes para lanzar sobre el césped los dos bultos.

El hombre no respondió. Ella estaba enojada, no podía dar las gracias como si nada hubiera pasado, simplemente necesitaba cantarle cuatro perras, y lo hizo. No soy una criminal, le dijo, y usted me ha hecho sentir como si lo fuera por una tarjeta que está bloqueada temporalmente por el banco. No, el hombre no entendía, los ojos blancos brillaban en la noche. Ella era simplemente una mujer histérica que reclamaba, que era extranjera y cuya tarjeta había sido declinada por su banco y que hablaba mal el inglés y no la entendían…

La mujer entró el equipaje a su casa, acarició a sus gatos y lloró. Dio gracias a Dios porque el loco del conductor había retornado con las maletas y acarició su computadora, las cremas para la cara, la película sobre Santa Teresa. Le dijo a la mujer de voz falsamente amable que no comprendía cómo tenían este tipo de conductores, que ella era una profesional, que no aceptaba este maltrato. Pero todo caía en el fondo de un agujero sin fondo, palabras al vacío como moneditas en el estanque de las brujas. Eso era.

Le costó centrarse, le costó reconocer la ira acumulada, la dificultad por comprender al conductor y comprender su reacción. Se fue a dormir pensando en la plantillas de su maleta verde, en si la llamarían del aeropuerto como le habían prometido, hacia las dos de la mañana, para entregarle la maleta extraviada. El segundo capítulo de una novela innecesaria.

Esperó hasta las tres de la mañana y nadie la llamó ni le trajo noticias de su maleta verde extraviada. Pensó, mejor me voy a dormir, ha sido un día largo y complicado.

Dos días más tarde la llamaron del aeropuerto para avisarle que la maleta había aparecido y se la llevarían a su casa. Le dolían los pies y sentía un miedo extraño en su cuerpo. El paso del tiempo trae nuevos miedos, se dijo.

Hace unos días, mientras miraba la televisión le pareció ver una sombra asomada por la ventana del comedor, los mismos ojos blanquecinos en la noche parecían mirarla desde su ventanal, cuando se acercó, con el teléfono en su mano para discar el 911 no había nadie, sus gatos dormían tranquilos – buena señal- y pensó que como afirmaba su amigo Sebastián seria mejor instalar una alarma. No son buenos los tiempos que vivimos.

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Número 54

Trasluzido / Javier Seguer

Trasluzido, de Javier Seguer

Trasluzido / Javier Seguer

Mario no puede entender lo sucedido, su sorpresa es tal que no atina más allá de ella. Se ha marchado, le ha abandonado y no es capaz de sentirse culpable.

Siempre creyó que Eva exageraba, que no había razón para ponerse así, al fin y al cabo, él no sabía qué estaba pasando. Cuando ella lo explicaba dudaba de si le estaría mintiendo, pues nada de lo que decía le sonaba a propio, y ahora estaba solo en el taller, al calor de su horno, con una segunda botella de vino en su copa.

Eva decía que todo empezó en el momento que decidió dedicarse a trabajar el vidrio. Parecía que no fuera a perdonarle jamás haber hipotecado su futuro para comprar ese viejo y destartalado local, que pretéritamente se usó para hacer souvenirs, por una vocación que, a sus treinta y cinco años, no había sentido siquiera dos meses atrás. Ni una sola botella había soplado antes de ese rapto de locura, pero, veleta incorregible, sentía un impulso irrefrenable que le empujaba.

Vaciando sus pulmones día a día dominó las técnicas más complejas, adquirió una gran destreza con los instrumentos y manejaba con tal soltura el color que parecía venir de una larga estirpe de artesanos. Sin desfallecer un solo momento consiguió que el taller comenzara a ser rentable, aplacando las quejas de Eva. Apenas había más calor en su alcoba que el que Mario traía aún del horno cuando llegaba a casa, agotado de haberse entregado por entero. Estaba tan orgulloso de sí mismo que ella no era capaz de no sentirse dichosa también.

Las cosas empezaban a ir muy bien cuando Mario empezó a susurrar en sueños, al principio poco más que gemidos, pero con el tiempo aparecieron palabras ardientes, y Eva pensó que ese hombre, capaz de conformar los más bellos objetos esculpiendo la luz, la llevaba en lo más profundo de su ser. Qué felicidad traslucían sus ojos, él creyó que jamás podría igualar ese brillo.

El tiempo se sumaba y cada noche que iba pasando los sueños se manifestaban más a menudo en la madrugada. Se mezclaban elementos del trabajo entre gemidos y referencias calientes a los placeres de la carne. Ella no supo muy bien de qué modo interpretarlo, pero como sus relaciones sexuales mejoraban conforme la destreza en el oficio le daba más seguridad, decidió no darle mayor importancia.

Una noche más corriente que las demás, lo que decía en sueños ya no encajaba con ella, y la sombra de la sospecha prendió en su ánimo. Trató de no pensarlo, pero no pudo evitar pasar los días dándole vueltas, mientras las noches se convirtieron en un calvario. La palabra que decía con mayor frecuencia, luz, ya no parecía tan inocente. Quizá no pasara tantas horas en el taller como le hacía creer, iría a comprobarlo con cualquier excusa. Mario, de natural despreocupado, no se daba cuenta del fondo de la situación, y se alegraba de que se interesara por su quehacer.

A Eva cada vez le resultaba más difícil controlar sus emociones. En un primer momento, sintió alivio al comprobar que en el taller únicamente se trabajaba, pero luz seguía ahí todas las noches. Su dolor crecía ahogado a duras penas por la almohada, hasta que no pudo contener su orgullo herido. Esta vez no fue en sueños, si no en la explosión del orgasmo donde Mario gritó ¡luz!. Violada en lo más íntimo, corrió a ducharse reprimiendo las lágrimas, pensando sólo en poderlo limpiar. Seis horas más tarde, salió de la ducha, se vistió y se fue, no sin antes exigir que él no estuviera allí a su vuelta.

Mario no puede entender lo sucedido. No recuerda haber dicho nada. Se repite una y otra vez que Eva volverá. Reniega, maldice, no comprende, escupe… la impotencia le exaspera y tal como vacía la botella en la garganta, la lanza contra sus últimos trabajos formando una lluvia de ruidos que inunda todos los rincones de su cabeza cociendo la rabia, al dictado de la cual coge la caña y hace añicos todo lo que puede ser destrozado. A medida que el suelo del taller se convierte en una alfombra de vidrio multicolor y el cansancio, empapado en su ropa, va haciendo mella en su arrebato, se percata de que algo se ha desatado en él. Quieto, de pie en medio del taller, con las zapatillas hechas trizas y los pies ensangrentados, nota cómo esa presencia desconocida sí parece conocerle a él. Los sentidos se embotan, pero Mario no siente ningún recelo. La memoria corporal va desvelando recuerdos que no entiende cómo han podido ser reprimidos todo este tiempo. Los sueños ocupan la consciencia rompiendo con su anarquía cualquier posible prevención, hasta que llega la reminiscencia del orgasmo que se transforma en una imperiosa necesidad de soplar vidrio. Echa unas paladas del batiburrillo de materiales que hay desperdigados por el local notando crecer esa fuerza en todo su ser, se pone a soplar sintiéndolo fluir de todas las partes de su cuerpo, saliendo de su boca por la caña, hinchando ese magma incandescente que palpita al otro extremo.

La memoria perdida viene y se hace presente, en un beso que le erotiza subyugándole enteramente a ella. Lo que no puede suceder sucede, lo que su razón niega es aceptado sin más por su sola presencia. La realidad se desvanece, sólo luz extendiendo su halo en una nueva génesis, luzeando las cosas. Innecesitando de enfriamiento se suceden los colores, reflejando de las caricias el tactileo, tuismo del yo, reconociente misterismo que al fin sábese él, apareciente, huellamiento apropiante en las formas. Placerante original, Mario extasioso percipiente en el pielamiento no afuerado, si no del unismo germinatorio, simienta la doblez que estrechea su entrepiernante sexolaridad en quietosa copulacionez, invadiosa de todismos los rinconámenes, vaivenada de espasmodaciones. No se electe lo que ses. Gimea con la sentida de que el vidar envuelviona su eros, entendimientiendo el sentidizado de su existencialez. Su voluntismo sapiona la hacilidad, lo querientido es al fin luzistido, el dualimento ha de ser uno, Mario y luz existiendo en el orgasmamiento ultradimensional, las cuerpilidades se fusionan. Conociado el camino sólo queda un paso. Agarra la caña con fuerza e inspira el magma.

Trasluzido

Ilustración: Priscila Quintana

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Número 54

Dos cuentos cortos / Andrés Caicedo

Dos cuentos cortos de Andrés Caicedo

Dos cuentos cortos / Andrés Caicedo

Destinitos fatales

I

A un hombrecito le gusta el cine y llega y funda un cine club, y lo primero que hace es programar un ciclo largísimo de películas de vampiros, desde Murnau y Dreyer hasta Fisher y ese film que vio hace poco de Dan Curtis. Al principio hay mucha acogida y todo: el teatro se llena. Pero semana tras semana va bajando la audiencia. Como se sabe, el público cineclubista está compuesto en su mayoría por gente despistada que acude a ver acá “el cine de calidad” que no puede ver en los teatros cuando estos sólo exhiben vaqueros y espías: Imbéciles que abuchean una película de John Ford con John Wayne “porque el ejército de Estados Unidos siempre mata muchos indios”, que le dicen imbécil a Jerry Lewis. Esa gente cómo le va a coger la onda a los vampiros, no falta por allí alguno que insulte al hombrecito del cineclub por estar exhibiendo cosas de éstas, cuando los estudiantes luchan en las calles, gente que únicamente sufría de noche y que siempre duerme bien y al otro día se despiertan y pueden hablar de amor, de papitas, de viajes, de política y cuando llega la noche se ponen a soñar de lo mismo que han hablado durante todo el día.

Pues bien, el hombrecito de nuestra historia comenzó a perder grandes cantidades de dinero, porque ya al final no iban más que diez personas a sus películas de vampiros, 9,8,7,6.5, los últimos 4 sí empezaron a conversar, a contarse recuerdos, pasó el tiempo y uno de ellos se mudó de ciudad, otro amaneció un día muerto, uno se graduó de arquitectura y nunca más se lo volvió a ver por estas tierras.

El hecho es que el sábado 25 de septiembre de 1971, el hombrecito encontró, al ir a introducir el último film del ciclo, que no había más que un espectador en la sala, allá detrás, en un rincón, mitad luz y mitad sombra.

El hombrecito iba a comenzar a hablar de la película que amaba tanto, pero el Conde se paró de su butaca y le sonrió, y el hombrecito tuvo que bajar los ojos.

II

Un empleado público se monta a las 2 del día en su bus de todos los días, paga, registra, y para su satisfacción queda un puesto por allá, se dirige al asiento vacío sin ver a nadie conocido, pero para qué conocidos a esta hora y con este calor, así que el empleado público en lo único que piensa es en el almuerzo que su mamá le tiene cuando llegue a casa, en la siestesita de 5 minutos, en el sueñito que sueñe, y por pensar en eso ni se ha dado cuenta que este bus en el que se ha montado no para cada 4 cuadras ni para en ninguna parte, y cuando cae en la cuenta el hombrecito lo que hace es apretar las manos que le sudan pero nada más, o tal vez voltear a mirar a los pasajeros, todos hombres, una mujer en la última banca vestida de negro, todos de piel oscura y por que ser que todos están así de flacos y porqué a todos se les ve el hambre en la cara, porqué, sobre todo al chofer cuando voltea la cara y lo mira a él. Y da la señal. Entonces el bus para y todos se le van encima, y cuando al hombrecito le arrancan el primer pedazo de mejilla piensa en lo que dirán sus compañeros de oficina cuando salga mañana en el periódico. Pero mañana no va a salir nada en el periódico,

III

Un hombrecito va por allí caminando fresco, cargando un libro de Mr. Edgar Allan Poe que pesa 5 kilos. De pronto un gordo lo ve pasar y se acerca y le pregunta:

– Dígame, ¿no le molesta andar con ese libro tan pesado parriba y pabajo?

El hombrecito, que es muy bondadoso y un poco ingenuo, no se da cuenta que el gordo se quiere burlar de él, y por eso piensa antes de contestar, para darle la respuesta exacta; y ella es:

– Lo que pasa es que desde hace un tiempo para acá me di cuenta que yo vivo mi vida montado en un globo, y el libro de Edgar me sirve de lastre. Lastre para no elevarme tanto, para no ir a una región desconocida, habitada por gente que a lo mejor no me gusta, que no conozco. Además, la persona que más supo de globos en el mundo fue mi amigo Edgar.

Y el gordo al oír esto se le ríe en la cara. Y el hombrecito comprende ahora y se pone muy triste. Y la tristeza le dura cinco días. Hasta que se encuentra en una película una actriz americana de la que se puede enamorar fácil, y la tristeza se le pasa.



Canibalismo

Hay varias maneras de comerse a una persona.

Empezando porque debe ser diferente comerse a una mujer que comerse a un hombre. Yo he visto comer hombres, pero no mujeres. No sé si me gustara ver comer a una mujer alguna vez. Debe ser muy diferente. Lo que yo por mi parte conozco son tres maneras de comerse a un hombre. Se puede partir en seis pedazos a la persona: cabeza, tronco, brazos, pelvis, muslos, piernas, incluyendo, claro está, manos y pies. Sé que hay personas que parten a la persona en ocho pedazos, ya que les gusta sacar también las rodillas, el hueso redondo de las rodillas, recubierto con la única porción de carne roja que tiene el cuerpo humano. La otra forma que conozco es comerse a la persona entera, así nomás, a mordiscos lentos, comer un día hasta hartarse y meter el cuerpo al refrigerador y sacarlo al otro día para el desayuno, así. Como comerse un mango a mordiscos. Porque yo puedo decir que a mí antes me gustaba muchísimo el mango verde, y después vino esa moda de partir el mango en pedacitos y fue apenas hace como una semana que me vine a dar cuenta que los mangos verdes me habían venido a gustar menos y supe también que era porque me los comía partidos, así que seguí comprándolos enteros, comiéndolos a mordiscos, y me han vuelto a gustar casi tanto como cuando estaba chiquito. Eso mismo debe pasar con los cuerpos. La persona que ya lleva siglos comiéndolos tiene que darse las maneras de variar el plato para no aburrirse, porque si no cómo hacen. Yo no sé, si ustedes leyeron la otra vez en la prensa que habían encontrado el cuerpo de un coronel retirado, metido en una chuspa (1) de papel y amarrado con cabuya (2), lo que dijeron fue que lo habían encontrado por el Club Campestre, y que había expectación por el extraño estado en que se había hallado el cuerpo. Era un coronel Rodríguez, un tipo ni flaco ni gordo, de bigotito, y con una chucha (3) que arrasaba. Claro que los periódicos nunca dijeron en que consistía ese “extraño estado en que se había hallado el cuerpo”, pero como yo no estoy al tanto de las cosas yo sé que el cuerpo ese lo que estaba era todo mordido. No se lo acabaron del todo porque mi coronel ya tenía 52, allí fue cuando se dieron cuenta que no había como la carne de gente joven, fresca. Los ojos, por ejemplo, que dizque son lo más exquisito, dicen que cuando la persona pasa de los 35, se endurecen y se agrian, ya no vale la pena comerlos.

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(1) Chuspa – Bolsa o morral
(2) Cabuya – Cuerda de pita (árbol tropical)
(3) Chucha – Hembra del perro

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Número 53

Artigas y la nación en armas / Jorge Abelardo Ramos

Artigas y la nación en armas

Artigas y la nación en armas / Jorge Abelardo Ramos

A Methol Ferré, Carlos Real de Azúa, Vivián Trías, José Williman.

El eclipse de los grandes revolucionarios latinoamericanos del siglo XIX no pudo ser más patético. Sólo es comparable al silencio posterior que sepultó sus actos. Bastará indicar que Bolívar, habiendo concebido la idea de crear una gran nación, desde México al Cabo de Hornos, concluyó dando nombre a una provincia y, para condensar más aún el infausto símbolo, murió vencido en su propia aldea.

Abandonado por el gobierno porteño de Rivadavia, San Martín renuncia a completar su campaña continental y se retira de la vida pública. Olvidado, muere en Francia treinta años más tarde. En el caso de Artigas, la ironía se vuelve más trágica y refinada aún. Desde hace más de un siglo, su estatua evoca a un prócer de Uruguay. Había luchado por la Nación y la posteridad le rinde tributo por haber transfigurado la Nación en provincia y la provincia en Nación. Su carrera se despliega en sólo una década; y agoniza en el desierto paraguayo, en la soledad más total, a lo largo de otras tres. Se trata de la víctima más ilustre de la impostura porteña a la que es preciso poner término, pues alude a un hombre clave de nuestra frustración nacional.

El derrumbe del imperio español arrojó a la historia mundial las semidormidas colonias americanas. Por todas partes brotaron los doctores de Chuquisaca, los hijodalgos iluministas, los tenderos, gauchos, soldados o hacendados que descubrieron una patria inmensa y una época digna de ella. Bolívar abandonó los salones de la Europa galante para empinarse en el Ianícolo y jurar desde la colina romana la libertad del Nuevo Mundo. El primero de los unificadores, miranda, embriagado por el Himno de los Ejércitos del Rhin, desembarcó en las costas venezolanas para blandir una nueva bandera. San Martín peleó con los franceses en Bailén, y se lanzó en seguida al Océano para defender la revolución que, vencida en España, se afirmaba en América. Moreno leía a Rousseau para concebir luego la estrategia jacobina del “plan de operaciones”. En la Banda Oriental, en fin, aparecía José Gervasio Artigas, de antigua y linajuda familia, hacendado y oficial de Blandengues, ese cuerpo armado del paisanaje que la guerra de fronteras forjó en la lucha contra el indio. La singularidad de Artigas reside en que fue el único americano que libró en el Río de la Plata casi simultáneamente una lucha incesante contra el Imperio británico, contra el Imperio español y el portugués y contra la oligarquía de Buenos Aires. (1)

Esta rara proeza no agota su significado. Obsérvese que es Mariano Moreno el primero que llama la atención en documentos oficiales sobre la valía militar de Artigas, ya reputado en la Banda Oriental desde el tiempo de los españoles. Su base social es la campaña oriental, de donde nace, en la sociedad primitiva de la colonia, una especie de aristocracia del servicio público, según la calificación del historiador inglés John Street, formada por las familias delos primeros pobladores, cabildantes, estancieros modestos y soldados. Los estancieros apoyaron inicialmente a Artigas, dice Real de Azúa, para resistir a los pesados tributos exigidos por Montevideo para la lucha contra la Junta de Buenos Aires; evadir la nueva “ordenación de los campos” y la revalidación de los títulos que las autoridades españolas pretendían imponer. (2)

Su más ancha base, que se hundía en las profundidades del pueblo oriental, estaba constituida por los gauchos, peones, indios mansos y el mundo social agrario que la acción de los Blandengues de Artigas había defendido de las depredaciones de los bandidos, vagos, ladrones, contrabandistas e indios Charrúas y Minuanes, que infestaban la campaña oriental, según diría el Diputado por Montevideo a las Cortes de Cádiz, exaltando la figura de Artigas en España. Pero su marco histórico es el movimiento de nacionalidades típico del siglo. Artigas pertenece a la generación revolucionaria de SanMartín y Bolívar.

La desarticulación del Imperio español libró a sus solas fuerzas a las provincias ultramarinas. Sus jefes más lúcidos se propusieron conservar la unidad en la independencia, asumiendo la idea nacional que los liberales levantaban sin éxito en la España invadida. Los americanos reaccionarios combatieron junto a los godos contra nosotros, y con nosotros usaron las armas los españoles revolucionarios que vivían en América. Tal fue el dilema. A diferencia de San Martín, que se asignó la misión de extender la llama revolucionaria a través de loa Andes y sólo le cupo luchar contra los realistas, lo mismo que Bolívar y Moreno, Artigas se erigió en caudillo de la defensa nacional en el plata y al mismo tiempo en arquitecto de la unidad federal de las provincias del Sur. Defendió la frontera exterior, mientras luchaba para impedir la creación de fronteras interiores. Fue, en tal carácter, uno de los primeros americanos y, sin disputa, el más grande caudillo argentino.

En este hecho reside todo secreto de su grandeza y la explicación de su “entierro histórico”, según las palabras de Mitre. Cuando Buenos Aires sustituye a España en la hegemonía sobre el resto de las provincias, todas ellas se levantan contra Buenos Aires. Pero de todos los caudillos es Artigas el que más hondo y lejos ve el conjunto de los problemas históricos en juego. Escribir su historia sería en cierto modo reescribir la historia argentina y, por ende, reescribir este libro, pues también nosotros hemos pagado tributo a la falsía de nuestro origen y también nosotros, víctimas solidarias de la balcanización hemos “balcanizado” a Artigas, amputándolo de nuestra existencia histórica para confinarlo a la Banda Oriental.

Entre Mitre y López, las dos figuras mayores de la historia oficial, han hecho del Artigas histórico lo mismo que la burguesía porteña logró hacer con el Artigas vivo. Escribe Mitre: El caudillaje de Artigas, o sea el “artiguismo” localizado en la Banda Oriental, y dominando por la violencia o por afinidades los territorios limítrofes, obtuvo por primera vez carta de ciudadanía, y se le reconoció el derecho de resistencia. El artiguismo oriental, dueño de Entre Ríos y Corrientes, sintió dilatarse su esfera de acción disolvente, aspiró por la primera vez a dominar los destinos nacionales, con sus medios y sus propósitos. Divorciado de la comunidad argentina sin principios vitales que inocularle, sin más bandera que el personalismo ni más programa que una confederación de mandones, en que la fuerza era la base, empezó a chocarse con los régulos argentinos de la orilla occidental del Uruguay…

Las veloces lecturas romanas de Mitre no le dejaron una idea bien clara de quién era Régulo, pero la superficial condenación de los caudillos ha hecho escuela. El mismo Mitre no puede menos que admitir la influencia real de Artigas en las Provincias Unidas: A santa Fe siguió Córdoba, que se declaró independiente; arrió la bandera nacional, que quemó en la plaza pública, enarbolando la de Artigas; se incorporó a la Liga Federal, poniéndose bajo la protección del caudillo oriental, y se adhirió a la convocatoria del Congreso de Paysandú, promovido sin programa político y con objetivos puramente bárbaros y personales. De aquí la primera resistencia de Córdoba a concurrir al Congreso de Tucumán. (3)

Los argentinos ignoran que entre 1810 y 1820 el artiguismo era el poder dominante en gran parte de nuestro actual territorio. Aclamado por los pueblos reunidos en la Liga Federal como “Protector de los Pueblos Libres”, Artigas ejercía su influencia en las Provincias de la Banda Oriental: Misiones, Corrientes, Entre Ríos, Córdoba y Sante Fe. El gobierno directorial de Buenos Aires sólo alcanzaba a dominar la Provincia Metrópoli y un puñado de provincias, en las que ya comenzaba a fermentar por lo demás la idea federal. ¿Qué significaba esto? Pura y simplemente que el federalismo expresó la reacción general de los pueblos del interior ante las despóticas tentativas de Buenos Aires por subyugarlas a su política exclusivista. Pero el magno peligro para los intereses de la burguesía porteña y montevideana consistía en el artiguismo, que aspiraba a organizar la Nación con la garantía de plenos derechos para cada una de las provincias que concurrieran a formarla. El riesgo de una poderosa Confederación sudamericana que sucediese al Virreinato en las fronteras históricas, era demasiado considerable para la política británica. He aquí la concepción del “uruguayo” Artigas:

Convención de la Provincia Oriental, firmada por Rondeau y Artigas , 19 de abril de 1813 (Texto de los dos primeros artículos).

Art 1º – La Provincia Oriental entra en el Rol de las demás Provincias Unidas. Ella es una parte integrante del Estado denominado Provincias Unidas del Río de la Plata … Art 2ª – La Provincia Oriental está compuesta de Pueblos Libres, y quiere se la deje gozar de su libertad; pero queda desde ahora sujeta a la Constitución que organice la Soberana Representación General del Estado, y a sus disposiciones consiguientes teniendo por base inmutable la libertad civil.

Año 1813. Proyecto de Constitución artiguista.

Art 1º – El título de esta confederación será: Provincias Unidas de la América del Sud. 2º Cada provincia retiene su soberanía, libertad e independencia y todo poder, jurisdicción y derecho que no es delegado expresamente por esta confederación a las Provincias Unidas juntas en Congreso. (5) Artigas escribía a Felipe Gaire el 13 de setiembre de 1814:

Mi muy estimado pariente:

Las circunstancias hoy en día no son buenas. Los porteños en todo nos han faltado; no tratan más que de arruinar nuestro país, de este modo será de Portugal o del inglés; ellos están muy lejos de la libertad; yo hoy en día me veo en grandes aprietos porque todo el mundo viene contra mí. Los amigos me han faltado en el mejor tiempo y yo he de sostener la libertad e independencia de mi persona hasta morir. (6)

Gran Bretaña no podía admitir que un solo Estado controlara la boca del río. Se imponía separar al puerto y campaña de Montevideo para dejar a las provincias libradas al monopolio del puerto bonaerense.

Río de Janeiro era entonces el baluarte portugués de la política inglesa; y así se produce la invasión portuguesa planeada por el general Beresford, el mismo actor de las invasiones inglesas al Río de la Plata en 1806. Se debía consolidar a Buenos Aires segregando rápidamente al Uruguay. Con esta separación las Provincias Unidas estaban inexorablemente condenadas al puerto único de Buenos Aires, escribe Methol Ferré. (7) Los portugueses invaden la Banda Oriental, ocupan la provincia y derrotan definitivamente a Artigas en 1820.

Buenos Aires había firmado en 1818 un convenio con Portugal cuya cláusula 5ª decía: “Libertad recíproca de comercio y navegación entre ambas partes con exclusión de los ríos interiores, salvo en el caso de que los portugueses penetrasen a ellos en persecución de Artigas y sus partidarios”.

Veamos ahora la opinión que merecía al Brigadier Pedro Ferré la lucha de Artigas: “Mientras las provincias estuvieron sujetas a Buenos Aires, no había imprenta en ellas. De aquí es que nos han quedado sepultados en el olvido el Gral. Artigas y la independencia de la Banda Oriental, sus quejas por la persecución que sufría por este patriotismo; las intrigas del gobierno de Buenos Aires para perderlo, hasta el grado de cooperar para que el portugués se hiciera dueño de aquella provincia, antes que reconocer su independencia; como entonces sólo hablaba Buenos Aires aparece Artigas en sus impresos como el principal salteador (así aparecen todos los que se han opuesto a las miras ambiciosas del gobierno de Buenos Aires). Si alguna vez se llegan a publicar en la historia los documentos que aún están ocultos, se verá el origen de la guerra en la Banda Oriental, la ocupación de ella por el portugués,, de que resultó que la República perdiera esa parte tan preciosa de su territorio, todo ello tiene su principio en Buenos Aires, y que Artigas no hizo otra cosa que reclamar primeramente la independencia de su patria y después sostenerla con las armas, instando en proclamas el sistema de federación y entonces, tal vez resulte Artigas el primer patriota argentino. (8)

Tacuarembó asesta un golpe decisivo al potencial bélico de Artigas en la Banda Oriental. Se tendrá presente que las tropas portuguesas que invaden la Banda se componen de unos quince mil veteranos, perfectamente armados y fogueados en la guerra contra Bonaparte. Artigas, por su parte, sólo contaba con una provincia que en esa época apenas tenía una población total de unos cuarenta mil habitantes en la campaña y unos veinte mil en Montevideo, que por supuesto le era hostil. Tan sólo unos ocho mil hombres componen su tropa principal, armada de bayonetas y sables de latón e impedida de practicar la guerra de montonera, a la manera de Güemes en salta, por las particularidades de la topografía oriental. Por lo demás, ya en 1820 la clase de estancieros y todo el “patriciado” lo había abandonado, por la proyección revolucionaria de su política agraria.

En el Reglamento Provisorio de la Provincia Oriental para el fomento de su campaña y seguridad de sus hacendados, dado a conocer en el Cuartel General el 10 de setiembre de 1815, se lee en el artículo 6º: “Por ahora el Sr Alcalde Provincial y demás subalternos se dedicarán a fomentar con brazos útiles la población de la campaña. Para ello revisará cada uno, en sus respectivas jurisdicciones, los terrenos disponibles; y los sujetos dignos de esta gracia, con prevención que los más infelices serán los más privilegiados. En consecuencia, los negros libres, los sambos de esta clase, los indios y los criollos pobres, todos podrán ser agraciados con suerte de estancia, si con su trabajo y hombría de bien propenden a su felicidad y a la de su Provincia”. El artículo 12º estipulaba. “Los terrenos repartibles son todos aquellos de emigrados, malos europeos y peores americanos que hasta la fecha no se hallan indultados por el jefe de la Provincia para poseer sus antiguas propiedades”. Y, por fin, el 19º: “Los agraciados, ni podrán enajenar, ni vender esta suerte de estancias, ni contraer sobre ellos débito alguno, bajo la pena de nulidad hasta el arreglo formal de la Provincia, en que ella deliberará lo conveniente”. (9)

La burguesía comercial de Montevideo lo rechazó siempre con todas sus fuerzas, en virtud de su política industrial proteccionista (10). Los estancieros por su parte no tenían más remedio que aborrecer al caudillo que elevaba su política por encima de la patria chica y que en el caos de la guerra civil y la invasión extranjera ponía todos los recursos de la provincia en juego (11). Esto se verá muy claramente cuando, después del desastre militar de Tacuarembó, numerosos estancieros y comandantes de campaña, hasta entonces partidarios de Artigas, capitulen ante Lecor y acepten la dominación portuguesa de la Provincia Cisplatina, como lo había hecho ya la burguesía de Montevideo, que recibió al jefe portugués bajo palio y lluvia de flores. En un oficio que jefes y oficiales de Canelones dirigen al General Lecor, poniéndose a sus órdenes, se lee una alusión al reparto de tierras iniciado por Artigas: “Bajo el sistema adoptado por Don José Artigas no se tendía sino a destruir la propiedad de la provincia…”.

Con respecto a la política agraria de Artigas, Methol Ferré dice lo siguiente: “No hay duda que la reforma agraria artiguista tuvo enormes proyecciones y puedo apuntar aún en 1884 a P. Bustamante le sorprendía la osadía de quienes reclamaban derechos invocando “donaciones” de Artigas. Y de muestra final baste indicar que todavía hoy el Banco Hipotecario del Uruguay no considera válidas las salidas fiscales originadas en mercedes de tierras del gobierno de Artigas y sí acepta, por ejemplo, las provenientes del ocupante portugués Barón de la Laguna. (12)

Sólo en los cronistas, memorialistas y olvidados historiadores de provincias, custodios de la patria vieja, se encuentran hoy recogidos los testimonios fidenignos del pasado. Uno de ellos es el salteño Bernardo Frías, historiador del norte argentino y de Güemes. Su obra fundamental, de 8 tomos, comenzó a publicarse en 1902. Pero sólo se publicaron, en 60 años, los cinco primeros, todos agotados. Los restantes permanecen inéditos. Escribe el doctor Frías: “Era de este modo Artigas el único gobernante argentino que acudía en defensa de la integridad nacional; y como este deber obligaba en primer término al gobierno de la Nación que a un jefe de provincia, y el gobierno de la Nación se mantenía como extraño, sin tomar parte en la defensa común, comenzaron a alarmarse los pueblos, sospechando que el gobierno de Pueyrredón iba de acuerdo con el Brasil. Con esta sola actitud pasiva que asumía el gobierno, quedaba descubierto el crimen de marchar de acuerdo y aliado con el extranjero para aniquilar al jefe de provincia. Artigas, que lo comprendió antes que ninguno,, se volvió al Director para decirle: “Confiese Vuecelencia que sólo por realizar sus intrigas puede representar ante el público el papel ridículo de un neutral. El Supremo Director de Buenos Aires no puede, ¡no debe serlo! Pero sea Vuecelencia un neutral, un indiferente o un enemigo, tema justamente la indignación ocasionada por sus desvíos; tema con justicia el desenfreno de unos pueblos que sacrificados por el amor de la libertad, nada les acobarda tanto como Perderla”.

El doctor Frías, en su notable obra, expone detalladamente la infamia porteña. En lugar de ayudar a Artigas contra los portugueses, toleraba la codicia de los comerciantes de Buenos Aires, que aprovisionaban Montevideo contra los intereses de la Nación. Frías llama a Pueyrredón el “Iscariote argentino”. (12bis)

La derrota de Tacuarembó asimismo reconoce otra causa capital, la connivencia de los directores de Buenos Aires, con Pueyrredón a la cabeza, con los portugueses, y que perseguía el objetivo de entregar a Portugal la Banda Oriental para destruir a Artigas y quebrar en el Litoral la influencia de sus lugartenientes Rámirez y López. Mientra Pueyrredón practicaba esa política de suicidio nacional, en la que revelaría su profunda perfidia la burguesía porteña, ordenaba a San Martín y a Belgrano, generales de Cuyo y del Norte, que bajaran a las provincias del Centro a aniquilar la montonera. San Martín, que mantenía correspondencia con Artigas y los caudillos del Litoral, rehusó “desenvainar su sable en la guerra civil” y marchó a la conquista de los Andes; Belgrano obedeció la orden: su ejército se rebeló en el motín de Arequito. En ese momento, según observa Acevedo (13), Artigas ha perdido la Banda Oriental, pero su influencia en las provincias argentinas es más fuerte que nunca. Sufre una defección: el lugarteniente Fructuoso Rivera, el que será luego conocido como Don Frutos, o bautizado por Rosas el “Pardejón Rivera”, se arregla con los portugueses y abandona al Protector de los Pueblos Libres.

En tiempos de Artigas, los diputados en Salta fueron elegidos al grito de ¡Mueran los porteños! Cuando el irlandés Campbell, jefe de la escuadrilla de Artigas, llegó a Santa Fe, fue recibido por el vecindario a los gritos de ¡Viva la Patria Oriental! Por su parte dice Herrera: “¿No saben que el nombre de porteños es odiado en todas las Provincias Unidas o Desunidas del Río de la Plata? escribía Fray Cayetano Rodríguez al doctor Molina. Los cordobeses pidieron que se borrase el nombre de porteños en las calles, plazas, colegios y monasterios”. (14)

Derrotado por los portugueses en su tierra natal, Artigas pone en ejecución un meditado plan. Traicionado por los porteños y ya que se revelaba imposible derrotar a los portugueses con las provincias rioplatenses divididas y con la pérfida Buenos Aires en contra, se imponía primero derrotar a Buenos Aires, organizar la Nación y volver su poderío unificado hacia la reconquista de la Banda Oriental.

Al dirigirse a las provincias convocándolas a la lucha contra Buenos Aires, Estanislao López invitaba a los cordobeses a marchar, prometiéndoles “los más felices resultados y la protección invencible del inmortal Artigas, vencedor de riesgos y minador de bases de toda tiranía y el héroe que cual otro Hércules dividiría con la espada sus siete cabezas” (15). La batalla entre las fuerzas artiguistas de Santa Fe y Entre Ríos contra el ejército del nuevo Director Rondeau se libró en la Cañada de Cepeda el 1º de febrero de 1820. La montonera triunfó de manera decisiva.
Pero la victoria y la traición marcharon juntas. Con Cepeda caía todo el régimen directorial y el Congreso de Tucumán, instrumentos porteños. El nuevo gobernador de Buenos Aires fue Don Manuel de Sarratea y como habría de ocurrir durante más de medio siglo, Buenos Aires compensaría sus fracasos militares con los recursos financieros de su puerto. Este será, en definitiva, todo el drama.

El pánico invadió a la ciudad de Buenos Aires: “Se esperaba por unos momentos un saqueo a manos de cinco mil bárbaros desnudos, hambrientos y excitados por las pasiones bestiales que en esos casos empujaban los instintos destructores de la fiera humana que como “multitud inorgánica” es la más insaciable de las fieras conocidas: cosas que debe tener presente la juventud, expuesta por exceso de liberalismo a creer en las excelencias de las teorías democráticas que engendran las teorías subversivas del socialismo y el anarquismo contra las garantías del orden social”, juzga López ese momento. (16)

Ramírez acampó con sus hombres en el pueblo de Pilar, a unas 15 leguas de la ciudad. Desde allí planteó sus exigencias a los mercaderes aterrorizados. En primer lugar exigía la disolución del Congreso y del Directorio. Todo fue rápidamente aceptado. La Constitución, lo mismo que el Directorio, se desvaneció ante las lanzas federales.

La segunda exigencia consistía en la publicación de los documentos producidos por la diplomacia secreta del Congreso recién extinguido; este acto demostró que se había llegado a un acuerdo con los franceses para imponer en el Río de la Plata al príncipe de Luca, miembro de la casa de Borbón y cuya corona estaría bajo el protectorado del gobierno francés.

El tratado del Pilar, suscrito el 26 de febrero de 1820 por los gobernadores de Buenos Aires, Santa Fe y Entre Ríos, entre una nube de lanzas, establecía también la libre navegación de los ríos Paraná y Uruguay. Esta última era una reivindicación fundamental para los caudillos litorales, obligados a destruir por las armas el monopolio porteño de los grandes ríos.

Un historiador adversario ha dejado un evocador testimonio de ese instante histórico: “Después del tratado, Sarratea se permitió volver a Buenos Aires acompañado de Ramírez, López y Carrera y de numerosas escoltas de hombres desaliñados, vestidos de bombachas y ponchos, sin que pudiera distinguirse quiénes eran jefes y quiénes soldados. Toda esa chusma ató los redomones en las verjas de la Pirámide y subió al Cabildo de mayo donde se les había preparado un refresco de beberaje en festejo por la paz. Fácil es conjeturar la indignación y la ira del vecindario al verse reducido a soportar tamañas vergüenzas y humillaciones. (17)

Pero el Tratado del Pilar desató las pasiones del localismo porteño. Sumida en el más espantoso desorden, la ciudad fue teatro de las disputas de todas las facciones por el poder. En un mismo día se sucedieron tres gobernadores; ganaderos, comerciantes y militares discutieron ásperamente la situación creada por la montonera. ¿Transigir con ella, cumplir el Tratado del Pilar? ¡Qué locura! ¿Abrir el río a esa pleba andrajosa? ¿Qué político porteño podría ser tan insensato? (18)

En los círculos áulicos de la burguesía portuaria, sin embargo, sabíase que las concesiones de Sarratea, inaceptables para Buenos Aires, no habrían de cumplirse. El Tratado, por el contrario, constituía una puñalada en la espalda de Artigas. Sarratea era uno de los enemigos irreconciliables mde Artigas. López atribuye a este personaje “procedimientos desparpajados y moralidad poco segura, además de viveza pervertida, principios morales poco delicados, extraña mezcla de Buen carácter y de cinismo de habilidad y desvergüenza”. Y agrega: “trapalón y entremedio, como decía M. de Anchorena y movido siempre por una incorregible afición a tretas y manejos embrollados, no era tan malo que pudiera ser tenido por un malvado de talla para despotizar por la fuerza y por la sangre, ni por peligroso siquiera fuera de los enjuagues y escamoteos que le hacían despreciable más bien que perverso”. (19)

Con tal gobernador es que los lugartenientes de Artigas celebraron el Tratado del Pilar. Dicho convenio violaba las órdenes expresas del Protector, pues se limitaba a formular una platónica expresión de deseos en lo tocante a la ocupación portuguesa del territorio patrio, cuya reivindicación por las armas quedaba librada a la buena voluntad de Buenos Aires, justamente la provincia cuyos intereses le habían dictado facilitar la ocupación extranjera. No se trataba de ceguera política de los lugartenientes de Artigas, como podría suponerse, sino la puesta en práctica de una política que se revelaría fatal durante mucho tiempo.

La traición de Ramírez hacia Artigas, de López hacia Ramírez, de López hacia Quiroga, de Urquiza al partido federal luego, compendiaban la defección de los intereses litorales a la causa global del Interior y de la unidad nacional. Esa defección encontraba su más profundo fundamento en el carácter librecambista de la política económica que dictaban a Entre Ríos y Santa Fe sus producciones exportables, similar en este aspecto a la provincia de Buenos Aires. Sus divergencias con la burguesía porteña radicaban en que esta última monopolizaba el puerto y cerraba los ríos interiores a la navegación comercial extranjera, exigida por dichas provincias y acaparada por Buenos Aires. Esta última –durante todo el período de Rosas- amansó a los caudillos litorales con dádivas, ganado y otras concesiones, para separarlas de las provincias mediterráneas; si bien es cierto que éstas eran el refugio del espíritu federal nacionalista, eran fatalmente incapaces de oponer una una fuerza económica y militar suficiente para levantar ejércitos y poner fin al monopolio de Buenos Aires. Ramírez, López y Urquiza serían los pequeños caudillos del localismo, el “federalismo” aldeano agonizante después de la ruina del Protector de los Pueblos Libres.

Los documentos son abrumadores a este respecto. Pancho Ramírez pacta con Buenos Aires después de Cepeda a espaldas de Artigas, que se retiraba diezmado de la batalla de Tacuarembó, aunque dispuesto a seguir luchando. Cuatro días después, desde las orillas de la ciudad porteña, el fiel lugarteniente Ramírez se dirige afectuosamente al Protector adjuntándole el texto del Tratado “asegurándole que la alegría de este pueblo y su reconocimiento hacia el autor de tantos bienes era inexplicable”. (20)

Pero cuarenta y ocho horas más tarde el mismo Ramírez exponía, en un oficio “Reservado”, el plan de traición a su amado jefe. Dirigiéndose a su medio hermano, Ricardo López Jordán, en su ausencia Gobernador interino de Entre Ríos, le ordenaba confidencialmente que “procure entablar relaciones amistosas con el general Rivera, con el gobernador de Corrientes, etcétera.

En otros términos, los caudillejos menores se disponían a distribuirse las satrapías locales del poder federal: uno, pactando con los portugueses, el otro, con Buenos Aires. En el mismo oficio Ramírez confiesa el influjo que en Entre Ríos conservaba Artigas y expresa sus temores: “Usted conoce las aspiraciones del General Artigas y el partido que tiene en nuestra Provincia: su presencia aun después de los continuos desgraciados sucesos en la Banda Oriental podría influir contra la tranquilidad… Procure V. por cuantos medios aconseje la prudencia conservar en el ejército los auxiliares de Corrientes atrayéndolos, pagándolos y haciéndoles ver se les lleva a un sacrificio por una guerra civil, cuando quedando en nuestras banderas todo será paz y trabajar por la verdadera causa”. (21)

Después de Cepeda, Ramírez, presa de inquietud por la previsible reacción del Protector, maniobra con la burguesía porteña para conseguir armas en pago de su inminente rutura con Artigas. En una carta, también reservada, al chileno José carrera, expone sin disimulos la situación: “En estos momentos sin tener recursos ningunos, cómo quiere V. que yo me oponga al parecer de Artigas cuando estoy solo y que él ya debe haber ganado la provincia de Corrientes, como estoy cierto que la lleva adonde él quiere. Nada digo de Misiones porque son con él”. (22)

Aludiendo a la apatía del gauchaje por su política de acuerdo con Buenos Aires y de renuncia a la guerra con Portugal, Ramírez Agrega estas palabras significativas: “¿Cómo podré persuadir a los paisanos ni convencerlos de ninguna manera? Cuando los elementos precisos para la empresa fuesen en algún tanto proporcionados al número que yo solicité (a Buenos Aires) podría convencerlos, por lo de lo contrario seré con el voto general de aquellos que sólo se conforman con la declaratoria de guerra a los portugueses”. Y concluye su nota “reservada” confesando su capitulación ante la burguesía porteña: “No he anoticiado a la provincia del auxilio que se nos presta; porque me abochorno, y tal vez causaría una exaltación general en los paisanos”. (23)

Se comprende el carácter reservado de semejantes testimonios. En estos documentos se encuentran los hechos irrefutables que rodean el hundimiento de la Federación artiguista. Ramírez se dirigía a Sarratea el 13 de marzo, reclamando humildemente los “auxilios” que en virtud del acuerdo secreto firmado al mismo tiempo que el Tratado del Pilar debía proporcionar la burguesía porteña al incorruptible teniente de Artigas: “mi mando en remuneración de sus servicios e indemnización de gastos en la cooperativa que había prestado para deponer la facción realista que tenía oprimido el país el auxilio de quinientos fusiles, quinientos sables, veinticinco quintales de pólvora, cincuenta quintales de plomo, que se repetiría de acuerdo a las necesidades que tuviera el ejército; teniéndose en cuenta para este suplemento el interés propio de esta ciudad como de todas las demás Provincias de la federación en mantener la libertad del territorio de Entre Ríos… Añadía: “En este concepto me veo precisado a suplivar a V.S. como lo hago, tenga bien en las circunstancias dar alguna extensión a aquel tratado y facilitarme un auxilio capaz de subvenir a los primeros objetos que nos propusimos… Yo quedaría satisfecho con que se doblase el número y municiones que debieron dárseme la primera vez y que se diese a la tropa un vestuario y una corta gratificación al arbitrio de V.S. dando para ello disposiciones más prontas que estén a su alcance pues no espero más para retirarme”. (24)

Quince días más tarde, las gestiones parecen haber tenido éxito y las armas y recursos del puerto se ponen al servicio de Ramírez para combatir al Protector y garantizar la “libertad de Entre Ríos, es decir, su localismo y, en consecuencia, su dependencia de Buenos Aires. El 28 de marzo, desde Pilar, Ramírez escribe a Carrera: “El estado de las cosas en mi provincia no puede ser peor, pues D. José Artigas no pasa por los tratados ni deja de mirar la opinión de los habitantes de ella para atraerlos a su partido… Por otra parte V. me dice que el armamento está seguro por la combinación de Monteverde y sabe que con esto ya puedo hablar a Artigas como debo.

Con la ayuda porteña, Ramírez podría, por fin, hablar con Artigas “como debía”. La intriga estaba a punto de consumarse trágicamente. Pocos días más tarde Artigas escribe a Ramírez, le recuerda su dependencia hacia él y lo acusa de haberse entregado con el Tratado del Pilar a la facción porteña. Califica el Tratado de “inicuo” y la firma de Ramírez al pie del documento de apostasía y traición. Y agrega: “ Recuerde que V.S. mismo reprendió y amenazó a don Estanislao López, gobernador de Santa Fe, por haberse atrevido a tratar con el general Belgrano sin autorización suya y que hizo anular esos tratados; lo que prueba que tratando ahora V.S. con Buenos Aires sin autorización mía, que soy el Jefe Supremo y Protector de los Pueblos Libres, ha cometido V.S. el mismo acto de insubordinación que no le consintió al gobernador López; y eso que V.S. tenía entonces y tiene ahora mucho menos jerarquía en el mando y en la confianza de los Pueblos Libres de la que tengo yo… V.S. ha tenido la insolente avilantez de detener en la Bajada los fusiles que remití a Corrientes. Este acto injustificable es propio solamente de aquél que habiéndose entregado en cuerpo y alma a la facción de los pueyrredonistas procura ahora privar de sus armas a los pueblos libres para que no puedan defenderse del portugués…”. Artigas concluía su nota definiendo el contenido del Tratado del Pilar: “Y no es menor crimen haber hecho ese vil tratado sin haber obligado a Buenos Aires a que declarase la guerra a Portugal y entregase fuerzas suficientes para que el Jefe Supremo y Protector de los Pueblos Libres pudiese llevar a cabo esa guerra y arrojar del país al enemigo aborrecido que trata de conquistarlo. Esa es la peor y más horrorosa de las traiciones de V.S.”. (25)

Con las armas porteñas en su poder, Ramírez eleva el tono ante Artigas y desnuda el fonde de su política: “¿Por qué extraña a V.S. que no declarase la guerra a Portugal?… ¿Qué interés hay en hacer esa guerra ahora mismo y en hacerla abiertamente? ¿O cree V.S. que por restituirle una provincia que se ha perdido han de exponerse todas las demás con inoportunidad?”. (26) En esa mera enunciación, y pese a la retórica “federal” de sus proclamas, Ramírez anticipaba la traición de Urquiza, que no mezquinó el cintillo rojo después de Caseros, pero que libró al hierro porteño las provincias federales.

Que la política antiartiguista de Ramírez era lisa y llanamente una traición a la causa de la unidad nacional, termina de probarlo acabadamente una nota de Fructuoso Rivera, escrita desde Montevideo el 5 de junio de 1820. De traidor a traidor, el diálogo entre el oriental aportuguesado y el entrerriano aporteñado alcanza una asombrosa claridad retrospectiva. Le pide a Ramírez la devolución de algunos oficiales portugueses en su poder y la “reposición del comercio”. Añade Don Frutos que tales actos demostrarían por parte de Ramírez la “…extremosa afección a la Provincia de su mando. Cooperarán a esto último con todo su poder las fuerzas de mar portuguesas cuyo Jefe tiene las competentes órdenes para ponerse a disposición de V. cuando lo crea necesario. Mas para que el restablecimiento del comercio tan deseado, no sea turbado en lo sucesivo es de necesidad disolver las fuerzas del General Artigas, principio de donde emanarán los bienes generales, y particulares de todas las provincias, al mismo tiempo que será salvada la humanidad de su más sangriento perseguidor”.

El choque entre las fuerzas de Artigas y Ramírez se produjo el 24 de junio en Las Tunas. Artigas fue aniquilado: el epílogo es rigurosamente homérico. Poseído de un miedo sobrecogedor al prestigio de Artigas, el caudillo Ramírez inicia una persecución inexorable del Protector para impedir que rehaga sus fuerzas en la huida. Rodeado de un puñado de oficiales e indios, Artigas es obligado a luchar cada día: el 17 en la costa de Gualeguay; el 22 en las puntas del Yuquery; y así sucesivamente. ¿En qué fundaba Ramírez su temor ante un jefe fugitivo, rodeado de una docena de hombres? En el hecho de que el solo nombre de Artigas levantaba en masa al paisanaje de las provincias que atravesaba en su retirada. Ramírez sabía que si le daba dos semanas de tiempo Artigas pondría en pie un nuevo ejército. La persecución tenía como objetivo eliminarle o obligarle a abandonar el territorio de las provincias. Las tropas improvisadas en esa marcha forzada hacia el interior eran desechas hora a hora antes de que pudieran armarse y luchar.
Desde el Paraná a la frontera paraguaya transcurre esa lucha donde Artigas se desangra y con él la esperanza postrera de la Patria Grande. En el umbral de la Provincia gobernada por el Doctor Francia, jaqueado, traicionado y vencido, Artigas mira por última vez la escena y entra a galope a la larga prisión guaraní. Muchos años más tarde, cuando la Banda Oriental se transforma por la presión británica en la República del Uruguay, el viejo Protector de los Pueblos Libres dirá: Yo no tengo patria.

Ese era todo su secreto. La patria se había perdido en la balcanización y con Artigas desaparecían simultáneamente los unificadores: Bolívar y San Martín:

Francisco Ramírez había traicionado a su jefe, pero ¿cómo había podido vencerlo? Mitre y Vicente Fidel López, feroces antiartiguistas, no lo ocultaban en sus obras. Por las estipulaciones secretas anexas al Tratado del Pilar, sabemos que Buenos Aires había entregado armamento a Ramírez para resistir a Artigas. Pero no lo sabemos todo al respecto. Ramírez triunfó sobre los gauchos mal armados de Artigas “gracias al concurso de un piquete de artillería de seis piezas y un batallón de trescientos veinte cívicos que estaban a las órdenes del comandante Lucio Mansilla”.

Agreguemos que Mansilla era porteño y estaba a las órdenes de Ramírez por autorización expresa del gobernador de Buenos Aires, Manuel de Sarratea; que se le entregaron 250.000 pesos a Ramírez para elevar la moral de la tropa; que los vestuarios de la ciudad porteña fueron vaciados para sus soldados, con lo que quedó dueño del Paraná y pudo jaquear a Artigas.

He aquí a Ramírez dueño del Litoral, en apariencia, ebrio de poder. El vástago entrerriano del Protector abandona enseguida la concepción confederal y nacional para proclamar la República de Entre Ríos. Intenta edificar la misma insularidad que Urquiza creará más tarde, indiferente al destino de las provincias federales. Pero derrotado Artigas, Buenos Aires inicia la segunda maniobra. Había empleado la traición de Ramírez para eliminar al Protector; ahora utilizará a Estanislao López para desembarazarse de Ramírez. En efecto, al negarse Buenos Aires a cumplir las estipulaciones del Tratado del Pilar que beneficiaban a las provincias litorales, se reinicia una crisis entre ambos sectores. El poder excesivo que había alcanzado Ramírez en Entre Ríos y Corrientes, mueve a la burguesía porteña a pactar con López, dejando a un lado las aspiraciones entrerrianas. Esta defección de López del frente común lleva a Ramírez a amenazarlo con invadir Santa Fe. Se repite el caso de la intriga porteña contra Artigas.

A espaldas de Ramírez, López firma con el nuevo gobernador de Buenos Aires, Martín Rodríguez, el Tratado de Benegas: en pago por levantar el cerco de Buenos Aires y traicionar a Ramírez, el otro teniente artiguista recibe una compensación de 25.000 cabezas de ganado. Fue el estanciero Juan Manuel de Rosas quien intervino en la negociación para domesticar al caudillo santafecino, revelando desde sus comienzos singulares condiciones de político.

Era el Litoral librecambista e impotente quien inclinaba sus armas en el Tratado de benegas. López reclama entonces la ayuda ofrecida por Buenos Aires para combatira a Ramírez. El coronel Lamadrid parte de la ciudad con 1.900 soldados. Las fuerzas coaligadas de Santa Fe y Buenos Aires derrotan al Supremo Entrerriano –que tal era el nombre orgullosamente asumido por el antiguo oficial de Artigas. Al cabo de una despiadada persecución. Ramírez cae al intentar salvar a su compañera Delfina, hermosa porteña que cabalgaba junto a él en sus campañas; la muerte caballeresca se coronó con el degüello. Sus vencedores cortan la cabeza de Ramírez y la envían a Estanislao López.

El gobernador de Santa Fe escribió a su congénere de Buenos Aires: “La heroica Santa Fe, ayudada por el Alto y aliadas provincias, ha cortado en guerra franca la cabeza del Holofernes americano.”

López “envolvió la cabeza en un cuero de carnero y la despachó a Santa Fe, con orden de que se colocara en la Iglesia Matriz, encerrada en una jaula de hierro.”

La estrategia del puerto de Buenos Aires se realizaba con el sistema de las complicidades sucesivas. El más grande caudillo argentino meditaba en la selva la quimera de su Nación infortunada.

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Número 53

Arquitectura y género – La invisibilidad de la mujer en la arquitectura / Mónica Cevedio

Arquitectura y género

Arquitectura y género – La invisibilidad de la mujer en la arquitectura / Mónica Cevedio

“Lo ausente debe hacerse presente porque
la mayor parte de la verdad reside en o
que está ausente”

Herbert Marcuse (Razón y Revolución)

Cuando analizamos la Historia de la Arquitectura – y en general la  Historia – vemos que esta no ha recogido las contribuciones y   participaciones de las mujeres,  lo que invalida por lo tanto  la pretensión de “universalidad” que se nos quiere transmitir.

Arquitectura y género

Se trata de pedir un “reconocimiento histórico” empezando a denunciar muchos discursos y concepciones que se suponen neutros y universales y solo están pensados a través de ideas patriarcales, androcentricas, donde la mujer a sido y sigue siendo la gran ausente ya que la arquitectura ha sido y sigue controlada por el género masculino.

A lo largo de toda la historia, las clases dominantes se apropiaron y impusieron una cultura (parte de la superestructura) que justificara y perpetuara su poder económico y social. Por esto podemos decir que la cultura actual es burguesa, clasista, genérica, androcéntrica y misoginia.

Vemos, entonces, como la Arquitectura a sido pensada por y para los hombres, y cuando las mujeres queremos identificarnos con el espacio, con la vivienda, con la ciudad, nos encontramos que estamos “huérfanas” de un pasado, sin historia, sin referencias, es decir viviendo en un marco impuesto y del que no somos consientes que habitamos. Donde la cultura dominante es norma universal, por lo que existe un imperialismo cultural.

Debemos relacionar por tanto al espacio con el poder (económico, social y cultural) y reconocer que el espacio no es neutral. Por lo que es válido hacer una nueva interpretación cultural e histórica.

Es decir, que debemos basar estos nuevos planteamientos teniendo en cuenta las distintas realidades sociales y culturales de la mujer con un discurso donde primen estos valores, ya que el “saber” y el “ser” de la mujer ha sido excluido, silenciado y negado por las ideas, relaciones y conocimientos masculinos dominantes a través de la historia.

Valoraciones patriarcales que van mas allá de las diferencias de clase, de raza, de género, que decretan que la mujer es inferior, sometiendo y rebajando a las mujeres a un lugar inexistente o de marginalidad.

Si hacemos un análisis, en esta nueva búsqueda sobre los arquitectos clásicos modernos, vemos, como Le Corbusier cuando habla de la Arquitectura, al igual que Loos siempre lo hace pensando en el sexo masculino, es decir en el hombre, y cuando se refieren al sexo femenino lo hace despectivamente y esto se refleja en sus escritos y sus obras.

En el libro “El espíritu nuevo” dice Le Corbusier, que la Arquitectura se ocupa de la casa normal y corriente, para hombres normales y corrientes”. También dice: “Nuestras necesidades son unas necesidades de hombres”. (1)

Así, como: “¿Para quién debe construirse la casa?, Para el hombre no cabe la menor duda”. (2)

O: “ La casa, del hombre, no es cárcel, ni espejismo, la casa edificada y la casa espiritual”, (3) así como: “Construir para el hombre, para que éste no se encuentre nunca ausente, en un futuro, de ninguna de las obras de la construcción, sino que se convierta en su invitado más honrado y en su Señor”. (4)

Cuando habla de los ingenieros, lo hace en los siguientes términos: “Los ingenieros son viriles y sanos…” (5)

En definitiva, Le Corbusier ve la evolución del mundo a través solo de ojos masculinos, dice: “Las herramientas del hombre jalonan las etapas de la civilización, la edad de piedra. La edad de bronce, la edad de hierro… La herramienta es la expresión directa, inmediata del progreso”. (6)

Cuando hace referencia a la mujer, Le Corbusier, lo hace de manera despectiva, desvalorizándola, escribe por ejemplo, hablando de los estilos de arquitectura:

“Esto no es Arquitectura. Son los estilos, vivos y magníficos en su origen, ya no son, hoy, sino cadáveres.

¡O mujeres de cera! (7)

También nos dice: “ El arte no es una cosa popular, ni mucho menos una querida de lujo”. (8)

Vemos como Le Corbusier ve a las mujeres a través de ojos masculinos otorgándoles el papel reproductoras, cuidadoras o prostitutas como en este caso.

Loos, también escribe para los hombres, dice: “La arquitectura despierta sentimientos en el hombre. Por ello, el deber del arquitecto es precisar ese sentimiento”. (9)

Cuando se refiere a las mujeres, al igual que Le Corbusier, lo hace siempre en referencia al ama de casa: “Por todos estos motivos construyo la cocina – habitación, que desahoga a la ama de casa y le da un papel mas fuerte en la vivienda que si tuviera que pasar el tiempo de cocinar en la cocina”. (10)

Así, como cuando dice: “La mujer austríaca procura atar al marido a la familia por medio de la cocina, mientras que la americana y la inglesa lo hacen con un hogar confortable”. (11)

O: “Toda ama de casa sabe que la ropa se seca antes si corre el viento.” (12) Reafirmándola en el papel subordinado, de ama de casa.

Observamos, que Le Corbusier cuando proyecta, al igual que Vitruvio sigue pensando las viviendas en función del “paters familia” –Ej. Casa Curutchet -, esta misma discriminación se manifiesta en cuanto que algunos de sus proyectos han sido diseñados a través del Modulor – Ej. “Unité” de Marsella -. Según Le Corbusier es un sistema de medidas organizado sobre las matemáticas y la escala humana (13) pero, que en la realidad propone adaptar toda la Arquitectura a las dimensiones del hombre, en 1942 el modulor mide: 1,829 m, cuatro años más tarde en 1946, la altura del modulor pasa a: 1.75 m (14) es decir, que se basa sólo en las medidas del hombre y se da por hecho que representa e incluye a las mujeres.

Le Corbusier y Loos, siguen así el principio de Alberti: “ … el hombre como modo y medida de todas las cosas” (15) principio basado en el hombre de Leonardo da Vinci, con el que se pretendía la relación entre hombre, Dios y naturaleza.

Es así, como Le Corbusier, no sólo ve una imagen en el hombre modulor, cuando dice: “Estudiar la casa, para el hombre corriente universal, recuperar las bases humanas, la escala humana, la necesidad – tipo, la función tipo, la emoción – tipo”. (16)

O: “Todos los hombres tienen el mismo organismo, las mismas funciones, todos los hombres tienen las mismas necesidades. Por lo tanto, la casa es un producto necesario para el hombre”. (17)

Opino, que no se trata de imponer “una modulora”, deportista, atlética, pero, sí de reconocer que nuestras necesidades como mujeres no han sido contempladas, por quienes detentaron el poder históricamente, (ni siquiera los físicos).

Aunque existe el “mito” de que el espacio privado pertenece a la mujer y el espacio público al hombre, es decir el espacio interior y el espacio exterior, el espacio de la vivienda y el espacio de la ciudad, vemos que a la mujer no le pertenece ninguno de los dos espacios Ya que el espacio privado y el público han sido concebidos bajo una única mirada, la del hombre; en la que transmite solo sus propias vivencias y sus conocimientos que son unilaterales (sólo masculinos), y en el que las mujeres habitamos y somos usuarias pasivas, sin cuestionarnos, ni advertir la invisibilidad que encierra no solo el diseño, sino la existencia real, material de esos espacios que nos envuelven y nos representan sin evaluar si son los necesarios y los únicos que podemos habitar.

Se trata entonces de analizar la vivienda y la ciudad y darles un nuevo enfoque donde se reconozca la posición social y económica de las mujeres en la sociedad capitalista.

Resumiendo, diré que este análisis trata de demostrar y combatir a través de la crítica el “lugar” impuesto a las mujeres. Lugar impuesto por un proceso ideológico, transmitido por los hombres a la humanidad, a través de la cultura, el arte, la arquitectura.

Considero, por tanto, que es importante, que las mujeres encuentren su saber, sus valores para profundizar en el conocimiento, y en este caso tratar de llevarlo al “espacio”, comprender y ver como se opera en él y desde él para tratar de dar o tener pautas con las que se pueda transformar la realidad que habitamos.

Esta nueva búsqueda “cultural”, – con la que nos identificamos las mujeres que poseemos un pensamiento basado en las diferencias, pero no en las desigualdades – es con la que debemos empezar a andar, no para imponer una única manera de hacer, una única mirada, sino para establecer una cultura dialogica que sume y trate de establecer en todos los ámbitos una vida más humana, más justa, más igualitaria.

MONICA CEVEDIO
Dra. Arquitecta.

____________________

NOTAS
01 – Precisiones, ed. Apóstrofe, p. 130
02 – La casa del hombre, Le Corbusier, ed. Poseidón, p. 24
03 – Ibid, p. 46
04 – Ibid, p. 46
05 – Hacia una arquitectura, ed. Apóstrofe, p. 6
06 – Hacia una arquitectura, p. 5
07 – Precisiones, Le Corbusier, ed. Apóstrofe, p. 90
08 – Hacia una arquitectura, p. 79
09 – Escritos II de Adolf Loos, ed. El Croquis, p. 34
10 – Ibid, p. 240
11 – Escritos I de Adolf Loos, p. 191
12 – Escritos II de Adolf Loos, p. 235
13 – El ModulorI y II, ed Poseidón, p. 56
14 – Le Courbusier 1910-1965 Boesiger, Girsberger, G G, p. 290
15 – M. Dezzi, Bardeschi, E. Garin y otros (1988), León B. Alberti, ed. Stylos, p. 57
16 – Hacia una arquitectura, p. 16
17 – Ibid, p. 108

Este artículo forma parte del libro titulado “Arquitectura y Género”, editado por Icaria editorial, en noviembre 2003-2010.

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Número 53

La poesía femenina del Modernismo / Emir Rodríguez Monegal

La poesía femenina del Modernismo

La poesía femenina del Modernismo / Emir Rodríguez Monegal

Aunque ha habido mujeres poetas en la América hispánica desde la Colonia –el mayor poeta de la época es, sin duda, la monja mexicana Sor Juana Inés de la Cruz-, una poesía distintamente femenina sólo aparece en el Modernismo.

La mayor parte de estas poetas nacen en la parte Sur del continente: María Eugenia Vaz Ferreira, Delmira Agustini y Juana de Ibarbourou en Uruguay, Alfonsina Storni en Argentina, Gabriela Mistral en Chile. Sólo las dos primeras fueron estrictamente modernistas, pero hay en las otras rasgos del movimiento que permitirían marcarlas como “epígonas” si su obra no se proyectase fuera de esos reducidos marcos. En Juana de Ibarbourou y Gabriela Mistral la poesía femenina toma otros rumbos. Por otra parte, a ambas cabe la distinción de haber llamado la atención sobre la poesía femenina, al trascender los límites de su propia patria. En 1930, en ceremonia que tuvo enorme publicidad, la uruguaya fue proclamada “Juana de América; en 1945 Gabriela Mistral ganó el Premio Nobel, el primero en ser adjudicado a un escritor de América Latina.

Pero tal vez fue Delmira Agustini la que mejor representó un cierto tipo de literatura femenina, de pasión y sensualidad, una poesía que en el momento que se publica desafía las convenciones sociales de lo que era decoroso para una mujer decir. Nacida en las afueras de Montevideo en 1887, Delmira (como siempre fue llamada) fue educada en casa. Una madre dominante y hasta tiránica rigió su vida hasta el menor detalle. Recibió la educación convencional de las muchachas de su clase social: lecciones de francés, de piano y de dibujo. Bajo la dirección de su madre desarrolló un gusto por la poesía que produjo poemas convencionales que disimulaban sus sueños de sensualidad. Cuando fueron publicados asombraron a los críticos, que no podían comprender cómo una joven pura y casta podía intuir tales cosas. Estos críticos estaban equivocados, es claro. En primer lugar, Delmira no era tan jovencita como su madre la presentaba (en la época era normal sustraer un par de años a toda muchacha, lo que de paso rejuvenecía a la mamá), y en segundo lugar sus poemas no revelaban tanto conocimiento. Su erotismo era como la pintura para Leonardo, cosa mentale. Tomaba de sus autores favoritos la experiencia sensual que le faltaba. Pero su mérito mayor en el Montevideo de 1900 era atreverse a escribir esas cosas siendo aún virgen. Roberto de las Carreras, el mismo poeta que había ayudado a Herrera y Reissig a ponerse al día con las novedades francesas, ayudó también a Delmira. Años más tarde, ella habría de encontrar a Darío. Era en 1912 y el poeta ya estaba en franca decadencia física, pero no dejó de reaccionar al encanto de esta joven mujer (tenía la piel de ese tono rosado que enloquecía a los hombres de entonces) y de escribir un breve prólogo para su libro Los cálices vacíos (1913), en que declaraba que desde Santa Teresa de Jesús la poesía hispánica no había producido versos tan intensos como los de Delmira.

Al margen de la cortesía de este tipo de textos, Darío tenía razón. La intensidad, la obsesiva imaginería erótica, la pasión de los versos, vienen de áreas del inconsciente que la poesía femenina hasta ella no se había atrevido a explorar.

En violento contraste con Delmira, la mejor poesía de gabriela Mistral está dedicada no a la sensualidad y al deseo sino a la ausencia de amor, a la muerte del amado, a la privación del hijo. Nacida en Chile en 1889, era autodidacta, y por su propio esfuerzo se hizo maestra a los 15 años. La notoriedad le llegó con un premio, ganado en 1914, por la secuencia de Sonetos a la muerte, en el que lloraba la muerte de su novio. Este amor canceló su vida afectiva por un tiempo y la orientó a cantar una maternidad imposible. La fama internacional le llegó en 1922, con la publicación de Desolación. Su vocación de maestra se reflejó también en su poesía y ensanchó inmensamente el área de su popularidad. En sus mejores libros, Tala (1938) y Lagar (1954) tiene poco de modernista. Una poesía enraizada en la Biblia y en cierta aridez lingüística aprendida en Santa Teresa, es lo que reflejan esos grandes libros. Pero la Mistral que habría de ser popularísima en las primeras décadas del siglo es la de los primeros versos. Allí está la imagen desolada y funérea que impresionó al lector modernista. La paradoja es que esa imagen dominante no coincidía ni con la evolución posterior de su poesía (hacia un despojamiento emocional) ni con sus propias inclinaciones sexuales. Aunque con suma discreción, la Mistral renunció al amor de los hombres y se rodeó de jóvenes, hermosas mujeres que fueron sus compañeras a los largo de días de triunfo y dolores.

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Meretta, entre la ceniza y el mar / Héctor Rosales

Meretta, entre la ceniza y el mar

Meretta, entre la ceniza y el mar / Héctor Rosales

Me pidió algo para escribir. Había traído tres publicaciones, dos breves cuadernos y una edición antológica, El sobrante del humo (Linardi y Riso, Montevideo 2000), que ahora dedicaba doblado hacia la mesa, a espaldas de un Río de la Plata visible en la noche del barrio de Malvín, mayo 2003 en la capital uruguaya.

Después de mi nombre añadió con letra fatigada: para que me conozcas mejor. Lo que entonces conocía de aquel hombre lento, culto, amable, como salido de algún relato de Onetti donde éste quisiera dibujar un poeta bohemio y montevideano de mediados del XX, era simplemente una plaquette y varios poemas sueltos leídos hacía más de diez años.

En aquella noche, atendiendo la certera dedicatoria, yo tendría unas cuantas páginas decisivas para comprender la dimensión de uno de los autores más esquinados de las letras uruguayas, si bien su extensa obra certifica a un poeta de referencia, coherente e intemporal.

Jorge Meretta bebía con parsimonia. El humo de nuestros cigarrillos se perdía en un cielo vagamente estrellado, que nos escuchaba con la misma indiferencia que aquella sociedad otorgó durante décadas al hombre que tenía delante. Todavía no había llegado al deterioro físico de sus últimos años, pero ya se le notaba cierto abandono, el desgaste irremediable, el deseo de vivir –si fuera posible- en otro plano, un espacio a la altura de sus numerosas inquietudes artísticas e intelectuales, y a salvo del tiempo y la soledad, tan presentes en su poesía.

Jorge Meretta

Odontólogo de profesión, docente en esa disciplina y también en fotografía, un arte que le gustaba mucho, al igual que la música, Meretta mantenía íntegra su múltiple curiosidad, según corroboré en aquella noche.

La mesa estaba en la vereda de la calle Amazonas muy próxima a Orinoco, adonde se había trasladado el Bar Michigan. Al despedirnos advertí su peculiar manera de caminar, aún ágil en aquel momento, inclinada levemente hacia delante, como si apenas rozara el suelo y sus pies pensaran en otro lugar.

Al regresar a Barcelona leí con mucho interés aquellas publicaciones suyas, y otras que fue remitiéndome años después. No fue difícil encontrar el motivo de su ausencia en antologías y publicaciones oficiales: allí había un poeta independiente, ajeno a comisiones y puestos públicos, despreocupado por las modas y los focos de la prensa, y sí completamente respetuoso del lector.

Había elaborado una obra muy abundante, estructurada, con un tono hecho a su medida, heredero de las formas poéticas tradicionales. Su cuidadosa voz recorría los grandes temas de la literatura clásica, afines a sus circunstancias de hombre montevideano y contemporáneo. La vida de Meretta se había sostenido y edificado en sus versos, no tenía acreedores literarios, sólo libros para leer día tras día y, en particular, una respiración en estado de escritura, un afán incesante por buscar el fondo de los espejos de papel, esa sangre blanca que oxigenaba su profundo pensamiento.

En estos días de agosto encuentro en un volumen de Luis Bravo (“Voz y Palabra. Historia transversal de la poesía uruguaya, 1950-1973”, Ed. Estuario, Montevideo 2012) un atinado texto sobre nuestro poeta. Subrayo: La problemática de la identidad y el drama filosófico del devenir, considerados ante un referente divino imposible de asir, aparecen como tópicos recurrentes. (…) Meretta transita a veces por interrogantes disparadas desde fuentes bíblicas (….) Pero lo que esencialmente construye es una imagen de la errática mismidad del ser, propia de quien concibe a la escritura como asidero de la existencia.

Poesía plenamente existencialista, donde la técnica creativa busca una transparencia que aliente la visibilidad de los contenidos, principalmente los resortes de la condición humana y el misterio que los mueve, la extranjeridad a la que nos condena la conciencia: Aún sigo sin morir porque no nazco. / Aún sigo sin nacer porque estoy muerto.

Pero el sábado 7 de julio de este año, tras un accidente, llegó la muerte física de Jorge Meretta. Y Todo el adiós (como uno de sus títulos más rotundos).

Gerardo Ciancio, uno de los críticos que más se ocupó de la obra del poeta, me daba la noticia en un escueto correo electrónico.

Otro autor uruguayo, Jorge Arbeleche, escribía en un mail al día siguiente:

Murió Jorge Meretta, uno de los poetas nacionales más destacados. Usó todos los metros del verso castellano -o casi- con encomiable destreza, sensibilidad y contenida emoción sobre un sustrato permanente de interrogación metafísica. Por suerte, en los últimos tiempos, creadores y críticos de las nuevas promociones, como Ciancio, Courtoisie y Benítez -entre otros- supieron sacudir la pereza de cierta crítica, heredera de la generación del 45, que se obstinaba en mantener en penumbra una poesía de altísima calidad como es la obra que nos lega el poeta fallecido.

Esa obra comenzó muy temprano en la vida de Meretta, y ensayando precisamente una métrica que luego dominaría con incuestionable maestría: el soneto. Aquel jovencísimo poeta, cuya precocidad asombró a su madre, había escrito un soneto a los reyes magos.

Vuelvo a la noche de Malvín 2003. Dije que habían algunas estrellas en el cielo y que tras la espalda de Jorge Meretta se veía aquel “río ancho como mar”. Quizás algún rey mago también nos estaba viendo desde el techo de aquellas sombrías aguas marrones. Me gustaría pedirle un deseo: que leyera y nos cumpla estos versos de Jorge:

El mar es lo que está, lo que vendrá. Y no hay adiós posible y no hay olvido.

Los poemas que leerán a continuación dan fe de que ganará la memoria. Es imposible separar la vida de lo que sigue y seguirá latiendo en la intimista, fecunda voz merettana.

Héctor Rosales
Barcelona, 21 de agosto 2012

____________________

PD / Recomendamos el documental de Juan Pablo Pedemonte: “Jorge Meretta. La magia evolucionada” (Montevideo, 2012). http://vimeo.com/45313613
Y la lectura del testimonio que este joven artista uruguayo escribió sobre la muerte del poeta: “¿Qué se muere de entierro?”, presente en este número de MALABIA.

EN BLANCO

Aquí hubo una hoja en blanco, arena
de un oleaje de voces, de un torrente
que brota silencioso de su frente
y a su claro secreto se encadena.

Aparto bruma y aparece pena
en mayúscula. Y vuelvo lentamente
a ser su mismo rostro y diferente
del blanco ayer que fuera mi condena.

Alguien se esconde en ella, tiembla, husmea,
como un ciego que a tumbos deletrea
y me dice y me calla y se apresura

a leerme lo que soy: sellado río
de un hombre desvistiéndose de frío
en el espejo fiel de su blancura.


VIOLÍN DEL CIEGO

En plena Ciudad Vieja, en plena herrumbre
donde nadie daría
ni un solo pan por todas las palomas,
ni un solo paso por el mar,
oigo al violín de un ciego
pedir auxilio a todos los que pasan.

Un violín apostado en unas manos
con un ahorcado en cada cuerda,
con ojos que los miran desde adentro,
debería guardarse bajo tierra
por pudor a esa herrumbre y esas calles
donde todos los días pasa el viento
como un violín tocado por un ciego.


ALLÍ

Un dedo dice allí
y deja
a otro dedo copiado de una mano
con visibles propósitos de rama;
porque desde el allí volando
al dedo quieto
siempre hay un pájaro dispuesto a hablar
cuando una mano se empluma con palabras.


DEFENSA POR OFICIO

Le debo a cada santo la pobreza
de un Padrenuestro entero por pecado
original y extremo, sin recado
ni remitente expreso. En una mesa

un plato humea. Husmeo. En la pereza
de un reloj sin agujas me he tumbado
y soy en su retraso un arropado
arrepentido que a sus huesos reza.

Si me declaro torpe y vil, confeso
de otoño sin memorias, quedo preso
tendido cielo arriba, boca abajo.

Mejor es la certeza de haber sido
un prófugo de pájaros sin nido
donde empezar la luz abriendo un tajo.


POSTALES
A Ángel Fernández Molina

Ir por el blanco.
Dar el blanco por dado.
Ir a oscuras.
Ser el blanco de un dado
que nos mira por el ojo del uno.
Dar en el blanco del azar.


CARACOL
El caracol
lengua ciega en la espiral
de un nudo nunca desatado
alfombra el verde.

Sagrada baba del deseo.


LUNES
A Manuel Fernández Calvo

Igual que agujas de un reloj, puntual,
por la pendiente de los lunes, ciego
de ahora para hoy no para luego
recorro la semana, fiel, ritual,

seco, llovido por mis hombros, mal
dormido entre los pájaros. Y agrego
a cierta piel desnuda y a otro ruego
sin adioses o gracias. Y qué tal

ir viviéndome adentro como un pozo
la luz que me ceniza, el cielo, el gozo
de ser cuerpo y memoria de esta suerte:

turno del golpe, niebla a la deriva,
y a veces mano alzada siempre viva
como si fuera a despedir la muerte.

JORGE MERETTA

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Los poemas integran el libro “El sobrante del humo”, ed. Librería Linardi y Riso (Montevideo 2000), exceptuando Defensa por oficio y En Blanco, pertenecientes a “Cambios de sitio”, Ediciones La Luna Que (2ª ed. aumentada, Buenos Aires 2003), donde también aparece Lunes.